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CAPÍTULO XIV

CONTRA EL TIEMPO


Creé las cuatro castas mediante el reparto desigual de caracteres y capacidades naturales”.

(Bhagavad-Gita IV, Vers.13)


Cuando la sociedad ha alcanzado una situación en la que los bienes otorgan el rango, en la que el bienestar es la única procedencia de la virtud, la pasión el único ligamento entre el hombre y mujer, falsedad la fuente del éxito en la vida, sexo el único recurso para el gozo, y cuano es confundida la pompa externa con la religión interna . . ., entonces estamos en el Kali Yuga, la edad oscura”.

(Vishnu Purana, resumen de un largo pasaje descriptivo en el libro IV, capítulo 24)


Naturalmente alguien se puede reír de esta afirmación. Es preciso que nadie se olvide, sin embargo, de que este planeta giro solo hace ya millones de años por el éter sin estar habitado, y puede girar así de nuevo algún día si los hombres olvidan que deben su existencia superior, no a las ideas de ciertas ideologías locas, sino al conocimiento y a la aplicación despiadada de inmutables leyes de la naturaleza”.

Adolf Hitler
(Mi Lucha I, capítulo 11)



Cuando el objetivo principal de la propaganda es ganar el mayor número posible de hombres, sin miramiento de raza, salud, carácter, capacidades intelectuales, sin consideración a los valores corporales y espirituales, entonces el comunismo tiene sin duda alguna importantes ventajas frente al Nacional-socialismo y perspectivas muchos mayores de éxito inmediato. Su resultado es el por todos nosotros conocido “hombre-masa” —la humanidad actual en su estado deplorable, cuando no francamente desesperado.

Por de pronto él se atiene a las exigencias más elementales del hombre: al deseo, bueno o sea, a la comodidad y el bienestar para vivir. “¡Trabajadores del mundo, uníos!” dicen los comunistas. Unirse, ¿para qué? Para arrebatar el poder de las manos a esos que ahora os utilizan y para mejorar vuestra suerte: cada día comer hasta el hartazgo,

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vivir en condiciones sanas, recibir un número mayor de los bienes que hasta ahora sólo habéis alcanzado ¿entonces qué? Entonces queréis “vivir”— comer, beber y organizar vuestra propia satisfacción y alegría infantil. Alegría individual —suponiendo que no sea una traba legal al toparse con los placeres que también quiere el vecino más próximo— es la meta más alta, el fin más grande de la vida con esta filosofía en la que todo gira alrededor del hombre como una unidad económica. Lo único que cuenta a los ojos de los comunistas no es el país, ni la raza sino la “humanidad” —la suma total de todos los individuos humanos que precisamente porque son humanos, es decir, sólo porque tienen dos piernas y sin rabo, tienen “derechos iguales” e iguales deberes. Tienen el derecho de “comer”, el deber de “trabajar”, para ganar el gozo. El problema económico, cuya solución después de todo depende de la posibilidad del placer para todos los individuos en el mundo entero, no es el principal sino el único problema, ya que la buena vida (material o de cualquier manera siempre sólo condicionada por circunstancias materiales) constituye un fin en si misma. Es así por lo que el hombre a la luz de la Weltanschauung comunista no es ninguna otra cosa que un animal privilegiado —defensores de una teoría así sobre el progreso biológico dicen: el hombre es el descendiente remoto del mono (yo diría— si pudiese considerar a toda la humanidad como una masa de individuos recambiables tal como hacen los comunistas —como los descendientes degenerados de los Dioses en un proceso más o menos rápido para llegar a ser monos).

A simple vista parece curioso que los defensores de una filosofía así, pongan tanto énfasis como los cristianos en el abismo insuperable entre el hombre —el único ser frente al cual presuntamente tenemos deberes— y el animal. Los comunistas atribuyen esto naturalmente no al “alma” inmortal sino más bien a la capacidad de habla y a la inteligencia del hombre. El teatro que hacen referente a esta “valiosa” inteligencia, por la que tantos comunistas de razas innobles se sienten ensalzados y de la mayor parte parece estar tan ausente, es efectivamente increíble.

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Pero cuanto más se reflexiona sobre ello tanto menos raro nos resulta el fenómeno. El cristianismo, y el idealismo francamente humanitario —una reacción a medio camino contra el cristianismo, dicho de otro modo, de nuevo la forma decadente del cristianismo— muestran la base filosófica de ambos: de la democracia moderna y el comunismo, y son esencialmente sentidos por la fe que tienen por el ser humano como punto central, ello vale también para el Islam. Evidentemente vale lo mismo para todas las tendencias de la fe que directa o indirectamente descienden del judaísmo o de inspiración judía —y tal vez también para todos los credos de procedencia no aria que tienen al individuo como centro, aun cuando en realidad no tengan conexión con el judaísmo (son “man-centered”, mientras que todas las confesiones de fe arias son con toda probabilidad “life-centered”). Sería más difícil mantener con certeza que todas las confesiones de fe que tienen a toda vida como foco central (por tanto son “life-centered”) ya de época antigua o moderna, son de origen ario o cuando menos de influjo ario demostrable. Si se pudiese probar que ello es el caso, se podría inferir la más elocuente de todas las deducciones finales: la superioridad innata de las razas arias, que es la base de la doctrina nacional-socialista y que fuera de nuestros círculos es discutida y criticada con tanta acritud. Aunque de todos modos, muchas de las religiones y filosofías históricas “referidas a la vida”, no son ciertamente de origen ario1.

El origen judío del comunismo —marxismo— no es para nadie un secreto. Por esto motivo es ya de esperar que esta filosofía deba ser “antropocéntrica” (man-centered). El hecho de que esto sea así quizás más que en cualquier otra filosofía —en especial entre las religiones “del más allá”, que tanto recalcan la dignidad del “alma” humana— hace al comunismo tanto más repugnante a los ojos del verdadero artista, pero a las bestias humanas, es decir, a la mayoría de la humanidad, tan atrayente.


1 El señor Wallis Budge mantiene con fuerza la opinión de que es el caso de la religión solar. Es difícil probar hasta donde debe se existencia a influencias mi tánicas. Pero es cierto que el rey Ekhnaton, su fundador, en todo caso más que cualquier otro faraón era de sangre aria en una gran medida. Véase: “Tutankhamon, amonismo, atonismo y monoteismo egipcio” de Budge.

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La bestia humana —el ser humano de nuestro tiempo en proceso de convertirse en un animal— está sólo contento si se le cuenta que su inclinación hacia la animalidad es natural y loable y que su superioridad sobre otros animales sólo se encuentra en el hecho que por su razón puede saborear mejor los bienes del mundo que ellos, y en especial que puede aprovechar mejor que ningún otro animal su botín. El hombre medio de las razas superiores cree que es generoso y noble por su parte, ser comunista. Naturalmente pudiera creer que es su deber ser amable frente a toda vida, pero su educación cristiana durante siglos influye su subconsciencia de tal suerte que le sugiere tener que dedicarse ciertamente “primero” a toda la humanidad. El individuo de las razas innobles es afortunado si se le ofrece una filosofía antropocéntrica igualadora que le ofrece la ilusión de que nada esté sobre él, en tanto que toda la restante naturaleza viviente sea sumisa a él, esté bajo su poder y padezca por sus exigencias y su placer. Al mismo tiempo las filosofías “antropocéntricas” siempre tuvieron en este mundo más éxito que las “referidas a la vida”. Razas inferiores a las que se enseñó a creer en religiones “referidas a la vida” normalmente nunca consiguen comprender y cumplir su ética elevada. El trato a los animales —incluso a la vaca sagrada— por las castas inferiores de la India es un ejemplo típico de este hecho. Hasta en las razas superiores desgraciadamente han cedido a menudo las religiones “de la vida” en favor de las “antropocéntricas”, como lo pone bien de manifiesto sólo la conversión de masas al cristianismo de todo el norte de Europa.

