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CAPÍTULO III

HOMBRES EN EL TIEMPO, SOBRE EL TIEMPO Y CONTRA EL TIEMPO


Todos los hombres, puesto que no están liberados del cautiverio del tiempo, siguen el curso descendente de la historia, tanto si lo saben como si no, y tanto si les gusta como si no.

A pocos realmente les agrada ello, incluso en nuestra época —sin mencionar tiempos más felices, cuando la gente leía menos y pensaba más. Pocos lo siguen sin vacilar, sin echar, alguna que otra vez, una melancólica mirada hacia el distante paraíso perdido en el que saben, en su conciencia más profunda, que nunca van a entrar, el paraíso de la Perfección en el tiempo— algo tan remoto que los pueblos más antiguos de los que tenemos constancia lo recordaban sólo como un sueño. Sin embargo, siguen el camino fatal. Obedecen su destino.

Esa resignada sumisión a la terrible ley de la decadencia —esa aceptación del cautiverio del Tiempo por parte de criaturas que débilmente sienten que podrían ser libres de éste, pero que encuentran demasiado duro intentar liberarse por ellos mismos, que saben de antemano que nunca tendrían éxito, aun cuando lo intentaran— está en el fondo de esa incurable infelicidad del hombre, lamentada repetidamente en las tragedias griegas y mundo antes de que éstas fueran escritas. El hombre es infeliz porque sabe, porque siente —en general— que el mundo en el que vive y del cual es parte no es el que debería ser, el que podía ser, el que, de hecho, fue en la aurora del Tiempo, antes de que la decadencia se estableciera y la violencia se convirtiese en inevitable. El no puede aceptar de todo corazón al mundo tal como es —especialmente no acepta el hecho de que esté yendo de mal en peor— y estar satisfecho. No obstante lo mucho que trate de ser un “realista” y arrebatar al destino todo cuanto

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pueda, mientras pueda, todavía un anhelo invencible por lo mejor permanece en el fondo de su corazón. No puede —en general— querer al mundo tal como es.

Pero unas pocas personas —tanto o más escasas que los liberados, para quienes el Tiempo no existe— sí pueden, y así lo hacen. Estos son los más completos, los más implacablemente efectivos agentes de las fuerzas de la Muerte en la tierra: supremamente inteligentes, y algunas veces extraordinariamente perspicaces; inescrupulosos siempre hasta el extremo; trabajando sin vacilación y sin remordimiento en el sentido del proceso descendente de la historia y (tanto si son conscientes o no de ello) para su conclusión lógica; la aniquilación del hombre y de toda vida.

Naturalmente, no siempre son conscientes de ello. Pero cuando lo son, no les importa. Puesto que la Ley del Tiempo es lo que es y puesto que el fin debe llegar, es justo también que ellos saquen todo el beneficio que puedan del proceso que, en cualquier caso, más tarde o más temprano, va a ocasionar el fin. Puesto que nadie puede recrear el Paraíso original perdido —nadie excepto la misma rueda del Tiempo, tras recorrer su curso completo—, entonces es justo también que ellos, que pueden olvidar por completo la lejana visión, o que nunca echaron una mirada a su agonizante esplendor, ellos, que pueden ahogar en sí mismos el ancestral anhelo de Perfección, o mejor dicho, que nunca lo experimentaron; es justo también, repito, que ellos expriman de los momentos de evasión (tanto si son minutos como años, no importa) todo el intenso e inmediato disfrute que puedan, hasta que llegue la hora en que deban morir. Es justo también que dejen su huella sobre el mundo —fuercen a las generaciones a recordarles—, hasta que le llegue a éste la hora de morir. Así sienten ellos. Poco importa qué sufrimiento puedan causar a los hombres o a las demás criaturas vivientes a través de su acción. En cualquier caso, tanto hombres como criaturas están avocadas a sufrir. Tampoco importa si es a causa

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de ellos o de otros, si eso puede ayudar a conseguir los fines de esas personas.

* * *

Los fines de estas personas —de los hombres en el Tiempo par excellence— son siempre fines egoístas, aun cuando debido a su magnitud material e importancia histórica, transciendan inmensurablemente la vida de cualquier hombre, como actualmente sucede algunas veces. Pues el egoísmo —la reclamación de la “parte” de mayor lugar y significado del que naturalmente le es asignado dentro del todo— es la raíz misma de la desintegración, y por consiguiente, una característica inseparable del Tiempo. Realmente puede decirse que cuanto más completa e impenitentemente egoísta es una persona más vive “en el Tiempo”.

Pero como hemos dicho, ese egoísmo es manifestado de muchas formas diferentes. Puede encontrar expresión en esa mera codicia de gozo personal que caracteriza al lujurioso desvergonzado; o en la insaciable sed de oro del avaro; o en la ambición individual del buscador de honores y posición; o en la ambición familiar del hombre que está dispuesto a sacrificar cualquier cosa en el mundo por el bienestar y felicidad de su mujer e hijos. Pero también puede estar exteriorizado en la exaltación de la tribu o nación de un hombre por encima de todas las otras, no a causa de su valor inherente en la jerarquía natural de la Vida, sino sólo porque resulte ser la tribu o nación de ese hombre particular. Puede estar, ya menudo lo está, exteriorizado en la indebida exaltación de todos los seres humanos, aun cuando estén degenerados, por encima del resto de la creación viviente, sana y bella —la pasión que es la base de la antigua tiranía del “hombre” sobre la Naturaleza; el “amor por el hombre” que no está en armonía con los derechos y deberes que la Divinidad estableció para cada una de las

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especies (al igual que para toda raza e individuo) de acuerdo con su lugar, sino en un espíritu de mera solidaridad con los parientes y amigos, buenos o malos, dignos o indignos, sólo porque son los suyos. Los hombres “en el Tiempo” sólo conocen lo que es “suyo” y lo que no lo es, y se aman a sí mismos en todo aquello que es suyo.

