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CAPÍTULO V
LA VOLUNTAD DE SOBREVIVIR
“Vino al mundo con poco más que el fuerte instinto de supervivencia”, escribe un moderno historiador1 sobre Temujin, hijo de Yesugei: el niño que se iba a convertir en Genghis Khan. Y esto no es meramente una fiel declaración en lo que se refiere al bebé; es la clave de toda la vida del hombre: la explicación —de haber alguna— a su extraordinario carácter de conquistador. No hay inspiración impersonal, ni amor desinteresado, tras la larga y obstinada lucha de Temujin contra fuerzas tremendamente hostiles —una lucha que todo observador habría juzgado desesperada. No hay “ideología” de ninguna clase como trasfondo de sus batallas, ni tampoco en la disciplina de hierro —el orden— que impuso sobre los pueblos sometidos de cincuenta reinados. Sólo hay una paciente, metódica y sobrecogedora voluntad —la voluntad de sobrevivir—, asistida por una clara inteligencia y un infalible conocimiento de los hombres, o mejor, por un infalible instinto, más claro, seguro y poderoso que aquello que generalmente llamamos inteligencia; un conocimiento misterioso pero absoluto de todo lo que le era (o le podía ser) útil, y una constante presteza para actuar de acuerdo con lo que sabía. Cualidades admirables que elevarían a cualquier hombre muy por encima del resto, y que convirtieron a Temujin en el mayor conquistador de todos los tiempos y uno de los hombres de mayor grandeza. Pero eran medios para un fin. Y el fin era, primero, mantener a Temujin vivo, y después, hacer fuertes a él y a su familia. La visión que iba a llenar la conciencia del gran guerrero, cada vez de forma más apremiante a medida que el tiempo y las victorias incrementaban su poder por encima de todos los limites, no fue
1 Harold Lamb, “The March of the Barbarians”, edic. 1941; pág. 41.
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ni la salvación del mundo, ni su destrucción, sino la organización del mundo para su propio beneficio y el de la Altyn Uruk —la “Familia Dorada”—: su familia; para su propia supervivencia y el de su poder en sus hijos y nietos, vestidos lujosamente y sentados sobre tronos.
Por otra parte, Temujin —Genghis Khan— es, en tanto que yo sé, el primer hombre en la historia que ha agitado a dos continentes animado por un objetivo tan eminentemente práctico y simple. No había vanidad en él, al contrario que en tantos conquistadores menores; ni gusto por los efectos dramáticos —aunque su carrera sea sin duda alguna uno de los dramas vivos más espléndidos que se hayan representado jamás en esta tierra. Y a pesar de las “pirámides de calaveras” y otras crueles realidades ligadas a su nombre, tampoco había crueldad superflua en él; no había en él esa crueldad irreflexiva que ocasionalmente se apoderaba de Alejandro Magno; ni tampoco esa crueldad sin propósito alguno salvo el de sentir placer por ejercerla, tal como es el caso de Assur-nasir-pal, Rey de Asiría1. El era demasiado fuerte —y demasiado práctico— para ser impresionado por los subproductos del poder. Sabía lo que quería, y pacientemente se preparaba para ello. Y cuando estaba listo, golpeaba directamente a su objetivo, con la irresistibilidad —y la divina indiferencia— del rayo. Es quizás la primera figura histórica que encarna plenamente lo que yo he llamado, en la primera parte de este libro, el poder del Rayo —el poder del Tiempo en su despiadado ímpetu hacia delante. Su destructividad era la destructividad desapasionada de Mahakala, el devorador del Tiempo. Y sus objetivos, tan personales, tan precisos y prácticos, no eran sino el pretexto usado por las eternas fuerzas de desintegración para acelerar la marcha de la humanidad hacia su perdición. Nadie ha merecido jamás tanto como él el título de “Azote Divino”, que le fue dado con temor por civilizaciones próximas a desmoronarse. Pero “Dios” no era
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en realidad el Dios amante del hombre de las crónicas cristianas y musulmanas, sino el impersonal poder constructivo-destructivo inmanente a todo crecimiento, a toda vida. El “azote” vino desde dentro, no desde fuera. Genghis Khan fue un ejemplo, no un castigo. Pues su actitud hacía el mundo viviente, manifestada en la escala más amplia posible; sus pretensiones egoístas y despiadadas, no fueron sino las de todo hombre de una humanidad decadente, en la que cada vez más toda actividad se ha convertido en egoísta —suponiendo que todo hombre tuviese la sinceridad, el coraje y la fuerza de admitir que, a sus ojos, nada importa salvo él mismo, y persistir en esa actitud hasta su conclusión lógica. Era la actitud de una humanidad perdida, pero completamente desprovista de esa monstruosa hipocresía que hace que una humanidad perdida sea tan repulsiva.
Y es esa dura franqueza en su propósito, junto con sus logros casi milagrosos en el plano de la realidad física, lo que da a Genghis Khan esa sombría grandeza divina, en comparación con la cual la gloria de tantos hombres de fama, más aún, de tantos guerreros, aparece débil —“demasiado humana”.
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Desde muy al principio, Temujin fue enseñado por las circunstancias a creer que sólo él importaba. En la ruda sociedad en la que nació, muchos hijos de caudillo pensaban sin duda lo mismo. También lo hacían los hombres ajenos a Mongolia, con menor encomiable inocencia. Pero la mayoría de los hombres, al menos la mayoría de los niños, tenían protectores y amigos en los que podían confiar. Temujin fue muy pronto abandonado sin nadie. Tuvo que ser implacablemente egoísta para poder vivir.
Podemos vislumbrar, pero sólo vislumbrar, sus primeros años en las palabras que Dai Sechen, el viejo y astuto
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padre de Bortei la Bella, le dirigió a Yesugei cuando le encontró cabalgando junto con el niño en dirección al campamento de Olhonod (el clan de Hoelun) en busca de una novia para éste: “Tu hijo tiene ojos brillantes y una cara resplandeciente....”1; en las mucho menos halagadoras palabras últimas de Yesugei a Dai Sechen cuando, tras los esponsales, dejó al futuro “Emperador de todos los hombres” a su cuidado, de acuerdo a una vieja costumbre: “Mi hijo está asustado de los perros. No permitas que los perros le asusten”2. Temujin era entones simplemente un niño. Y por muy orgulloso que pueda haber sido su padre, el caudillo mongol —como lo era cada uno de los baghatur (hombres valientes) de las estepas—, estaba lejos de sospechar cuan apasionante aparecería su simple declaración y petición al ser impresa, en numerosos idiomas extranjeros, en los libros de historia Y la alabanza del viejo Dai Sechen no indicaba nada extraordinario en los rasgos físicos o en el porte del muchacho. Muchos niños sanos e inteligentes tienen “ojos brillantes y una cara resplandeciente”, tanto en las riberas del río Onon como en las del Rhin. En tanto que sabemos, no había nada en Temujin que lo prefigurase como un conquistador, aparte de sus capacidades latentes y su horóscopo —su naturaleza, que las circunstancias revelaría, y su destino. Incluso en los últimos años, cuando sus proezas que agitaron al mundo empezaron a ser registradas por los cronistas de Oriente y Occidente, ninguno de estos iba a extraer de la remota infancia del gran guerrero ningún episodio de importancia como señal de su irresistible voluntad de poder, al contrario de como se ha hecho en otros casos, como por ejemplo, mostrando al Aníbal de nueve años jurando odio eterno a Roma ante el altar de sus crueles dioses. Y lo que es más, si se posee esa particular intuición histórica que, como se suele decir, le coloca a uno en contacto directo con los grandes hombres del pasado, se siente
1 Ralph Fox, “Ghengis Khan”, edic. 1936; pág. 57
2 Ralph Fox. “Ghengis Khan”, edic. 1936; pág. 59
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que en caso de que Temujin recordase ese episodio de su mocedad, nunca se habría referido a él en los años sucesivos. Como dije antes, él estaba más interesado en su objetivo preciso que en la exaltación de sí mismo; en el poder sólido que en la gloria. No había prestación en él. Sólo la acción —sólo la victoria— tenía importancia a sus ojos: no la larga genealogía de la victoria. Esta era para ser vivida, y sólo el resultado resplandeciente era para ser registrado. Las capacidades personales latentes importaban sólo cuando dejaban de ser latentes.