La llamada del comunismo es hoy en muchos conceptos parecida a la del cristianismo hace 1.500 años. Su dominación afortunadamente no durará tanto tiempo, pues ahora estamos más cerca del final del ciclo presente, y ambos: acontecimientos y corrientes de pensamientos se siguen rápidamente unos a otros. Aparte de eso es la forma de la religión eterna de la vida jerárquica, de la vida en jerarquía, la que se impondrá al final y se alzará con la victoria, ya existente sobre todo en el Nacional-socialismo. Con todo, está fijado fatalmente que el comunismo en este corto periodo

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de examen y preparación en el que vivimos ahora, debe alcanzar un éxito justo en una medida considerable.

* * *

Otro punto en favor del éxito comunista inmediato es que el comunismo no se dirige a la “élite”, sino a todos los hombres de cualquier raza, civilización, tradición y en especial a los hombres que tienen motivo para sentirse explotados y pisoteados, o sea, a la gran mayoría de los humanos. Sigamos el ejemplo del cristianismo y del Islam —de las dos religiones internacionales más grandes de la igualdad que tienen su origen en el judaísmo— y de la fe democrática, todas las cuales fueron populares en la revolución francesa, en la “liberación de todos los pueblos”, así también hace constar el comunismo que entre los seres humanos no existen diferencias naturales invariables, sino sólo artificiales dadas por el ambiente y la educación, al fin y al cabo condicionadas por factores económicos. Dicho de otro modo, nuestros enemigos más extremos creen que un joven negro, un joven chino, un joven esquimal y un joven judío, que creciesen juntos desde la más temprana infancia en Inglaterra o Alemania y en las mismas escuelas y universidades inglesas o alemanas, por tanto fuesen educados bajo las mismas condiciones, tendrían prácticamente las mismas reacciones que un inglés o un alemán con la misma educación recibida.

La aparente adaptabilidad ilimitada de un gran número de razas a la corrientemente denominada como vida “moderna” —es decir, a la vida ordenada, que evolucionó mediante el genio científico de los arios europeos, despierta la creencia absoluta en miles de hombres de que se trata de una adaptabilidad efectiva. Pero nadie parece fijarse que superficial, que totalmente superficial es la adaptación; ya porque la gente ha perdido el talento para discernir entre lo esencial y lo secundario, o en realidad porque sólo la apariencia —lo secundario— tiene alguna importancia a sus ojos; porque mira eso

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como esencial mientras inverte espontáneamente en su conciencia el orden natural de los valores —otro signo de la decadencia universal de nuestro tiempo.

El hombre “más acomodaticio” —por fuera— es naturalmente el judío, ya en el oeste o en el este, ya en la India o en Islandia. Donde aparezca siempre se le tributa la misma alabanza por esta marcada versatilidad de parte de la población, en cuyo centro se establece y progresa. “Él es como uno de nosotros”, que importa que él en Islandia coma comida islandesa y muestre alegría por el deporte de invierno y la muchacha islandesa mientras llegue a ser en la India el compañero del tipo indio más malo, del representante sin casta de educación occidental poco crítica, y asegure hallarse a gusto con todo lo indio, desde la filosofía sánscrita (de todos los hombres es el menos capaz de comprender su espíritu por muy dócil que sea), hasta la salsa Curry, los dulces indios y la vi da gregaria. Además está notablemente dotado para las lenguas. El resultado es por doquier la ilusión de que allí donde el judío desea vivir puede llegar a ser un nacional, y tiene lugar un grito de terror si algunos pocos arios racialmente conscientes, inteligentes y orgullosos, mantienen lo contrario. El mito internacional y la leyenda del “pobre” judío corren parejas con la del “ser humano” como una especie del mismo valor espiritual, en la que cada unidad porta en sí las mismas posibilidades que las demás, ya se trate de judío o pagano, negro, chino, maltes o escocés, o de alemán de pura sangre o sueco. El comunismo construye sobre esta mentira y así progresa. Algo parecido no hubiese podido tener éxito alguno millones de años antes. Cada raza tenía entonces su orgullo, era plenamente consciente de su posición singular, de sus insustituibles cualidades de carácter en el vasto plan de la creación. Ahora bien, ha sucedido estos dos mil años de cristianismo —de otro producto judío— que con seguridad han despojado a la mayor parte de la humanidad de su sentido a favor de la dignidad racial, en nombre de un ideal a un mundo del más allá; y ahora han llenado a esos bobos estos años de educación democrática con la malsana admiración por el “intelecto” y con un no menos deseo perjudicial por el “individualismo”.

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El mundo está maduro para el próximo paso: la nivelación universal de la humanidad mediante la mezcla de sangre en la mayor medida posible, en nombre de una filosofía que no maltrata más al cuerpo (como sucediera en el cristianismo primitivo), sino que le desprecia; que le contempla como mera unidad económica —como un productor y consumidor de alimentos— y como un instrumento personal El mundo está maduro para el próximo paso: la nivelación universal de la humanidad mediante la mezcla de sangre en la mayor medida posible, en nombre de una filosofía que no maltrata más al cuerpo (como sucediera en el cristianismo primitivo), sino que le desprecia; que le contempla como mera unidad económica —como un productor y consumidor de alimentos— y como un instrumento personal de placer; por esto su valor fue degradado de alguna manera por debajo del cuerpo del animal. Pues los comunistas, que sostienen que todos los seres humanos tienen las mismas posibilidades y los mismos derechos y niegan la jerarquía natural de las razas bajo la esencia humana, por otra parte añadirán sin reflexión que, por ejemplo, un gatito persa bien criado o un perrito con pedigree presenta una mayor belleza —tienen mayor valor hereditario— que los animales corrientes, los cuales muestran una nobleza natural de gatos o perros.

Pero la nobleza natural humana integra sólo a una pequeña minoría, a la que vosotros pertenecéis, y los que son conscientes de su ser como representantes de una raza superior, están presentes en un número todavía menor. La gran mayoría de hombres y mujeres —especialmente aquellos de las razas inferiores— aprecian una filosofía que niega la nobleza racial y miran al individuo extraordinario (cuya existencia no puede ser negada) como el producto de factores meramente económicos, acoplado con una combinación de circunstancias externas favorables. Aman este parecer porque se sienten halagados gracias a él; porque todo pequeño gusano humano tiene derecho a este parecer de equipararse a sí mismo con cualquier otro hombre y decirse a sí mismo: “Si mis circunstancias en la vida hubiesen sido solo un poco de otro modo, ¿quién sabe qué

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clase de persona importante hubiera podido ser?”. El “yo” insignificante de millones de tales “ceros” parece tanto menos insignificante a los ojos de cada uno de ellos. ¡Una teoría magnífica! No sólo la salvación económica de toda la humanidad, sino la salvación moral de los sin valor en su propia tasación; una ilusión de grandeza que agrada a ambas: a la barriga y a la vanidad de las masas de Untermenschen1 —la Weltanschauung precisa para las razas innobles. Ya que no es ningún portento que las razas inferiores corran a ella como las moscas a la miel, y con ellas desgraciadamente también un gran número de las razas superiores, que como “filántropos” bondadosos son víctimas de una sagaz propaganda. Estas no contribuirían tan de prisa si pudieran comprender la terrible verdad que se encuentra en el reverso del llamamiento retumbante “a todos los hombres”, en el reverso de ese parloteo sobre la libertad, sobre el libre desarrollo personal, sobre el bienestar material, sobre educación y alegría de vivir. Esta verdad terrible de la que los trabajadores de la zona rusa de Alemania —muchos de ellos denominaron primero a los rusos en su celo comunista como bienvenidos “libertadores”— os pueden contar que es exactamente: la peor esclavitud, trabajos forzados sin sentir la satisfacción libertadora de haber sido útil por algo o por alguien, que uno es querido; trabajo para una autoridad lejana, abstracta, siempre codiciosa y desconocida; libertad forzada con diversiones estandarizadas, “cultura” normalizada obligatoria; la disminución del modo de vivir no por los capitalistas y los denominados “burgueses”, sino por esos mismos trabajadores que una vez habían experimentado una civilización ciertamente material: la formación de una igualdad artificial y despreciable entre ellos y aquellos hombres a los que desde siempre han faltado los más insignificantes elementos de una comodidad moderna; por otro lado el final de toda originalidad, de cualquier concepto creador.