* * *

Así como hay hombres “en el Tiempo”, también hay filosofías y religiones —“ideologías”— “en el Tiempo”; religiones falsas todas ellas, puesto que la verdadera religión sólo puede estar sobre el tiempo. Tales doctrinas son cada vez más numerosas, variadas y populares a medida que el mundo se aproxima al final de cada ciclo histórico. Hubo una época en que éstas no existieron; una época en la que un hombre “en el Tiempo” estaba necesariamente en contra de todas las doctrinas profesadas. Hoy en día, casi todas las interpretaciones de las auténticas y milenarias religiones, y casi todos los “ismos” que han reemplazado a las religiones, son del tipo “en el Tiempo”. Su función dentro del esquema de las cosas en esta fase de la historia del mundo es precisamente la de engañar a los tontos y débiles de buena fe —las personas volubles, que quieren una excusa, una justificación para vivir “en” el Tiempo, sin el sentimiento desagradable de una conciencia culpable, y que no pueden encontrar una por sí mismos. Están muy contentos por agarrarse a una filosofía que profesa en voz alta el ser solidario, lo cual les permite, es más, les estimula a trabajar bajo su cobertura en favor de sus fines egoístas. Aquéllos que utilizan una doctrina realmente altruista —una filosofía originalmente “atemporal”— para ese propósito, mienten desvergonzadamente tanto a sí mismos como a los demás. Y por ello, ayudan en realidad a fomentar la gran tendencia de la historia: apresurar la

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decadencia que lleva al gran final y, más allá, al siguiente nuevo Comienzo.

* * *

Pero los típicos hombres “en el Tiempo” actuales no necesitan una ideología que les justifique para poder actuar. Su actitud completamente egoísta es, en toda su notoria desvergüenza, mucho más hermosa que esa creciente tendencia de los hombres minúsculos a dejarse caer en el camino de la perdición mientras se agarran a algunos “nobles” fines tales como “libertad, igualdad, fraternidad”, “los derechos del proletariado internacional” o alguna religión mal entendida. A pesar de lo que puedan decir a las personas a las que desean engañar —a las que han de engañar, para poder tener éxito—, los verdaderos hombres “en el Tiempo” nunca se engañan a sí mismos. Saben lo que realmente quieren. Y conocen el modo de conseguirlo. Y les trae sin cuidado lo que ello cueste a otros o a sí mismos. Y especialmente, no quieren a su vez nada que sea incompatible con sus objetivos.

Y así pues —ya sea a una escala ordinaria, como la del lujurioso o la del avaro con un único objetivo, o a una nacional o continental, como la de aquéllos que excitan y sacrifican a millones de personas, con el fin de que ellos puedan imponer su propia voluntad—, actúan en la forma en como lo harían los dioses. Y tanto en la magnificencia de sus logros, como en la belleza de las exquisitas cualidades del carácter que ponen al servicio de su empresa, unos pocos de ellos tienen realmente algo de dioses —como por ejemplo el mayor conquistador de todos los tiempos, cuya extraordinaria carrera forma el tema de materia de una parte de este libro: Genghis Khan. Poseen el terrible esplendor de las grandes fuerzas devastadoras de la Naturaleza: del mar estruendoso saliéndose de sus límites; de una corriente de lava abrasando su camino a través de todos los

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obstáculos; del rayo, que los hombres acostumbraron a venerar cuando aún comprendían lo que era divino.

Naturalmente, esto sólo puede ser dicho de aquellos hombres cuya acción excede, por su misma magnitud, los límites de lo que es “personal”. Es difícil imaginar a un mero buscador de placer físico, o incluso de riquezas individuales, alcanzando tal divina y cruel grandeza. La importancia de los hombres “en el Tiempo” como tales depende, más que del camino por el cual actúan para su propósito parcial, cínico y egoísta, de la naturaleza misma de su acción y de la amplitud de su influencia, y esto es comprensible no sólo por la pura impresión estética que la historia real de una vida poderosa pueda dejar sobre el lector o el espectador. Es la consecuencia del hecho de que, al igual que las grandes fuerzas de la naturaleza que mencionábamos, los auténticos hombres “en el Tiempo” son poderes ciegos que sirven sin saberlo a los fines del Cosmos. Por supuesto, lo mismo es aplicable, dentro de su limitada esfera de actividad, a los insignificantes buscadores de pobres placeres. También son degos poderes de destrucción. Pero pequeños, al menos en nuestra escala. Sólo experimentamos el temor de la Divino en presencia de aquéllos que son grandes —como por ejemplo ante una tormenta en el Océano, mientras que la vista de un estanque perturbado por el viento nos deja indiferentes.

Cuando los fines —no obstante personales y mezquinos en si mismos— son perseguidos magistralmente por medio de acciones que agitan al mundo entero; cuando, con el propósito de lograrlos, un hombre “en el Tiempo” evidencia sobre la escena internacional cualidades sobrehumanas dignas de fines mucho más altos, entonces uno no se siente ante la presencia de un hombre “en el Tiempo”, sino ante la del divino destructor —Mahakala; El Tiempo Mismo, que eternamente se precipita hacia la aniquilación seguido de un nuevo nacimiento, decadencia y posterior aniquilación.

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El hombre “en el Tiempo” puede tener cualquier objetivo a excepción de uno desinteresado (el cual le elevarla automáticamente “sobre el Tiempo”). El es siempre, en sí mismo, como una fuerza ciega de la Naturaleza destructiva (esa es la razón por la que tantos personajes absolutamente “malos” de la literatura y del teatro son, precisamente a causa de su enérgica maldad, tan atractivos). No tiene ideología. O mejor dicho, su ideología es él mismo, separado del Todo divino —es decir, la desintegración del Todo (del Universo) para su propio provecho y también, finalmente, la destrucción de sí mismo, aunque no lo sepa o no le importe, y así sucede en cada caso.