Pero el destino iba a forjar pronto a su instrumento. Pocos días después de los esponsales entre Temujin y Bortei, moría Yesugei —envenenado durante el viaje de regreso a su hogar por unos caudillos tártaros de cuya traicionera hospitalidad había disfrutado una noche. Se envió a buscar a Temujin. Regresó inmediatamente sólo para encontrarse con que los seguidores de su padre habían desertado del ordu, que a su madre le había sido negada la admisión a los sacrificios tribales por el Shaman y que, junto con sus hijos, había sido expulsada con ignominia por otras mujeres del clan. La valerosa viuda, cabalgando tras ellos en solitario con la bandera de las nueve colas de yak —el estandarte de los mongoles yakka—, intentó en vano avergonzar a algunos de los hombres de las tribus y exhortarles a regresar y jurar fidelidad al hijo de su fallecido Khan. De acuerdo a la ley de las estepas, ella era ahora la cabeza del ordu de su marido y su caudillo legal hasta que sus hijos fueran adultos o se eligiese a un nuevo Khan. Pero los guerreros que regresaron huyeron de nuevo. “El agua profunda se ha secado”, declararon en el lenguaje poético de los nómadas; “la rueda vigorosa se ha quebrado. ¡Déjanos partir!” Y se unieron a los caudillos de Taijiut, que eran poderosos.
Una mujer descastada y sus hijos —cuatro niños y una niña—, más otros dos muchachos —hijos de Yesugei y de otra esposa— y una vieja esclava, abandonados a su suerte a las orillas
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del río Onon al tiempo que las numerosas tiendas y rebaños se desplazaban hacia los pastos veraniegos bajo la dirección de nuevos Khan: esa era toda la herencia de Temujin —esa y su voluntad indomable; la voluntad de sobrevivir, la voluntad de perdurar, la voluntad de ganar un lugar para sí mismo entre los hombres despiadados que lo habían arrojado como a un peso inútil. ¿Un lugar entre ellos? No uno cualquiera, sino el de su caudillo, pues él era su Khan —la voluntad de mantenerse firme en el mundo despiadado que perteneció, pertenece y siempre pertenecerá a los hombres resueltos, astutos y fuertes.
El era un simple muchacho que apenas había superado los diez años. No sabía leer ni escribir —ni supo jamás. Pero poseía esa voluntad sobrehumana, y sabía lo que quería: primero, vivir, y después, vivir bien; adquirir poder para él y para su familia, y abundancia para su pueblo; ponerse en su lugar en el mundo como Khan por derecho divino de nacimiento. La situación que ahora afrontaba no podía haber sido resumida con mayor precisión que con ese trágico dilema que otra encarnación asombrosa de la Voluntad de sobrevivir (pero esta vez, de la Voluntad colectiva) iba a establecer, setecientos cincuenta años más tarde, ante toda una gran nación: “¡Futuro, o ruina!”1. No se molestó en analizarla. Era demasiado joven para ello, y además, el pensamiento abstracto habría consumido tiempo y él no tenía tiempo. Se puso a cazar —ya vivir, y guardó en su mente las constantes charlas de su madre acerca de la venganza que un día él descargaría sobre sus enemigos, los dos caudillos de Taijiut, parientes de Yesugei, hacía los que había desertado su pueblo.
El cazó —o atrapó— todo lo que podía cogerse: pequeñas piezas, marmotas e incluso ratones de campo; cualquier cosa que pudiese llenar su estómago. E incluso llevó pescado a casa —una comida despreciable a los ojos de los mongoles, que
1 Adolf Hitler, unos de cuyos primeros grandes discursos públicos fue sobre el tema: “Zukunft, oder Untergang”.
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ninguno tocaría a menos que las punzadas del hambre le obligasen amargamente a ello; pero Temujin estaba hambriento. El luchó a toda costa por mantenerse vivo —y en forma. Riñó y peleó con sus hermanos y hermanastros por las piezas que capturaban, y gritos de enfado y duros porrazos fueron el rasgo diario característico del minúsculo asentamiento en el margen de los bosques del río Onon. Ya a esa edad temprana, Temujin parecía no conocer ningún escrúpulo ni piedad. Aparentemente —como todas las personas naturalmente resueltas, desde los idealistas totalmente desinteresados a los que he llamado hombres “contra el Tiempo”, hasta personas como él mismo, sin ideología ni idealismo alguno, pero con un propósito preciso y egoísta—, clasificaba al resto de la humanidad en tres categorías bien definidas: la de los útiles; la de los inútiles (pero inofensivos), y la de los peligrosos. En su caso, ello significaba los útiles a él; los inútiles en lo que a él le concernía, y los peligrosos respecto a él —aquellos que se interponían en su camino. Su hermano Kasar, fuerte y hábil con el arco, y lleno de una devoción casi perruna hacía él, era eminentemente útil, e iba a permanecer así el resto de su vida. Pero Bektor, su hermanastro, aunque no tenía su astucia, era más fuerte que él, y a menudo le robaba la mejor parte de su caza. Temujin decidió en su corazón que Bektor era peligroso. Y un día, llevando consigo a Kasar por si fuese necesario, caminó hasta el lugar donde Bektor, desprevenido y sin sospechar nada, permanecía custodiando pacíficamente los pocos caballos que poseía la familia, y le mató al instante atravesándole con una flecha.
No parece que realmente él le odiase. A sangre fría, apartó uno de los primeros obstáculos de su camino. Y cuando el infortunado muchacho, muriendo, le rogó que no dañase o abandonase a Belgutei —el otro hijo de Yesugei con la misma mujer—, él le prometió inmediatamente que no lo haría. Y
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mantuvo su palabra —sin dificultad. Pues Belgutei no era peligroso (e incluso le fue útil con posterioridad).
