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CAPÍTULO II
TIEMPO Y VIOLENCIA
De los pocos hechos que he recordado en el capítulo precedente, está bastante claro que no hubo crueldades en la historia antigua —ni los horrores asirios, ni los cartagineses, ni los viejos horrores chinos— que no hayan sido sobrepasadas con la inventiva de nuestros contemporáneos del Este y del Oeste, ayudados por una técnica perfecta. Pero la crueldad —la violencia de los cobardes— es una mera expresión de la violencia entre otras muchas, aunque de acuerdo que es la más repulsiva. Envalentonados y auxiliados por los cada vez más numerosos logros científicos, que pueden ser utilizados para cualquier propósito, el hombre sea ha vuelto a lo largo de la historia cada vez más violento —¡y no menos, como las personas atiborradas de propaganda pacifista están a menudo inclinadas a creer! Y lo que es más, ello no podía ser de otroforma; y no puede ser de otra forma en cualquier periodo del futuro, hasta que la destrucción violenta y completa de eso que hoy llamamos “civilización” abra al mundo una nueva “Edad de la Verdad”; una nueva “Edad Dorada”. Hasta entonces, la violencia, bajo una forma u otra, es inevitable. Es la misma ley de la Vida en un mundo degenerado. La elección que se nos da no es entre violencia o no-violencia, sino entre violencia abierta y natural, a plena luz del día, o violencia furtiva y sutil chantaje; entre violencia abierta o persecución inconspicua, lenta e implacable, tanto económica como cultural: la supresión sistemática de toda posibilidad para los vencidos; el implacable “acondicionamiento” de los niños, mucho más horrible porque es más impersonal, más indirecto, más aparentemente “suave”; la inteligente difusión de mentiras asesinas del alma (y medio mentiras); violencia bajo la cobertura de no-violencia. La elección también es entre la altruista
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violencia despiadada puesta al servicio de la Causa misma de la verdad —violencia sin crueldad, aplicada con miras a traer a esta tierra un orden basado en principios eternos, que trascienden al hombre; violencia que cree o mantenga un estado humano en armonía con el más alto propósito de la vida— y la violencia aplicada a fines egoístas.
Y prosiguiendo con el tema de ambas alternativas, hay que remarcar el hecho de que cuanto más desinteresados son sus propósitos y menos egoístas sus aplicaciones, más franca y honesta es la violencia:, mientras que, por otro lado, cuanto más sórdidos son los motivos por los que ésta es usada, más ocultada y negada es; más los hombres que recurren a ella se jactan de ser admiradores de la no-violencia, alardeando de ello ante los demás y alguna vez ante sí mismos; actuando como farsantes y siendo engañados —apresados en la red de sus propias mentiras.
A medida que el tiempo avanza y la decadencia se establece, la tónica de la humanidad no es la disminución de la violencia, sino la disminución de la honestidad en la violencia.
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Sólo puede ser no-violenta una “Edad de la Verdad”, en la que todo es como debiera —un mundo en el que el orden político y social de la tierra es una réplica perfecta del Eterno Orden de la Vida. Y en las elocuentes leyendas de todas las naciones antiguas se dice que la sociedad ideal en la aurora del Tiempo fue así de forma natural. No había, pues, nada que cambiar, nada por lo que derramar la propia sangre o la de otras personas; nada que hacer excepto disfrutar en paz de la belleza y riqueza de la tierra iluminada por el Sol, y orar a los sabios Dioses —los “devas”, o los “Resplandecientes”, tal como les llamaban los antiguos arios—, Reyes de la tierra en el sentido más fiel de la palabra. Cada hombre o mujer, cada raza, cada
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especie estaba, entonces, en su lugar, y toda la jerarquía divina de la Creación era una obra de arte a la cual o desde la cual no había nada que añadir o quitar. La violencia era impensable.
La violencia se convirtió en una necesidad desde el momento en que el orden sociopolítico de este mundo dejó de ser el indeformado reflejo del eterno Orden cósmico; desde el momento en que un espíritu centrado en lo humano, exaltando indiscriminadamente a toda la humanidad a expensas, por una parte, de la gloriosa naturaleza viviente, y por la otra, de los individuos naturalmente superiores y de las razas naturalmente privilegiadas, se elevó en oposición a la Tradición centrada en la vida que había estado rigiendo, por no se sabe cuantos felices milenios, la armoniosa y divinamente ordenada jerarquía de los pueblos, de las especies animales y de las variedades vegetales; desde el momento en que comenzó una viciosa tendencia a la uniformidad —finalmente conducente a la desintegración—, en oposición a la Unidad primigenia dentro de la infinita y disciplinada diversidad. Desde aquel instante en adelante, repetimos, la violencia se convirtió en la ley del mundo, para lo bueno y para lo malo. El único medio para evitar recurrir a ésta fue, desde entonces en adelante, o bien incomunicarse uno mismo del mundo por completo, para dar la espalda a la vida y moverse en tomo a un tiempo artificial y onírico —la ilusión de una ilusión—, o si no, vivir totalmente fuera del Tiempo. Bastantes pocos individuos fueron lo suficientemente necios como para tomar el primer camino, y menos aún lo suficientemente evolucionados y, al mismo tiempo, lo suficientemente indiferentes, como para tomar el segundo.
