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PARTE II

EL RAYO

(Genghis Khan)


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CAPÍTULO IV

EL NIÑO DE LA VIOLENCIA


Así como el universo físico es la obra maestra del divino creador en el espacio, la historia de cualquier “Ciclo” es la obra maestra del mismo Artista impersonal en el tiempo. Ningún hombre conoce la importancia de ciertos sucesos hasta que éstos han tenido lugar como inevitables detalles de un patrón histórico. Pero una vez que uno puede verlos en su propia perspectiva —con todo lo insignificantes que puedan parecer, externamente, cuando están aislados—, uno no puede sino admirar la consistencia de la Fuerza implacable que une causa y efecto y obliga a la hunlanidad decadente a apresurar su destino en perfecto orden.

Aproximadamente ochocientos años atrás, en la región oriental del Lago Baikal, a lo largo del borde del río Onon, un hombre de la tribu de Merkit estaba llevando a casa a su bella novia recién casada, una chica del clan de Olhonod, de cara redonda, ojos rasgados y pelo negro, adornada con considerable joyería de plata y cuentas de brillante azul turquesa. La mujer se llamaba Hoelun. Ni ella misma sabía la mujer imperiosa y excepcionalmente fuerte que era, ni que un destino asombroso le esperara. Ella no sabía que “los habitantes de las tiendas de fieltro” —los hombres de las estepas— iban a ensalzar su nombre por siempre como madre y abuela de conquistadores—, como ancestro de dinastías. Simplemente sabía que tenía que seguir a su marido, trabajar para él y parir hijos, como cualquier otra esposa. Y era feliz. En su completa ignorancia sobre sus penas inmediatas y sus glorias últimas, sonrió al dulce presente. Ella observaba el reflejo del Sol en las aguas rápidas del río, o jugaba con las cuentas azules de su collar.

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Pero de repente se heló su sangre. Vio tres hombres a caballo cabalgar hacia ella y entendió al momento su propósito. Sabía que su único hombre no podría vencer a los tres, y ella misma le urgió a huir y salvar al menos su propia vida. Estaría perdida de cualquier modo. El hombre de Merkit huyó rápidamente. Los tres hombres cabalgaron cada vez más cercanos hasta que alcanzaron a la chica. Cuando se la llevaron, lloró y se lamentó. Pero no hubo respuesta a sus lamentos a lo largo de las orillas del Onon y de las praderas sin fin sobre las que cabalgaron sus raptores. El cielo brillante resplandecía sobre ella, y el viento barría la verde inmensidad que le rodeaba. Uno de los tres hombres dijo ásperamente a Hoelun que parara de lamentarse. “Aunque tú continuases llorando, tu marido no girará la cabeza. Busca su rastro y no lo encontrarás. ¡Deten tus gritos y cesa de llorar!”1.

Y ellos siguieron —los tres hermanos a caballo y la triste chica en su kibitka, arrastrada por uno de los caballos— hasta que el día se desvaneció sobre las praderas sin fin, las dentadas rocas aquí y allá y el ardiente polvo de las dunas, hasta que las colinas en el Oeste se volvieron oscuras contra el ardiente fondo del cielo, y el aire seco se volvió frío de repente. Los hombres hablaron poco. Un vuelo de aves salvajes cruzaba el cielo, arriba, lejos de sus cabezas, y observaron su paso con penetrantes ojos de cazador. Las ruedas de la kibitka crujían a intervalos regulares. Hoelun había cesado de llorar. Y no hablaba. Resignada —pues no había nada que pudiera hacer—, estaba ya empezando a ajustarse a las circunstancias que iban a moldear su vida. Inconscientemente, estaba escogiendo el mejor de ellos, como chica sensata que era. Las ruedas crujientes la estaban acercando cada vez más alas tiendas de los mongoles Yakka. El hombre silencioso y robusto que cabalgaba el caballo que conducía su kibitka era el jefe de la tribu. Su nombre era Yesugei.


1 Ralph Fox, “Genghis Khan”, (edic. 1936, pág. 56)

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Hoelun observaba su oscura silueta moviéndose ante ella por encima de la del caballo.