Un episodio tal muestra ya en el adolescente Temujin la despiadada e implacable naturaleza del futuro Genghis Khan. Pero por importante que este fin le hubiera podido parecer al calor de su cólera, no merecía la pena darle mayor resonancia. El hijo mayor de Yesugei tenía mejores cosas en que pensar. Y la sabia viuda, Hoelun —una mujer no sólo de coraje, sino también de visión—, le recordaba cuál era su gran fin; el único fin digno de toda su fuerza astuta y vigilante en esa etapa de su vida: la venganza sobre sus enemigos; la reafirmación de sus derechos—, su ascenso desde el status de un descastado hasta aquél de un caudillo. Ella le recordaba a él y a sus hermanos su absoluto aislamiento en medio de un mundo hostil y la lucha constante y apremiante que debían afrontar —la lucha que debía hacerles olvidar toda mezquindad, toda envidia y odio entre ellos. “Cuidad vuestras espaldas”, decía ella, “no tenéis compañeros. Cuidad las colas de vuestros caballos, pues no tenéis látigos. El daño hecho a vosotros por los dos caudillos Taijiut es inaguantable. Y cuando estéis pensando en vengaros de vuestros enemigos, ¡id y hacedlo!1. Ella ardía de amarga indignación y de desprecio. No reprochaba a sus hijos por matar a otro muchacho, un muchacho indefenso y su propio hermanastro. Les reprochaba por perder tan precioso tiempo y energía en ello —ya simplemente por el hecho de desear hacerlo—, en lugar de pensar únicamente en la venganza sobre sus enemigos reales. Les culpaba —culpaba a Temujin— por permitir que una cuestión secundaria adquiriera, aun cuando durante un corto tiempo, el primer lugar, por no estar lo suficientemente poseídos por una única voluntad, sin la cual hasta las más sobresalientes cualidades son igual a nada.
Aunque Temujin no pensó más en el incidente, nunca olvidó la lección.
1 Ralph Fox, “Ghengis Khan”; edic. 1936, pág. 61.
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Hoelun también les habló de sus ancestros, los Borjigin, los héroes de ojos azules, hijos del legendario Lobo Azul. “Sus voces”, decía, “sonaban como truenos en las montañas, sus manos eran fuertes como zarpas de oso —rompiendo a los hombres en dos tan fácilmente como a flechas. En las noches de invierno, dormían desnudos junto al fuego de árboles poderosos, y sentían las chispas y ascuas que caían sobre ellos como si fueran simples picaduras de insectos”1.
El muchacho escuchaba con elación estas viejas historias en los atardeceres al fuego del yurt de su madre, mientras el áspero viento —el mismo viento que había agitado la estepa con furia indiferente la noche en que fue concebido— rugía en los cercanos bosques de abedules y sobre las extensiones herbáceas sin fin. Y el sonido del viento sonaba como el lamento espantoso de diez mil sabuesos hambrientos; como la llamada persistente de fantasmagóricas trompetas—, como el grito de hombres y caballos agonizantes sobre un campo de batalla tan ancho como el mundo. Terribles presencias de la esfera sobrehumana —kelets; espíritus del Eterno Cielo Azul, a los que incluso los más bravos temen, puesto que no se puede combatir a la que no se puede ver— llenaban la helada noche estrellada. Pero Temujin no estaba asustado. En esos momentos de orgullo y elación su instinto profundo le decía que los kelets del Cielo nunca le harían ningún daño; al contrario, que le ayudarían en todo la que emprendiese—, que él era su Elegido para un trabajo grandioso de poder, del cual nada sabía todavía. El sentía en su interior su terrible e impersonal irresistibilidad Pero él no era un soñador, y cuando la mañana llegaba, ponía ese poderío, estimulado en él por la voz de su pasado racial y por la voz de lo invisible, al servicio del único objetivo que él entendía y perseguía como algo digno
1 Harold Lamb, “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 41.
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de merecer la pena: su propia supervivencia; su propia victoria sobre el hambre, la pobreza y la humillación; sobre las dificultades de su vida diaria como descastado, manteniendo en mente durante todo el tiempo que la primera condición para su seguridad era la aniquilación de los parientes de su padre que le habían robado su ordu. Pues, aun joven como era, él sabía ya que no iba a perdonar a ningún hombre que se interpusiese en su camino.
Las historias de su madre acerca de los Borjigin semimíticos sólo estimularon en él la natural seguridad que es el privilegio de los fuertes. El también tenía ojos azules, al igual que aquellos ancestros que, visualizados a través del habla poética de Hoelun, se le aparecían como semidioses. Y su grueso cabello tenía el color del fuego. El también era un hijo del Lobo Azul. Se aplicó a su tarea diaria: la caza para poder comer, y la vigilancia constante contra el peligro acechante, aprovechando lo mejor de cada circunstancia e incluso convirtiendo las mayores contrariedades en ventajas.
Guiado por su instinto de cazador, durante tres días siguió de forma metódica y paciente el rastro de sus ocho caballos robados —todos sus caballos excepto uno— a través de las llanuras sin caminos, los encontró y los condujo de vuelta, disparando sus certeras flechas a los ladrones que le perseguían hasta que la noche cayó y le perdieron de vista. Y al mismo tiempo, ganó la amistad de Borguchi, un muchacho que le había ayudado en este difícil propósito y que iba a permanecer durante toda su vida como su fiel criado.
En otra ocasión, en la que había sido capturado por Targutai-Kiriltuk y Todoyan-Girte, los caudillos Taijiut —sus enemigos—, escapó de sus captores, a pesar de llevar puesto un pesado cepo chino alrededor de su cuello; y se escondió entre las aguas gélidas del río Onon durante parte de la noche, ocultando su cabeza entre los juncos, hasta que un sirviente, que admiraba su coraje y astucia, le ayudó a liberarse del cepo y
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alcanzar su tienda sano y salvo. Y creció en años, en fuerza, en habilidad, en sangre fría. Y la irresistible atracción de su personalidad creció con él. De hecho, parece que desde los primeros días de su vida como descastado desarrolló la habilidad de poner a su servicio, para siempre, a los mejores de entre aquéllos que entraban en contacto con él. Y como en todo hombre predestinado a llevar a las multitudes a una acción organizada, el atractivo de su personalidad en el atractivo omnipotente del liderazgo, que conmueve a todo el mundo, salvo, claro está, a aquéllos en quienes sus celos y envidias hacia el lider nato se convierten en odio testarudo, y ..... a los idiotas congénitos.
Su fuerza creció. El peligro constante aceleró su instinto y dio forma a su inteligencia. Repetidos reveses estimularon su determinación a superar todo aquello que pudiera haberlos causado; multiplicaron su inventiva; elevaron su capacidad y el campo de su lucha se ensanchó a medida que pasaron los años, e iba a ensancharse durante toda su vida hasta alcanzar proporciones gigantescas. Pero su objetivo siempre continuó siendo el mismo: su propia supervivencia; la supervivencia de su familia; su venganza sobre la amargura y la miseria de sus primeros años —el mismo objetivo que tenía cuando, a falta de mejor caza, solía atrapar y comer marmotas y ratones, y aguardaba escondido durante horas hasta que ya no podía escuchar en la distancia el sonido de los cascos de los jinetes de Taijiut que habían estado buscándolo para matarle.
Temujin era ahora un joven duro y astuto con un puñado de amigos admiradores —seguidores prestos—, y su primera tarea era la de recuperar a su pueblo de los caudillos Taijiut. Pero él nunca se precipitaba. Se tomaba su tiempo; estudiaba el terreno antes de actuar y permitía que el paciente juego de las circunstancias —sus aliados invisibles— trabajase por él. Sin embargo, tan pronto como su instinto le decía que había
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llegado el momento auspiciado para un paso decisivo, actuaba sin dilación.
Ahora, cabalgaba una vez más hacia las tiendas del clan de Olhonod para reclamar a Bortei, su prometida, al viejo Dai Sechen. Este último, sintiendo ante él a un joven y prometedor baghatur, no dudó en dársela, aunque Temujin era pobre y todavía sin poder. Pero estaba lejos de sospechar que, dándosela, estaba haciendo inmortal a la bella joven. Junto con ella, le entregó a su yerno un abrigo negro de marta: su dote. Era un magnífico regalo, y el primer tesoro que iba a poseer el hijo de Yesugei.
