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CAPÍTULO VI
LA VOLUNTAD DE CONQUISTAR
Genghis Khan iba a conquistar. “¿Pero cómo y porqué?”. Eso se han preguntado hombres desconcertados al pensar en su extraordinario destino. La respuesta correcta es, en palabras de Kokchu el shaman, un creyente en los milagros (y sin duda, elegido por el mismo Genghis Khan para presentar su vida bajo esa luz con el objeto de impresionar a los mongoles con un sacro temor reverencial): “porque el poder del Eterno Cielo Azul había descendido sobre él; porque él era su agente aquí en la tierra”1. La respuesta correcta es, en palabras de Ralph Fox, un creyente en el materialismo histórico: “Porque Temujin-Chingis nació en un tiempo de crisis entre su propio pueblo, cuando todo estaba listo para el líder que debiera construir una nueva sociedad”, y porque “también fue su destino nacer cuando los dos grandes estados feudales a ambos lados de él, el Imperio Khwarazmian en el Asia Central y el Imperio Kin en China, estaban en plena decadencia”2.
He mencionado dos veces “la respuesta correcta”, pues ambas explicaciones —la sobrenatural y medieval, y la moderna y materialista— son auténticas para quienquiera que vea en la sucesión de acontecimientos en el tiempo la manifestación de una Necesidad perenne. La consecuencia inmediata del estado del Universo en cualquier tiempo y lugar dados —la “voluntad del Eterno Cielo Azul” en ese tiempo y lugar particulares— no es otra cosa que aquello que ha de ser, de acuerdo a las Leyes invariables que rigen tanto el mundo visible como invisible. Y Genghis Khan tenía que ser, al igual que todos los grandes seres que hacen la historia (al tiempo que la lógica implacable de la
1 Harold Lamb:”The March of the Barbarians” edic. 1941, pág. 57.
2 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 50.
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historia previa ha hecho que sus apariciones sean inevitables, delineando asimismo el papel que éstos han de jugar en la esfera internacional). El tenia que ser y tenia que conquistar. Y sin duda, las condiciones socio-politicas de Asia en su tiempo —las condiciones de las estepas por una parte, y las condiciones de los dos imperios por la otra— determinaron cuan completo iba a ser su triunfo. Pero hay más cosas que han de ser dichas. Su propia voluntad jugó en sus conquistas una parte al menos tan importante como la de esas circunstancias excepcionales bajo las cuales ella misma se manifestó. Y si aquéllas explican en gran parte la sucesión de los acontecimientos de su vida, la calidad y la dirección de su voluntad, así como las aspiraciones de su corazón, proporcionan la clave de él y lo sitúan en su lugar particular entre los hombres de acción divinos.
Como apunté antes, no había ninguna ideología tras su amarga lucha por el dominio de las estepas. No había sino la voluntad absoluta de vencer a sus enemigos; de liberarse a sí mismo del peligro —la voluntad de sobrevivir. Y tras aquellas guerras que iban a darle ahora el dominio de la mayor parte de Asia, no había tampoco ideología alguna ni fervor sacro. Había el deseo de mayor seguridad y la apetencia creciente de riqueza y bienestar para él mismo y su familia —nada más. Conquistaba por el botín. Y organizaba sus conquistas con admirable habilidad —imponiendo paz y seguridad sobre los aterrorizados supervivientes de los pueblos conquistados—, simplemente para conseguir que el botín fuera sistemático, permanente y cada vez más abundante.
El “fundió en una nueva nación a los pueblos que moraban en las tiendas”, y sobre esa nación estableció “el clan mongol, los tharkhans y noyons, compañeros de sus primeras luchas”1. Pero por encima de ellos (y en su mente, para la eternidad) estableció la Alíyn Umk, la “Familia Dorada”: sus propios hijos y los hijos de éstos; su propia sangre —él mismo.
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” edic. 1941, pág. 73.
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Su pueblo era el sirviente de sus hijos, y él suyo propio. Sin duda, él recompensó su lealtad de forma magnífica. No obstante, él y sus hijos constituyeron el centro real de toda su atención, el objetivo de todos sus esfuerzos. El estaba a un millón de millas de distancia del espíritu del moderno idealista desinteresado que escribió: “Mi hijo no es sino una parte de mi pueblo”1. Y es esa actitud —y no la necesaria crueldad de sus guerras— la que le hace a él, a nuestros ojos, un hombre “en el Tiempo”; un típico “Hombre-Rayo”, en la sucesión de Aquéllos que han cambiado o intentado cambiar la faz de esta tierra.
Y el estudio de sus campañas exteriores sólo ahonda en esa aplastante impresión de poder egoísta que se recoge desde la temprana historia de su vida.
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Como ejemplos vivos de su minuciosidad y eficiencia, las guerras de Genghis Khan contra Hsi-Hsia, contra China y contra Occidente nos proveen de una de las lecciones más elevadas que yo pueda imaginar sobre paciencia, voluntad de poder e inteligencia.
Aunque al principio sólo fue superficialmente sometido, el vigoroso reino tangut de Hsi-Hsia —que se ubica justo fuera de la Gran Muralla de Cathay— fue lo suficientemente debilitado como para no convertirse en un peligro para los mongoles durante su expedición contra el norte de China. Esa expedición fue decidida por Genghis Khan en respuesta a la pretensión del nuevo emperador chino de recibir de él el tradicional acto de sumisión que los caudillos nómadas de más allá de la Muralla habían dado, desde hacía generaciones, a cada nuevo ocupante del trono del Dragón. No era sino un acto formal de sumisión. Pero Genghis Khan, bien informado acerca de la debilidad
1 “Mein sohn ist nur ein Teil von meinem Volk” (“Die Stimme der Ahnen”, Wolf Söresen).
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interna de China en general, y de la dinastía Kin del norte de China en particular, decidió que la costumbre —en cualquier caso carente de significado— había durado ya suficiente. Romperla significaba la guerra. Pero la guerra era la única vía para el poder ilimitado y la abundancia creciente; para el cumplimiento del destino de Genghis Khan.