Mas la violencia no es algo malo en sí. En verdad, comenzó como una necesidad sólo después de que el mundo hubiera devenido “malo” en gran parte, es decir, infiel a su eterno arquetipo; no guardando ya relación con el sueño creativo del Propósito universal que una vez él había expresado. La misma aparición de la violencia fue un signo de que la “Edad
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de la Verdad” estaba irremediablemente cerrada; que el proceso decadente de la historia estaba ganando velocidad. Con todo, la violencia no puede ser juzgada separada de sus propósitos, y estos son buenos o malos; valen la pena o no. Valen la pena mientras que aquéllos que persiguen ejercerla, no tan sólo lo hagan desinteresadamente —sin un deseo primordial de gloria o felicidad—, sino también identificándose con una Ideología que exprese la verdad eterna, impersonal y sobrehumana; una Ideología enraizada en el claro entendimiento de las Leyes invariables de la vida, y destinada a atraer a todos aquéllos que, en un mundo caído, todavía retienen dentro de sus corazones un anhelo invencible del Orden perfecto tal como realmente fue y volverá a ser; tal como no puede dejar de ser, en la aurora de cada ciclo periódico de Tiempo. Cualquier propósito que sea inteligente y objetivamente consistente con los objetivos de la guerra de las Fuerzas inmortales de la Luz en su antigua lucha contra las fuerzas de la Oscuridad, o lo que es lo mismo, de desintegración —esa Lucha ilustrada en todas las mitologías del mundo—, cualquier propósito tal, digo, justifica cualquier cantidad de violencia altruista. Por otra parte, como la “Edad de las Tinieblas” en que vivimos prosigue, tomándose año tras año más oscura y feroz, resulta cada va más imposible el no hacer uso de la violencia en el servicio a la verdad. Hoy en día ningún hombre —ni semidiós— puede llevar tan siquiera una suma relativa de orden real y justicia a ningún área del globo sin la ayuda de la fuerza, especialmente si sólo tiene unos pocos años a su disposición, y desafortunadamente, cuanto más avanza este mundo en la presente era de maravillas técnicas y degradación humana, más se hallan sometidos al factor del tiempo los grandes hombres inspirados, tan pronto como intentan aplicar su elevado conocimiento intuitivo de la verdad eterna a la solución de problemas prácticos. Han de actuar, no sólo cabalmente, sino también rápidamente, si no quieren ver a sus inapreciables trabajos ser picoteados al brotar por las fuerzas de la
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desintegración. Y tanto si les gusta como si no, cabal y rápidamente significa, casi inevitablemente, con decidida violencia. Uno puede decir, con certidumbre cada va mayor a medida que la “Edad Oscura” avanza, que los hombres divinos de acción son vencidos, al menos por ahora, no por haber sido demasiado despiadados (y de este modo haber provocado contra ellos mismos y sus colaboradores e ideas la indignación de la “gente decente”), sino por no haber sido lo suficientemente despiadados —por no haber acabado con sus huidizos enemigos, hasta el último hombre, en la breve hora del triunfo; por no haber silenciado, con violencias más substanciales y exterminios más completos, tanto a los delicados millones de hipócritas como a sus amos, los hábiles productores de cuentos de atrocidades.
De todo ello se ve con claridad que condenar indiscriminadamente la violencia es condenar la misma lucha de las Fuerzas de la Vida y de la Luz contra las Fuerzas de la desintegración —lucha aun más heroica y desesperada a medida que el mundo se precipita hacia su ruina. Es condenar esa lucha que, en cada una de sus milenarias y cambiantes fases, e incluso a través de desastres temporales, ha asegurado para el mundo, tras su muerte merecida, el glorioso nuevo Comienzo, que sólo unos pocos merecen. Dentro del cautiverio del Tiempo, especialmente en este “Kali Yuga”, uno no puede ser consistentemente no violento sin contribuir, voluntaria o involuntariamente, a sabiendas o no, al éxito de las fuerzas de la desintegración; de lo que llamamos las fuerzas de la muerte.