El lo valoraba, sin duda, pues amaba las cosas espléndidas y preciosas. Con todo, su reacción no fue ni permanecer feliz con su posesión, ni intercambiarla por oro o plata —otros tesoros de la misma clase. Había a sus ojos un tesoro más digno por el que luchar: una vida de libertad y abundancia, que implicaba —que siempre implica— una vida de poder, sus derechos de nacimiento; la vida de un khan de la sangre del Lobo Azul, hijo y padre de khans. Ofreció el abrigo de marta —todo lo que tenía— como regalo al poderoso caudillo de los turcos Kerait, Togrul Khan, cuyas numerosas tiendas, algunas de las cuales se decía que estaban revestidas de oro, estaban enclavadas no lejos de la Gran Muralla de Cathay. Y no le pidió nada a cambio salvo su amistad, es decir, su potencial utilidad. El Khan, un viejo astuto cuya reputación de riqueza había alcanzado incluso la lejana Europa1, había tenido a bien dar su protección a algunos de los pequeños caudillos de las estepas y había aceptado ser el anda de Yesugei —su hermano jurado. Temujin volvió a él. Necesitaba un aliado en su amargo combate por la supervivencia, y éste podía probarse útil. En un gesto de capacidad diplomática, le dio todo lo que tenía y le habló del antiguo juramento y de la lealtad filial del hijo hacia el
1 Togrul Khan, un converso a la forma Nestoriana del Cristianismo, fue el fabuloso “Preste Juan” de las historias medievales.
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protector del padre. Togrul Khan se sintió halagado e inclinado a ayudar en caso de necesidad al joven baghatur.
La necesidad vendría pronto. Los hombres de Merkit nunca habían olvidado el insulto que les hizo Yesugei cuando arrebató a Hoelun de uno de sus hombres. Atacaron el pequeño campamento a orillas del Onon, se llevaron a la recién casada Bortei para vengarse en ella por el viejo daño y persiguieron a Temujin tan lejos como pudieron —hasta que alcanzó el Burkan Kaldun, la “Montaña del poder”, y se refugió entre las gruesas paredes de su pendiente.
Ahora, todo parecía perdido. Todo estaba perdido, salvo Hoelun, la madre severa y guerrera, la profetisa del combate mortal y de la venganza despiadada, y el mismo Temujin, con su determinación invencible de reconquistar su derecho a vivir y con el sello del destino puesto sobre él desde ya antes de su nacimiento. Mientras los exultantes Merkit llevaban entre gritos, cánticos y burlas a Bortei la Bella y a la segunda esposa de Yesugei, la madre de Belgutei, a su campamento; mientras lo festejaban hasta el amanecer y se emborrachaban alrededor de los brillantes fuegos de campaña, el futuro Señor de Asia dormía bajo la cobertura del manto viviente del Burkan Kaldun: el oscuro bosque. No desperdició energías en penas por sus perdidas ni en anticipados temores por lo que era probable que le fuera a acontecer. Simplemente durmió —dejando que las fuerzas del mundo invisible trabajasen por él en su forma misteriosa, ya que no había nada más que se pudiera hacer. Y cuando llegó la mañana —mientras sus enemigos dormían borrachos—, se sometió al Poder Invisible que todo lo impregna, el Poder del Eterno Cielo Azul, al que los mongoles veneraban.
En un gesto ritual, el de un hombre sometiéndose a un ente superior, se quitó su gorro y lo sujetó a su cintura, se desabrochó su cinturón de cuero y se lo puso alrededor del cuello, y hecho esto, se inclinó nueve veces ante el Sol naciente, reconociendo su propia insignificancia frente a la Fuente de
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toda vida y todo poder. Y derramó una libación de Kumys, leche de yegua, e hizo una promesa: “Burkan Kaldun ha salvado mi pobre vida”, dijo él, “de ahora en adelante haré sacrificios aquí, y requeriré a mis hijos y nietos que hagan otro tanto”. Estaba agradecido a lo Invisible por su supervivencia. Se daba cuenta ahora de que un Poder mucho más allá de él quería que sobreviviese; era su aliado. Pero no sabía todavía con qué propósito, o si lo sabía débilmente —pues era ambicioso y ningún sueño era demasiado grande para él—, no permitía que el atractivo de un futuro indefinido interfiriese en las preocupaciones ásperas y precisas del presente. Sólo sabía que los espíritus del Cielo, y también los espíritus de la Tierra, los bosques y las aguas, estaban con él, y que finalmente triunfaría sobre sus enemigos inmediatos: sobre aquéllos que le habían perseguido esa noche y también sobre aquéllos que le habían estado persiguiendo toda su vida: sabia que un día el se restituiría de sus pérdidas y viviría como debe vivir un khan.
Mientras tanto, él permanecía ante el Cielo Azul radiante, en Burkan Kaldun, cerca del nacimiento del Onon, del Kerulen, del Tula —de los afluentes del río Amur así como de aquéllos del río Baikal; de los ríos que fluyen hacia el Este, hacia el Oeste y hacia el Norte, a los que él un día iba a conquistar en las cuatro direcciones. Permaneció allí, agradecido y humilde —fuerte, como sólo los sinceramente humildes pueden ser. Y los rayos del Sol, fuente de poder, brillaron sobre su cara grasienta1 y sobre su grueso cabello rojo ardiente que el viento revolvía. Y en sus ojos azules —señal de la sangre sobrehumana de los Borjigin— se podría haber leído la serenidad gozosa de un hombre conocedor de que nada puede aplastarle.
Pronto, con la ayuda de los guerreros de Togrul Khan y de Jamuga Sechen —Jamuga el Sabio—, que se había convertido en su hermano jurado, Temujin atacó el campamento merkit, trayéndose un gran botín (o lo que a él le parecía “un gran
1 Los mongoles solían untarse la cara con grasa para protegerla del frío.
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botín” en esa temprana etapa de su carrera) y un número de cautivos que le juraron fidelidad. Recuperó a Bortei. Pero nunca estuvo seguro de que su primer hijo, Juchi —“el Invitado”—, fuese de él o del hombre a quien ella había sido entregada en esa noche de oprobio. En cualquier caso, el niño era fuerte —un futuro guerrero. Seria útil (de hecho, iba a conquistar y gobernar las estepas sitas más allá del Mar Caspio). Fue bienvenido, independientemente de quien fuera hijo. Pues Temujin era demasiado inteligente y práctico para no darse cuenta de que “los niños sanos son la posesión más valiosa de una nación”. Pero a diferencia del superhombre que en nuestros días pronunció estas memorables palabras en numerosas ocasiones1, él no era un idealista. Sólo estaba interesado en guerreros potenciales en la medida en que la eficiencia de éstos y su devoción hacia él le ayudasen a afirmarle como señor de las estepas, una vez aplastados sus enemigos. Consideró al Poder del Eterno Cielo Azul, ante el que se había Postrado —consciente como era de tremenda su extensión sin límite—, como su aliado en la lucha por el poder y la abundancia, al igual que la mayoría de los hombres primitivos consideraban a sus dioses como colaboradores en la persecución de sus fines personales. En el fondo de su corazón sólo creía en si mismo. Sentía como si las fuerzas de lo invisible fueran las primeras en venir bajo el hechizo de su voluntad mágica e infinita.