Pero bajo determinadas condiciones, cuando su acción adquiere, en la historia humana, la importancia permanente que un cataclismo geológico tiene en la historia de la tierra, entonces, como dije, el hombre “en el Tiempo” desaparece de nuestra vista y en su lugar —aunque todavía portando sus rasgos— aparece, en toda su dramática majestad, Mahakala, el eterno Destructor. Es a Él a quien adoramos en los grandes individuos-rayo como Genghis Khan —a Él, no a ellos. Ellos son sólo las imágenes de arcilla habitadas por Él durante unos breves años. Y así como las imágenes de arcilla sugieren y ocultan al Dios o a los Dioses invisibles —el eterno Poder—, su egoísmo oculta y revela al mismo tiempo la impersonal determinación de la Vida; la fase destructiva del Juego divino, en la que ya subyace la promesa de un nuevo y venidero amanecer.

Y al igual que las invasoras corrientes marinas o las convulsiones volcánicas preparan, en el transcurso de los siglos, un nuevo desarrollo en un universo físicamente reformado, también los grandes hombres “en el Tiempo” nos aproximan al final liberador y preparan por tanto el camino paro el próximo Comienzo glorioso. Los “azotes divinos” son también, en cierto modo, bendiciones encubiertas. Es mucho mejor su franca y brutal destructividad puesta al servicio de fines egoístas, que los

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tontos remiendos de la gente ordinaria y bien pensante que trata de “hacer el bien” en este mundo degenerado sin tener el coraje de golpear, quemar y romper—, gente que tan sólo tiene esquemas “constructivos” e inútiles. Pues destrucción y creación van siempre unidos. Es por ello por lo que adoramos tanto al rayo como al Sol. Y estamos sobrecogidos por un sentimiento de sagrado temor ante la imagen de los exterminadores a gran escala y sin ideología, retratos humanos del gran Mahakala.

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Pero hay también hombres “fuera del Tiempo” o, mejor dicho, “sobre el Tiempo”; hombres que viven, aquí y ahora en la eternidad; que (al menos directamente) no toman parte en el ímpetu descendente de la historia hacia la desintegración y la muerte, sino que lo contemplan desde lo alto —al igual que uno contempla, desde un puente fuerte y seguro, el irresistible ímpetu de una catarata hacia el abismo. Hombres que han repudiado la ley de la violencia, que es la ley del Tiempo.

La mayoría de tales hombres viven una vida muy especial, lejos del mundo; una vida en la que toda disciplina interior —moral, espiritual y física— está sistemáticamente dirigida a mantenerles en constante unión con la gran Realidad más allá del Tiempo: Lo que es, en oposición a lo que parece. Son los verdaderos ascetas (en el sentido etimológico de la palabra: aquéllos que se han “entrenado” a sí mismos para vivir en la eternidad). Otros —bastante más extraordinarios— viven m la eternidad sin ningún “entrenamiento” especial, incluso mientras viven, externamente, la vida del mundo; mientras son maridos y esposas, padres y educadores de niños; trabajadores manuales o intelectuales, ciudadanos, soldados, gobernantes, etc.

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De aquéllos que viven “fuera” o “sobre” el Tiempo, algunos son salvadores. Otros simplemente dejan seguir su camino a las cosas y a la gente, sintiendo que no están llamados a intervenir en el destino de nadie, pues saben que, de todos modos, las almas que importa que se salven se desenvolverán, en el transcurso de los siglos, en dirección a la eterna vida de los santos. La distinción entre estos dos tipos de personas “liberadas” corresponde en la terminología budista a aquélla entre los Boddisatwas y los Arhats. Ambos son seres libres, fuera de la ley del nacimiento y renacimiento —el cautiverio del Tiempo. Pero mientras el Arhat se queda completamente apartado del mundo degradado, el Boddisatwa nace una y otra vez, por su propio y libre albedrío, para ayudar a las criaturas vivientes a caminar por sí mismas fuera del océano de vida al alcance del tiempo.

Pero la salvación que los hombres “sobre el Tiempo” ofrecen al mundo es siempre aquélla consistente en romper la esclavitud del tiempo. Jamás se trataría de aquélla que encontrase su expresión el la vida colectiva sobre la tierra de acuerdo con los ideales de la Edad Dorada. Es la salvación del alma individual, no la de la sociedad organizada, pues los hombres “sobre el Tiempo” saben muy bien que ésta no puede ser salvada —especialmente a través de sermones pacíficos o de ejemplos edificantes— antes del inicio de un nuevo Ciclo de Tiempo. Aún incluso cuando intenten dotar de existencia a un deterninado conjunto de organización dentro de un número restringido de discípulos —en comunidades monásticas, por ejemplo—, saben que, por muy santa que sea, la comunidad como tal está condenada a degenerar tarde o temprano. El Buddha vaticinaba la corrupción de su sangha “para al cabo de quinientos años”.

Es verdad que algunos hombres —aunque extremadamente pocos— de entre aquéllos que hemos caracterizado como “sobre el Tiempo”, han sido (o han tratado

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de ser), a través de medios no violentos, reformadores en el sentido mundano. Pero en realidad ninguno de ellos fue “salvador” de la sociedad. Los salvadores en el sentido mundano de la palabra —aquéllos que ponen en camino hacia la perfección no simplemente las almas de los hombres, sino también su vida colectiva, gobierno y relaciones internacionales— son lo que nosotros llamamos hombres “contra el Tiempo”. Y ellos son necesariamente violentos, aunque no siempre físicamente. Con el fin de actuar con el máximo de previsión y eficacia, podrían estar —de hecho, deberían estar— personalmente libres del cautiverio del Tiempo. Pero tienen que tomar en consideración las condiciones de la acción “en el Tiempo”; también, y hasta cierto punto, vivir “en” el Tiempo.

Los otros —los hombres “sobre el Tiempo” que parecen haber sido reformadores— no han tratado realmente de remodelar el mundo de acuerdo a su comprensión de la verdad eterna (de lo contrario, no se habrían mantenido en la no-violencia). Lo que hicieron fue vivir en el mundo su propia filosofía atemporal. Y en la medida en que ocuparon una posición de importancia —como la del más destacable de todos ellos, Akhenatón, Rey de Egipto, que en su día fue el hombre más poderoso de la tierra—, sus vidas no pudieron menos que tener una repercusión sobre las de sus contemporáneos.