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Por lo que respecta a la violencia que es utilizada para fomentar los fines de guerra de las fuerzas de la muerte, tiene, y siempre ha tenido, dos vertientes: por un lado, es llevada contra la Vida misma —primero, contra el conjunto de la inocente
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Naturaleza viva, y después, contra los intereses vitales de la humanidad superior, en el nombre del “hombre común”—, y por el otro, contra esos hombres peculiares que, cada vez más conscientes de las trágicas realidades de una edad oscura, levantan una tribuna en favor del reconocimiento de los valores eternos de la Vida y de la restauración del orden sobre sus verdaderas bases eternas.
De hecho, en el intento de ocasionar el triunfo de lo despreciable y de la lenta pero fume desintegración de la cultura, cada vez se necesita menos violencia. El mundo evoluciona hacia la desintegración de forma natural, con velocidad acelerada. Pudo haber sido necesario en otro tiempo empujarlo a lo largo del resbaladizo camino. Pero ello no ha vuelto a suceder desde hace siglos. Rueda sin ayuda hacia su propia perdición. En esa dirección, por tanto, los campeones de la desintegración gozan de una tarea fácil. Sólo han de seguir y favorecer las tendencias viciosas de la creciente mayoría de hombres despreciables, para convertirse en los favoritos del mundo. Pero en su guerra contra los pocos, pero más conscientes y prácticos exponentes de los valores más altos —los sustentadores de la jerarquía natural de las razas; los devotos de la luz, de la fuerza, de la juventud—, son (y están obligados a ser) cada vez más violentos, e incluso cada vez más implacablemente crueles. Su odio crece, a medida que la historia se desarrolla, cano si supieran —como si sintieran, con la agilidad de la percepción física— que cada una de sus victorias, por espectaculares que puedan ser, les lleva más cerca del redentor desplome final en el que ellos están avocados a perecer, y del cual sus ahora perseguidos surgirán como los líderes de la Nueva Era —los superhombres en el comienzo del próximo Ciclo de Tiempo—, más parecidos que nunca a los dioses. Su odio se incrementa, y su ferocidad también, a medida que el estallido final se acerca, y junto con él, la aurora del Nuevo Orden universal, tan inevitable como la llegada de la primavera.
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Tal como ha demostrado la historia de los últimos tres años1 —tal como la historia de la Europa más oscura (y del infortunado y orgulloso Japón) demostraría hoy, si simplemente fuesen revelados sus horrores ocultos—, nada sobrepasa en violencia a la persecución, durante el último periodo de la “Edad de las Tinieblas”, de los mejores hombres y mujeres del mundo por los agentes de las fuerzas de la muerte. Como los niños de la Luz, éstos también —aunque por razones contrarias— actúan bajo la inexorable presión del tiempo. No tienen sino unos pocos años para intentar exlirpar la inmortal Ideología divina; para aplastar tantos de sus partidarios como puedan, antes de que ellos mismos sean reducidos a polvo en una guerra fratricida de demonios contra demonios.
Tienen prisa —no, como la “elite” heroica, a causa de una generosa impaciencia; no por el deseo de ver restablecida antes de tiempo la “Edad de la Verdad”, sino a causa de una febril codicia; por querer arrebatar al mundo, para sí mismos, todas las ventajas materiales y todas las satisfacciones de la vanidad que puedan, antes de que sea demasiado tarde. Ya medida que el tiempo avanza, su prisa aumenta hasta el delirio. El único obstáculo que se alza en su camino y que aún les desafía —y que siempre les desafiará, hasta el final— es precisamente esa elite orgullosa a la que el desastre no puede descorazonar, la tortura no puede romper y la moneda no puede comprar. Ya sea consciente o inconscientemente, por ser completamente perversos o tan sólo ciegos a causa de una estupidez congénita, los trabajadores de la desintegración prosiguen la guerra contra los hombres de oro y acero, con ininterrumpida rabia infernal.
Pero la suya no es la violencia franca y sin remordimiento de los idealistas inspirados que se esfuerzan por traer, rápidamente, un elevado orden sociopolítico demasiado bueno para el indigno mundo de su tiempo. Es una clase de
1 Este capítulo fue escrito en 1948.
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violencia mezquina, rastrera y cobarde, que cuanto más efectiva es exteriormente, más enfáticamente es negada, tanto por los canallas que la aplican o la disculpan, como por los tontos bien intencionados que realmente creen que no existe. Está incitada por sentimientos tales que posiblemente uno no puede ostentar, incluso en un mundo degenerado, sin correr el riesgo de frustrar el propio objetivo: por un odio desnudo, arraigado en la envidia —el odio de los débiles despreciables por el fuerte, sin otro motivo que el de ser fuerte; el odio de las almas feas (encarnadas, a menudo, en no menos feos cuerpos) hacia aquéllas que son naturalmente bellas; por la noble, magnánima, desinteresada y auténtica aristocracia del mundo; el odio de los infelices, e incluso de los aburridos (de aquéllos que sólo viven para sus bolsillos y que no tienen nada en absoluto por lo que morir), por los que viven, y están preparados para morir, por valores eternos. Tal es, cada vez más, la violencia generalizada de nuestros tiempos, cada vez menos reconocida, en su sutil disfraz, incluso por las personas que realmente la sufren.