La preparación de esa guerra —como la de cualquier otra de las campañas de Genghis Khan— es tan admirable como la guerra misma; una pieza maestra, preparada durante años, de paciencia, perspicacia y organización minuciosa y completa. Primero, la red de espías, sigilosa y modesta, pero absolutamente eficiente, traía regularmente al analfabeto hijo de Yesugei, desde todas las esquinas del reino del enemigo, toda la información que necesitaba para diseñar su campaña y llevarla después a su cumplimiento; red ésta, que bastaría para asombrar incluso a las personas que están familiarizadas con organizaciones secretas más modernas de igual naturaleza. Así pues, el enemigo estaba condenado de antemano. Después venían las órdenes de preparativos militares —otro milagro. Tal como correctamente destaca su moderno biógrafo inglés, Genghis Khan “no dejaba nada al azar”1. Desde la clase de propaganda más adecuada para dar a los mongoles la unidad deseada y el mejor espíritu posible de lucha, hasta los detalles más pequeños referidos a la dieta de las tropas y sus ejercicios diarios, pasando por el más insignificante artículo del equipamiento militar, todo estaba concebido y calculado con un objetivo en vista: la eficiencia infalible y sistemática. “La caballería pesada portaba una armadura consistente en cuatro láminas traslapadas de cuero curtido, las cuales estaban esmaltadas para protegerlas contra la humedad”, anota el mismo biógrafo. “Estaban armados con una lanza y un sable
1 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 144. Harold Lamb (“The March of the Barbarians”, edic. 1941, en su pág. 58 dice: “No dejaba nada en manos de la fortuna”).
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curvado. La caballería ligera llevaba una jabalina y dos arcos, uno para disparar a caballo y otro para usarlo con pie a tierra, cuando se deseaba una mayor precisión de tiro. Tenían tres aljabas con flechas de distinto calibre, incluyendo el punzón acorazado. Las tropas portaban herramientas, una olla de campaña, una ración de carne seca, una bolsa impermeable con una muda de ropa, que también podía ser inflada y usada para cruzar ríos. Todas las maniobras estaban dirigidas por señales, y todo el ejército funcionaba tan uniformemente como una máquina”1. Y el alma de esa extraordinaria máquina humana fue el recientemente nacido nacionalismo mongol, al que Genghis Khan enardeció inteligentemente y usó para sus propios fines.
La inferioridad numérica de los mongoles respecto a sus enemigos también es un hecho destacable. Su movilidad asombrosa, su preparación absoluta y su disciplina les compensaban de ello.
Finalmente, hay una cosa en esta etapa de la vida del conquistador que no puede dejar de impresionamos en una medida igual —si no mayor— a todo el resto, y es su propia preparación espiritual para la guerra (si me es permitido usar una combinación tal de palabras). Precisamente, antes de dirigir su ejército a los pasos de montaña y a través de la Gran Muralla que hasta aquel entonces había parecido inexpugnable a los ojos de los mongoles —antes de comprometerse en una gran guerra que iba a durar bastantes años—, Genghis Khan “se retiro durante tres días dentro de su tienda, con una ristra alrededor de su cuello, para ayunar y comulgar consigo mismo, y después, yendo a la cima de una colina, se quitó su gorro y su cinturón e hizo sacrificios al Cielo Azul”2.
El estaba adentrado en su cincuentena —pues esto sucedía cinco años después del gran kuriltai a orillas del Onon.
1 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 145.
2 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 144.
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Con infinita paciencia y cautela, había avanzado de forma irresistible, y una vez más, había dado todo paso posible e imaginable para hacer de su nueva guerra un éxito. Pero su intuición infalible le manifestaba que ni siquiera esto era suficiente; que en la guerra había factores imponderables, y que había medios de victoria que no eran ni militares ni económicos, ni, generalmente hablando, humanos. ¿ Qué pensó exactamente el Khakhan, solo ante la majestuosidad del Eterno Cielo Azul? Nadie lo sabe. Pero seguramente sintió que hay una fuente secreta de fuerza en el estado de ánimo del hombre que se humilla ante lo eterno e implacable, poniéndose él mismo y sus planes en manos de Fuerzas sobrehumanas, tras haber hecho todo cuanto era humanamente aconsejable en vistas al éxito. Pero cuando se lee esa referencia a su retiro en la víspera de su ataque furioso y triunfal contra China, no se puede dejar de recordar aquel otro tiempo —ahora bastante lejano en su tormentoso pasado— en que, habiendo perdido todo cuanto poseía, incluyendo a su joven esposa recién casada, comulgó, al amanecer, con lo invisible, sobre las pendientes del Burkan Kaldun, haciendo libaciones de leche de yegua al misterioso Poder que había salvado su perseguida vida. No se puede dejar de situar en paralelo esos dos momentos y admirar esa búsqueda del conquistador por unirse con algo divino, más allá de él mismo, tanto en la marea más baja de su fortuna como ahora, en la víspera de su largamente preparada victoria sobre los ejércitos de Cathay. Y no se puede dejar de sentir que había un propósito divino (el cual él mismo desconocía) detrás de ese hombre obstinado que luchó por su propia seguridad y por la grandeza y riqueza de su creciente familia.
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La rapidez y disciplina del ejército de Genghis Khan y la habilidad de sus comandantes —y la suya propia— superó todas
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las dificultades. El ejército del Emperador Kin fue derrotado en una gran batalla cuya memoria infundió terror durante largo tiempo en los corazones de los chinos. Y lentamente —pues Pekín no se iba a rendir hasta el verano de 1215—, pero de forma constante, los mongoles conquistaron todo el país, llegando hasta el río Hoang-Ho. Al principio, evitaron las ciudades amuralladas. Hacían incursiones en el interior, en busca de caballos y de ganado, y se contentaban con atacar por sorpresa a los ejércitos del emperador Kin y golpearlos en incontables encuentros, al tiempo que muchos “auxiliares” de sangre mongol desertaban de los chinos para unirse a las huestes de Genghis Khan. El terror a los mongoles, ya de por sí grande, crecía y crecía Se incrementó más allá de toda medida cuando los invasores empegaron a asediar con éxito las ciudades. Pues Genghis Khan no mostraba ninguna clemencia hacia la población de las ciudades que capturaba: “Toda resistencia era aplastada con la masacre metódica e inhumana de todos los que vivían tras las murallas”1.