Mas el Poder impersonal del Cielo Azul —si es que era consciente tanto de si mismo como de él— debe haberle considerado como uno de los instrumentos más perfectos de su eterno, sereno y despiadado Juego.
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1 Adolf Hitler.
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Nada parece traer más éxito que el éxito mismo. Ahora, tras su primera victoria, Temujin fue testigo de cómo numerosos seguidores venían a él por su propia voluntad para ofrecerle sus servicios. El ya tenía a su propio hermano devoto, Kasar, el Arquero, y a su fiel Borguchi —el joven que le había prestado su caballo para cabalgar en busca de sus ocho caballos robados—, y a Jamuga, su anda o hermano jurado, y a Jelmei, el hijo de uno de los antiguos vasallos de Yesugei, que se había unido a él después de que se hubiese extendido sobre las estepas el rumor de que había renovado la amistad de su padre con Togrul Khan.
Ahora Munlik, a quien Yesugei una vez le había confiado como muchacho desamparado próximo a ser huérfano, y que sin embargo le había abandonado como el resto del ordu, regresó a él con sus siete hijos, uno de los cuales, llamado Kokchu, iba a ganar fama como shaman. Otros vinieron también: unos, procedentes del propio clan de Temujin, los Kiyat1; otros, procedentes de diversos clanes, y el resto, procedentes de tribus por entero diferentes: Jebei, Kubilai, grandes guerreros; y la encarnación misma del valor, la virtud y el genio militar, Subodai, destinado a dirigir a los mongoles a través de Europa, siendo ahora sólo un muchacho lleno de apasionada devoción hacia el Khan en ascenso.
Pocos hombres en la historia han inspirado en sus seguidores tal lealtad absoluta como Temujin. “Yo recogeré para ti como un viejo ratón; volaré para ti como un ave rapaz; te cubriré como una manta de caballo, y te protegeré como una tienda al abrigo del viento. Así seré yo para ti”2: de esta forma se dice que se dirigió a él el joven Subodai cuando se unió a su núcleo de héroes. Y realmente mantuvo su palabra hasta el final. Los otros paladines, independientemente de qué pintorescos símiles puedan haber usado para expresar su
1 Harold Lamb, “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 41.
2 Ralph Fox, “Genghis Khan” edic. 1936; pág. 76
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devoción, estaban igualmente deseosos de mantenerse junto a Temujin o caer con él en su amarga lucha por la supervivencia. Le amaban, no a causa de alguna gran idea tras él —pues no había ninguna—, sino por él mismo; por el atractivo magnético de su persona y de su personalidad; por la completa satisfacción que él daba en ellos a esa necesidad natural del hombre de ser conducido por un líder real y venerar a un dios viviente. Si alguna vez ha habido un lider, ese era él. Y era un dios, en el sentido de que incluso antes de sus victorias asombrosas, es más, incluso en la profundidad del bosque en el que se escondió, sobre las pendientes del Burkan Kaldun, a un pelo de ser destruido, tenía en él todas las cualidades que iban a darle, en los años venideros, el imperio de Asia. Las fuerzas de lo Invisible le habían colocado aparte, por encima de otros hombres, y le habían asociado a su poder. Tal como pronto iban a decir los shamanes de Mongolia, “el poder del Eterno Cielo Azul” había “descendido sobre él”. Aquí, en la tierra, él era “Su agente”1.
Repito: no había ninguna ideología detrás de sus propósitos. Incluso el gran sueño de la unidad de Mongolia, que pronto tomaría forma en su conciencia, si es que no lo había hecho ya, no era el sueño de un idealista. En su materialización, Temujin veía simplemente una condición preliminar para su propia supervivencia y seguridad. Era por su supervivencia y su seguridad por lo que luchaban los paladines de Temujin. También, naturalmente, por el botín que compartirían con él —y sabían que era generoso y que nunca rompía las promesas que hacía a sus amigos—, pero ante todo, por él; por el absoluto placer de luchar a su lado.
Pocos hombres en la historia han entendido —sentido— tan agudamente como Temujin el significado eterno de la guerra, esa función vital de la humanidad sana (al menos mientras el hombre viva “en” el Tiempo) tan natural como
1 Harold Lamb, “The March of the Barbarians” edic. 1941; págs. 54 y 57.
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comer o aparearse. Pocos han destacado tan claramente como él que la destructividad sin odio —como la del cazador— nunca puede reemplazar la embriaguez de la victoria sobre enemigos humanos a los que uno odia. Una vez preguntó a sus compañeros que era lo que consideraban el placer mayor de un hombre, a lo que éstos replicaron, tal como harían simples bárbaros, describiéndole los placeres de la caza. Pero el futuro “Azote de Dios” dijo: “No, no habéis respondido bien”. Y les dio su concepción de la felicidad: “El placer y la alegría de un hombre”, dijo, “reside en pisar al rebelde y conquistar al enemigo; en desgarrarlo desde la raíz, en quitarle todo lo que posee; en hacer gemir a sus sirvientes hasta que las lágrimas fluyan de sus ojos y nariz, en cabalgar placenteramente en sus bien alimentadas monturas; en usar como cama los vientres y ombligos de sus esposas, amar sus pómulos rosados y besar y chupar sus labios escarlatas”1.
Siempre estaba dispuesto a eliminar, incluso sin el sentimiento de una hostilidad agresiva —el deseo de venganza o el simple odio al opositor—, a aquéllos a los que consideraba como obstáculos. Ello puede verse claramente en cada acto de su vida, desde el despreocupado asesinato de Bektor, en su infancia, hasta la aniquilación, años y años más tarde, de todos los inútiles (o aquéllos a quienes los mongoles consideraban como tales) de las poblaciones de las ciudades conquistadas. El estímulo último de todas sus acciones provenía de su determinación a sobrevivir y triunfar. Pero su estímulo emocional, de haber alguno, fue siempre el placer de derribar a todo lo que le impidiese su propia expansión; a quienquiera que se interpusiese en el camino de toda posible autoafirmación; a quienquiera que amenazase su persona, su seguridad, su poder sobre las cosas: al rebelde; al rival; al enemigo. Es el eterno estímulo de todos los hombres de acción —guerreros y otros— que viven enteramente “en el Tiempo”. Pero sólo los mejores
1 Ralph Fox, “Genghis Khan”, edic. 1936
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entre ellos —aquéllos que están, al igual que Temujin, libres de la hipocresía— tienen la sinceridad de admitirlo ante sí mismos, no digamos ya de decirlo a los demás en forma tan llana como él hizo. De tales hombres, es quizás el hijo de Yesugei el primero en haber hecho historia a escala continental (el primero, al menos, acerca del que conocemos lo suficiente como para capacitarnos a delinear hasta cierto punto su psicología). Ese es el porqué encontramos esa franqueza en él. De los otros grandes destructores egoístas tras él, apenas ninguno carece de una notable cantidad de hipocresía en su composición. Y esa cantidad crece —tal como es previsible— a medida que nos acercamos a nuestros tiempos, al contrario que en Temujin —el hombre “Rayo” par excellence, tal como le he llamado—, en el que no hay fingimiento.