1 Subhombres

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Los trabajadores y trabajadoras de la zona rusa os pueden contar como los invasores rusos estaban aturdidos a la vista del “lujo” que disfrutaba hasta el más sencillo mecánico en la Alemania nacional-socialista. Siempre se les había contado que fuera de la URSS sólo se ofrecería miseria, hambre, represión a los proletarios, etcétera. Cuando la Alemania nacional-socialista les dio una prueba evidente de ello, incluso después de su derrumbamiento material de que no estaba en ruina, apenas pudieron dar crédito a sus ojos. Con ingenuidad infantil contemplaban a todos los alemanes como “capitalistas”. El trabajador alemán sin embargo miraba a los rusos como salvajes y su sistema como algo abominable que no hubiesen podido imaginar ni de cerca en la pesadilla más espantosa.

Pero los trabajadores alemanes —y los ingleses, escandinavos, holandeses y franceses— son numéricamente una minoría insignificante en el ancho mundo. Para los comunistas vale el número para alzarse con la victoria. Las minorías, aun cuando debieran tratarse de minorías de los adversarios, no cuentan a sus ojos. El gran número —así esperan nuestros enemigos— disputará pronto (a las minorías) su importancia, cuando no su existencia. Los trabajadores alemanes pueden criticar o mejor (porque la crítica está prohibida en la zona rusa) estar indignados en el fondo de su corazón y maldecir al comunismo. Pero el culi chino, el miserable barrendero indio, el hombre que cava en la mina de Giriya tras el carbón, la mujer que en las calles de Calcuta recoge estiércol de vaca y lo vende en cesto como combustible por unos pocos “annas”; el trabajador que se mata trabajando en las plantaciones de té de Assam, en la plantación de caucho de Malaya e Indochina, en las plantaciones de azúcar de Java; el estibador y el conductor de rikschas de Singapur, Saigon y de los puertos del mar Amarillo, todos califican —o darán pronto la bienvenida al mensaje del comunismo y su puesta en práctica como algo maravilloso. ¿Quién pudiera reprenderlos por esto? ¿Quién salvo una persona extremadamente inteligente y asombrosamente bien instruida no lo haría en su lugar?

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Particularmente no se debe olvidar que ellos también pueden parecer miserables y carecer de valor, son los “trabajadores del mundo”, a los que está dirigido el conocido llamamiento a la unidad; son la humanidad preparada por el comunismo para una vida mejor. Nuestra Weltanschauung de la élite natural, nuestro mensaje de orgullo y poder, nuestro sueño es por una humanidad semejante a los Dioses, y a la que sin embargo nunca se le podrá ajustar el manifiesto comunista. Lo primero, la “conditio sine qua non” (supuesto indispensable) para ser un nacional-socialista, es ser un ario sano e inteligente y ser también plenamente consciente de ello, ser una especie valiosa de una humanidad superior. La única condición que se debe cumplir para ser comunista es ser una criatura humana —un mamífero que ande sobre dos piernas, sin rabo, que sea capaz de hablar y en cierto modo parezca un ser razonable, y si lo es realmente, no estará representando papel alguno.

Ahora bien, los mamíferos bípedos que además nada tienen que ofrecer son más numéricamente en la proporción 100 a 1 aproximadamente a los arios de sangre pura, que son física y espiritualmente tan valiosos que se les puede señalar como élite humana. Y hasta entre los arios puros, aquellos que susceptibles a la propaganda humanitaria, fueron desencaminados —porque durante siglos el cristianismo y la subsiguiente educación democrática mató en ellos todo sentido de orgullo racial— son muy superiores numéricamente a los que guardan en sí la capacidad de pensar y sentirse como arios. ¿Es de extrañar que no obtengamos buenos resultados para conseguir un puesto constante y duradero en la denominada “opinión mundial”, sin tener en cuenta el efecto horrible de las calumnias que en contra nuestra divulga la propaganda judía en cualquier forma posible? ¿Es de extrañar que los rusos ganaran la guerra por medio del comunismo y ahora se instalen en el poder a costa de los locos idiotas, de los arios degenerados del oeste, que ya son criados dóciles de los judíos?

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Esto no es sólo de extrañar sino que se encuentra dentro del orden natural de las cosas, como he destacado en otro libro (“The Lightning and the Sun”, 1948).

No se puede comprender el significado de los acontecimientos presentes, especialmente la derrota actual y la inmediata persecución del Nacional-socialismo, si no se tiene presente continuamente el hecho de que hemos vivido en los últimos seis mil años en el último de los cuatro grandes períodos, en los que todos los hombres sabios de la antigüedad dividían cualquier ciclo histórico completo; es decir, toda creación absoluta, o mejor, toda manifestación del tiempo (ciclo) comprende: 1. su comienzo, 2. el ascenso hasta, 3. la cumbre de la perfección y entonces, 4. el descenso hasta la descomposición final. No se puede entender los sucesos de la época actual, si no se comprende que ahora hemos alcanzado la última parte del último, más breve e impetuoso periodo en la evolución natural de nuestro ciclo —esto es denominado en las escrituras sánscritas “Kali-Yuga”, la Edad Oscura— y que no hay esperanza para esta humanidad, que como demasiado bien sabemos, ha de encontrar su ocaso en una catástrofe final. Entre tanto la humanidad como conjunto debe forzosamente aproximarse cada vez más a lo simiesco y seguir las últimas brillantes ideas de las fuerzas de la muerte con creciente celo. El comunismo es el típico movimiento radical y absoluto que atrae a la humanidad hacia la desintegración, la filosofía de la muerte más lógica y extrema. También la democracia y ese cristianismo ya vetusto —otra vez expresé que la democracia es la forma decadente del cristianismo— son productos de las fuerzas de la muerte; pero no tan completamente cínicos y magistrales como el del comunismo. En la fase inicial del cristianismo y de la democracia no estaba todavía tan avanzado el “Kali-Yuga”. Todavía quedaba bastante sitio para la inconsecuencia salvadora: en la iglesia cristiana medieval había todavía derecho al orgullo racial (aunque en realidad contravenía a lo esencial de la fe), y en la moderna civilización democrática se tenía todavía la posibilidad, en todo caso hasta 1939, de expresar su pertenencia a una filosofía de los valores de la naturaleza —a la filosofía

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de la cruz gamada— sin correr peligro, por ese motivo, de ser encarcelado. ¡¡¡Todavía esta posibilidad existe en 1948!!! “en menor grado” fuera de la desgraciada y ocupada Alemania del este. Si bien es prácticamente imposible editar libros o pronunciar arengas públicas en favor de la ideología nacional-socialista, pero si se puede en privado aun cuando todos los vecinos lo sepan incluso los que no están de acuerdo, tener su propia actitud hacia el Nacional-socialismo —la última sombra de la libertad. Bajo el gobierno comunista también desaparecería esta sombra. Ya ha desaparecido por todas partes donde la lógica “Weltanschauung de la di solución” di rige una poderosa maquinaria de dominación. Se encuentra dentro de la lógica despiadada de los procesos históricos. No puede ser de otra manera. Es natural e inevitable que una humanidad degenerada tal como hoy la vivimos prefiera el yugo del comunismo a nuestro llamamiento hacia la auténtica libertad. Haga lo que haga: la humanidad actual es incapaz de apreciar lo que comprendemos por “libertad” —al igual que los monos no pueden apreciar la calidad de socio de una sociedad ilustre— suponiendo que tuviesen el honor de haberles ofrecido serlo.

Los comunistas vencerán, deben vencer —provisionalmente— o por la fuerza de las armas o mediante el impacto de su propaganda. No supone una diferencia alguna. También eso es natural —inevitable.