Los Antiguos sabían mejor que nuestros contemporáneos quienes eran sus amigos y quienes sus enemigos, y ello es natural. En un mundo que se precipita hacia su fin, la ignorancia se incrementa —ignorancia de esas cosas que uno precisamente debiera conocer mejor para poder sobrevivir. Los Antiguos padecieron, y supieron a quien maldecir. Los hombres y mujeres modernos, por regla general, no saben; en realidad, no se preocupan por saber, son demasiado perezosos, están demasiado exhaustos, demasiado cerca del fin de su mundo para preocuparse en investigar seriamente, y hábiles granujas, autores de todo mal, les instigan a arrojar las culpas sobre las únicas personas cuya infalible sabiduría y amor desinteresado les podría haber salvado; sobre esa elite aborrecida que se mantiene contra la corriente del Tiempo, con la visión del glorioso nuevo Comienzo tras el fin
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del mundo actual, limpio y brillante ante sus ojos. Todas las tonterías escritas y habladas desde el final de la Segunda Guerra Mundial (y ya antes del final, en los periódicos y estaciones de radio controlados por los Poderes Democráticos ) acerca de los sufrimientos de la población europea, son el último ejemplo evidente de esta mentira sistemática a gran escala, cada vez más común a medida que las fuerzas de la desintegración se hacen, con el tiempo, más exitosas y ruines. Europa yace en ruinas —la consecuencia de seis años de bombardeos inhumanos. Las Naciones Unidas llevaron a cabo el bombardeo para extirpar el Nacional Socialismo —lo único que podría haber restaurado el orden y la cordura en Europa si es que el desprendimiento absoluto, unido con el genio, es capaz de cambiar la corriente del tiempo en un mundo condenado, y ahora se cuenta a la gente que el Nacional Socialismo es responsable de todos los males que ha ocasionado el bombardeo, y que su inspirado Fundador es el mayor egoísta megalomaníaco que jamás pisó esta tierra. Algunas personas lo creen —incluso en Alemania—, o fueron preparadas para creerlo en 1945, antes de que probaran el sustituto que las Democracias les ofrecieron para reemplazar al tan criticado régimen. La mayoría de la gente lo cree en el resto de Europa. Los bribones astutos, faltos por completo de honradez en el uso de la violencia y que dan tono a esta propaganda, tienen una tarea fácil: trabajan en el sentido del Tiempo; a favor del desorden, dirigiendo a la desintegración; a favor de la destrucción de todo lo que todavía es fuerte y valioso en el presente de la humanidad; de todo lo que, ineludiblemente, está destinado a sobrevivir. Y explotan las múltiples características de una época decadente: la aversión a toda obvia disciplina y a todo liderazgo visible y tangible (y responsable), unidas con el fin de acrecentar el engreimiento, acrecentar la imbecilidad y, consecuentemente, acrecentar la credulidad
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Hemos hablado de dos clases de violencia. En ninguna parte, quizás, se aprecie mejor la diferente naturaleza de ambas que en su actitud hacia los que la practican —o condonan— en contra de la creación viviente ajena a la humanidad.
La violencia franca y valerosa, que cualquier idealista con auténtica visión está obligado a usar en mayor o menor medida, tan pronto como intenta traducir en acción su intuición de la verdad eterna en un mundo obstinadamente degenerado, volcado en su propia destrucción, esa violencia, decirnos, nunca es ejercida —y, lógicamente, jamás puede ser ejercida, salvo acaso en ciertos casos de vital emergencia— contra ninguna otra criatura viviente que no sean las personas. Su única intención es aplastar, tan rápida y completamente como sea posible, toda resistencia a un orden sociopolítico impuesto demasiado pronto para ser apreciado por todos aquéllos a los que afecta. Como veremos, ello no solamente afecta de hecho a los seres humanos. A la larga, también concierne, y debe concernir, a todo lo viviente. Si no, no sería un orden basado sobre verdades eternas, y la violencia desplegada para imponerlo no estaría justificada. Pero sólo los seres humanos pueden oponerse a este orden. Sólo ellos son, por tanto, y en la medida en que se convierten en obstáculos para su establecimiento o continuación, las víctimas de la violencia necesaria de aquéllos cuyo deber es defenderlo. Como consecuencia del hecho de que ellos no tienen nada que ver en la configuración de la sociedad humana, los animales inocentes nunca son atormentados por los hombres que creen que, en todo caso, la tortura sólo puede ser excusada cuando se aplica para fomentar esos fines políticos impersonales que están en armonía con los principios eternos.