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No se mantuvo desocupado tras su victoria sobre los Merkit Los poderosos caudillos Taijiut, todavía en posesión de la mayor parte del ordu de su padre, vieron su alianza con Togrul Khan con suspicacia, y su primera victoria con resentimiento. Este hijo de Yesugei era seguramente un baghatur lleno de posibilidades. Le odiaban al máximo por ello y lamentaban no haberlo matado años atrás, cuando había sido un cautivo indefenso en sus manos. Ahora él conocía su odio —su madre se lo había recordado toda su vida— y sabía que nunca sobreviviría a menos que ellos fuesen destruidos. Y les hizo la guerra a la primera oportunidad
En uno de sus encuentros con ellos fue herido por una flecha en el cuello, y sólo sobrevivió gracias a la devoción de Jelmei, su fiel escudero, que mantuvo limpia su herida y arriesgó su vida para traer agua a Temujin. Como dice uno de sus modernos biógrafos, “nada iba a venirle fácil a este hombre”1.
1 Ralph Fox, “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 69.
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Los Taijiut eran una tribu numerosa, y Targutai-Kiriltuk y Todoyan-Girte eran guerreros fieros. Sin embargo, finalmente, el núcleo del ejercito de Temujin, en el que ya estaba empezando a imponer esa disciplina de hierro que iba a hacer invencibles a los mongoles, les derrotó en una batalla mayor en la que Targutai resultó muerto. Todoyan-Girte, capturado, fue ejecutado. El futuro conquistador nunca iba a permitir que un enemigo irreconciliable viviera. Pero un cierto número de caudillos menores, que se sometieron y le juraron lealtad, fueron perdonados, a pesar de algunas afirmaciones en sentido contrario, rechazadas por modernos historiadores como historias amedrentadoras o actos de otros baghaturs atribuidos erróneamente a Temujin1. Y también fue perdonada la mayor parte de la tribu, y sus hombres hábiles fueron incorporados a la todopoderosa máquina militar que estaba tomando forma en Mongolia; la horda. Temujin podía, sin duda, infligir sufrimiento. Los traidores a él eran condenados a muerte por tortura. A tal muerte condenó también, tras su victoria sobre los Merkit, al hombre que había violado a Bortei. Pero esto lo hacia con vistas a sembrar terror en los corazones de sus enemigos potenciales. Por lo demás, era demasiado práctico para satisfacerse con crueldades. El mataba para apartar obstáculos. Ahora, tras la derrota de los Taijiut, era el jefe supremo al norte del Gobi —un hombre constante importante entre los así llamados bárbaros, pero nadie comparado con Togrul Khan; y era aún completamente desconocido en el mundo exterior al Oeste de las montañas de Altai y más allá de la Gran Muralla de Cathay. Los chinos, siempre atareados jugando a un equilibrio
1 Harold Lamb (en “Genghis Khan. Emperor of all men”) rechaza como “muy improbable” la historia de los setenta caudillos presos vivos por orden de Temujin, mientras que Raplh Fox (“Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 82) establece que ese tratamiento no fue infligido por Temujin a los Taijiut, sino por Jamuga a setenta seguidores de Temujin, una vez que la guerra entre los dos hermanos jurados había estallado.
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de poder con sus turbulentos vecinos nómadas —buscando a quien estuviera dispuesto a ayudarles a humillar a la última tribu que les había causado problemas—, no se dirigieron a él, sino a los turcos Kerait, en su solicitud de colaboración para una expedición que iban a dirigir contra los tártaros. Con todo, Temujin se unió a Togrul Khan en la expedición y derrotaron a los tártaros. Los oficiales patrocinadores de Cathay dieron a Togrul Khan el título chino de Wang, que traducido significaría “principe”, mientras que Temujin fue nombrado algo así como “Comandante de la frontera” —en comparación, una modesta distinción militar. Pero no parece haberle importado. Como todas las personas prácticas y resueltas, nunca asignó importancia indebida a las señales externas del poder. Los jefes tártaros le habían jurado lealtad. Ahora, los guerreros tártaros incrementaban las filas de su potencial ejército. Sabía adonde iba y lo que quería. Tenía la clara visión del día en que en la estepa él, Temujin, no tendría ningún rival ni enemigo: en que él, que había estado perseguido durante toda su vida, emergería finalmente más seguro y más poderoso de lo que nunca fuera su padre. Y entonces la voluntad de sobrevivir darla paso a la voluntad de conquistar .... Mientras tanto, dejó al jefe kerait ser “Wang Khan” —“el principe”— y se dedicó enteramente a la organización de sus guerreros y de su creciente ordu.
La disciplina que impuso parece haber sido bastante ruda y primitiva. Se dice que en una fiesta en la que sus borrachos seguidores empezaron a reñir, él mismo los serenó con una porra de madera —el único argumento que era seguro que iban a entender en esa áspera sociedad. Pero los nómadas apreciaban el hecho de que, cualesquiera que fueran los métodos que él empleaba, siempre conseguía controlar a sus hombres—, y también que él los mantenía en buenas condiciones de combate. “Alimenta a sus guerreros y mantiene sus ulus en buen orden”1, era la opinión que los hombres de las tribus
1 Ralph Fox, “Genghis Khan”, edic. 1936, pág. 110.
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tenían de él. Y era una opinión mucho más elevada de lo que pueda parecer a personas más sofisticadas.
Pero pronto iba a proceder a crear un ejército real de sus hasta ahora incontrolables guerreros, y una nación de los clanes coligados de los mongoles y de otros pueblos nómadas sometidos. Los más valientes y eficientes de entre aquéllos que le eran ciegamente devotos, compañeros de sus primeros luchas por la supervivencia, se convirtieron al mismo tiempo en sus fieles guardaespaldas y generales. Otros fueron nombrados oficiales al frente de levas tribales. Todos ellos fueron los nokud, debiendo obediencia a nadie más que al propio Temujin, e investidos de poder absoluto —con derecho sobre la vida y la muerte— sobre los hombres bajo su mando. Temujin estableció reglas estrictas —codificadas en la extensa Yasa, de la que hablaré más adelante— referidas al equipamiento, rutina y disciplina de las tropas. Entrenó a sus soldados y oficiales hasta que tuvo en la mano una fuerza que se movía y actuaba como un solo hombre -absolutamente digna de confianza; absolutamente eficiente. Puso fin a todas las rencillas entre las tribus que se le habían sometido; reprimió a los pendencieros; asesinó el espíritu de independencia individual; modeló a los orgullosos mongoles (y a las tribus conquistadas) en una crecientemente numerosa colectividad altamente disciplinada, en la que cada elemento tenia una sola obligación: obedecer a la autoridad establecida inmediatamente sobre él; sin murmuraciones; sin cuestionarla. El ejército dominaba esa nación en proceso de formación. Y él, Temujin, era la inteligencia directriz y organizativa, la voluntad y el alma del ejército. Los escogidos entre aquellos comandantes capacitados que iban a ayudarle a conquistar el mundo, eran, en sus manos, como sabuesos en las manos de un poderoso cazador —sabuesos “alimentados de carne humana y dirigidos por una correa de hierro”, como empezaban a creer los todavía insumisos y aterrorizados caudillos tribales, que les describían, en el enérgico lenguaje de
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las estepas, lenguaje de guerreros y poetas, por medio de sugestivas similitudes: “Tienen cráneos de metal; sus dientes están hechos de roca; sus lenguas tienen la forma de un punzón; sus corazones son de hierro. En lugar de látigos portan espadas curvadas. Beben el rocío y cabalgan sobre el viento.... La espuma fluye de sus bocas y están llenos de júbilo”1.