Y aunque la resistencia del Kin, incluso tras la rendición de Pekín, no cesó en modo alguno2, todo el norte de China, Manchuria y Carea eran ahora parte del creciente imperio de Genghis Khan y una fuente de incalculable riqueza para él y su pueblo.
En 1215, dejando tras él a Mukuli, un fiel comandante, al frente del ejército de ocupación, el conquistador, ahora cercano a los sesenta, cabalgó de regreso a su tierra natal. Las estepas en las que había crecido como un perseguido errante y en las que había luchado como jefe de un puñado de guerreros, estaban ahora llenas de un enjambre de esclavos. Oro, plata y objetos de valor incalculable hechos de marfil y jade —tesoros sin precedentes— llenaban los cofres del Khakhan; sus hijos y sus
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” edic. 1941, pág. 59.
2 No iba a ser rota por completo hasta la segunda campaña mongol, dirigida por Ogodai, hijo de Genghis Khan.
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seguidores leales estaban “vestidos con brocados de seda”1, tal como había deseado. Y ahora contaba entre sus esposas a una princesa china, hija adoptiva del emperador Kin. Y su consejero era un hombre de sangre real, el sabio Yeliu Chuts’ai, descendiente de aquellos emperadores Khitan a los que el Kin había destronado. En aquel entonces, se podría haber dicho sin temor a equivocarse que Genghis Khan había conquistado su sueño —y más aún. El era ahora rico y temido, tal como había anhelado toda su vida. Era un auténtico rey. Y si hubiera muerto en ese momento de su vida, su nombre seguiría apareciendo con grandeza en la historia de Asia; seguirla siendo el creador del poder mongol y el padre y fundador de la nueva dinastía Yüan, que iba a mantenerse en el trono del Dragón durante ciento cincuenta años2. Pero sesenta años atrás —en esa fría noche en la que su madre, Hoelun, le había concebido de su raptor—, el inadvertido dibujo de las constelaciones en la profundidad del “Eterno Cielo Azul” le había señalado para ser más, mucho más que aquello.
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Aparentemente, él podría haberse quedado disfrutando tranquilamente de sus conquistas—, comiendo y bebiendo en paz y en abundancia entre su gente, ahora organizada y próspera. Quizás él mismo no tenía intención de hacer nada más, y, tal como alguno de sus biógrafos ha dicho3, realmente no deseaba la guerra en esa etapa de su vida. O quizás la sed insaciable de poder y posesiones era todavía tan fuerte en él como cuando había dirigido, algunos años atrás, a sus tumans a través de las puertas abiertas de la Gran Muralla. Pero en la Alta Asia estaban sucediendo algunas cosas que iban a hacer que la guerra
1 Harold Lamb:”The March of the Barbarians” edic.1941, pág. 56.
2 Hasta el año 1370, fecha del advenimiento de los Ming.
3 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 162.
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fuese inevitable. Y el oculto y matemático determinismo del mundo, en combinación con su propio destino irresistible —el destino del niño Temujin, predicción tangible de los cambios que habían de tener lugar—, arrastraron a Genghis Khan a Occidente en una grandeza militar sin precedentes: y a Asia, a una acelerada decadencia tras su muerte.
Tras la muerte de Tayan y la derrota de su tribu, que he mencionado en el anterior capítulo, Kuchluk, el caudillo naiman, había huido hacia Balasagun, la capital del territorio de Kara-Kithai, que se extendía desde las montañas de Altai y desde las fronteras del antiguo reino de Hsi-Hsia, hasta el río Syr Imria. Los Gurkhan, cabezas del reino de Kara-Kithai, le habían dado refugio, y él, de forma bastante rápida y a través de toda clase de traiciones, se elevó a la posición de gobernador independiente. Genghis Khan podía esperar, pero nunca olvidaba. Y él tenía el principio de que no debía dejar vivir a ningún enemigo irreductible. Así pues, bien informado como estaba de lo que había tenido lugar —y plenamente consciente de lo débil de la posición de Kuchluk a pesar de su rápido ascenso— ordenó a uno de sus fieles generales, Jebei Noyon, marchar sobre Kara-Kitahi. El territorio fue conquistado, y Kuchluk capturado y ejecutado en 1218, tres años después de la rendición de Pekin. Y sabiendo cuan impopular se habían hecho tanto aquél como los Gurkhan por perseguir a los musulmanes y a los cristianos nestorianos, y el amargo odio que en la totalidad del reino abrigaban todos ellos a los budistas, el genernl mongol proclamó la libertad religiosa en nombre del Khakhan, un gesto que le hizo aparecer como un libertador a los ojos de buena parte del pueblo, y que reforzó en forma inmensa el control de los mongoles sobre el país.
Ahora, el imperio de Genghis Khan lindaba prácticamente con el del Sha de Khwarizm, es decir, el de la dinastía turcomana que gobernaba, en el lugar de los antiguos sultanes de Seljuk, sobre Turan y la totalidad de Irán —desde la desembocadura del río Ural y de las
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tierras al norte del Mar de Aral, hasta el Golfo Pérsico, y desde Iraq hasta el Kush hindú. A principio, una vez más, nada parecía anunciar una guerra entre los dos soberanos.
Sin embargo, la guerra iba a estallar. Como he dicho, era el destino de Asia unido al extraordinario destino del hijo de Yesugei. La avaricia y la locura del gobernador de Otrar (una ciudad fronteriza entre ambos imperios), y la incapacidad de Mohammed-ben-Takash, el Sha gobernante de Kwharizm, para afrontar la situación de forma realista, fueron el pretexto y la causa inmediata de la guerra.
Genghis Khan había enviado una embajada al Sha de Kwharizm —quien primeramente le había enviado otra, al final de la campaña de China. A ella le seguía una caravana, “una empresa comercial de mercaderes musulmanes”, que ahora pululaban alrededor del conquistador mongol. “Sus quinientos camellos portaban pepitas de oro y plata, pieles de castor y de marta, y numerosos artículos ingeniosos y elegantes de manufactura China”1. Cuando esta caravana alcanzó Otrar, el gobernador local hizo masacrar a los mercaderes y a sus sirvientes, y se apropió de los tesoros. Genghis Khan, quien pese a ser presa de una gran indignación, siempre se mantenía demasiado práctico como para ser imprudente, no emprendió la guerra contra Mohammed-ben-Takash en respuesta a esta afrenta, pese a lo difícil que pudiera parecer creíble que el hecho hubiese sido perpetrado sin el conocimiento de este último. En su lugar, envió una segunda embajada para reclamarle el castigo del gobernador de Otrar y una compensación por las pérdidas. Y es sólo después de que el jefe de esta embajada hubiera sido asesinado por orden del Sha de Khwarizm, en desafío a todas las nociones aceptadas del derecho, y que el resto de sus otros miembros fueran tratados de forma humillante, cuando él se decide por la guerra y empieza a preparar su marcha hacia el Oeste, tan minuciosa y metódicamente como lo había hecho,
1 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936.