Pudiera parecer extraño que el fundador de una Religión de Estado —puesto que eso fue indiscutiblemente el culto de “El Calor y la Luz en el Disco”— no fuera contado entre los “salvadores” del mundo, sino más bien entre esos extremadamente escasos hombres “sobre el Tiempo” que han vivido la vida de esta tierra al tiempo que permanecían obstinadamente extraños a sus crueles realidades. Pero las apariencias engañan, y veremos, más adelante, al examinar la naturaleza del muy mal entendido Culto del Disco y la vida del Rey Akhenatón, su Promotor, que este punto de vista es el correcto.

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El rasgo más distintivo de los hombres “fuera” o “por encima” del Tiempo, en oposición a aquéllos que viven “en” el Tiempo o “contra el Tiempo”, es quizás su constante rechazo al uso de la violencia incluso para la causa más justa. No es que sean pusilánimes respecto a la violencia —como los débiles, que no son ni buenos ni malos, y que componen el noventa por ciento de la humanidad de nuestra época. Posiblemente, no podrían desaprobar el ideal guerrero de violencia altruista y ejecutada con desapego predicado por Khrisna —el divino Preservador del Universo— en el Bhagawd Gita, pues este ideal está en armonía con la verdad eterna que cualquier hombre que ha trascendido al tiempo está avocado a reconocer. Sólo que ellos no son Kshattriyas por naturaleza, independientemente de cual sea su raza, su posición social o sus responsabilidades heredadas; no son hombres de acción por naturaleza ni, desde luego, tampoco luchadores. Su acción, como la del Sol, recae esencialmente en su radiación personal de poder, belleza y bondad. Lo que hacen es, por supuesto, el reflejo integral de lo que ellos son, nada más; y nada diferente; nada que sea extraño a ellos, puesto que son plenamente conscientes de su ser. Y de tener alguna influencia substancial, ésta provendría, al igual que la que nos llega del Sol, de lo alto y lejano; una influencia caracterizada por su absoluta imparcialidad y por su indiscriminada e impersonal benevolencia. Ellos no hacen nada por obligar a otros —al menos más allá de ciertos límites, aun cuando vivan en este mundo. Saben que no pueden forzar la evolución de las cosas, ni suprimir la parte jugada por el Tiempo en las vidas de aquéllos que todavía están sometidos a su ley de hierro, y al igual que el Sol, brillan. Si la semilla está viva, madurará, tarde o temprano, sin importar cuando. La violencia sólo ayudaría a producir un crecimiento artificial. ¿Y si la semilla está muerta? ¡Déjala estar! Siempre hay nuevas semillas; nuevas creaciones. Las personas que viven en la eternidad pueden esperar.

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Hemos dicho: aquéllos que se mantienen “sobre el Tiempo” no recurren a la violencia. Esto no significa que todos los hombres que se abstienen de hacer uso de la violencia sean necesariamente almas liberadas que vivan “sobre el Tiempo”. En primer lugar, un inmenso número de cobardes son no-violentos por temor a asumir riesgos. Y son cualquier cosa menos libres de la esclavitud del Tiempo. Por tanto, eso que a menudo se interpreta como no-violencia —lo que actualmente se entiende por ello— no es, en realidad, sino una forma más sutil de violencia; presionar en los sentimientos de las personas es más opresivo y —cuando se sabe en cada caso a que sentimientos apelar— más efectivo que presionar sobre sus cuerpos. La muy admirada “no-violencia” del último Mahatma Gandhi fue de ese tipo: violencia moral; no era: “Haz esto, o te mato”, sino: “Haz esto o me mataré”.... sabiendo que tú mantienes mi vida como algo indispensable. Puede parecer “más noble”. De hecho, simplemente es lo mismo —aparte de la diferencia en la técnica de presión. Más bien, es menos “noble” porque, precisamente a causa de esa técnica más sutil, lleva a la gente a creer que no es violencia, y por tanto contiene un elemento de engaño, una falsedad intrínseca de la que la violencia ordinaria está libre.

El último Mahatma Gandhi no fue, de ningún modo, lo que hemos tratado de definir como un hombre “sobre el Tiempo”. Fue lo que nosotros llamaríamos un hombre “contra el Tiempo”, aspirando ahora —extremadamente tarde o.... un poco demasiado pronto— al establecimiento de un orden tangible de justicia (Ram raj) en esta tierra. Pero, en tanto que carece de la sinceridad de la fuerza bruta, su supuesta “no-violencia” —violencia moral— es característica de nuestra época de deshonestidad (a pesar de todo la honesto y sincero que él pueda haber sido). Este es, quizás, el primer ejemplo en la historia de una forma disimulada de violencia aplicada, a gran escala, a una lucha por una buena causa. Su popularidad en la India puede ser en parte atribuible al hecho de que fue, o

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pareció ser, la única arma práctica en manos de personas totalmente desarmadas y, en gran medida, naturalmente apáticas. Pero también disfrutó en el exterior de una tremenda publicidad, totalmente desproporcionada con respecto a su valor real (y no menos desproporcionada la está la formidable reputación de “santidad” del último Mahatma Gandhi en relación a su posición real entre los grandes hombres de la India). Los extranjeros que han hecho el máximo por popularizarla han sido las típicas personas de nuestra edad degenerada: personas que retroceden ante el mero pensamiento de cualquier saludable y franca demostración de fuerza, pero que son incapaces de detectar la violencia moral; hombres y mujeres (especialmente mujeres) de las democracias occidentales, la mitad más hipócrita del mundo. Les atrajo precisamente en la medida en que era una violencia encubierta. Incluso hubo ingleses (algunos de los cuales habían vivido en la India e incluso habían ocupado una posición elevada dentro del funcionariado colonial británico) que no pudieron evitar admirarla. ¡No era esa odiosa fuerza bruta que otros grandes hombres “contra el Tiempo” habían usado en el transcurso de la historia (o que estaban usando en nuestra época) para traer una edad de justicia! ¡Oh, no!