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La amistad entre Temujin y Togrul Khan, el rico caudillo kerait —ahora, “Wang Khan”—, no iba a durar. En verdad, Temujin se había hecho útil de diversas formas al anda de su padre, a quien él llamaba cortésmente su “padre adoptivo”. El había estado guerreando a su lado no sólo contra los tártaros, sino también contra los Merkit (quienes si bien fueron derrotados una vez, estaban todavía lejos de ser sometidos) y contra los Naiman. Había protegido (por supuesto a cambio de dinero) a las caravanas contra el ataque de tribus incontroladas, haciendo que hs rutas comerciales fueran más seguras de lo que lo habían sido jamás. Y en los prósperos asentamientos Kerait —mitad campamentos y mitad mercados— los mercaderes estaban agradecidos al “Wang Khan” por la alianza que había hecho. Pero el Wang Khan empezó a intrigar contra Temujin con Jamuga, el ambicioso hermano jurado de éste, el cual tenía una concepción personal de la unidad de Mongolia diferente a la suya. Y el hijo de Yesugei no se sintió seguro hasta que no se libró de estos dos nuevos enemigos.
Pero todavía no se sentía lo suficientemente fuerte como para desafiar abiertamente al Wang Khan en una guerra hasta el final, y tras el primer encuentro indeciso con él, le envió un mensaje aparentemente amistoso recordándole los antiguos vínculos y servicios y expresándole el deseo de una
1 Ralph Fox, “Genghis Khan”, edic. 1936, pág. 101.
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paz duradera —aunque sabía que tal cosa no podría existir. El viejo kerait y su astuto hijo, Sen Kung, también lo sabían, y rechazaron los deseos de Temujin. Temujin, de nuevo en una de las horas trágicas de su vida —de nuevo ante la misma alternativa trascendental que había afrontado años atrás en los bosques de pinos del Burkan Kaldun; la alternativa de “futuro o ruina”, por citar una vez más las modernas e inmortales palabras—, se retiró con sus fieles guerreros a los pantanos alrededor del Lago Baljun y esperó. Y de nuevo el hechizo de la indomable voluntad de sobrevivir iba a apremiar —por así decirlo— al poder del Eterno Cielo Azul a descender sobre él y llevarle a la victoria; digo “el hechizo” porque existe una potencia mágica y positiva en la voluntad concentrada y unidireccional que no se detiene ante nada.
El Sol se alzó y se estableció sobre las aguas del Lago Baljun, y los camaradas de Temujin se procuraron comida cazando en los pantanos salados. Un monótono día siguió a otro. Temujin pensaba: “La victoria de los Kerait significaría mi fin. Así pues, debo vencerlos, no importa bajo que medios. ¡Allí donde la fuerza sea insuficiente debe ser suplida por la astucia!”. Y ordenó a su devoto hermano, Kasar el Arquero, enviar un mensaje al Wang Khan —un falso mensaje, indicando que Temujin había huido no se sabe adonde y que él, Kasar, desesperanzado, estaba planeando desertar con su ejército y rendirse al Khan Kerait, cuya protección deseaba asegurar. “Traición”, dirían los caballerosos y los amantes de la verdad, y aquéllos que aman la limpieza por encima de la vida. “Necesidad”, replicaría Temujin, y con él, todos los hombres de acción de un solo propósito, y entre ellos, los más dispares a él, los idealistas desinteresados, en la medida en que éstos también son prácticos y desean lograr algo en este mundo de falsedad, odio y estupidez; necesidad —la única elección del luchador que se siente acorralado y que todavía está determinado a vencer.
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El Wang Khan creyó la inteligente mentira —creyó en la paz y seguridad— y ordenó una fiesta. Temujin, apareció por sorpresa, asaltando el campamento Kerait. El viejo caudillo fue capturado y murió cuando intentaba huir. Su hijo fue hacia el Sur, sólo par encontrar la muerte poco después. Los turcos Kerait que no murieron en la batalla fueron incorporados a la confederación de tribus bajo señorío mongol. Las mujeres más deseables fueron entregadas, como de costumbre, a los jefes del ejército. Temujin guardó para sí mismo una de las dos bellas nietas del Wang Khan, asignadas a él en el reparto del botín. Se convirtió en su cuarta esposa (había tomado la segunda y la tercera de los derrotados tártaros). La otra la entregó a Tuli, el más joven de sus hijos con Bortei. Ella fue la famosa Siyurkuktiti, destinada a convertirse en madre de tres conquistadores.
Y ahora dirigió sus fuerzas contra los Naiman, un pueblo numeroso y semi-asentado cuyo Khan, Tayan, tenía un canciller Uighur y numerosos subditos que profesaban el budismo o la forma nestoriana del Cristianismo, aparte de aquéllos que se mantenían fieles al viejo culto espiritual de las estepas. El anda de Temujim, Jamuga, había estado intrigando con Tayan contra él —señalando en él al enemigo del orgullo del hombre tribal y de la libertad individual (cosa que realmente era, pues la libertad individual y la organización férrea no van unidas).
Los Naiman, a pesar de su número, fueron derrotados, su caudillo, muerto, y Jamuga, que había huido, capturado y llevado ante Temujin. Ya no había para él ninguna esperanza, ninguna posibilidad de convertirse en alguien importante, no digamos ya poderoso. Y Temujin, que lo sabía, estaba deseando perdonar al hombre que le había jurado eterna amistad años atrás, en los días en que él había sido pobre y cazador, sin amigos. En la victoria, él podía ser generoso con un enemigo que había dejado de ser peligroso, un fortiori para un viejo amigo.
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Pero Jamuga no deseaba vivir. Quizás sentía que no podía haber sitio para él en el nuevo mundo que Temujin estaba forjando de la disciplina y de la guerra. Pidió morir sin que su sangre fuera derramada, de forma que —de acuerdo a la creencia de los mongoles— su espíritu pudiera seguir viviendo, inalterado, en el mundo, y “ayudase para siempre a los descendientes de Temujin” (a los que no podía dejar de amar, en razón a los viejos tiempos). Y fue ahogado hasta morir.
Temujin rompió entonces la última resistencia de los Merkit, sus viejos enemigos, tomando de ellos su quinta esposa, Kulan, cuya belleza iba a ser ensalzada a través de los siglos por los ministriles de las estepas. Mataron a Tokoa, el caudillo merkit. Tribus menores fueron o bien sometidas por los irresistibles jinetes mongoles, organizados ahora en ejército regular, o se hicieron sumisas por propia voluntad, sintiendo que no había otra cosa que pudieran hacer.
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Temujin era ahora el Señor de todas aquellas tribus a las que había conquistado y unido, desde las montañas de Altai hasta la Gran Muralla de Cathay. Le había llevado años ganar esa posición —años de paciente y obstinado combate, durante los cuales más de una vez había parecido estar todo perdido, al tiempo que una y otra vez su voluntad de poder sobrehumana le había habilitado para triunfar sobre todos los obstáculos, apremiando, como dije antes, a través de su magia invencible, a los Poderes de lo Invisible a luchar a su lado. Precisamente gracias a esa tremenda voluntad, secundada por su ingenio militar —su habilidad en la organización; su conocimiento de los hombres; su intuición innata de la necesidad histórica—, había sobrevivido; él, que una vez fue el muchacho perseguido que había vivido de los ratones y marmotas que lograba atrapar,
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desposeído de su herencia; rechazado por los desdeñosos hombres de la tribu de su padre; acosado día y noche por sus enemigos mortales. Y no sólo había recuperado la posición de su padre entre los nómadas, sino que había creado (¡aparentemente de la nada!) aquello que los moradores de las estepas no habían visto desde el grandioso auge del poder turco siete siglos atrás: un auténtico reino nómada dirigido desde la silla de montar. Desde su misma infancia, rodeada de traicioneros enemigos, había entendido de forma cada vez más clara que sólo estaría a salvo si podía convertirse en rey. Y había luchado por ese fin: y ahora, en su cincuentena, era por fin un rey. Sólo le quedaba ser reconocido solemnemente por los otros caudillos de las estepas, quienes, unos tras otros, voluntariamente o por obligación, habían aceptado su permanente señorío tanto en la paz como en la guerra. Sólo le quedaba ser proclamado por ellos como el khan por encima de todos los khans: el Khakhan.