Tales hombres no pueden tolerar la imposición de sufrimientos a criaturas vivas a causa de investigaciones destinadas, en las mentes de los torturadores y de sus partidarios, a aliviar los sufrimientos de una humanidad enferma o a satisfacer la mera apetencia de información “científica”.
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Puesto que si realmente son ellos los exponentes de los ideales de la Edad Dorada —hombres de acción, con un conocimiento de la Verdad eterna y un amor ardiente por la perfección—, no pueden participar, ni en razón a la humanidad, la enfermedad, o la morbosa sed de conocimiento ocioso a cualquier coste, de los prejuicios comunes que han sido desarrollados durante siglos como resultado de la creciente degeneración de este mundo. No pueden comprender que toda vida humana, aun cuando degradada, sea necesariamente digna de ser salvada. Y tienen que creer que el mejor modo de extirpar la enfermedad no es tanto descubrir nuevos tratamientos como enseñar a hombres y mujeres a vivir vidas más saludables, y, ante todo, a fortalecer las razas naturalmente privilegiadas a través de una política sistemática y racional, aplicada, en primer lugar, a la reproducción, y tienen que sentir un sano desprecio hacia todas las formas de investigación inútil, sin mencionar esa curiosidad criminal sobre el misterio de la vida que ha transformado a centenares de personas como Pavlov o Voronoff —o Claude Bernard— en completos monstruos.
Hay más. La misma Ideología de los naturalmente fuertes va unida al rechazo de toda forma de crueldad hacia las desamparadas y bellas bestias. Nietzsche ha exaltado la bondad como la más alta virtud del superhombre —“la última victoria del héroe sobre sí mismo”. Y la bondad que no abarca a toda vida no es bondad en absoluto. La bondad que incita al hombre a “amar a sus enemigos” sin incitarle a fortiriori a amar a las inocentes criaturas de la tierra, que no le hicieron daño premeditado; la bondad que le apremia a perdonar las vidas de los primeros mientras se permite cazar y comer a los últimos, así como vestir sus pieles, es o bien hipocresía o imbecilidad. La Ideología del fuerte rehusa esa contradicción doblemente milenaria con absoluto desprecio.
Esto es tan verdad que las únicas personas que se han esforzado en crear, en nuestros tiempos, un orden sociopolítico
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sobre las bases de una Ideología tal, y ello, a través de la dureza más francamente reconocida las personas que sostienen más consistentemente esa violencia saludable y necesaria que es inseparable de cualquier lucha abnegada contra las fuerzas de la decadencia —los forjadores de la Alemania Nacionalsocialista—, son precisamente los únicos que tienen en su sistema educacional el más sincero y acentuado amor hacia toda Naturaleza viva, y que han hecho cuanto han podido por proteger por ley1 tanto a animales como a bosques: ello es de tal modo verdad, que el Líder que las inspiró —Adolf Hitler, ahora tan desvergonzadamente calumniado y tan amargamente odiado por un mundo despreciable— no sólo se abstuvo de la carne en su propia dieta diaria, sino que es, por lo que yo sepa el único dirigente europeo que siempre contempló seriamente la posibilidad de un continente sin mataderos y que realmente se propuso convertir aquel sueño en realidad tan pronto como fuera posible2.
Todo ello contrasta con el trato que se da a los animales por parte de aquellas personas que niegan a las razas e individuos superiores el derecho a ser despiadados en su lucha heroica contra el Tiempo; ¡de aquéllos a los que les gustaría hacernos creer que “aman a sus enemigos” y que sienten
1 En la Alemania Nacionalsocialista, no sólo fue prohibida la horrible matanza “kosher” de animales, sino que incluso también lo fue la caza mediante cepos. Los animales destinados a servir de alimento debían ser sacrificados por medio de una pistola automática que les diera muerte instantánea. Y la crueldad hacia cualquier animal era severamente castigada (conozco el caso de una persona que pasó tres años y medio en un campo de concentración por haber matado un cerdo “de forma cruel”).
2 “Un extenso capítulo de nuestra charla estuvo dedicado por el Führer a la cuestión vegetariana. Él cree más que nunca que comer carne es incorrecto. Desde luego, sabe que durante la guerra no podemos trastocar completamente nuestro sistema alimenticio. Después de la guerra, no obstante, él se propone abordar también este problema. Quizás tenga razón. En verdad, los argumentos que aduce a favor de su punto de vista son muy apremiantes”. —Diario de Goebbels, editado en 1946 (Apunte del 26 de Abril de 1942)
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verdadero horror ante las atrocidades! Hemos visto —de hecho, vemos todos los días— como tratan los hipócritas a sus enemigos cuando los apresan, y sabemos que atrocidades pueden realizar —u ordenar, o al menos disculpar— sobre los seres humanos cuando ello favorece a sus propósitos. A los animales no los tratan mejor. Interpretan los crímenes encubiertos cometidos diariamente contra ellos en este mundo crecientemente malvado, como algo corriente, justo como hacen con esos otros cometidos contra hombres y mujeres a los que consideran “fanáticos peligrosos”, “criminales de guerra” y otras cosas parecidas.