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años atrás, en su furioso ataque contra Cathay. No había otra salida honorable que él pudiera adoptar. Pero esta guerra iba a ser una guerra hasta el final. Y el Sha de Khwarizm debió de lamentar a menudo no haberla evitado cuando estuvo a tiempo de ello.
Pues el amargo e inmediato resentimiento debido al insulto, unido a la sed de venganza, inflamaron en Genghis Khan la vieja voluntad de conquista, convertida ahora en una fuerza sobrehumana de destrucción. En todas sus campañas, el conquistador había demostrado rapidez —no antes de que hubiese llegado a su fin el tiempo de paciente preparación y hubiese comenzado la acción— y una actitud despiadada sin precedentes. Pero en ésta —la última—, iba a golpear con la irresistibilidad repentina del rayo y a traer una desolación en una escala tan amplia como sólo los grandes cataclismos físicos —sólo Dios mismo— pueden igualar. Iba a probarse a sí mismo —si es que lo hizo alguna vez—, animado por aquello que he llamado al principio de este libro el espíritu del “Rayo”.
Con la misma eficiencia de siempre, el extraordinario “servicio de inteligencia” del conquistador le proporcionó toda la información necesaria sobre el país enemigo, sus condiciones de vida y sus intrigas políticas, sobre su fuerza exacta y sus debilidades, antes de que la guerra hubiese empezado realmente. Como siempre, cada detalle relativo a la movilización, entrenamiento, equipo y transporte de las tropas fue pacientemente dispuesto, y cada dificultad predecible superada de antemano. Y una vez más, con el fin de arrastrar para sí el divino Poder del mundo invisible, que sentía en el trasfondo de todos sus logros, Genghis Khan se humilló ante lo único que sabia que era más grande que él: el Eterno Cielo Azul. “Fue en solitario a una colina cercana a la Montaña del Poder, se descubrió la cabeza y se quitó el cinto. Durante horas comulgó con los espíritus de lugares elegidos y distantes; y descendió con un mensaje: el Eterno Cielo Azul había garantizado la victoria a
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los Mongoles”1. Como dice Harold Lamb, probablemente tenía la intención de fortalecer la moral de su gente al comienzo de una nueva gran campaña. Pero presiento de alguna forma que había más que eso en este gesto ritual de obediencia a lo invisible. Era un gesto de suprema sabiduría, sin el cual Genghis Khan no habría sido Genghis Khan. Era, por parte del conquistador más grande de todos los tiempos, el reconocimiento de que incluso su vida no era sino un episodio en el Tiempo infinito, y que incluso él no era sino un instrumento en manos de Fuerzas celestiales que dirigían la Danza del Tiempo; que, por mucho que él luchase por sí mismo, también luchaba por el propósito de toda Creación.
La Danza del Tiempo es la Danza de la Muerte —y del renacer—; y el propósito de toda Creación es la destrucción —antes de una nueva Creación; muerte, antes de la gloria de un nuevo Comienzo. Muchas cosas iban a ser destruidas en la vieja Asia. De esta forma, “conduciendo los rebaños y las hileras de carros”2, despacio pero metódicamente —tan irresistiblemente como el Tiempo Mismo—, los tumans mongoles fueron hacia las cadenas montañosas, barrera natural entre las estepas orientales y el mundo del Islam. Talaron árboles, derribaron rocas y construyeron carreteras y puentes a medida que avanzaban. No eran cientos de miles, tal como en su terror iban pronto a creer los que estaban próximos a ser conquistados. Eran, de acuerdo a Ralph Fox, apenas setenta mil soldados regulares mongoles, a los que hay que sumar una leva en igual número procedente de los pueblos turcos sometidos3, y de acuerdo a Harold Lamb, “unas quince divisiones de diez mil hombres cada una”4.
Un incursión por sorpresa de Juchi, el príncipe de más edad de la Familia Dorada, a través del desierto de Ak-Kum y de
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” edic.1941, pág. 62.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” edic. 1941, pág. 62.
3 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 199.
4 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” edic. 1941, pág. 62.
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las colinas de Kara-Tau hasta la región más baja de Syr Daria, es decir, en dirección al Mar de Aral, engañó al enemigo. Mientras Jelal-ud-Din, hijo de Mohammed-ben-Takash, perseguía inútilmente a los incursores (que desaparecieron tan rápidamente como habían aparecido), el ejército principal de Genghis Khan, concentrado cerca del lago Balkash, descansaba tras su larga y difícil marcha hacia occidente al tiempo que se preparaba para el ataque. Todo estuvo preparado en el otoño de 1219. Sin embargo, no fue hasta el inicio de la primavera de 1220 cuando Genghis Khan ordenó al General Jebei Noyon (que por aquel entonces no se encontraba junto al ejército principal, sino mucho más al sur, en la región de Kashgar) marchar hacia Khojend, como si intentase atacar inmediatamente a las dos grandes ciudades del Imperio de Kwarizm: Samarkanda y Bokhara. El Khakhan había tenido tiempo durante esos seis meses de hacer pleno uso de su asombroso “servicio de inteligencia” y reunir toda la información que precisaba en relación a los preparativos del enemigo, sus debilidades y errores. El tiempo que un observador superficial habría considerado como perdido, había sido en realidad bien empleado —en la forma en que iba a hacer posible la rapidez del golpe decisivo. De hecho, nada es más remarcable en la historia de todas las campañas de Genghis Khan que el contraste entre la aparente lentitud de los preparativos metódicos, y la velocidad del rayo en la acción una vez llegado el momento decisivo. Es el aspecto más admirable de estas guerras, tanto desde el punto de vista del estratega como del artista.