Paro ello emplazó un kuriltai general —una reunión de los jefes— a orillas del Onon, en el año 1206 de la era cristiana, que era el año del Leopardo de acuerdo al calendario cíclico de las Doce Bestias. Y los jefes convocados le eligieron Khakhan, Gobernador Supremo “de todos aquéllos que moran en tiendas de fieltro”. Y él distribuyó honores y tareas entre ellos, fijando en ese histórico encuentro h estructura final del gran estado feudal que había estado construyendo pacientemente desde hacia treinta años.
Todo caudillo fiel fue convertido en noyon o príncipe, y le fue dado un dominio definitivo, con su población —no necesariamente de la misma tribu— como ulus (sus subditos personales) y con los pastos que alimentarían sus rebaños. Cada uno debía enviar un número determinado de guerreros de entre sus ulus para servir en el ejército del Khakhan y combatir en sus guerras. La flor y nata de los oficiales más probados y leales —los compañeros de Temujin a lo largo de toda su lucha, que habían
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permanecido a su lado en los días más oscuros, cuando su fortuna pendía en la balanza— fueron confirmados como jefes de su Guardia, la elite del ejército, convertido ahora en la máquina militar más poderosa y maravillosamente disciplinada. Más tarde me referiré más extensamente a los derechos y obligaciones de los nuevos señores feudales, al equipamiento de los soldados y a la organización de la completa mole del pueblo —en crecimiento constante— bajo el gobierno de Temujin, o mejor de Genghis Khan (pues éste fue el título que le fue dado ahora); de la Yasa, ese famoso código de leyes que aseguró la estabilidad del trabajo de su vida en tanto que sus descendientes se ajustaron a sus mandatos y a su espíritu. Es suficiente recalcar ahora que la entera organización del nuevo estado centralizado en mitad de las estepas estaba inspirada por la voluntad de Genghis Khan de no sólo sobrevivir —ahora—, sino de conquistar el mundo exterior en su longitud y anchura; y no sólo de conquistarlo, sino de hacer de sus conquistas algo permanente; de hacer de sí mismo —el Khakhan mongol—, el emperador de todos los hombres, y de la “Familia Dorada” —la Altyn Uruk: su sangre; su raza—, la eterna familia dirigente del mundo.
Aunque ya era un hombre de mediana edad con unos logros tremendos tras él —la unificación de las tribus del Gobi era precisamente algo enorme—, Genghis Khan no pensaba en absoluto en “establecerse” confortablemente como rey de todas las tierras entre el Lago Baikal, las cordilleras de Altai y la Gran Muralla. Al contemplar desde su conquistado asiento de poder a los khans convocados que justo le acababan de elegir como su señor supremo; a sus propios guerreros acampando en centenares de tiendas alrededor del kuriltai; al rememorar sus pasadas miserias y triunfos —en aquel combate diario de treinta años, no sintió algo así como: “Ya estoy a salvo por fin, soy un Khakhan. Mi trabajo está hecho”. No. Pues él poseía esa juventud eterna que es el regalo de la voluntad inflexible y
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unidireccional; esa juventud a los ojos de la cual nada está nunca “finalizado”; en cuya mente ninguna oportunidad llega “demasiado tarde”. Se sentía en el umbral de su carrera, no en el final de la misma. Ahora —ahora que él era por fin un Khakhan— empezaría a afirmarse. Todo lo que había logrado hasta entonces era sólo una preparación. Había sobrevivido. Pero, ¿por qué? ¿Con qué fin? Sólo para afirmarse a sí mismo. Sólo para conquistar —para doblegar toda oposición y poseer cada vez más bienes—: tierras; pueblos; más fuentes de riqueza y de seguridad, más posibilidades —procedentes de nuevos enemigos. Su formidable maquinaria bélica —la más importante de su época y una de las más importantes de todos los tiempos— estaba lista: organizada, adiestrada, equipada, experimentada y con una devoción supersticiosa hacia él. Con un ejército tal a su disposición bien podía él afirmarse; él, que había esperado durante tanto tiempo.
Tras la Gran Muralla y tras las dstantes montañas occidentales, el ancho mundo, maduro para ser conquistado, era felizmente inconsciente de su existencia y de la de su kuriltai. E incluso de haberlas conocido, no las habría entendido. No se habría dado cuenta de que un suceso trascendental había tenido lugar con la elección de este oscuro y analfabeto bárbaro como líder de otros caudillos bárbaros, todos ellos tan sucios, tan pintorescos y, aparentemente, tan insignificantes como él mismo; hombres que, cuando no estaban bebiendo y atiborrándose de carne de caballo o de carnero, o procreando, o durmiendo, no podían hacer otra cosa que luchar —o cazar—, y que además no eran ni cristianos ni musulmanes —ni budistas—, apenas seres humanos” A los chinos, que menospreciaban a los soldados, cualquier reunión de escolares les habría parecido mucho más interesante. Al mundo musulmán, la captura de Delhi por Mahmud Ghori —el de la Fe Auténtica— tan solo diez años atrás, o el rápido ascenso del Sha de Khwarizm (cuyo territorio comprendía ahora la mitad del reino de Kara-Kitai y
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todo Afganistán), les habría parecido infinitamente más impresionante. Mientras que Europa —destinada a ser pisoteada bajo los cascos de la caballería mongol exactamente treinta y cinco años después— habría encontrado sin duda mucho más dignas de atención las recientes hazañas de los caballeros franceses de la Cuarta Cruzada —esa jauría de altisonantes ladrones de tercera categoría, carentes de carácter, que se habían establecido en Constantinopla y Grecia poco más de un año antes de la reunión a orillas del Onon.
La historia contemporánea es siempre mal entendida.
A la aparición de los jinetes mongoles, el Este y el Oeste iban a darse cuenta de lo que significaba el liderazgo de Genghis Khan. Mientras tanto, fuera de las estepas de la Alta Asia, el kuriltai de 1206 permaneció tan inadvertido como lo había estado, medio siglo atrás, el nacimiento del niño Temujin, hijo de Yesugei. Repito: los grandes eventos, portadores permanentes de consecuencias constructivas o destructivas, nunca son percibirlos en el momento en que acontecen. Aun así, ellos tienen lugar. Y traen su fruto. Genghis Khan, gobernador supremo “de todos aquellos que moran en tiendas de fieltro”, estaba ahora listo para arremeter con sus irresistibles jinetes contraías fuerzas de la “civilización” y conquistar tanto el Este como el Oeste.
Escrito en Werl (Westfalia), durante Julio y Agosto de 1949.
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