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PARTE IV
RAYO Y SOL
(Adolf Hitler)
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CAPÍTULO XII
EL ÚLTIMO NIÑO NACIDO DE LA LUZ
Fue en 1889, durante el primer año del reinado del Káiser Guillermo II.
Bismarck, el Canciller de Hierro, el creador del Segundo Reicho Alemas, estaba todavía en el poder, aunque no por mucho tiempo. Las fuerzas ocultas antialemanas que pronto iban a causar su cese para más tarde, de forma gradual, romper el ímpetu que él había dado a los acontecimientos, estaban ya en activo; habían estado trabajando durante años. Pero había factores imponderables —fuerzas morales y místicas— al lado e incluso detrás de ellas: las mismas fuerzas de desintegración que habían estado, durante más de dos milenios1, pugnando por conducir a la raza aria a su perdición. Y se necesitaba un genio “más-que-político”, es más, una personalidad “más-que-humana”, para interponerse en el camino de aquéllas.
Especialmente durante los pasados cien años, en concreto desde la irrupción de la Revolución Francesa, Europa se había estado hundiendo, más deprisa que nunca, bajo la influencia del judaismo internacional y de sus hábiles agentes: la Masonería y los diversos cuerpos secretos supuestamente “espirituales” directa o indirectamente afiliados a ella. Siglos de errónea aplicación del Cristianismo —un credo esencialmente extraterrenal— a los asuntos mundanos, habían preparado la base para el triunfo de las más peligrosas supersticiones: la creencia en la “felicidad” y la “igualdad de derechos” para “todos los
1 Digo “más de dos milenios” significando que la influencia desintegradora del judaismo sobre la raza aria empezó antes del advenimiento del cristianismo. La desastrosa nueva escala de valores dibujada por la mala aplicación de la religión extraterrenal, así como la extensión del culto mismo, fueron las consecuencias de la influencia del judaismo, no sus causas.
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hombres”; la creencia en la ciudadanía y en la “cultura” como algo separado e incluso más importante que la raza; la creencia en un ilimitado “progreso” a través de una supuesta receptividad universal a la “educación”, y en la posibilidad de una paz y “felicidad” universal como resultado del “progreso” —los maravillosos descubrimientos de la ciencia puestos al servicio del “hombre”; la creencia en el derecho del hombre a trabajar en contra del espíritu de la Naturaleza y a favor de su propio breve placer o beneficio. Se había incrementado el acentuado, exaltado y popularizado nauseabundo amor al “hombre” como algo distinto y opuesto a todas las demás criaturas, o para ser más exactos, el amor a una repulsiva y estandarizada concepción del “hombre medio”, “ni bueno ni malo”, pero sí débil, mediocre —tan alejado como fuera posible de la milenaria idea guerrera aria de la humanidad superior, expresada en la concepción de que “el héroe se asemeja a los Dioses”, parausar las palabras de Homero.
Y el colonialismo estaba en su punto culminante, y la actividad de los misioneros cristianos también. Lo cual significa que, tras haber cedido ella misma ante las fuerzas de desintegración, Europa estaba conduciendo rápidamente al resto del mundo hacia ellas; preparando la fase final misma de la Edad Oscura: el estado de caos biológico que es la condición preliminar par el dominio de los peores y la aniquilación sistemática de cualquier elite humana superviviente de sangre y carácter.
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En aquel entonces, un digno, honesto y trabajador oficial de aduanas vivía con su familia en Braunau, una bonita y pequeña ciudad sobre el río Inn, en la frontera entre Austria y Alemania.