Mientras la atención del Sha Mohammed se desviaba en dirección al ataque de Juchi, el ejército principal mongol, dividido en tres secciones, se movía rápidamente en dirección al territorio que Juchi acababa de devastar, y alcanzaba el río Syr Daria. Dos de estas fuerzas, cada una de ellas de treinta mil soldados, estaban dirigidas por los dos hijos mayores de
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Genghis Khan; la tercera, consistente en otros treinta mil hombres más la Guardia, estaba bajo la dirección del conquistador mismo, asistido por su hijo más joven y por el veterano de la guerra china y futuro héroe de la campaña europea, Subodai, uno de los generales más grandes de todos los tiempos. Los dos príncipes, Juchi y Chagatai, fueron hacia el sur —a lo largo de la ribera del Syr Daria— para unirse con Jebei y atacar Samarkanda con él. Mientras tanto, Genghis Khan atravesaba el río y conducía a sus tumans a través del desierto de Kizil Kum, apareciendo repentinamente, un mes más tarde, “casi sobre la misma Bokhara y en la retaguardia de los ejércitos del Sha”1. Como siempre, había tornado toda precaución para asegurarse el éxito de una marcha semejante. Cada soldado había sido provisto del avituallamiento necesario de carne seca y agua; se habían reunido las manadas de caballos necesarias y el tiempo había sido escogido cuidadosamente. “Una marcha tal a través del desierto habría sido imposible en cualquier otra estación del año”2, nos dice el moderno biógrafo que tantas veces hemos citado.
Una vez más, la rapidez de movimientos determinó la victoria de los mongoles. El 11 de Abril de 1220, mientras Mohammed-ben-Takash huía para salvar su vida, el hijo de Yesugei entraba en la próspera y populosa ciudad de Bokhara —un lugar sagrado de aprendizaje islámico— sin encontrar apenas resistencia. Sus primeras órdenes para la población conquistada fueron las de traer heno y agua para sus cansados caballos y comida para sus hombres.
Durante unos pocos días los mongoles se dedicaron a festejar sin restricciones su victoria. A continuación, se dirigieron hacia Samarkanda, a la que las fuerzas combinadas de Juchi, Chagatai y Jebei Noyon estaban atacando desde el Este. La famosa “ciudad de jardines y palacios” no tenía otra
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”, edic. 1936, pág. 202.
2 Ralph Fox: “Genghis Khan”, edic. 1936; Ibid.
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alternativa que la de rendirse y ser saqueada. Sus habitantes no fueron sistemáticamente ejecutados, como sucedía en las ciudades que se habían resistido a los mongoles. La gran mayoría de la población de Bokhara (que tampoco se había resistido) había sido llevada delante de los conquistadores para ser usada en grupos como “escudos humanos para la primera línea del ataque mongol a Samarkanda”1. Y los cautivos de Samarkanda fueron llevados a ayudar a los mongoles a rellenar el foso en torno a Urganj, la sitiada capital del imperio del Sha de Khwarizm. Mientras tanto, durante el otoño y el invierno de 1220, Genghis Khan mandó a la mayor parte de su ejército a descansar a Samarkanda, al tiempo que enviaba a una fuerza de treinta mil hombres bajo el mando de Subodai y Jebei Noyon a perseguir “raudos como el viento” al Sha Mohammed donde quiera que éste pudiera refugiarse.
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Mohammed-ben-Takash, el Sha de Khwarizm, que durante semanas había estado siendo perseguido de ciudad en ciudad, murió solitario en una isla del Mar Caspio —su último refugio— tras enterarse de que “sus esposas e hijos habían sido hechos prisioneros, y sus tesoros capturados, en el convoy que los transportaba a Samarkanda2. Subodai y Jebei Noyon cruzaron entonces el Cáucaso con su columna de asalto e hicieron una exitosa incursión en las planicies rusas adentrándose hasta el Río Don, mientras que los hijos de Genghis Khan, Juchi, Chagatai y Ogodai, llevando ante ellos a los cautivos de Samarkanda, se apresuraron en imponer la victoria sobre Urganj. Debido a su tenaz resistencia —tan inútil como la que habían mostrado otras ciudades—, la capital estaba
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 64.
2 Ralph Fox: “Genghis Khan” edic. 1936, pág. 210.
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condenada de antemano: destinada a ser completamente borrada.
Al mismo tiempo, Genghis Khan, llevando consigo a su hijo más joven, Tuli, y a varios de sus nietos, procedió a hacerse acreedor en Khorasan y Afganistán de la reputación de irresistible destructividad que el terror de los pueblos aplastados había unido para siempre a su nombre.
Cualquier ciudad que hiciera incluso un amago de resistencia era “asaltada o inducida mediante engaño a la rendición” y “reducida a nivel del suelo”1 —tal como había sido Urganj—, mientras que la población, con la excepción de los artesanos útiles y de las mujeres jóvenes y deseables, era ejecutada sistemáticamente. Esta matanza en masa animaba evidentemente a paralizar toda voluntad de resistencia, más aún, toda posibilidad de resistencia Era práctica y metódica, como todo lo que hacían los mongoles a las órdenes de Genghis Khan —y era llevada a cabo “sin evidencias de tormentos sádicos”2. Los mongoles, dice Harold Lamb, “sacaban a la población de las ciudades amuralladas, examinándoles cuidadosamente y ordenando a los trabajadores hábiles —que podrían ser útiles— que se pusieran aparte. A continuación, los soldados iban a través de las filas de los indefensos seres humanos matándolos sistemáticamente con sus espadas y hachas —como irían los segadores a través de un campo de trigo. Cogían a las afligidas mujeres por el cabello, doblando su cabeza hada delante para partir más fácilmente la espina dorsal. Mataban con golpes en la cabeza a hombres que apenas se resistian” 3. Se dice que cerca de nueve millones de personas fueron ejecutados de esta forma dentro y alrededor del lugar donde una vez se había alzado la próspera ciudad de Merv. El terror llevó sin duda a los cronistas musulmanes de la época a exagerar el número de muertos. Genghis Khan aparecía ante ellos como el “Azote de Alá”, y por dondequiera que pasase su ejército parecía el fin del mundo —el fin, al menos, del
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 63.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 65.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 63.