Pero tampoco fue, ciertamente, la no-violencia de los hombres “sobre el Tiempo”, quienes, si se preocuparon en algún modo de dar un paso ocasional contra la inevitable caída de la humanidad, no harían uso de presión alguna para imponer sus buenas leyes —y fracasar, desde el punto de vista mundano, como hizo el rey Akhenaton—, ni tampoco ejercerían “contra el Tiempo” grado alguno de la violencia que pudiera ser necesaria, dentro del espíritu del Dios que habla, en el Bhagawad Gita, al Guerrero que lucha por una causa justa ( a condición de que este último resulte ser, como Arjuna, un Kshattriya, es decir, un guerrero por raza y por naturaleza).

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Los hombres que permanecen “sobre el Tiempo” parecen ser aquéllos que tienen menor influencia sobre el curso de los acontecimientos de este mundo, y ello es igualmente previsible en un mundo que cada día se está hundiendo más profundamente en el abismo. En la Edad de la Verdad, e incluso en las últimas edades descritas en los libros sagrados de la India, los hombres “sobre el Tiempo” —los verdaderos Brahmanes, en unión con la Realidad eterna— eran los auténticos consejeros naturales de los reyes; la genuina autoridad espiritual respaldaba por entonces al legítimo poder temporal. Pero a medida que el orden temporal de la tierra se iba alejando del perfecto Orden celeste, menos inclinados estaban los reyes a actuar de acuerdo a los mandatos de una sabiduría eterna cada vez más extraña. Y lo que es válido para los reyes, lo es también para los plebeyos. Como resultado, los hombres “fuera” o “sobre el Tiempo” van teniendo menos autoridad a medida que el mundo avanza hacia el fin de cada Ciclo de Tiempo. Aun cuando ellos mismos resulten ser —como el rey Akhenatón— gobernantes dotados de poder absoluto, sus vidas no dejan —no pueden dejar—, en lo que los Hindúes llaman el “Kali Yuga”, el rastro que normalmente debieran sobre las arenas del Tiempo.

Por otra parte, algunas —y eso, aun cuando sean ascéticos y estén aparentemente separados del mundo— los hombres “sobre el Tiempo” puede, al igual que el Sol, con el cual les hemos comparado constantemente, ser destructivos, indirectamente. Su luz, derramada de modo indiscriminado sobre justos e injustos, puede tener los más variados e inesperados efectos entre una humanidad que evoluciona de mal en peor. Visto desde el lado egipcio, uno puede pensar en lo destructivo de la actitud m propia de la “Edad Dorada” —del Rey Akhenatón en lo referente a política internacional. Lo mismo puede pensarse de las religiones verdaderas, concebidas cuando tales hombre “sobre el Tiempo” no estaban en posesión del poder temporal, y deformadas posteriormente por personas

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hábiles que vivieron, en su mayoría, enteramente “en el Tiempo”, y que las utilizaron al servicio del más egoísta y destructivo de todos los fines mundanos. Todo ello no es, naturalmente, “culpa” de los hombres “sobre el Tiempo” —como tampoco sería “culpa” del Sol si, en una tierra donde el calor de los rayos solares fuese insoportable, un hombre atara a su enemigo a un pilar en un lugar sin sombra y le dejara morir allí. Hablando sinceramente, tampoco es “culpa” de los hombre “en el Tiempo”. Es una consecuencia de la ley de decadencia general, inseparable de la vida en el tiempo: conforme el mundo se vuelve cada vez más incapaz de penetrar en su significado eterno, hasta las mejores cosas son mal entendidas y, o bien rechazadas y odiadas, o puestas al servicio de un uso criminal.

Los hombres “sobre el Tiempo”, exiliados de la Edad Dorada en nuestra Edad de la Oscuridad, o bien viven por completo dentro de su propio mundo interior, o viven y actúan también en éste, pero como si estuviera todavía en su Edad Dorada. Ellos, o bien renuncian a este mundo, o lo ignoran —o mejor, lo olvidan, como un hombre olvida las marcas del pecado y la enfermedad en una cara en otro tiempo bella y que él, a pesar de todo, aún ama. Ven lo que de eterno e inalterable hay detrás del ímpetu descendente de la corriente del tiempo; Lo que es, detrás de lo que parece. Incluso cuando viven en el mundo de las formas, colores y sonidos tan seria e intensamente como lo hizo el Rey Akhenatón —ese artista supremo—, esas impresiones adquieren, para ellos, un significado completamente distinto del que retiene la consciencia de la gente sometida a la esclavitud del Tiempo. Los hombres “sobre el Tiempo” disfrutan con desapego, como personas que saben que nunca morirán. También sufren con desapego, siendo constantemente conscientes de su auténtico Ser, que está más allá del placer y del dolor.

Y el mundo en decadencia nunca puede entenderles —conocerles— mejor de la que ellos pueden entender la caída del

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hombre, en la que, a diferencia de otros, no toman parte, y sin embargo, derraman su luz de forma incansable —igual que el Sol, alejado y omnipresente—; esa luz que es, en nuestra creciente oscuridad, como un vislumbre de todos los amaneceres pasados y futuros.