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La ciudad, con su plaza principal, en uno de cuyos lados todavía puede verse una vieja fuente dominada por una estatua de piedra de Cristo; con sus viejas casa e iglesias, con sus viejas calles —limpias y a menudo estrechas—, y la “torre” de cuatro pisos —Salzburger Turm—, que ya en aquel entonces separaba la plaza principal del “extrarradio”1, era poco diferente de las otras numerosas pequeñas ciudades de la región. Probablemente tenía el mismo aspecto que tiene hoy en día: las ciudades pequeñas cambian menos que las grandes. Y el oficial de aduanas, cuyo nombre era Alois Hitler, vivía y reaccionaba ante la vida como tantos otros funcionarios del gobierno. Agraciado con una enorme voluntad de poder y perseverancia, desde su juventud se había autoformado promocionándose desde la posición de un muchacho de pueblo a la de notario público de una oficina gubernamental, lo cual se le manifestaba como la cima de la respetabilidad. Y ahora, después de todos estos años, cuyos días fueran tan desesperadamente iguales, su monótona vida no parecía monótona ante sus ojos, puesto que no tuvo tiempo para pensar en ella como tal. Meticulosamente riguroso, él trabajó y trabajó. Y los días y los años pasaron. Pronto llegaría el tiempo en que el honesto funcionario se retiraría con una pequeña pensión.
Mientras tanto, él vivía en “el extrarradio”, sólo a unos pocos pasos de la Salzburger Turm, en una vieja casa de dos pisos con pintorescos descansillos abovedados en cada tramo de escalera y espaciosas habitaciones. Su esposa Clara, era bonita: rubia, con unos magníficos ojos azules. Sólo de veintinueve años (era su tercera esposa), tenía una naturaleza apasionada, pensativa y serena; tan imaginativa e intuitiva como poco románticamente diligente era su marido; tan cariñosa como respetuoso era él; y capaz de un continuo sacrificio sin fin. Ella le respetaba profundamente: él era su marido. Pero sobre todo ella amaba a sus niños —y a Dios en sus niños. Y no sabía lo
1 Die Vorstadt.
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acertada que estaba, en concreto cuan fielmente el espíritu divino —la divina personalidad de la humanidad aria, cuya manifestación aparece ahora y entonces en la forma de un extraordinario ser humano— vivía en el bebé que ella estaba amamantando: su cuarto hijo.
Recién lo acababa de tener el 20 de Abril, a las seis y dieciocho de la tarde, en esa larga y aireada habitación del segundo piso —la última a mano derecha, al final de un estrecho pasillo— en la cual estaba ahora recostada, todavía sintiéndose débil, pero feliz. Las tres ventanas abrían a la calle. A través de los limpísimos cristales y blancas persianas, calientes rayos de Sol entraban a raudales. El bebé dormía. La madre descansaba. No sabía que acababa de ser el instrumento de un tremendo Poder cósmico.
Unos pocos cientos de yardas más allá —detrás de la Salzburger Turm y de la amplia plaza rodeada de casas relativamente altas—, fluía el azul-grisáceo río Inn, afluente del Danubio. Había un puente sobre él, tal como hoy en día. El paisaje —suaves colinas verdes, con bosques aquí y allí; y bien cuidadas y acogedoras casas de tejados rojos, y, ocasionalmente, el campanario de una iglesia, entre la orilla del río y las preciosas pendientes verdes en la distancia— era el mismo a ambos lados del puente. La gente era la misma: bávaros —alemanes. Pero este lado, donde se encontraba la plaza principal con su vieja fuente, la Salzburger Turm y el “extrarradio”, era llamado “Austria”. El otro lado: Alemania.
El bebé dormía; la madre descansaba; estaba agradecida por los brillantes rayos del Sol y el cercano verano. Para entonces podría sacar al niño siempre que pudiera. Mientras tanto rezaría a la Reina del Cielo para que él pudiera vivir: sus tres primeros hijos habían muerto, uno tras otro.
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El niño fue bautizado con el nombre de Adolf.
Treinta y cinco años más tarde, el hombre en el que se había convertido escribió: “Hoy me parece que el Destino me ha dispuesto felizmente Braunau an Inn como lugar de nacimiento. Esta pequeña ciudad se sitúa justamente en el borde entre los dos estados germanos, la unificación de los cuales es, para nosotros los hombres de la nueva generación, un trabajo vital que bien merece realizarse por todos los medios”1.