Pero no debiera afligirnos. Ellos —los defensores de esa filosofía, en consonancia con los tiempos que corren— ganarán y desaparecerán, se extinguirán con el tiempo. Nosotros, los que seguimos al que en mis otros escritos nombré “el hombre contra el tiempo”, el paladín de la “filosofía de la Edad Dorada” —nos levantaremos sobre sus ruinas y de nuevo dominaremos sobre el mundo, no sobre un mundo de monos, sino sobre un mundo de hombres divinos renacidos, de arios en el sentido íntegro de la palabra.

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* * *

Aunque el comunismo tenga muchas ventajas respecto al Nacional-socialismo en éxito inmediato, ajuste su propaganda a las necesidades y sensaciones más elementales del hombre, admita a todo hombre como afiliado, use el engaño como el arma más fuerte y ofrezca a los hombres la ilusión de la libertad, estando incluso aún más esclavizados de lo que jamás estuvieron en el antiguo absolutismo, sin embargo está sentenciado, condenado. De todos los modernos “ . . .ismos” sólo la enseñanza maravillosa de nuestro Hitler —la filosofía de la Swástika— está fundada para la eternidad. Sólo ella puede soportar la prueba de la persecución, y lo que es más, la prueba del tiempo.

Es, lo reitero, una filosofía de la Edad Dorada en medio de una edad de la oscuridad: la filosofía de aquellos que se encuentran heroicamente contra la corriente descendente de la historia —contra el tiempo—, que saben que la historia se mueve en círculos y algún día se realizará su sueño grandioso; es la filosofía de esos pocos que en vez de permitirse ser arrastrados hacia abajo por la corriente descendente general y olvidar la esperanza del eterno retorno, tiran hacia adelante para guiar una lucha imposible y cuando sea necesario, morir, pero sentir que cuando ascienda la nueva aurora, ellos la han creado de alguna manera mediante la eficacia mágica de su actuar por la belleza de toda acción; y que si la “aurora” no resplandeció durante su vida, sin embargo pugnaron contra el flujo creciente del adecenamiento y la vileza, por la mera alegría de ser consecuentes con una ley interior de naturaleza heroica.

Los signos característicos de nuestra fe son hoy los más desfavorablemente vistos desde el criterio del éxito mundano y no obstante son ellos precisamente los que justifican su derecho para ser la última expresión de la verdad sempiterna, y así al fin asegurar su triunfo y dominio. El primero es su exclusividad aria, su llamada a los mejores, sólo a la élite de la humanidad —de la que forman parte todos sus partidarios por derecho de nacimiento— y su llamada a los sentimientos más nobles y heroicos, a los más altruistas, en cualquiera de sus partidarios hacia ese principio de la jerarquía natural; en

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ese principio se encuentra fundamentada la diferenciación de los privilegios naturales. Es el principio de la raza y de la personalidad.

Sería absurdo sin duda mantener que el Nacional-socialismo tampoco agrada el deseo justificado del hombre por obtener condiciones materiales de vida agradable y sana. Lo hace. Lo hizo siempre desde el comienzo. La solución inmediata de Hitler del alarmante problema del paro, que amenazaba toda la economía de Alemania en los años diez, veinte y en los primeros años treinta, llevó tal vez más que cualquier otro aspecto, al éxito del movimiento. La prosperidad material de Alemania bajo el poder nacional-socialista y las leyes sociales señaladas que en aquella época fueron promulgadas y puestas en práctica (por ejemplo las leyes de la asistencia social y educación infantiles), se recuerdan hasta el día de hoy como una señal del paraíso perdido. “En los días de Hitler vivíamos bien”, “en tiempos de Hitler podíamos tener tantos niños como quisiéramos: el estado nos ayudaba a educarlos o los educaba para nosotros, ¡y lo hacía bien!” “Nunca fuimos tan felices como con Hitler”. “En los días de Hitler el alimento era barato y las leyes fueron sabia y correctamente aplicadas”. Tales expresiones se oyen hoy por todas partes, en cualquier zona, tan pronto como se goza de la confianza de la gente. Por desgracia debo reconocer que conforme a todo lo que deduje de estas conversaciones, hay un gran número de alemanes para los que el anhelo hacia el régimen nacional-socialista no parece ser ninguna otra cosa que un deseo tras una época de felicidad material: por una alimentación barata y buena, ropa fina, tras cierto bienestar y alegría. Pero gente semejante no es —y nunca fue— nacional-socialista. Son y ya fueron en los días en que aclamaban a Hitler en las calles, ninguna otra cosa que elementos de esa enorme humanidad bestial compuesta de criaturas humanas que sólo pueden vivir y “viven sólo de pan” y que no tienen solidaridad auténtica con cualquier persona o con lo que sea, más que con su panza. No se debiera descuidarlos o despreciarlos. Muchos de ellos fueron útiles y muchos otros más lo serán de nuevo, cuando vuelvan tiempos mejores. Solo por el hecho de que puedan criar niños sanos de sangre pura, que puedan combatir

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algún día por ideales elevados, por el hecho de que ellos mismos podrán luchar por esa humanidad mejor, de la que constituyen parte físicamente, son puntos importantes a su favor. ¡Pero no se les nombre nacional-socialistas!. No lo son. La ideología nacional-socialista encuentra un mejor eco en el Hombre, cuando tales hombres pueden comprenderla en su acondicionamiento espiritual e intuitivo. Se dirige a los rasgos característicos más nobles: al desinterés absoluto; a la abnegación de la pequeña personalidad a cambio de formar parte en la grandeza infinita, al valor, valentía, al amor incondicional de la verdad por la verdad, al amor hacia una elevada confraternidad de la sangre aria en la consecución de una humanidad mejor —gracias a su valor innato de extensa belleza y posibilidad infinitas. Se dirige a la inteligencia, a la auténtica inteligencia, no a los “mamarrachos” del libro de información —a la capacidad para pensar por sí solos y sacar conclusiones propias de las experiencias de la vida, a la capacidad de explicar el significado del mundo por el desarrollo de la historia universal y descubrir en la tragedia de todas las épocas pasadas las fundamentales verdades permanentes que Adolf Hitler anunció en nuestro tiempo. Responde a nuestro sentido de lo bello, a nuestro deseo de gracia perfecta y de esa verdad universal, que se encuentran por igual en todo nivel y en toda vida.

En otras palabras, mientras que todo alemán podía ser miembro del NSDAP, y cualquier ario puede estar orgulloso de la “Weltanschauung” nacional-socialista como la fe natural en su raza, sin embargo sólo los seres superiores de sangre aria pueden ser —hombres y mujeres sin mácula— nacional-socialistas perfectamente válidos. Estupidez, superficialidad, vileza, pusilanimidad, debilidad de todo tipo, son incompatibles con nuestra fe gloriosa.

Se me dijo una vez que no habría más de dos o tres millones de nacional-socialistas absolutamente fieles. Puede ser que no haya más de diez mil en el resto de Europa y no más de doscientos entre los arios no alemanes en el resto del globo. Pero este hecho, si así fuese, no nos induciría jamás a bajar la norma moral y física según

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la cual una persona debe vivir para tener el derecho a denominarse nacional-socialista. Pues en esta época de la sobrevaloración de la cantidad somos los únicos que ante todo activamos consecuentemente el ideal de la cualidad de la “Edad Dorada”. Renunciar a este ideal o incluso armonizarlo con una concepción de la vida contraria, significaría tanto como renegar a nosotros mismos e incluso a la misión de nuestro Führer semejante a los Dioses.

