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CAPÍTULO XI
DEMASIADO TARDE Y DEMASIADO PRONTO
La tragedia de la vida de Akhenatón reside en lo que estoy tentada a nombrar como la posición intermedia que ocupó en nuestra Edad —es decir, en la Edad Oscura de nuestro Ciclo de Tiempo—, y en nuestro mundo de muchas razas.
Cuando vino a él, este mundo era casi tan viejo como lo es hoy (pues, ¿qué son treinta y tres siglos en comparación con lo que ha durado y nuestro presente Ciclo de Tiempo?). Aún se hablaba, por supuesto, de los sagrados y misteriosos “días de Ra” o “días de los Dioses” —la cada vez más distante Edad Dorada, cuando esta tierra había estado en gloriosa armonía con el resto del Cosmos y consigo misma. Aún se hablará de ella, bajo un nombre u otro, y con creciente anhelo, hasta el último minuto de este Ciclo de Tiempo. Pero se había estado desde hacía milenios, sin contacto con ella, y se había hecho cada vez más misteriosa. Incluso la Segundo Gran Edad, o Edad de Plata —en la que la decadencia ya se había establecido, a pesar del conocimiento todavía claro y ampliamente extendido de la sabiduría original de la Naturaleza—, estaba tan lejana que apenas podía distinguírsela de la Primera. Como mucho, se poseía, al igual que ahora, alguna débil idea de la última parte de la Tercera Edad —de los reinos anteriores al Gran Diluvio—; y tal se poseía, únicamente a través de h tradición, una idea más exacta de todo ello que la que tenemos hoy en día a través de la laboriosa reconstrucción de la muy escasa evidencia arqueológica. Pero ya se estaba, al igual que ahora, confinado en la presente Edad Oscura, de la misma forma que en el patio de una prisión. Como ahora, la Edad Dorada —la “Edad de la Verdad”; la “Edad de los Dioses”— no era simplemente inalcanzable (aun a través de la Tradición), sino también
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impensable. Incluso la intuición de un hombre como Akhenatón apenas podía captar escasamente algunos de sus rasgos gloriosos y destacarlos, al tiempo que seguía siendo insensible a otros, y por tanto incapaz de evocar, en su integridad orgánica, la atmósfera real de la época divina. Como ahora, esta última era ya algo hacia lo cual dirigirse, más que algo a lo que se pudiera describir de alguna forma. E indudablemente había, en lo más profundo de los corazones de aquéllos que se “dirigían” hacía ella de la forma más ardiente (incluso en el propio corazón de Akhenatón, al menos en ocasiones), el sentimiento secreto de que todos los esfuerzos eran inútiles; de que era demasiado tarde para intentar restaurarla —el más triste y deprimente de todos los sentimientos; y el que corresponde al único hecho del que estamos seguros con respecto al largo dorado Amanecer de nuestro Ciclo de Tiempo.
Por otra parte, si los treinta y tres siglos que separan a Akhenatón de nosotros no son nada comparados con las muchas miríadas de años que nos distancian, tanto a él como a nosotros, de aquella largamente desaparecida Primera Edad de inocencia y gloria, sí representan, sin embargo, un largo período de tiempo si se tiene en cuenta, tal como debiera hacerse, la aceleración del ritmo de decadencia en una Edad de las Tinieblas.