* * *

El Sol se había puesto ya cuando al fin alcanzaron el ordu del joven. Sobre el horizonte occidental, las radiantes capas carmesí de increíbles matices —límpido y pálido dorado, verde transparente, rosa y violeta— todavía se sucedían abruptamente la una a la otra. Las montañas en el este eran de color lila. Pero Hoelun, para la que el esplendor del seco cielo Mongol era la vista de cada día, prestaba poca atención. Sólo veía el campamento al cual los hombres la estaban conduciendo: los yurts de fieltro circulares—, las figuras de pastores y guerreros ante los fuegos del atardecer. Escuchó voces de hombres y mujeres—, risas de niños—, relinchos de caballos—, ladridos de perros: las voces de la vida. No había tantos yurts como había esperado. Era un ordu pobre. Sin embargo, ahora era su nueva casa. No la que su padre había planeado darle, sino la que los Reyes del mundo invisible —los espíritus del Eterno Cielo Azul que rigen todas las cosas visibles le estaban dando, porque tal era su gusto, y el destino del mundo.

Miró a las caras desconocidas del nuevo y extraño lugar con curiosidad infantil mezclada con aprehensión y el vago sentimiento de algo trascendental. Estaba siendo conducida. ¿Hacia qué? Por un segundo, recordó el rostro familiar del joven guerrero merkit con quien había estado casada, y estaba triste. Pero no le fue dado tiempo para meditar sobre el pasado. Jubilosas exclamaciones estaban ya saludando el regreso del jefe Yesugei y de sus dos hermanos, que habían descabalgado. Las mujeres estaban reunidas en tomo a su kibitka para mirarla. Y como muchas estaban comentando sobre su buena apariencia, se sintió alabada.

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Ella fue entregada a Yesugei, y hubo aquella noche una fiesta en el campamento. Los ministriles cantaron. La nueva vida de Hoelun había empezado. Le fue asignado un yurt propio y sirvientas. Y ahora Yesugei pasaba sus noches en aquel yurt.

Ella ni le deseó ni le amó como al joven marido por cuya pérdida había llorado. Sabía que era su destino ser su esposa —dar hijos al hombre fuerte que la había robado lejos de aquél que había huido. Y ella se sometió a su destino. Trabajó para Yesugei por el día —cocinando su comida; haciendo prendas de fieltro; arreglando pieles y desgarrando cuerdas de los tendones1. Y por la noche, cuando él volvía, ella ocultaba su miedo y su rechazo. Se sometía a su pasión como la fría y pasiva Tierra sin edad se somete a la furia de la devastadora y fertilizante tormenta de truenos, guardándose sus sentimientos para sí. El se sentía atraído a ella por una fuerza elemental y directa como la que reúne a las nubes pesadas e inquietas y deja caer lluvia sobre la tierra; una fuerza que estaba más allá de él y de ella, y más allá de todos los hombres, y que simplemente usaba sus cuerpos con el fin de realizar la inexorable lógica oculta de la historia en evolución: la orden sobrehumana del Destino.

Durante una de esas noches, la chispa de la vida se encendió en sus entrañas. Y ella concibió al hijo que iba a hacer inmortales tanto su nombre como el de Yesugei; el Niño de la codicia, de la violencia y del objetivo divino e irresistible; el futuro Genghis Khan. Pero Hoelun no lo sabia. Ni Yesugei. Ningún hombre sabe que está haciendo cuando tranquiliza el fuego de su cuerpo en el vientre de una mujer.

En el campamento de los mongoles Yakka y en el amplio mundo externo al campamento, todo era —o parecía ser— igual que cualquier otra noche. El viento amargo bramaba sobre los yermos y el Río Onon se precipitaba para juntar sus aguas con las del Ingoda y, finalmente, con las del poderoso Río


1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians” (edic. 1941, pág. 51)

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Amur. Ahora y entonces, el aullido de un chacal o de un lobo podían ser oídos entre los bramidos del viento. Pero, aunque nadie lo notó, la posición de las estrellas en el cielo resplandeciente era inusual; llena de significado.

Y mientras Hoelun se ocupaba con las monótonas labores diarias de la vida —mientras vigilaba elyurtde su nuevo marido y cocinaba su comida, o dormía a su lado—, el niño del Destino tomaba forma dentro de su cuerpo. Nació en el año de la Liebre, de acuerdo al Calendario de los Doce Animales —el año 1157 de la era cristiana—, agarrando un coágulo de sangre dentro de su mano derecha.