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mundo que ellos conocían. Con todo, aun cuando las cifras fuesen reducidas a la mitad, todavía sugerirían una matanza de una magnitud sin precedentes en la historia.
Es de destacar que los signos materiales de poder, riqueza o cultura —murallas, trabajos de riego, bibliotecas— que no tenían uso alguno para los conquistadores no eran más respetados que la vida humana; que la destrucción era tan completa e imparcial como pueda ser posible al ser producida por las imperfectas armas bajo la dirección de la voluntad humana; tan similar como pueda ser posible a la destrucción total indiscriminada producida por la siempre cambiante naturaleza a través de sus tormentas, terremotos y erupciones volcánicas, o simplemente a través del devorador Tiempo, el Principio Mismo del Cambio.
Sin embargo, era la destrucción producida por el hombre, bajo las órdenes de un hombre genial y egoísta, y, finalmente, para los fines personales de ese hombre. Genghis Khan “convirtió deliberadamente al rico cinturón de civilizaciones islámicas en una tierra de nadie. Puso allí fin a los trabajos agrícolas, creando una estepa artificial en la frontera de su nuevo imperio, favorable —pensaba— al modo de vida de su pueblo”1. Y lo hizo siendo aparentemente consciente del hecho de que sólo si su pueblo, los mongoles nómadas, continuaban siendo nómadas, podrían sus hijos y nietos continuar gobernando por siempre el imperio que él les había conseguido y disfrutar de su riqueza. Sentía que tenía que destruir para que él y sus hijos pudieron prosperar —no en razón a ningún supuesto o real derecho natural a la dominación, ni en el nombre de ninguna supuesta o real posición superior natural en el eterno esquema de la Creación, sino simplemente porque ellos eran su progenie; su “Familia Dorada”. Como ya he establecido, él se amaba a sí mismo en ellos —no a ellos y así mismo en su personalidad más amplia y superior: su raza, integrada en su lugar apropiado
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941.
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dentro del todavía más amplio reino de la Vida, humana y no humana, tal como habría hecho en su lugar un autentico idealista, un hombre “contra el Tiempo”, capaz de una destrucción no menos metódica y completa que la suya, pero dentro de un espíritu totalmente distinto. El era en esencia la encarnación del segregacionismo, el agente, bajo designación divina, de la Muerte; la encarnación de todos los hombres “en el Tiempo”, tal como los he denominado al principio de este libro; los más cercanos al inalterable Principio de segregacionismo y destructividad —de cambio—: Mahakala; el Tiempo.1
De hecho, cuando se lee la descripción del terror que seguía a sus jinetes en Khorasán y Afganistán por dondequiera que éstos pasaran y especialmente cuando se medita sobre el carácter metódico y carente de emoción y de remordimiento de la matanza en masa que ellos perpetraban no se puede dejar de admirar la imparcialidad y la eficiencia con que ésta era llevada a cabo, y lamentar en secreto que semejante poder mortal, mecánico y a gran escala, no fuese aplicado al servicio de una mejor causa —de alguna verdad impersonal; de alguna justicia suprahumana, dentro del espíritu expresado por Krishna cuando, al exhortar al guerrero Arjuna en Kurukshettra, le dijo, hablando de los enemigos que iba a matar: “Estos cuerpos de la Encarnación, que es eterna, indestructible e inmensurable, son finitos. ¡Por tanto lucha, Oh Bharata!”2
Pero ese no era el espíritu de Genghis Khan, el señor de la guerra sometido a la esclavitud del ser y, por consiguiente, del Tiempo. Y ahora y entonces, un episodio que ha recogido la historia —como es el de la aniquilación de Bamyan— nos muestra qué abismo separa al conquistador mongol, pese a toda su innegable grandeza del ideal del guerrero “contra el Tiempo” tal como es retratado en la antigua Escritura Sánscrita.
1 “Bhagawad Gita”, II, verso 18, pág. 66.
2 “Bhagawad Gita”, II, verso 18.
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Durante el sitio de Bamyan, en Afganistán, fue muerto Mukutin, hijo de Chagatai y uno de los jóvenes nietos de Genghis Khan. Tal como hemos visto en todas las campañas del conquistador, las ciudades que se habían resistido en forma alguna eran destruidas, y la mayor parte de sus habitantes eran pasados por la espada. Pero la sangre de la Familia Dorada, incluso si era derramada de las venas de uno solo de sus componentes, era todavía más valiosa a los ojos de Genghis Khan que cualquier número de soldados mongoles, así que éste bramó por una venganza aún mayor. El viejo Khakhan ordenó matar hasta la última de todas las criaturas vivientes —toda la población, sin la habitual distinción entre útiles e inútiles; las bestias, y los mismos pájaros del cielo— de Bamyan y de los alrededores, y que fuese borrado de la tierra todo vestigio de la ciudad. Y la orden fue estrictamente llevada a cabo1, anota el moderno biógrafo de Genghis Khan —que no puede dejar de contrastar el horror de este hecho con la belleza serena y sobrenatural simbolizada en “la gran caverna de los Budas”, en la alto de las laderas montañosas por encima de la ciudad destruida repleta de cadáveres putrefactos. La oposición es asombrosa. Es el contraste definitivo, llevado a su máxima potencia, entre el hombre “en el Tiempo” y aquél que hemos denominado como hombre “sobre el Tiempo”.
Pero no debería perderse su significado real permitiendo que la mente sea dominada por reacciones irreflexivas. A pesar de todas las apariencias, el contraste notable entre furia destructiva y bondad sin límites —el amor hacia todas las criaturas— no es el contraste real. Es la oposición entre la actitud centrada en la familia, es decir, en la actitud autocentrada de Genghis Khan, que está ilustrada tanto en esa como en otras muchas de sus acciones, y el perfecto desapego del Sabio Hindú a toda atadura. En ella —en lo que son, más que en lo que hacen— reside el abismo entre el hombre “en el
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 214.