Esta tierra no era ciertamente un paraíso en los tiempos de Akhenatón. No sólo contenía los “gérmenes” de la degeneración —éstos son inherentes a la vida misma en el Tiempo, y se hacen evidentes tan pronto como la Edad Dorada ha llegado a su fin—, sino que estaban ya claramente marcados con todas las características de la Edad Oscura: egoísmo, brutalidad injustificable, superstición, engreimiento, temor e hipocresía. Sus guerras eran (aparentemente) tan horribles como las nuestras, a pesar del hecho de que morían menos personas y eran destruidos menos edificios. Y la vida diaria de sus hombres y mujeres era tan monótona como la de la mayoría
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de nuestros contemporáneos. Y sin embargo, a pesar de todo, no era decididamente tan mala. Durante tres mil años más, el progreso técnico no iba a girar las cabezas y los corazones de los hombres hacia la nueva superstición de la “felicidad” a través de una siempre creciente producción. Ni tampoco iba a aparecer, hasta bastante tiempo después, la peligrosa —y falsa— idea de la igualdad humana y la peligrosa ilusión de la libertad. Y las cosas todavía eran llamadas por su nombre correcto, y los hechos —los duros hechos; consecuencias de la Caída que había iniciado, miles de años atrás, el obvio proceso de decadencia— eran afrontados sin temor ni sensiblería, como cosas que tienen que suceder. Aun cuando externamente bárbaras, las guerras eran, interiormente, muchos más honestas que las de nuestro mundo: no eran llamadas “cruzadas” contra esta o aquella idea a la que previamente se había enseñado a la gente a odiar de forma sistemática1, ni tampoco guerras “contra la guerra”, sino que eran francamente llevadas a cabo “para extenderlos límites” del territorio de un rey y explotar a los conquistados después de haberlos saqueado —para adquirir espacio vital, materias primas y mano de obra barata, tal como decimos hoy en día aquéllos de nosotros que no somos mentirosos. Pero en aquel entonces, todo el mundo se refería así. Había actos de crueldad en la guerra. Pero la gente no estaba ni avergonzada ni indignada con respecto a ellos —no los llamaban “crímenes de guerra” cuando resultaban ser los del enemigo, ni los ocultaban cuando eran sus propias acciones. Los reyes, como cosa corriente, ordenaban que tales acciones fueran esculpidas en la piedra para que de esta forma perduraran para siempre2. Había, como ahora, gente esclavizada —los botines de la guerra. Y trabajaban en las minas de los vencedores, o remaban sus barcos. Pero iban a pasar muchos siglos antes de que los sacerdotes de los vencedores
1 Como la repugnante “Cruzada Europea” de Eisenhower.
2 Por ejemplo, el relato de Amenhotep II del trato que dio a los siete caudillos sirios, y posteriormente, los incontables relatos escritos asirios.
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fueran a molestar sus cabezas en relación a sus “almas”, y a ofrecerles promesas de hipotética felicidad en la otra vida en compensación por su desgraciado destino en la tierra —y muchos otros siglos más antes de que los hombres de leyes de los vencedores fueran a darles sermones acerca de una hipotética “conciencia moral universal”, cuyas órdenes deberían haber obedecido, en lugar de luchar implacablemente por sus reyes. No tenían compensación por su destino, salvo los juegos de dados o el jolgorio que ocasionalmente aliviaba la monotonía del trabajo diario, o —cuando resultaban ser hombres de un tipo superior— el orgullo de afrontar heroicamente un amargo pero inevitable destino.... El Cristianismo tal como lo conocemos —esa religión antinatural basada sobre mentiras— no iba a aparecer hasta dentro de un milenio y medio. Y el pensamiento judío (para consumo de los no-judíos) —el principal factor de desintegración mundial desde al menos el siglo tercero antes de Jesucristo (por no decir desde el cuarto) en adelante— todavía era totalmente inexistente.
Y el perenne sueño del Paraíso, aunque era tan irrealizable en la práctica como lo es ahora, era más puro, más sincero y más desinteresado que todas las utopías pacifistas de los últimos tiempos. Al contrario que éstas últimas, su expresión no era necesariamente tonta. Podía ser grande, y bella. Era grande y bella cuando era el producto del anhelo, la imaginación y la lógica de un artista de la talla de Akhenatón. Todavía no había llegado el tiempo en que, sumidos en la desesperanza, los hombres sabios de su clase espiritual, o bien volverían sus espaldas a toda manifestación en el Tiempo y escogerían la vía de la renuncia, o lucharían con las armas de la violencia contra la corriente decadente de la historia —“contra el Tiempo”.