Desde luego, encuentran buenas excusas para su actitud —siempre es así; la lógica fue concedida al hombre para que pudiera justificarse a sí mismo ante sus propios ojos, cualquiera que fuese la monstruosidad que pudiera escoger para defender. Pero sus premisas son diferentes por completo de aquéllas de las personas altruistas que luchan implacablemente por ideales en armonía con el perfecto orden cósmico. Su argumento básico es el “interés de la humanidad” —indiscriminadamente; el “interés de la humanidad” como un todo; de la “mayoría” de los seres humanos, buenos, malos e indiferentes; y sólo de los seres humanos—. Sus ideales —expresión de la tendencia descendente del Tiempo, que está apresurando al hombre hacia su ruina— son cualquier cosa menos ideales de la Edad Dorada.
¿Cuál es realmente la humanidad por “salvar” en cuyo favor luchan nuestros benévolos agentes de las fuerzas oscuras, al coste de incontables sufrimientos infligidos sobre criaturas sanas, inocentes y bellas en las cámaras de tortura de la “ciencia”? Seguro que no se trata de la fuerte y orgullosa elite del género humano, que en su día para iniciar un nuevo Ciclo histórico sobre las ruinas del mundo actual. Tales hombres y mujeres pertenecen a esa saludable minoría que no necesita medicinas tan penosamente descubiertas, y que no las aceptaría aun cuando las necesitara. No. La mayoría de nuestros
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contemporáneos que apoyan la imposición de sufrimientos sobre animales a causa de la “investigación” están preocupados por el socorro a la humanidad “sufriente”. Están llenos de ese mórbido amor por el enfermo y el tullido, por el débil y el incapacitado de toda clase, que el Cristianismo puso un día de moda y que es, indudablemente, uno de los más nauseabundos signos de decadencia del hombre moderno. Tanto si son cristianos declarados como si no, todos se adhieren a la tonta creencia de que es un “deber” salvar, o al menos prolongar, a cualquier coste, cualquier vida humana, aun cuando ésta sea indigna —el deber de prolongarla sólo porque es humana. Como consecuencia, están dispuestos a sacrificar cualquier número de animales sanos y bellos, si imaginan que ello puede ayudar a remendar los débiles cuerpos de personas que, en su mayoría, no se les habría permitido vivir, o más bien, no habrían nacido nunca, en una sociedad bien concebida y organizada. A sus ojos, un humano idiota es más valioso que el más perfecto espécimen de animal o planta viviente. ¡En verdad, a medida que degenera nuestra especie, crece su vanidad! Y esa vanidad ayuda a mantener a los hombres satisfechos, aun cuando estén completamente desconectados de la visión de la gloriosa y sana perfección que dominó la conciencia del mundo en su juventud y que todavía es, y continuará siendo hasta el fin, la visión inspirada de una minoría decreciente.
La relación de atrocidades cometidas contra animales inocentes con el objeto de encontrar medios para combatir enfermedades en una humanidad cada va más contaminada, o incluso medios para alentar al vicio a un número diariamente mayor de degenerados1, llenaría varios volúmenes. Lo mismo sucedería con las abominaciones similares que se realizan a partir de la mera curiosidad científica. Este no es el lugar para extenderse sobre este asunto horripilante. Sin embargo, cuando
1 Nos referimos aquí a los experimentos de Voronoff, llevados a cabo en monos vivos, con vistas a devolver la potencia sexual a hombres viejos.
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uno recuerda esa gente que disculpaba esos y otros horrores, más aún, que los aprobaba —quienes admiraron a un sujeto como Pasteur, y que nunca dijeron una palabra contra otros como Claude Bernard o, en este siglo, Pavlov—; cuando uno recuerda, repito, que tales personas tenían la desfachatez de sentarse como jueces en 1945, 1946, 19471, etc., y con el consentimiento del mundo, para sentenciar a muerte a doctores alemanes, correcta o incorrectamente acusados de haber efectuado experimentos mucho menos crueles sobre enemigos activos o potenciales de todo aquello que amaban y sustentaban, entonces uno se repugna del profundo grado de hipocresía al que ha llegado la humanidad en nuestros tiempos. Pues nunca, quizás, tal exhibición teatral de indignación sobre actos particulares de violencia ha ido tan ligada con semejante tolerancia universal sobre actos de violencia mucho más horribles.