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Pero, como hemos dicho, también hay personas con una perspectiva propia de la Edad Dorada —plenamente conscientes del espléndido lugar que podría ser este mundo, tanto en lo material como en lo demás— que, sin embargo, no pueden, ni renunciar a la vida “tal como es”, ni ignorarla; personas que, en adición a ello, están dotadas con lo que los Hindúes llamarían una naturaleza “Kshattriya”: luchadores natos, para quienes las dificultades sólo existen para ser superadas, y para quienes lo imposible ejerce una extraña fascinación. Estos son los hombres “contra el Tiempo” —absolutamente sinceros, idealistas desinteresados, creyentes en aquellos valores eternos que el mundo degenerado ha rechazado, y dispuestos, con el fin de reafirmarlos sobre el plano material, a recurrir a cualquier medio a su alcance. Como consecuencia de la ley del Tiempo, esos medios son necesariamente más drásticos y brutales a medida que cada ciclo histórico va acercándose a su fin. De hecho, el último Hombre “contra el Tiempo” no es otro que Aquél cuyo nombre es, en la tradición sánscrita, Kalki —la última encarnación del divino Sustentador del universo y, al mismo tiempo, del Destructor del mundo entero; el Salvador que pondrá fin al presente “yuga” en un despliegue formidable de inigualable violencia, para que una nueva creación pueda florecer en la inocencia y esplendor de una nueva “Edad de la Verdad”.

Los hombres “fuera” o “sobre el Tiempo”, como la mayoría de salvadores de almas, tienen a menudo discípulos que

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son, sin lugar a dudas, hombres “contra el Tiempo” (a veces incluso hombres “en el Tiempo”, pero no hablamos de éstos puesto que no son discípulos sinceros de santos, sino meros explotadores de religiones o ideologías para sus fines egoístas). Los discípulos auténticos —y en algunos pocos casos, los Maestros mismos— que están “contra el Tiempo”, organizadores precisos, propagandistas sin escrúpulos y luchadores despiadados, son los verdaderos fundadores, si no de todas, si de la mayoría de las grandes Iglesias del mundo, aún cuando las religiones predicadas por estas Iglesias sean doctrinas originalmente “sobre el Tiempo”, como generalmente sucede. Y esto es inevitable, ya que una Iglesia es siempre o casi siempre no sólo una organización material en si misma, sino una organización que persigue regular la vida de millares, cuando no millones, de personas en este mundo —en el Tiempo. Aparentemente, la única excepción a esa ley es el Budismo, la única religión internacional importante que ha conquistado la mitad de un continente poderoso sin la ayuda de “hombres contra el tiempo” y sin el uso de la violencia; la única, en el curso completo de la historia, bajo cuyo nombre jamás se ha perseguido a otras religiones, si exceptuamos dos ocasiones —y eso, por hombres “en el Tiempo” y por razones decididamente políticas, no religiosas1. Mas entonces, debemos recordar que este credo está, mas que ningún otro, dominado por el anhelo de evadir el cautiverio del Tiempo y que, de hecho, no está pensado en absoluto para vivir en el Tiempo. Una persona que acepte sus postulados no puede pensar en un mundo mejor, excepto si está “fuera” o “sobre el Tiempo”. Pero como resultado de ello, quizás sea más chocante en países budistas que en ningún otro sitio la disparidad entre los altos ideales de


1 La primera, en Asia Central, a principios del siglo XIII, por el “Gurkhan” de la Kara-Khitai, contra el Islam y la cristiandad nestoriana; y la segunda, en el Japón del siglo XVII, por los primeros Shogunes de la dinastía Tokugawa, Iyeyasu, Hidetada e Iyemitsu, contra la cristiandad.

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la religión y la vida de los fieles. Por extraño que pueda parecer, han sido las religiones que se han propagado y mantenido en parte a través de la violencia las que, a pesar de numerosos defectos y de estándares morales menos elevados, han tenido una influencia práctica mayor sobre la vida de sus seguidores.

No siempre se percibe ello con la suficiente claridad, puesto que se critica a los grandes discípulos activos por ser inconsecuentes con “el espíritu” de sus contemplativos maestros. No se percibe que, sin la pasión despiadada de esos hombres, las organizaciones que han mantenido hasta cierto punto vivo “el espíritu” no existirían en muchos de los lugares donde aún florecen, y que muchos de los “tesoros espirituales” que tanto se valoran estarían perdidos para el mundo. Si uno valora realmente dichos “tesoros”, no debería criticar a los hombres “contra el Tiempo” o —más a menudo— “en el Tiempo” que no retrocedieron ante nada a fin de que pudieran ser puestos y mantenidos al alcance del hombre. Sin los métodos brutales de Carlomagno —el asesino de sajones, tan obviamente cualquier cosa menos “semejante a Cristo”—, los alemanes quizás habrían permanecido apegados hasta hoy a sus viejos dioses; y así habrían hecho los noruegos sin el drástico tipo de evangelización que les impuso el rey Olaf Tryggvason. Sin las actividades igualmente sinceras, fanáticas e incluso más brutales de muchos hombres “contra” o “en” el Tiempo durante los siglos XVI y XVII, media Goa y la totalidad de Méjico y Perú no estarían probablemente profesando hoy en día la fe cristiana. El Cristianismo debe mucho a hombres “contra el Tiempo” —y quizás más aún a hombres “en el Tiempo”.

Nosotros, que no somos cristianos, podemos deplorar —y deploramos— dicha realidad Somos conscientes del hecho de que muchos tesoros espirituales diferentes de los contenidos en los Evangelios —las verdades contenidas en los antiguos paganismos europeos o en los largamente preservados cultos solares de la América Central y del Sur, tesoros de los cuales

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hoy día se sabe demasiado poco— se perdieron para el mundo precisamente a raíz del celo impersonal de hombres con orientación religiosa, hombres “contra el Tiempo” por naturaleza, tales como los que hemos mencionado anteriormente (o a raíz de la voluntariosa destructividad de hombres “en el Tiempo”). Pero creemos que dondequiera que se sufrieran tales pérdidas, hubo algo erróneo, no con la verdad olvidada (que es eterna), sino con las personas que debieron habérselas arreglado para sostenerla en contra de la nueva y hostil doctrina; creemos, de hecho, que no hubo suficientes hombres “contra el Tiempo” entre esas personas —no hubo suficientes personas en cuyos ojos las enseñanzas ahora perdidas estuvieran, en aquel entonces, lo suficientemente vivas como para crear una base para la organización de la sociedad humana contra la creciente corriente de decadencia: ni tampoco fueron suficientes los que, con el fin de defenderlas en aquellas tierras, estuvieron preparados para ser tan despiadados y perseverantes como lo estuvieron los cristianos con el fin de destruirlas.