En otras palabras, la última Edad Dorada anterior a Akhenatón (y a nosotros) era demasiado remota en el tiempo como para que cualquier intento por restaurarla no fuese un
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completo fracaso. Por otra parte, el mundo no estaba aún maduro —no aún lo bastante corrompido; no aún lo suficientemente perdido de forma visible— para que un hombre sabio, inspirado en el sueño de la Perfección terrenal, es decir, en el sueño de la armonía entre la tierra y el Cosmos, se sintiese “acorralado” y, o bien calificase a toda manifestación en el Tiempo como un producto del pecado y la tristeza, y , a través de la disciplina interior, buscase la Perfección en el escape de las condiciones de la vida caída, o se adhiriese a este mundo como a su casa y combatiera los crecientes efectos del Tiempo en la Edad Oscura avanzada, y estableciese al frente de nosotros y, a fortiriori, de él mismo, un Estado “contra el Tiempo”, premonitorio, en medio de esta humanidad caída, de la siguiente Edad Dorada. El Estado imposible “sobre el Tiempo” —el Estado “Sede de la Verdad”— era algo que todavía podía ser soñado; soñado quizás por última vez en la historia de esta Edad Oscura; soñado, pero sin embargo, tan imposible en la práctica como lo había sido desde hacía milenios, y como lo es, a fortiriori, hoy en día. La posición única de Akhenatón en la historia reside en el hecho de que él es el último Hombre “sobre el Tiempo” que tuvo suficiente fe en la divinidad remanente del hombre (a pesar de la Caída) y suficiente coraje —y suficiente poder político— para intentar, con toda seriedad, convertir ese sueño en realidad.
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El último ya que todos los bien conocidos hombres “sobre el Tiempo” que han proclamado tras él su inquebrantable condena de la violencia —considerándola incompatible con la Verdad eterna—, han renunciado a todo poder temporal y a toda esperanza de un orden temporal de perfección en este mundo caído. Han abandonado al mundo caído y han rechazado de antemano, como utopías condenadas,
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todos los sueños de restaurar la largamente destruida armonía entre el Cielo y la Tierra, y han recurrido al “alma” individual —lo único que todavía se puede salvar, incluso hasta el último día de la Edad Oscura. Todas las religiones que ellos han predicado: Budismo, Jainismo, Taoísmo y, finalmente, el Cristianismo (el Cristianismo real como pura fe y disciplina personal, no como Iglesia organizada), son vías que dirigen al alma individual fuera del barco que se hunde; fuera de este mundo, irredimiblemente infiel a su modelo celestial —fuera de la esclavitud del Tiempo. Y la “no-violencia” común a todas ellas no es aquélla implícita en la perdida Religión del disco Solar —no el aura radiante de un paraíso terrenal, sino el signo tangible de que el alma individual ha renunciado a su solidaridad con este mundo oprimido por el Tiempo, “a sus pompas y vanidades”; que ya no lo acepta más como su patria real, y que por tanto ya no está avocada a reconocer la ley de la violencia, que es su ley.
Otra característica de estas religiones de humildad y auto-negación originadas por hombres “sobre el Tiempo” es la de que no tienen en cuenta en absoluto la raza, ya sea como un rasgo del Orden natural (tal como hizo la Religión del Disco) o como un factor de salvación (tal como hizo y todavía hace el más antiguo Camino de vida “contra el Tiempo” que yo haya podido conocer —el Brahamanismo). Y esto ha de ser comprendido: son, como he dicho, vías fuera de este mundo caído; cuando ya no se pertenece a esta tierra, las barreras naturales del reino de la Vida desaparecen en la misma medida que las artificiales; el Sannyasi ya no tiene ninguna casta. Y está escrito en el Libro de los libros que “un sabio” —es decir, un hombre que se ha liberado a sí mismo de las ataduras del Tiempo— “ve a un Brahmin instruido, a una vaca, a un elefante, a un perro e incluso a un hombre que come carne de perro, bajo la misma luz”, o de acuerdo a otra versión, “ve en ellos la Realidad Única”1.