El se refiere al “Destino”. Si no fuera por la singularidad de tal afirmación en un libro escrito para millones de europeos, difícilmente preocupados o interesados con la idea del nacimiento o renacimiento, él podría haber hablado, con igual o mayor exactitud, de “su propia elección”. Pues de acuerdo con la Antigua Sabiduría, hombres de tanta calidad como la suya escogen nacer, sin ser obligados a ello, y escogen su lugar de nacimiento.
Invisible sobre el cielo de la pequeña ciudad fronteriza, las estrellas formaban, el 20 de Abril de 1889, a las seis y dieciocho de la tarde, un claro dibujo marcando el retorno a la tierra de “Aquél-Quien-regresa”; el Hombre divino “Contra el Tiempo” —la encarnada Personalidad colectiva de la humanidad superior—, Quien, una y otra vez, y cada vez de forma más heroica, se interpone en solitario contra la permanente y acelerada corriente de decadencia universal, y prepara, en dura y sangrienta lucha, el amanecer del siguiente Ciclo de Tiempo, aún incluso estando, durante algunos años o décadas, aparentemente abocado al fracaso.
Pues el recién nacido bebé no era otro sino Él.
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Nunca las circunstancias habían sido más desfavorables a su reconocimiento, es más, a la posibilidad misma de la toma
1 Adolf Hitler: “Mi Lucha”
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de conciencia de su misión en el hábito de un soberano predestinado. No sólo había, como cualquiera estará dispuesto a reconocer, un largo camino desde el humilde estatus del niño a aquél que tenía que alcanzar para jugar, en la historia de Occidente, la parte política a la que estaba destinado, sino que nada parecía apropiado para prepararle para la ejecución de su tarea aún más grande, a saber, la de despertar el Alma Aria Occidental a supropia sabiduría natural. La Sabiduría Aria, en su forma consciente y guerrera, en oposición a todos los valores tradicionales del Cristianismo, era desconocida en el mundo occidental de la época —mucho menos en Braunau an Inn—; desconocida, al menos, a todos excepto a unos pocos pensadores solitarios tales como Friedrich Nietzsche. Los poderes celestiales, sin embargo, dieron al niño divino dos privilegios principales a través de los cuales él iba, sorprendentemente pronto, a ser consciente de ella; a reinventarla según su propio entender: primero, una pura y saludable herencia, conteniendo lo mejor tanto de la sangre nórdica como de la céltica —la imaginación apasionada y la intuición mística de los Celtas, aliada a la voluntad de poder, minuciosidad, eficiencia y sentido de la justicia (y también perspicacia) Nórdica; y, junto con ello, un amor apasionado, ilimitado e insondable por esa Tierra Alemana que se extiende a ambos lados del Inn así como a ambos lados del Danubio y más allá; y por su pueblo, sus hermanos de sangre: no aquéllos que son especímenes perfectos de la humanidad superior (pues no hay ninguno en esta Edad Oscura), sino aquéllos que pueden y llegarán a ser como tales, mientras posean el elemento fundamental en ellos.
A través de ese amor —y a través de él solamente— él iba a elevarse a la intuitiva certidumbre de la Verdad eterna sobre la cual iba a construir la doctrina nacional-socialista, forma moderna de la perenne Religión de la Vida; esa certidumbre que le separa incluso de los más grandes políticos y le establece
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directamente dentro de la categoría de los profetas guerreros, fundadores de las más sanas civilizaciones que conocemos; dentro de la categoría de los Hombres “contra el Tiempo”, cuya visión alcanza, más allá de nuestro enfermo mundo, condenado a una rápida destrucción, la todavía impensable próxima Edad Dorada, de la cual ellos son los profetas y serán los dioses.
Escrito en Emsdetten, Westfalia (Alemania), el 14 de Agosto de 1954.
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