Valor individual —personalidad— hay raras veces suficiente. Pero muchos hombres que no la tienen, se alimentan en la fe de detentarla; y al contrario y por esa razón, no sería impopular el que sólo se den importancia a la personalidad. Pero nuestra fe también pone el acento en la sangre. Ella es, como dije al comienzo del libro, la fe eterna en la vida y en la luz en nuestro mundo moderno de las conquistas técnicas vista desde el criterio de la raza aria, de la que los pueblos nórdicos o germánicos son hoy los representantes más puros. Es en lo esencial una filosofía nórdica; no se puede hacer caso omiso de este hecho. Y es este hecho más que cualquier otro el que nos ha hecho mal vistos; no sólo entre un gran número de orientales no arios, sino también entre muchos europeos, que aunque entre ellos no se encuentra mezcla racial alguna con sangre judía, son evidentemente cualquier otra cosa antes que un representante puro de la raza nórdica. Por regla general la gente toma mal, si se les dice o hay que comprender que son inferiores por naturaleza a otros extranjeros privilegiados. Con una filosofía como la nuestra, aquellos están forzados a preferir, por decirlo así, el comunismo y su llamamiento a todos los hombres de todas las razas sin distinción. Cada ser vanidoso no se siente en manera alguna de la humanidad inferior, siente que él o ella “puede alcanzar algo” en el comunismo con tal Weltanschauung favorable, mientras que él en un mundo dominado por nosotros siempre permanecería fuera de la minoría privilegiada, “en su sitio” (diríamos nosotros). Pero una de las señales características de la edad oscura —nuestra época de decadencia— es que ambos: los individuos sin valor y las razas inferiores, siempre están menos dispuestos a permanecer “en su lugar” y siempre más enfadados

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pensarán que están colocados en su sitio por obligación. Por consiguiente son los niños de todos los sub-hombres del mundo, desde los aborígenes del Africa central hasta aquellos de las colinas de Assam, que a través de los misioneros cristianos aprendieron la doctrina de la “dignidad igualitaria” de toda alma humana, el alfabeto latino y el descontento, los primeros que saltan a la primera ocasión que les ofrecen los comunistas. El comunismo se les manifestará pronto como cristianismo aplicado. ¿Quién debiera reprenderlos por esto? Tienen derecho. El cristianismo hasta los límites lógicos, meditado bajo las condiciones materiales modernas no puede conducir a ninguna otra cosa que al comunismo. La doctrina judía de Marx es en nuestra fase del proceso histórico la continuación de la doctrina de Jesus, del hijo de David, del rey de los judíos. Ciertamente, el reino de Jesus no era “de este mundo”, mientras se halle, al menos teóricamente, el paraíso comunista en este mundo. Pero también esto es natural; porque como ya dije, el actual proceso histórico desciende.

En verdad es la vanidad el defecto favorito de casi todos los hombres y mujeres, mientras la capacidad para mirar objetivamente cara a cara a los hechos y abogar por la verdad, incluso contra los propios intereses, es el privilegio de una minoría infinitamente pequeña. En verdad el Nacional-socialismo dirije su mensaje a todos los hombres —se dirigiría incluso a todos los seres pensantes fuera de la humanidad, si hubiese tales sobre nuestro planeta— pues es la verdad. La verdad es independiente de las cualidades de cada uno, del que quiere asimilarla. A la vanidad personal o colectiva del hombre le estorba la justa apreciación de la verdad. Sus celos, ese odio a los mejores tiene su origen en la vanidad herida.

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He dicho, sólo un ser elevado de sangre aria, en todos los conceptos, puede ser un auténtico nacional-socialista. Sólo hombres de sangre aria pueden mirar al Nacional-socialismo como algo que les es inherente por derecho de nacimiento. Pero todos los hombres y mujeres pensantes pueden reconocer la rectitud de nuestros principios, la eternidad de ese orden natural con cuya armonía nuestro Führer ha planeado la organización político-social. Incluso un no ario puede reconocerlo, y algunos hacerlo, pero muy pocos únicamente. Pero estos deben ser no sólo muy nobles, sino extraordinarios seres de su raza. Debieran ser personas en todo caso que se hubieran criado dentro de los márgenes de una verdadera tradición, y esa tradición debiera ser completamente distinta que la que se ha generalizado en Europa a través de la civilización cristiana. La tradición de esos hombres debiera justamente basarse en nuestros principios seculares de la ordenada jerarquía divina de las razas.

Un nacional-socialista recto, que ni es un alemán ni un europeo del norte —decimos un ario puro de la costa mediterránea que reconoce gustoso que un tipo puramente nórdico es un representante más noble de los arios que él mismo y tres cuartas partes de sus conciudadanos, es bastante raro. Porque una actitud así requiera más visión de la verdad que la que puedan reunir la mayoría de los hombres. Pero un no ario que es muy capaz de hacerlo, de reconocer las verdades biológicas de “Mi Lucha”, aun cuando sabe justamente que él mismo nunca podrá ocupar dentro de la élite natural de la humanidad, ni siquiera un lugar secundario debiera ser aún más extraordinario para cualquier probabilidad. Sin embargo se puede encontrar a tales hombres. He recordado al comienzo de este libro la historia de ese joven siervo indio de la casta Maheshya del oeste de Bengala que me dijo en el 2° año de la última guerra: “Memsaheb, yo también admiro a vuestro Führer no sólo porque es victorioso, sino porque lucha para reemplazar la Biblia por el Bhagavad-Gita en los países occidentales”; lo que era natural y asombrosamente cierto y significa tanto como que Hitler quería sustituir el espíritu de la tradición judeo-cristiana por esa antiquísima sabiduría aria que tiene su raíz

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en la idea de la jerarquía racial.

Pero”, dije al joven, “tú no eres ario, sólo cuentan los brahmanes y kshatriyas entre los hindus. ¿Qué significa eso para ti?”.

El joven aldeano inculto de Bengala me respondió: “Puede ser quejo no sea ario, pero conoto mi lugar. Todas las almas renacen en los cuerpos que merecen. Filo nada cambia el hecho que tienen razón las sagradas escrituras y que los hombres están divididos en castas diferentes —razas diferentes—, de las que el primer deber de cada una es conservar pura su sangre. Si cumplo fielmente mi deber en esta vida, así pudiera ser que algún día renazca en las castas superiores, suponiendo que valga para ser un ario”.

Más de siete años después encontré en un restaurante de lujo en Estocolmo una mujer puramente nórdica —aparentemente el tipo más noble de una aria— que cuando vio brillar la rueda solar —el símbolo sagrado del Nacional-socialismo— a ambos lados de mi cara me preguntó: “¿Por qué lleva eso —el símbolo del maligno? Sus pendientes son horribles”. En ese mismo instante me acordé de la cara tostada del joven del trópico y sus palabras —del credo de muchos millones de primitivos que viven desde hace miles de años bajo un sistema social que precisamente está edificado en el mismo principio que el Nacional-socialismo. “No soy ario pero conozco mi lugar; y conozco la verdad; y admiro a vuestro Führer”. Tal vez nunca he odiado tan amargamente esa religión de la igualdad, que nacida en el judaísmo y predicada en primer lugar por los judíos desde hace tantas generaciones ha acallado el viejo orgullo de la humanidad nórdica. Nunca tal vez he sentido tan claramente qué clase de vergüenza es para un ario —y especialmente para uno de origen puramente germánico— renegar de su propia superioridad divinamente querida y renunciar a su privilegio, mientras que son dichosos millones de no arios en la India de las castas abundantes bajo influjo de la creencia de: poder ser salvados por el cristianismo y la educación democrática, y aún creer en la jerarquía natural de las razas y mirar a los arios como a los amos de la creación.

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Un mundo ordenado racialmente en el que cada uno conociera “su sitio”, y como el muchacho indio, mirase con respeto al hombre que de nuevo se encuentra en pie sólo contra el rio de la disolución por los principios permanentes, no es imposible. En efecto debe venir un mundo así tras el “periodo final del caos”, que algún día dará fin a este ciclo. Es justamente la cuestión del comunismo la que causará ese periodo del caos.

En un mundo así, ario o no, cada nación se organizaría en torno a un estado nacional. Cada raza tendría su orgullo y su conciencia del deber y evitaría toda mezcla como el origen principal de todo mal físico y moral. Las más nobles razas no arias serían las aliadas de los arios, y contemplarían a la creación en obediencia y profundo respeto ante las leyes eternas de la naturaleza y tratarían de mantener el orden del mundo.

La alianza entre Alemania y Japón antes y durante la guerra era un símbolo que indicaba una colaboración en amistad y dignidad —con la distancia necesaria en el ámbito de la educación y formación; en el recíproco entendimiento, un saber en torno a la cultura del otro, sin el más pequeño deseo de una ridícula imitación por ambas partes. Las tendencias “internacionales” de nuestra época decadente evolucionarían —y evolucionarán de nuevo algún día en un mundo conforme a nuestros principios y serán sustituidas por algo que ahora parece completamente utópico —imposible—: por el modo de pensar del “nacionalista” de cada país.