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Tiempo” y el Hombre “sobre el Tiempo”. Y repito que si hubiese tenido lugar la misma matanza en masa pero en el nombre de alguna necesidad impersonal que mereciese la pena, y no por el bien de esa pasión primitiva de vendetta familiar que animó a Genghis Khan en aquella circunstancia, el contraste físico entre la bella y pacífica caverna en las alturas y el lugar de la masacre, impregnado con el hedor de la muerte, habría continuado siendo el mismo, y sin duda hubiera sido igualmente impresionante a los ojos de cualquier observador superficial; más aún, habría provocado los mismos sentimientos fácilmente intuibles —los sentimientos que son explotados tan generosamente hoy en día en todas las campañas baratas de “atrocidades” para el consumo de las masas— en los corazones de los humanitarios irreflexivos. Pero habría sido simplemente un contraste físico y aparente, ya que, desde el punto de vista de la verdad integral, no habría expresado ningún contraste real, pues los hombres “contra el Tiempo” —capaces de destruir dentro de un espíritu de desprendimiento y “dentro de los intereses de la Creación”— y los hombres “sobre el Tiempo” caminan a lo largo de rutas paralelas, si no en la historia, si en la eternidad: a lo largo de rutas paralelas diferentes a las que siguen aquéllos que, aun cuando grandes, están todavía dentro de la esclavitud del Tiempo.
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Durante toda esta campaña relámpago los mongoles experimentaron sólo una vez la amargura de la derrota, y ésta fue en Perwana, donde Jelal-en-Din, el hijo fugitivo del Sha de Khwarizm, combatía contra Shigi-Kutuku, uno de los lugartenientes de Genghis Khan. Los mongoles que cayeron vivos en sus garras fueron torturados a las órdenes del príncipe turco, quien disfrutó por un breve tiempo del placer de sentirse vengador de su padre y de su pueblo en la forma turca
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apropiada —¿o debería decir mejor, “en la forma de un hombre que vivía (a pesar de la tremenda disparidad entre ellos) mucho más ‘en el Tiempo’ que su gran enemigo”?
En verdad, había desde el principio de esta guerra tanta pasión mortal en un bando como en el otro. Pero la pasión de Genghis Khan —su voluntad de conquista, como la de sus hijos y nietos— fue utilizada con mucha más perseverancia y, por encima de todo, con mucha más lucidez que la voluntad de su enemigo por salvar aquello que pudiera de su Imperio.
De hecho, fue utilizada con desprendimiento, si no por el mismo Genghis Khan, sí al menos por más de uno de sus generales —en particular, por el virtuoso Subodai, encarnación misma de la devoción ilimitada y desinteresada—, ya que aquellos hombres no tenían deseos personales de poder o riqueza; sus vidas estaban dirigidas sólo por su amor a su Khan y por su severo sentido del deber hacia él y solamente hacia él; estaban más libres que él de aquello que he llamado “las cadenas del Tiempo”; quizás incluso algunos de ellos eran hombres “contra el Tiempo”, que veían en él al creador de una organización nueva de Asia, destinada en sus mentes a conducir a una paz duradera y próspera —para el bien de todo el pueblo—, y al que seguían por dicha razón. Personalmente, creo que la presencia de tales hombres en el Estado Mayor del conquistador (y posiblemente también entre los millares que componían su ejército) fue un factor considerable de victoria.
La calma con la que Genghis Khan comentó el infortunio de Shigi-Kutuku, estableciendo simplemente que la derrota le enseñaría a ser cauto y dándole a él y al resto de los generales una lección práctica de estrategia sobre el lugar de la batalla perdida, muestra cuan dueño podía ser el conquistador de sí mismo cuando el autocontrol era útil para una posterior eficiencia —ya que debió de sentir muy porfundamente el pesar de la única derrota que habían conocido sus soldados.
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El secreto de la grandeza de Genghis Khan reside en ese inmenso y constante autocontrol, fuente de su estraordinaria paciencia, junto con la capacidad de adoptar en un abrir y cerrar de ojos la decisión adecuada en el momento adecuado; en otras palabras, en cualidades eminentemente características de aquellos hombres que hemos denominado como hombres “sobre” y “contra” el Tiempo. El hecho de que usara por entero estas espléndidas cualidades para la materialización de un propósito egoísta y dentro de un espíritu igualmente egoísta, hace de él un hombre “en el Tiempo” absolutamente terrible, a tenor de sus actividades, de forma que se es más consciente de lo que podría haber sido un guerrero dotado de sus virtudes, con tal de que se hubiera cuidado únicamente de servir, en palabras del Bhagawad Ghita, “al interés del Universo” —de la Creación en su conjunto—, en lugar de al suyo propio y al de su familia.
Para un mongol era sin duda difícil, y quizás imposible, elevarse a esa actitud —y anclarse en ella—, especialmente cuando se ha alcanzado el poder absoluto tras años y años de privaciones y luchas. Es como si el mongol, más aún, el hombre de la raza mongola en el sentido más amplio de la palabra, sólo pudiera ser perfectamente desinteresado cuando se siente seguidor de alguien —hombre o dios— no cuando resulta ser, él mismo, fuente de poder. Y sin embargo..... no es fácil afirmar hasta qué punto el egoísmo práctico e inmisericorde del gran conquistador es un rasgo inherente a su raza. Ralph Fox ha comparado en algún lugar de su libro las cualidades prácticas de Genghis Khan con aquéllas de “los fundadores de las grandes empresas capitalistas del último siglo, hombres que tampoco se detenían ante nada; que arruinaban alegremente a sus enemigos y les robaban sus esposas e hijas; hombres que también organizaron grandes imperios —imperios de acero y poder—”1 hombres esencialmente egoístas al igual que él, o mejor dicho,
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 88.
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que vivían, al igual que él, esencialmente “en el Tiempo”. Sin embargo, éstos no eran mongoles. Y antes que ellos, tampoco lo era el sobrevalorado corso Napoleón Bonaparte, quien al menos sí era un guerrero —y de un genio militar innegable, si bien un pigmeo incluso en ese aspecto si lo comparamos con Genghis Khan—, que dirigió a Francia hacia la conquista de Europa con el fin de asegurar tronos confortables para sus inútiles hermanos. Ni tampoco lo eran otros tantos organizadores egoístas de todo tipo, de menor magnitud militar o política —o de ambas—, que dejaron su nombre en la historia. Lo cierto es que los caracteres absolutamente desinteresados idealistas—, hombres “contra el Tiempo”, tal como los hemos denominado, son extremadamente escasos entre los grandes guerreros remarcables de cualquier raza o época.