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Esa deshonestidad general acerca de la violencia, que ha ido creciendo constantemente desde el amanecer de la historia en adelante, es manifestada hoy en el modo en que deliberadamente las personas encubren ante ellos mismos y ante los demás todos los horrores que condonan, pero que posiblemente no puedan justificar.
Muchas de las atrocidades llevadas a cabo en animales con vistas a aumentar el conocimiento médico son tan horribles que, a pesar de su alegada “justificación”, está “en el interés de la ciencia” en —y en el interés de los negocios relacionados con las patentes medicinales— no permitir que la gente sepa acerca de ellas. Se mantiene al pueblo en la ignorancia —inducido a creer que los horrores no existen realmente, o que no son, en realidad”, ni la mitad de sangrientos de lo que parecen. A
1 Durante el infame juicio de Nuremberg y otros similares.
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fortiriori, las innumerables crueldades cometidas por la pura curiosidad, el ansia de lujuria o el mero pasatiempo, resultan ser las más ocultadas y sutilmente negadas” Miles de bien intencionados tontos que hablan del “progreso moral” en nuestros tiempos no tienen ni idea, de lo que sucede (tras el telón) en los institutos científicos, en el comercio de pieles y en los circos.
Millares de igualmente bien intencionadas y estúpidas personas, que dan por cierta cualquier cosa que se les da para leer sin preguntar siquiera, tampoco tienen idea de los horrores perpetrados por sus compatriotas sobre otros pueblos, como colonos o miembros de fuerzas de ocupación; es más, no tienen idea de lo que sucede en su propio país, tras los barrotes de la prisión, en cámaras de tortura para investigación política y en campos de concentración. En realidad, en Inglaterra y en otras naciones democráticas, muchos tienen la impresión de que su gobierno nunca tolera cosas tales como campos de concentración y cámaras de tortura para seres humanos. Únicamente “el enemigo” las tuvo. Años antes, no habrían tenido inconveniente en admitir que “todo el mundo las tiene”; que debe tenerlas; que no se puede llevar a cabo una guerra sin esos accesorios desagradables pero extremadamente útiles. Mas la hipocresía referida a la violencia ha llegado actualmente a su extremo. Nunca ha habido en el mundo tanta crueldad unida a un intento general tal por ocultarla, por negarla, por olvidarla y, si es posible, por hacerla olvidar a los demás. Nunca la gente ha estado tan deseosa de olvidarla —en casas y calles externamente decentes y benévolas, y en las que ninguna tortura a hombres o animales puede ser contemplada ni oída—, con tal de que, por supuesto, no sea la crueldad “del enemigo”. La única vez que los hombres y mujeres de los tiempos modernos no intentan minimizar los horrores, sino que ciertamente los exageran (y a menudo los inventan deliberadamente), es cuando éstos resultan ser los horrores del “enemigo” (o están pensados para
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ser presentados como tales) —jamás los suyos propios. Y esto mismo es sólo un ejemplo más de la característica mundial de nuestros tiempos: el amor general por las mentiras.
Lo que ha determinado al mundo entero tan encarnizadamente contra los portadores sinceros de métodos despiadados en el gobierno y en la guerra, no es tanto el hecho de que fueran violentos, sino el que fueran sinceros. Los embusteros odian a aquéllos que expresan la desagradable verdad .... y que actúan de acuerdo con ella.
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La “desagradable verdad” es que el pacifismo, la no-violencia y demás son la mayor parte de las veces simples voceríos al servicio de las fuerzas de la desintegración; deshonestos engaños para envalentonar a los tontos, para debilitar lo fuerte y para predisponer a millones de cobardes e hipócritas (el grueso del mundo) contra las pocas personas cuya política inspirada, que continúa implacable hacia su lógico fin, tal vez pudiera, incluso ahora, detener la decadencia del hombre. Y si no son eso, entonces son tonterías.
Como hemos dicho al principio, la no-violencia sólo puede existir en un mundo en el que el orden temporal sociopolítico sea, en la escala humana, la réplica del Orden eterno del Cosmos. Cualquier prédica efectiva —y cualquier práctica parcial— de pacifismo político, fuera de ese orden temporal, sólo conduce, finalmente, a una violencia mayor, a una explotación mayor de la Naturaleza viva y a una mayor opresión del hombre a manos de aquéllos que trabajan para las fuerzas de la muerte. Pero, desde hace ya milenios, ese orden terrenal perfecto ha dejado de existir. Ha de ser creado de nuevo antes de que la paz pueda reflorecer. Y ahora no puede ser creado nuevamente sin violencia extrema, ejercida, en esta ocasión, dentro de un espíritu altruista por hombres de visión.