Recuerdo mi conversación con la psicóloga que mandaron para mi examen antes de la sesión del tribunal. Cuando me preguntó porque mantenía que valía la pena mi libertad, e incluso poner en peligro mi vida por un país que ni siquiera era el mío propio, le contesté que ante todo me sentía obligada frente a Alemania como aria, porque este país se había jugado el todo por el todo para despertar la conciencia aria y el orgullo en toda persona valiosa de mi raza, . . . y luego como “nacionalista de un país cualquiera”. En estas palabras singulares se expresa la diferencia total entre el comunismo no ruso y el Nacional-socialismo no alemán; aquí es confrontado el

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secreto del éxito inmediato del comunismo al fracaso momentáneo —pero finalmente triunfo— del Nacional-socialismo.

El nacional-socialista alemán es sobre todo un patriota alemán. El comunista ruso puede ser un internacionalista, pero también pudiese ser —y según informes de la Rusia soviética lo es a menudo— un patriota ruso mientras acepte por error que una ideología así pueda ser usada con tal significación. Por otra parte es la ideología comunista muy estimada fuera de Rusia y sirve así pues al bien del imperio ruso.

Pero el comunista extranjero es ante todo un “internacionalista” que eventualmente cree en la nación pero primero en la “humanidad”, en la humanidad como una clase privilegiada en el universo, que de cara a la cada vez mayor explotación naciente de la naturaleza viviente, está unida al mayor goce del mayor número posible de seres humanos —(y eso que aquí se trata de una unión a costa de una mezcla horrible, inimaginable) lo que significa al fin y al cabo— el goce del más escaso valor, el más vulgar.

El nacional-socialista extranjero es por el contrario o sólo ario, en el cual es predominante el conocimiento racial más estrecho por la Patria, o es un ario en una minoría, en él que la conciencia racial es más fuerte que el espíritu de compañerismo hacia esta minoría, y así llegará a ser “nacional-socialista de un país cualquiera”; es una persona que admira en una visión clara de la historia del mundo el resultado de esos principios sempiternos que Hitler ha proclamado y una y otra vez.

Es un hombre que por su comprensión hacia muchas culturas en diferentes épocas siente con certeza intuitiva que puede alcanzar una meta más elevada —en su capacidad para reflexionar sobre lo eterno como individuo y ser colectivo— sólo mediante ser uno con su nación, es decir, con su raza; y que él solo puede esperar mientras se desarrolla el alma de su raza, el alma de otras razas y en definitiva el alma de la humanidad diversamente ordenada y conocer, comprender y amar el plan de la vida que está ordenado en sus diferentes manifestaciones y una en su infinita diversidad. Él (o ella) es también

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una persona que mira a Alemania con respeto, como el país del Führer, como la única nación aria que dio fe de esas verdades, y por cierto a costa de la propia existencia a nivel material en medio del decadente mundo enemigo de nuestra época. Por este motivo una persona así daría la bienvenida al liderazgo alemán como expresión del derecho divino de esos arios que se han evidenciado como los más valiosos.

Es inútil decir que hay muchos más comunistas no rusos que nacional-socialistas no alemanes, y continuará así hasta que ascienda la nueva aurora sobre las ruinas de este “orden mundial” actual y empiece con ella el día “por la libertad y el pan”, por citar las palabras del Horst-Wessel-Lied y darlas así un significado simbólico. Luego vendrá el día que traiga ambas cosas: bienestar material y belleza sana, alegría y pensamientos viriles —libertad auténtica dentro del orden— el día de la dominación de los mejores para crear el futuro por el que luchó y murió la Alemania nacional-socialista (conforme a los acontecimientos externos) y se levantará de nuevo gloriosamente de los muertos. Entonces muchos sentirán por el pueblo amado de Hitler la misma admiración como yo y algunos otros extranjeros lo hacemos hoy en los días oscuros de la persecución.

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Pero no sólo es el concepto aristocrático de la vida y la exclusividad racial, los que hacen impopular nuestra ideología. Es nuestra cruda franqueza referente a nuestras metas, aspiraciones y métodos; el hecho es que nunca intentamos ocultar a lo que aspirábamos en realidad, no lo que preparábamos hacer (o ya habíamos preparado) para obtener nuestra meta en el más corto tiempo posible.

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Ya que el Nacional-socialismo, como ya mencioné antes, es una filosofía de la Edad Dorada y la humanidad actual gobierna en el último estadio de su proceso de decadencia, en el periodo más sombrío de nuestra época oscura de la degradación completa, es claro que lo que deseamos no es lo que casi todos los demás pueblos desean.

Lo que casi todos los pueblos ansían es un mundo seguro —un mundo en el que cualquiera pueda entregarse a sus vanos placeres. Lo que nosotros ansiamos destacadamente es un mundo bello. Estas dos concepciones juntas están fuertemente en contradicción. Las dejamos estar en contradicción. No hacemos nada para ocultar el hecho de que deben estar en contradicción tanto tiempo como nuestros contemporáneos permanezcan así, física y espiritualmente, como están hoy, según nuestro entender. Nada hacemos para ganar su afecto y su colaboración mediante mentiras. Para mantener tal colaboración debiéramos mentir continuamente, hasta que a lo mejor algunos de nosotros comenzaríamos a perder la visión en pro del claro e intransigente ideal de la verdad que nos ha madurado. La colaboración de los sub-hombres, no es valioso tomar este riesgo sobre nosotros. Además odiamos la mentira como arma —salvo cuando es absolutamente inevitable. Preferimos la fuerza desnuda y rigurosa, el arma del guerrero auténtico. Si el guerrero auténtico está agotado, herido o encadenado, entonces lo único que él puede hacer en ese momento es no intentar engaño alguno, prepararse en silencio —para hacerse fuerte de nuevo— y esperar.

Nunca intentábamos esconder o disculpar nuestra dureza, que es la consecuencia de nuestro celo. Al contrario, siempre hemos dicho que no nos detendríamos ante nada en la realización de nuestra misión que nos es obligatoria por naturaleza, a saber, deponer testimonio sobre la verdad de la Edad Dorada contra el no espíritu de esta época degenerada. Y lo hemos demostrado. Hemos hecho lo que hemos dicho. Estamos preparados para hacerlo otra vez.

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La gente no desea este rasgo en nosotros; nos denominan “terribles” cuando no aborrecibles”. Los comunistas no son terribles porque jamás indican que quieren hacer y nunca hacen lo que dicen: asimismo porque nunca dicen a sus adversarios cuanto los odian o desprecian antes de haberlos vencido. No los retan antes de combatirlos, como es costumbre entre los guerreros.

La seguridad —que ellos, o mejor que los judíos, que crearon su movimiento— deseada por la mayor parte de los hombres no es tampoco la misma exactamente. “Seguridad”, sí; los judíos y los comunistas que sirven a los intereses judíos sin saberlo, y el hombre medio de la calle —todos desean seguridad. Pero el hombre de la calle la desea, así puede disfrutar su vida insignificante sin contrariedad; el comunista la desea como la meta más elevada para la humanidad, al que los intereses económicos de la vida significan todo, porque ama una humanidad así o —si es un comunista ruso—quizás, porque teme la política alemana nacional-socialista de apertura al este, expansión natural de Alemania en lucha en torno al espacio vital a su costa. El judío desea seguridad, de tal suerte que él y su raza puedan permanecer para siempre a la cabeza en medio de masas humanas dóciles, no pensantes, siempre satisfechas. De ninguna manera se trata por tanto de la misma seguridad. Pero pudiera serla y se designa con las mismas palabras y representa de tal manera que parezca la misma cosa. En efecto, todo el poder técnico de ambos —de los comunistas y los demócratas— consiste en que dejan sentirse libre a la gente, mientras les hacen, bajo cuerda, comportarse como perritos obedientes; y les dejan creer al mismo tiempo que ellos mismos piensan y actúan según sus normas sentimentales, mientras no obstante sólo piensan y sienten todo el tiempo lo que les hacen creer los poderes dirigentes del sistema mediante la prensa, radio y películas y a través de otros canales —y así actúan como lo desea el sistema. La fuerza dirigente del sistema es el judío no visible.