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La relación entre el Maestro, permanentemente “sobre el Tiempo”, y el discípulo que resulta ser un apasionado realista “contra el Tiempo” —constructor y defensor de todas las Iglesias militantes, nunca ha sido tan perfectamente descrita como en las palabras dirigidas a Cristo por el Gran Inquisidor, en el famoso episodio de “Los hermanos Karamazov”, de Dostojewski: “Tú has resistido las tres tentaciones del Demonio”— has rechazado los medios para mandar, ofrecidos a Ti por Aquél que conoce a los hombres y al tiempo mejor que ningún otro. “Tú has renunciado a convertir las piedras en pan” —para dar a las multitudes bienes materiales; “Tú has rechazado arrojarte desde lo alto del Templo”— para dar a la gente

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asombro y temor, “Tú te has negado a inclinarte ante Mí” —el Maestro de las mentiras”, el Maestro del Tiempo; a vivir “en el Tiempo”, hasta cierto punto al menos. “Como resultado, la gente ha ido a la deriva lejos de Tus enseñanzas y de Ti mismo, y Tú no puedes salvarlos. Somos nosotros”— nosotros, los carentes de escrúpulos; nosotros, los violentos, los hombres que no se detienen ante nada por hacer de la verdad que ellos aman una realidad en este mundo —“quienes les salvamos en Tu lugar, haciendo todo lo que Tú te has negado a hacer y por consiguiente condenándonos nosotros mismos ante Tus ojos. Y aceptamos esa condenación en amor a Ti— para que Tú nombre sea alabado”.

Si no sus palabras textuales, sí es ésta la esencia del discurso del Inquisidor. Y el defensor militante del credo organizado dice a Cristo: “¡No regreses! ” —¡no destruyas el trabajo que por Tu gloria estarnos haciendo en este mundo caído!

Pues ninguna organización puede vivir “fuera del Tiempo” —“sobre el Tiempo”— y confiar en hacer regresar algún día a los hombres al conocimiento de los valores eternos. De eso se han percatado todos los hombres “sobre el Tiempo”. Con el fin de establecer, o incluso de intentar establecer, aquí y ahora, un orden mejor, en concordancia con la Verdad eterna, uno ha de vivir, al menos exteriormente, como aquéllos que todavía están “en el Tiempo”; al igual que ellos, uno ha de ser violento, implacable, destructivo —pero por diferentes fines. Ahí yace la tragedia de traer a la realidad cualquier sueño de perfección. Y cuanto más perfecto sea el sueño —cuanto más alejado de las condiciones de éxito en este mundo degradado—, más despiadados deben ser necesariamente los métodos de aquéllos que verdaderamente deseen imponerlo sobre los hombres.

Sabiendo esto, los auténticos hombres “sobre el tiempo” son los primeros en comprender y apreciar los esfuerzos entusiastas de sus discípulos “contra el Tiempo”, no obstante lo “horribles” que éstos puedan parecer a las personas normales,

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ni buenas ni malas. Cristo, en la famosa página de Dostojewski, no dice nada. ¿Qué podría decir? No hay nada que decir que el líder de la iglesia militante pudiera entender. Para el Inquisidor, Cristo siempre permanecerá como un misterio. Pero Cristo entiende al Inquisidor y valora su amor. El lo besa antes de abandonar la celda de la prisión —y el mundo del Tiempo.

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Como hemos señalado anteriormente, ningún hombre “fuera del Tiempo” puede disfrutar de una influencia real sobre la sociedad humana a no ser que tenga tales discípulos, o a menos que él mismo esté dispuesto a convertirse igualmente en un hombre “contra el Tiempo”. Pues es un hecho que uno puede estar “sobre el Tiempo” en la perspectiva personal de sí mismo, y “contra el Tiempo” en su actividad en el mundo. Todos los hombres creativos “contra el Tiempo” realmente grandes poseen esos dos aspectos: son hombres de visión conocedores de las verdades atemporales—, pero son, igualmente, hombres que han sido conmocionados en lo profundo por el contraste evidente entre el mundo ideal, construido de acuerdo a aquellas verdades, y el mundo actual en el que viven; hombres que, después de lo que han visto y experimentado, ni pueden seguir permaneciendo desconectados del tiempo en su propio paraíso interior, ni actuar en la vida como si todo estuvieran bien, sino que deben consagrar toda su vida y energía a remodelar la realidad tangible sobre el modelo de su visión de la Verdad Un Hombre tal es el guerrero Profeta Mahoma, que soñó en una teocracia mundial y logró fundar una gran civilización, duradera hasta el día de hoy. Otro —cuya incomparable grandeza aún no es reconocida debido a que sus seguidores perdieron una guerra en lugar de ganarla—, es la trágica y bella figura que domina la historia de Occidente en nuestros propios tiempos: Adolf Hitler.

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He comparado a los hombres “en el Tiempo” con el Rayo, y a los hombres “fuera del Tiempo” o “sobre el Tiempo” con el Sol. Usando el mismo lenguaje metafórico, uno puede decir que los hombres “contra el Tiempo” participan tanto del Sol como del Rayo, puesto que están fielmente inspirados por ideales de la Edad Dorada, enraizados en la Verdad eterna, y, de igual manera —precisamente con el objeto de ser capaces, en la Edad de la Oscuridad, de mantener en el plano material tales ideales en contra de la corriente del Tiempo—, están obligados a exhibir todas las cualidades prácticas de los hombres “en el Tiempo”; ya que la única diferencia entre ellos y los últimos no estriba en sus métodos (que inevitablemente han de ser los mismos), sino en sus fines altruistas e impersonales.