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Lo mejor que podrían hacer aquéllos que desean sinceramente una paz justa y duradera seria, naturalmente, hacer todo lo que pudieran por entregar el mundo lo más pronto posible a esos hombres de visión; o al menos, no tratar de impedir que lo conquisten. Desafortunadamente, la mayoría de los pacifistas realmente tampoco quieren la paz en absoluto, sino que meramente lo fingen, o bien, la quieren, pero sólo bajo ciertas condiciones ideológicas que son incompatibles con su establecimiento, ahora, y con su continuación, lo cual será así cada vez más, hasta el final del presente ciclo histórico. Cualquier violencia notoria dirigida contra el ser humano les horroriza. La gente que defiende abiertamente el uso de la fuerza —dentro del más desinteresado espíritu y para el mejor de los propósitos— es, por esta misma razón, anatema a sus ojos. ¿Ayudarles a conquistar y dirigir el mundo? ¡Oh, no! ¡Todo menos eso! Los ideales de los implacables hombres de visión pueden ser muy bien los ideales de la Edad Dorada, ¡Pero sus métodos! —su cínica actitud hacia la vida humana; su implacable disposición y persecución despiadada incluso de obstáculos “potenciales” para la rápida consecución de sus abnegados fines; su “lógica espantosa” (por citar las palabras de un oficial francés en la Alemania ocupada, después de la guerra)1—, ¡nuestros pacifistas nunca podrían apoyarles! Como resultado, ellos apoyan a otros mucho peores —generalmente sin saberlo. Pues, a raíz de su negativa a encarar los hechos y adoptar la única actitud razonable que un auténtico amante de la paz debiera tener hoy en día, se convierten en herramientas al servicio de las fuerzas de la desintegración.
Pues no es posible ir por ambos caminos: cualquiera que no esté con las Fuerzas eternas de la Luz y de la Vida, está
1 “Cette logique effroyable” fue la expresión usada por Monsieur R. Grassot, de la Oficina de Información en Baden-Baden, durante su conversación conmigo el 9 de Octubre de 1948.
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contra ellas. A menos que uno viva “fuera” o “sobre el Tiempo”, o bien se camina en el sentido de la inevitable evolución de la historia —es decir, hacia la decadencia y la disolución—, o bien uno se mantiene contra la corriente de los siglos, en una amarga lucha, aparentemente sin esperanza, pero no obstante bella, con los ojos fijos en aquellos perennes ideales que únicamente una vez, en la aurora de cada Ciclo sucesivo, por cada sucesiva nueva humanidad, pueden ser totalmente traducidos en realidad material. Pero es verdad que esa minoría de hombres de acción que lucha, “contra el Tiempo”, en favor de los ideales de la Edad Dorada, está avocada a ser, a medida que avanza el tiempo, cada vez más despiadada en su esfuerzo por superar una creciente, bien organizada, esquiva y cada vez más universal oposición. Y por esa misma razón, seguir a esa minoría será cada vez más difícil para los delicados pacifistas. Con toda probabilidad, preferirán continuar identificándose con los mentirosos agentes de las fuerzas de la Oscuridad. Y es natural. Una vez más, ello está dentro de la ley del Tiempo. Las fuerzas de la muerte deben tener prácticamente al mundo entero bajo sus garras, antes de que un nuevo comienzo pueda surgir como una reafirmación del triunfo de la Vida.
Y de este modo, día tras día, año tras año, ahora y en el futuro, los Poderes en conflicto de la luz y de la oscuridad no pueden sino proseguir su lucha mortal, como siempre hicieron, pero de forma cada vez más furiosa a medida que el tiempo avanza. Y como el tiempo sigue adelante, la lucha también se librará cada vez más entre la violencia abiertamente reconocida y la violencia deshonestamente disimulada, estando la primera puesta al servicio de los más altos objetivos de la Vida en la tierra —es decir, la creación de una humanidad perfecta (una humanidad de la “Edad Dorada”)—, y la última, al de aquéllos de los enemigos de la Vida. Ha de ser así hasta que, tras el desplome final —el “fin del mundo” tal como lo conocemos—, el liderazgo de la humanidad superviviente recaiga en esa elite
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victoriosa que, incluso en medio de la larga decadencia general del hombre, nunca perdió su te en los eternos valores cósmicos, ni dejó de exlraer de ellos, y sólo de ellos, su regla de acción.
Entonces, esa elite dejará de estar obligada a recurrir a la violencia para imponer su voluntad. Gobernará sin oposición en un mundo pacífico en el que el Orden Nuevo de sus sueños milenarios aparecerá ante todos como el único estado natural y racional de las cosas.... Hasta que el hombre olvide de nuevo la inalterable verdad, actúe como si las Leyes de hierro de causa y efecto no le concernieran —¡Pobre de dios!— y decaiga de nuevo.
Nada puede parar la rueda del Tiempo.
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