Quisiera aún decir más: esto es bajo esta o forma parecida la fuerza técnica natural de todas las Weltanschauung de la descomposición. Era y es aún hoy el secreto del poder de las iglesias cristianas

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sobre los hombres. Pues el cristianismo es también una Weltanschauung tal como el comunismo, como la democracia —basada en mentiras, y lo que más importa, sobre mentiras judías. Como una conocida escritora inglesa antinacional-socialista (Miss B. Franklin) me mencionó una vez —antes de que supiese quien era yo— las “mentiras principales de los judíos” según su opinión: 1. que eran el pueblo elegido, 2. que la Biblia sea totalmente suya, 3. que un hombre de su raza sea “el único hijo de Dios”. La mujer era suficientemente inteligente para desvelar este fraude. Pero otras mentiras judías habían influido tan profundamente en su pensamiento que no podía poner en duda lo más mínimo su veracidad y era incapaz de emanciparse de todo el parloteo cristiano y democrático sobre la “dignidad humana” etcétera, y sobre el horror referente a la fuerza bruta (pero naturalmente sólo si nosotros la utilizamos). Estaba vehementemente en contra nuestra.

Tal vez el comunismo es tan solo un poco más falaz que las filosofías precedentes de influencia judía, ello incluso cuando se aplican ya no por judíos, sino por imperialistas rusos. Sin embargo, el carácter judío los ha troquelado. Es la fuente del poder y contrario a nuestra filosofía. No sólo el hombre de la calle, sino también el mejor tipo del comunista extranjero combatirá gustoso de la misma manera por el imperialismo ruso oculto, como otros por el capitalismo judío oculto, sin saberlo; mientras el nacional-socialista extranjero que está dispuesto a combatir y morir por los alemanes porque son compatriotas de Hitler y sus compañeros de armas, sabe a fondo lo que él (o ella) hace.

Cuando el engaño está construido sobre él, el poder comunista parece ser una ventaja de cara a la multitud, así no obstante se evidenciará funesto a la larga y tal vez contribuirá con ello a preparar el “despertar” de nuestro día. Es cierto, millones están dispuestos a morir por algo que de ninguna manera les interesa, suponiendo que no lo sepan y permanezcan en el convencimiento de que mueren por otra cosa que realmente tienen en gran estima. Pero no se puede engañar “a todo el pueblo siempre”, ni siquiera a un

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gran número de hombres para siempre. Vendrá y debe venir de una vez por todas el día en el que descubran que han sido engañados. Algunos parecen haberlo descubierto ya en un mayor o menor grado. Han sucedido en repetidas ocasiones “actos de purificación” en el partido comunista desde que Stalin llegó al poder, y curiosamente fue un número considerable de miembros parias judíos — trotskistas”— los que más valor pusieron en la revolución mundial que sobre los apremiantes intereses del estado soviético. Los principios marxistas están hundidos ahí dentro sin duda todavía en la cabeza de todo el mundo. Sobre los principios no se puede disponer tan fácilmente como sobre los hombres. Pero existe una firme tendencia hacia el nacionalismo ruso, si no también en el sentido que él quiso un día, al menos hacia el refuerzo sistemático de ese especial bloque euro-asiatico (más asiático que europeo), que forma la Unión Soviética —una tendencia que algún día pudiera acabar en una política pan-mongolista— hacia el desencanto de muchos simples “idealistas” marxistas de sangre aria, como también judía.

Por otra parte la orientación nacionalista de ciertos comunistas alemanes es aún más significativa. Este enfoque de ningún modo armoniza con su pretendida fe. Como se me dijo: empiezan hoy a reconocer algunos círculos comunistas alemanes, que el comunismo con la discriminación racial entre una población predominantemente aria no es otra cosa que el Nacional-socialismo con disfraz, como ya indiqué antes. ¡Ese odiado Nacional-socialismo! Seguramente es la historia de todos los tiempos, pero especialmente para nosotros “el gran burlón” (Ralph Fox: “Ghengis Khan”, edición 1936).

Al final —y tal vez mucho más temprano de lo que nosotros mismos nos aventuramos a creer— valdrá la pena nuestra franqueza invariable. Nuestro Führer dijo una vez: “Algún día comprenderá el mundo que tuve razón”. Estas palabras encontrarán una confirmación radiante con el tiempo aunque nosotros y nuestra Weltanschauung puedan ser hoy todavía tan universalmente impopulares.

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Se debe volver una y otra vez a la teoría cíclica de la historia para alzanzar la comprensión satisfactoria de los acontecimientos inmediatos de nuestra época. Repito —en esta fe nunca se puede insistir demasiado en el hecho de que nuestra opinión de la vida, nuestras perspectivas socio-políticas, nuestro concepto de gobierno no están fuera del tiempo, sino que eminentemente “están contra el tiempo”, lo que es completamente otra cosa. Puede aún sonar tan raro para los que ven desde un punto de vista estrecho, puramente político, que el Nacional-socialismo es la religión sempiterna de la vida —la verdad imperturbable sobre la vida que en la Edad Dorada a cualquiera parecería tan clara como la luz del día— pero que fue empleada materialmente justo en la época que estaba lo más alejada de la época de la perfección: al final de un gran ciclo histórico. Debía ser mal entendida, odiada, engañada, insultada, rechazada, debía fracasar en todos los aspectos. Las antiquísimas tendencias de la muerte, el placer a la descomposición, que se adhieren a toda época, debieran hoy en la democracia y deben mañana triunfar aún perfectamente en el comunismo, el resultado lógico y despiadado de los principios democráticos en una época técnicamente avanzada, en un sistema en el que básicamente prima la cantidad sobre la calidad, en el que prima la economía sobre los costes de la biología, en el que el hombre como máquina productiva aspira a la mayor utilidad material para un mayor número posible de individuos humanos sin valor. Contrasta con el sistema nacional-socialista en el que pugna el hombre como luchador para llevar su fe a la sobre-humanidad de la élite racial en el mundo. Las fuerzas de la disolución debieron y deben ganar. Pero sólo para este tiempo actual —sólo hasta que esta miserable humanidad encuentre su ocaso inevitable y hasta que alboree el nuevo día.

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Pues nada puede romper el ciclo interminable de vida y muerte, muerte y vida, anular la ley del retorno sempiterno; ello vale para el plan político-social como para todo lo demás. Tan cierto como que mañana temprano saldrá de nuevo el sol, tan cierto como que subirá al poder otra vez el Nacional-socialismo. Tan cierto como la primavera engendra su hierba verde, sus violetas, su flor frutal y sus tiernos tallos del creciente grano tras la muerte presunta de la naturaleza en el invierno, así inspirará nuestro ideal de salud, fuerza y belleza, de orden y virtudes viriles —el ideal de Adolf Hitler— la aristocracia natural en el mundo. Tan cierto como el nacimiento sigue a la muerte en el baile cósmico perpetuo de la destrucción y resurrección, así resucitará de nuevo la torturada Alemania de sus cenizas y tomará otra vez el liderazgo de las razas arias. Unificada a pesar de todos los esfuerzo para despedazarla; totalmente consciente de su valor y de su misión divina, en posesión de la fuerza de la eterna juventud —de esa fuerza de voluntad que para este pueblo fue siempre característica desde el largo periodo glacial pasado hasta el día de hoy— renacerá y marchará de nuevo, exultante, obstinada, irresistible. El Horst-Wessel-Lied que ahora está prohibido en su país natal, sonará nuevamente en las grandes carreteras internacionales y sobre las calles de las capitales conquistadas.