Ellos sirven a esos fines con realismo despiadado, pero, en la medida en que también están “sobre el Tiempo”, con el desprendimiento predicado al guerrero en el Bhagawad-Gita. De hecho, la Enseñanza del Bhagawad Gita no es otra cosa que la filosofía del perfecto Hombre “contra el Tiempo”, yogi en espíritu, guerrero en acción; un Hombre como el Rey Akhenatón, el Preferido del Sol, libre de la esclavitud del Tiempo, y cuya fuerza es Energía cósmica en Sí misma, pero .... que usa esa fuerza, en el plano material, al servicio de sus ideales, con toda la lógica implacable de un Genghis Khan.

Sólo Kalki —el último Hombre “contra el Tiempo” al final de cada Ciclo Histórico; el último Salvador, Que es también el mayor Destructor— personifica perfectamente ese doble ideal y triunfa de forma completa. Es Él Quien restaura al mundo su salud, belleza e inocencia original, abriendo así un nuevo Ciclo de Tiempo.

Los otros hombres “contra el Tiempo” —previos al fin mismo de cada Humanidad— triunfan, y son reconocidos y exaltados permanentemente por millones, en la medida en que ellos, o sus seguidores, abandonan resueltamente “en” el Tiempo su espíritu y trabajo, comprometiéndose con las fuerzas

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de la muerte; en otras palabras, en la medida en que tienen en sí mismos —como el Profeta Mahoma1— más “rayo” que “sol”. De lo contrario, son derrotados por los agentes de las fuerzas oscuras, rotos en su poderío por el ímpetu descendente de la historia, al cual son incapaces de refrenar, y un destino tal aguarda siempre, hasta el fin mismo de cada Ciclo de Tiempo, a aquéllos que son demasiado magnánimos, demasiado confiados, demasiado buenos; aquéllos que ponen demasiada confianza tanto en los extranjeros como en su propio pueblo; aquéllos que no “purgan” a sus seguidores lo suficientemente a menudo ni lo suficientemente a fondo; que aman demasiado a su pueblo como para sospechar ingratitud o auténtica traición allí donde ésta reside; que no son lo suficientemente implacables y perdonan en ocasiones a sus huidizos enemigos; en una palabra, aquéllos que, al igual que Adolf Hitler, tienen en su composición psicológica demasiado “sol” e insuficiente “rayo”. Ya sea El él mismo —no obstante el último de éstos hasta la fecha—, vuelto con poderío sobrehumano tras su aparente aniquilación, o uno completamente nuevo, “Kalki” los vengará, así como a quienes en su día lucharon a su lado sin ningún resultado visible. ¡Y entonces Él hará de sus sueños aparentemente imposibles la realidad viviente del próximo gran inicio!

En todo gran Comienzo, los hombres “sobre el Tiempo”, ascetas solitarios, salvadores de almas o planificadores de un orden ideal, demasiado buenos para la degradada tierra —Arhats, Boddhisatwas o Rajrishis, por usar la terminología sánscrita—, se juntan, tanto en el plano material como en cualquier otro, con los grandes Hombres “contra el Tiempo”. Entonces, en un mundo en el que la violencia no es necesaria por más tiempo, es más, en el que ni tan siquiera es imaginable; en el que libertad y orden van mano a mano, las cosas son, de acuerdo a la ley misma de la manifestación en el Tiempo, como


1 Ver la vida del Fundador del Islam.

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han querido que sean tanto los hombres “sobre el Tiempo” preocupados en dar una intención a la vida colectiva, como los más grandes hombres “contra el Tiempo”, La Ciudad-del-Disco-del-Horizonte tal como la soñó el Rey Akhenaton; la “Sede de la Verdad”, que incluso en sus lejanos días él fracasó en establecer sobre la tierra, y el Orden Nuevo mundial que Adolf Hitler luchó en vano por instaurar en nuestra presente humanidad carente de valor, son, entonces, una misma realidad viva y tangible en el tiempo —duradera, como mínimo, hasta que la inevitable decadencia se establezca una vez más.

Y así, a través de la justicia perfecta e impersonal —matemática— del Cosmos, cada representante del Destino universal tiene el éxito que como hombre se le debe. Aquéllos que con un espíritu egoísta trabajan por el resultado inmediato de su acción, obtienen dicho resultado (¡y qué tremendo en ocasiones!) y desempeñan su parte en la evolución de un mundo que debe pasar a través de la degradación y la muerte antes de que pueda experimentar la gloria de un nuevo nacimiento y una nueva juventud. Ellos conducen a ese mundo más cerca de su fin. En la parte opuesta, aquéllos que han renunciado al cautiverio del Tiempo y, conscientemente, o bien no actúan, o actúan dentro del espíritu altruista del guerrero del Bhagawad Gita, consiguen al comienzo del siguiente Ciclo de Tiempo el resultado glorioso del motivo de su vida y trabajo. Y bien pudiera ser que los esfuerzos de los hombres “contra el Tiempo”, aparentemente desperdiciados sobre un mundo incomprensivo e ingrato, se sumen realmente a la belleza de cada nuevo Comienzo e incluso aceleren su llegada. Pues nada está perdido siempre.

Y como hemos dicho, Destrucción y Creación son inseparables. Incluso los hombres más destructivos “en el Tiempo” son creativos a su manera. Los hombres “sobre el Tiempo” también son destructivos a su modo —indirectamente, del mismo modo que los anteriores son creativos. Los hombres

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“contra el Tiempo” son activa, consciente y voluntariamente tanto creativos como destructivos —al igual que el mismo Shiva: el Principio divino tras todo cambio; el Destructor, que crea una y otra vez: y al igual que Vishnu, el Preservador, quien, al menos una vez en cada Ciclo de Tiempo, viene como Kalki, para destruir de forma completa. En ellos el Cosmos está buscando siempre su Principio, en contra de la irresistible Ley del Tiempo, que de forma constante le arrastra lejos de El, desde el inicio hasta el fin de cada sucesiva manifestación material en el tiempo.


Completado en la estación de trenes Karlsruhe el 6 de Diciembre de 1948.