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Jelal-ed-Din no disfrutó por mucho tiempo la ventaja que le proporcionó la única victoria que había logrado. Su última fortaleza cayó ante Genghis Khan durante el otoño de 1221. Por aquel entonces. La mayoría de los tumans que había tomado planicies rusas hasta el Mar de Azov, se habían unido a las principales fuerzas mongolas. Parecía como si nada pudiera frenar el avance del conquistador.
El Khakhan superó al príncipe turco cuando este último había alcanzado el río Indus, derrotándolo allí en una última batalla campal y enviando a una división de caballería para salir en su persecución. Peor la incursión más allá del río Indus no tuvo éxito1, y no fue hasta varios años más tarde —después de la muerte de Genghis Khan— cuando Jelal-ed-Din (que mientras tanto se había asegurado un nuevo reino en Irak), nuevamente acorralado por los mongoles, encontró su fin. Sin embargo, se puede decir con seguridad que en el momento en que éste
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”, edic. 1936.
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cruzó el Indus, ya estaba, en realidad, “políticamente muerto” —no tenía capacidad para interponerse por más tiempo en el camino de los mongoles. Y en cualquier caso, nunca iba a adquirir más allá de una sombra de poder.
Antes de empezar, en la primavera de 1223, el largo viaje de regreso a su Mongolia natal, Genghis Khan tuvo varias conversaciones con uno de esos raros hombres “sobre el Tiempo” que Asia nunca cesó de producir, incluso durante los períodos más oscuros de su historia: el sabio Ch’ang Ch’un, un taoísta. La razón principal por la que el conquistador había invitado al sabio de Cathay a su campamento, muestra cuan sometido estaba, a pesar de toda su grandeza, a la esclavitud del Tiempo y lo muy consciente que era de ello: quería aprender de Ch’ang Ch’un el secreto de prolongar indefinidamente la vida física y la fuerza. Había oído que los buscadores del Tao —los sacerdotes y monjes de la secta de Ch’ang Ch’un— estaban en posesión de dicho secreto. Desde su infancia, había estado luchando para sobrevivir y dejar a su familia en herencia poder y riquezas —los mayores placeres de la vida. Ahora que estaba haciéndose viejo, se aferraba a la vida cada vez más. Su mente no estaba lo suficientemente desapegada para aceptar gozosamente la muerte— tal como habían hecho por él muchos de sus propios seguidores (sus seguidores le habían amado y habían muerto por él; pero él no amaba a nadie excepto a sí mismo y a su progenie, siendo en ese aspecto no mejor que otros millones de hombres menores). Y cuando el sereno hombre de meditación, el hombre “sobre el Tiempo”, de dijo que no había “ninguna medicina para conseguir la inmortalidad”, él quedó decepcionado. Sin embargo, la conversación con Ch’ang Ch’un le impresionó lo suficiente como para otorgarle un decreto eximiendo “a todos los monjes e instituciones taoístas del pago de impuestos”.1
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 234. Harold Lamb, loc. cit. pág. 70.
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El viaje de regreso a Karakorum a través de las cordilleras y estepas del a Asia Central duró meses. Fue interrumpido por grandes cacerías y glandes fiestas, tras las cuales tenían lugar ejercicios atléticos y carreras de caballos —deportes queridos por los mongoles y por otros muchos pueblos guerreros. Para Genghis Khan, éste estuvo entristecido por la creciente hostilidad entre Juchi y el resto de sus hijos, por la marcha del primer hijo de Bortei —de procedencia dudosa— a las estepas de Kipchak, y poco después, por las noticias de su muerte. Pero el propio fin de Genghis Khan estaba cerca.
Los años 1226 y 1227 fueron escenario de la última campaña del conquistador: su segunda guerra contra el antiguo reino tangut de Hsi-Hsia, cuyo rey se había rebelado contra el yugo mongol. Genghis Khan murió en Agosto de 1227 —el año del cerdo, según el calendario de las doce bestias—, una vez que los Tangut habían sido derrotados, estando su capital, Kara Khoto, aún sitiado por su ejército. Murió en la silla de montar, tal como había vivido, “en las alturas del río Wei, en el cruce de las fronteras de las modernas provincias de Kan-Su y Shen-Su”1. Su última orden fue la de ejecutar al rey tangut y a sus seguidores tan pronto como cayese Kara-Khoto.
El cuerpo del conquistador fue llevado al ordu de los mongoles Yakka, ente los cuales había nacido él setenta años atrás. Los hombres que lo transportaban, tendido en su ataúd sobre un carruaje de dos ruedas, mataron a toda criatura viviente, humana o no humana, que se cruzó en su camino, de acuerdo a la costumbre mongol2. Tanto en la muerte como en la vida, una estela de sangre
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 240.
2 De forma que ningún enemigo pudiese ver el carro mortuorio del Khan (o que, indirectamente, pudiese aprender de su marcha). Harold Lamb, loc. cit. pág. 75.
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iba a seguir a este hombre extraordinario que había venido al mundo agarrando un coágulo de sangre en su mano derecha.
Fue enterrado en algún lugar que él mismo había designado bastante tiempo atrás, probablemente en algún lugar a la sombra del Burkan Kaldun, la “Montaña del Poder” —sobre la que una vez, en la hora de peligro, comulgó con el Eterno Qelo Azul—, cerca del nacimiento del Onon y del Kurulen, si bien nadie hasta el día de hoy sabe donde exactamente, salvo quizás (así se cree) un número muy pequeño de mongoles, que guardarían su conocimiento religiosamente en secreto.
Cuando reposó en su tumba, con ofrendas de carne y grano, con su arco y su espada, y con los huesos del último caballo de guerra que había montado1, fue anunciado solemnemente por el shaman jefe —el Beki—, que había presidido la ceremonia fúnebre, que su sküldé o espíritu vivo había abandonado su cuerpo para habitar por siempre en el estandarte de las Nueve Colas de Yak —el estandarte de la tribu mongol—, de forma que allí pudiera seguir dirigiendo a su ejército a k victoria. Pues, enardecida por la belleza sombría de su gran vida, la voluntad de conquistar fortaleciendo el dominio de la cada vez más rica y poderosa Familia Dorada sobre Asia y —así lo esperaban— sobre el mundo.
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 77.
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