Nosotros, los que creemos en Adolf Hitler y su misión, no necesitamos temer ante una victoria comunista en el próximo conflicto titánico entre nuestros perseguidores en el este y el oeste. Las razas técnicamente poco desarrolladas de Asia y Africa pueden sentir el comunismo como un cambio maravillosamente bueno. Pero en un mundo que estuviese dominado por el comunismo, sería suficientemente grande el descontento creciente de los pueblos del norte de Europa y en general de todos los técnicamente avanzados y también pueblos más pensadores de sangre aria, como para provocar a nuestro favor una reacción tal que nadie hubiese podido impedir ni a costa de grandes esfuerzos. Una victoria democrática plena que se hubiese logrado sin nuestra ayuda (suponiendo que pudiese ser posible), sería mucho peor: esta victoria conduciría hacia

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una esclavitud todavía más astuta y más nociva. Pero el poder del comunismo es tan grande en nuestro mundo que ni siquiera sería posible un triunfo incierto de los demócratas sin nuestra colaboración. Nuestra colaboración significaría la subversión del orden democrático justamente después de la guerra —o tal vez antes— y el restablecimiento de nuestro orden, entonces más fuerte que nunca. En otras palabras, en el futuro más cercano habrían de elegir los demócratas entre nuestro férreo dominio y él de los comunistas; y seremos los últimos vencedores en cualquier caso, sin duda, los vencedores en un mundo destruido; seremos los únicos hombres rectos, impasibles, radiantes ante la alegría tras todo el sufrimiento —en medio de la despistada y asustada chusma simiesca. ¿Pero a quién le importa? El triunfo será tan agradable como sublime; pues nosotros no figuramos entre los monos. Alemania, antaño tan próspera, que destrozaron y destruyeron, apenas podría destruirse con más vigor aún a como ya lo está ahora, suceda lo que suceda.

No intentaremos “convertir”, “reformar” o “reeducar” a los sub-hombres. ¡Oh no! De ello pueden estar completamente seguros sus prototipos, nuestros actuales perseguidores. Si recordamos todos nuestros sufrimientos de 1945 bajo el dominio de nuestros subordinados —a la dominación del engaño y la calumnia, de la amenaza y de la corrupción— cuando recordamos las torturas a nuestros camaradas en sus campos de concentración; a la angustia mortal y a la muerte de los mártires de Nürnberg y al sacrificio de cientos en otros vergonzosos procesos por criminales de guerra —al martirio de todo el pueblo alemán; a la agonía anímica de nuestro querido Führer, que aquellos días todavía presenciaba, sólo, el odio enajenado de un mundo desagradecido, expuesto a un mundo que había querido salvar, simplemente entonces divulgaremos por doquier entre los supervivientes de ese mundo nuestro elevado ultimátum: “¡Hitler o el infierno!”. Prepararemos el infierno a los que se creen todavía suficientemente inteligentes a resistirnos abiertamente o a escondidas. Pero no será un infierno tan largo como el que soportamos y aún sufrimos. Pues no tendrán una fe tal como tenemos los

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nacional-socialistas que les pudiera mantener en pie en sus procesos —tampoco tendrán un fin tan espantoso. Porque podemos permitirnos el lujo de la conmiseración cuando dominemos la tierra, cuando eliminemos a los locos tan pronto como sea posible.

Entonces, cuando esté rota la última resistencia —si es que todavía debieran ofrecer alguna resistencia, porque después de todo lo que sé, ya no la ofrecerán más tras la 3a guerra mundial— comenzará nuestra era, la auténtica Edad de Oro de un nuevo ciclo, un mundo ordenado por rangos (en el que cada raza renacida y cada especie animal será sana, feliz y hermosa), que será dominado por una minoría de Dioses arios vivientes según los eternos principios nacional-socialistas. Nuestro amado Führer —ya de carne y hueso, como arriesgo a pronosticar, o sólo en espíritu— Führer del mundo, incluso todavía más perfecto y duradero, a la cabeza del ejército alemán de 1942 como si hubiese avanzado a través de Rusia y Asia septentrional y aún más allá entrando en Delhi hubiera recibido la proclamada unificación entre el este y el oeste en el centellante salón de mármol en el que un día estuvo el célebre trono de pavo real.

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¿Es esto un sueño orgulloso, pero demente? Muchos pueden pensar así cuando miran en torno suyo y ven la miseria actual de un país destruido —del país del “miedo” en el que tan sólo se puede susurrar el nombre amado de Adolf Hitler. Yo misma pensaría así, si no creyera firmemente en la “ley” del tiempo cíclico y si no estuviese convencida con que se acerca otra vez el final de esta humanidad degenerada y el comienzo de la siguiente. El estudio de la historia mundial me ha corroborado cada vez más en esta creencia. Esta fe me ha ayudado a sobrellevar el panorama de las ruinas de Alemania sin que se me quebrara el corazón por ello. “Mortero y piedra”, como dije una vez, “todo puede ser edificado de nuevo. Mientras el espíritu nacional-socialista permanezca vivo, nada está perdido”.

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He procurado mantener este espíritu contra el dictado de nuestros perseguidores —según la ley interna de una naturaleza indómita, y conforme al derecho de herencia de la raza superior, tender hacia adelante y dominar. Estaba sujeta a la apariencia —así como todos lo estábamos. Todo lo que he hecho fue ganar para mi misma una sentencia de tres años de cautiverio. Pero una todo poderosa certeza interior me dice que en los venideros trescientos años —quizás mucho antes— todo el mundo ario mirará a Adolf Hitler con respeto, así como yo lo hice siempre a lo largo de toda mi vida, para rendir honor a su nación. He venido por este motivo en esta horrible época para traer a esta nación una señal de mi amor. Soy hoy el primer fruto del amor y respeto para el arianismo venidero, para sus salvadores, el primer producto de la contribución agradecida de todo el mundo a la Alemania nacional-socialista.

Un día estuve sola a orillas del rio Saar en un colina cubierta de vid, con el brazo derecho extendido sobre los restos de un bunker que había sido dinamitado hacía tres años por los invasores americanos —por los “cruzados para Europa”, los paladines de los valores cristianos y democráticos contra el paganismo nacional-socialista, el paganismo ario. Me encontraba hacia el este, vuelta hacia Alemania, y canté la canción inmortal: “La bandera alta, las filas firmemente cerradas, la S.A. marcha con paso imperturbable. Cam aradas muertos por el frente rojo y la reacción, marchan en espíritu en nuestras filas”.

El sol arrojó sus rayos sobre mi. La alegría de la obstinación brillaba en mi cara, también la alegría de la futura victoria. Los “cruzados” de esos poderes sombríos habían volado este y otros cientos de bunkers, habían arrojado fuego y azufre sobre toda Alemania. ¿Pero pudieron impedir que las frases combativas de la canción prohibida sonasen de nuevo bajo el cielo azul sobre el paisaje bañado por el sol? ¿Me pudieron impedir, a una aria no alemana, permanecer fiel a la Alemania de Hitler en su derrota, en sus ruinas, en su martirio? ¿Pudieran impedir algún día la unión de un mundo mejor con el Führer, con sus ideales y su pueblo que tanto amó —esta unión que preveí y simbolicé a mi humilde manera?

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La música de la canción penetró en mi como un mágico hechizo, como un portador de muerte para los perseguidores de Alemania, en nombre de una justicia superior de la humanidad aria venidera.

La justicia del mundo ario venidero es la justicia a la que hoy apelo contra las leyes de aquellos que nos odian. La unión del mundo ario con el Führer es mi amor perpetuo, y debiera comprender a millones de hombres y perdurar durante siglos —“el más grande milagro alemán”.

Puedo haber fracasado materialmente y en nuestros días. Pero soy la primera señal de ese prodigio que es enviado por los Dioses a Alemania como prueba de amor; la promesa de la infinita admiración de los mejores en cercanos y lejanos tiempos venideros en medio de la derrota y humillación momentáneas. Soy la victoria viviente de la Alemania nacional-socialista.

A pesar de todos los signos contrarios no sucumbimos, no podemos sucumbir. La verdad nunca será vencida.


Concluido en la celda de la prisión de Werl, a 16 – 7 – 1949.