1 Bhagawad Gita, V, verso 18.
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Pero como he dicho, el Brahmanismo es esencialmente una vía de regreso a la armonía y perfección del mundo, con plena conciencia de las condiciones de cada Edad, particularmente las de la presente Edad Oscura; una vía de vida “contra el Tiempo”. El Sannyasi, el hombre que ha renunciado completamente al mundo y que se eleva “sobre el Tiempo”, ha vivido primero en el mundo la vida del mundo: como un hombre joven luchando por ser, incluso en el pensamiento, dueño de sus sentidos; como un cabeza de familia con responsabilidades; como un morador que vive en el retiro. En todas estas tres fases clásicas1 —en tanto que no ha renunciado al mundo por completo—, la casta de un hombre —su raza2— y la Edad en la que vive determinan sus deberes y derechos. Cuanto más elevado es el lugar que le corresponde en la jerarquía natural de las razas, más exigentes son sus deberes: lo que está permitido a un Sudra está prohibido a un Brahmán o a un Kshattriya —a un miembro de las castas arias. E igualmente, cuanto más se desciende por el curso del Tiempo, más estrictos y exigentes son los deberes y más grandes las responsabilidades de la raza superior, destinada a iniciar un nuevo mundo de perfección, aquí, en la Tierra, tan pronto como la Edad Oscura llegue —finalmente— a su término. Matrimonios que en otras épocas eran permitidos a los miembros de las castas más altas —de hecho, las mejores en una sociedad dominada hasta el día de hoy por el ideal de la pureza de la sangre—, no se permiten ya en la Edad Oscura, de acuerdo a las Leyes de Manu. Y normalmente, le es menos difícil convertirse en un auténtico sabio a un hombre nacido como Brahmin o Kshattriya que a cualquier otro hombre. Es más, aquél que ha “caído del yoga” —que se ha esforzado sinceramente por alcanzar la sabiduría de lo
1 Las tres ashrams (la del brahmachari, la del grihastha y la del vanaprastha, que conduce normalmente a la cuarta: la del sannyasi).
2 Varna, uno de los nombres sánscritos que responden a casta, significa “color”. El otro nombre, “jat”, significa raza.
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Eterno pero que ha fracasado—, finalmente “renace en una casa puray bendecida” y, “habiendo recobrado las características de su anterior cuerpo, se afana de nuevo por conseguir la perfección”1. Por otra parte, incluso el “sabio” —al menos en tanto que no ha roto todas las ataduras de la sociedad humana y se ha convertido en un mero asceta meditativo— debería actuar, y llevar a cabo los deberes de su raza y posición: luchar y matar, en el nombre de una causa justa, si es que pertenece a una raza de guerreros, “pues no hay nada más grato a un Kshattriya que una guerra justa”2. Pero debería actuar, en completo desapego, “sólo en razón al deber mismo”3. En otros palabras, en todas las Edades salvo en aquélla en la que el Universo manifestado, reino del Tiempo, todavía está a tono con la Eternidad, el Hombre perfecto “sobre el Tiempo” debería ser también el más activo y completo Hombre “contra el Tiempo”, fiel a la raza y al Estado, y sumiso en el sentido natural de la palabra; fiel, en acción, a esta tierra, aun cuando viviendo, en espíritu, ya en la Eternidad.
Tanto Akhenatón, en su seguridad juvenil en el hombre y en la de su propio poder como rey, como los Fundadores de las grandes religiones extraterrenales de humildad y renunciación, en su completa desconfianza hacia el hombre cogido en masse y hacia todas las regulaciones y Estados, han pasado por alto el hecho de que la vida está irremediablemente ligada a las condiciones de la Edad por la que está pasando. Y ambos fracasaron incluso en preparar la llegada de la nueva Edad Dorada, salvo a través de la belleza de sus propias vidas.
Es Estado teocrático ideal de Akhenatón —el eternamente pacífico Reino del Sol en la Tierra— fue, y continúa siendo, una imposibilidad en nuestra Edad Oscura. Estaba marcado desde el principio con el signo del fracaso. Y el
1 Bhagawad Gita, VI, 41-43.
2 Bhagawad Gita, II, 31.
3 Bhagawad Gita, III, versos 19, 25-30.
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carácter “no-egipcio” de la particular Sabiduría solar sobre la que iba a ser construido, fue, tal vez, el pretexto, aunque no ciertamente la causa más profunda, de su fracaso (otras naciones habían aceptado o iban a aceptar y mantener durante siglos, al menos externamente, religiones que en absoluto estaban en armonía con el genio de su pueblo: baste con pensar en la sabiduría aria de los Vedas, sostenida como sagrada hasta el día de hoy por millones de Dravidianos, hijos de los “Dasyus” del pasado, que suponen la aplastante mayoría de la población hindú; o considerar como el Cristianismo fue impuesto con éxito sobre los pueblos germánicos del Norte de Europa, muy en contra de su voluntad; o como el Budismo conquistó pacíficamente millones de seguidores entre las razas amarillas —en particular, como consiguió convertirse en uno de los principales credos del guerrero Japón—, o como el Islam se expandió, también pacíficamente, a la isla de Java). La causa del fracaso de la supervivencia de la Religión del Disco, incluso bajo una forma imperfecta, ha de buscarse en sus propias contradicciones internas: en el hecho de que se basa, como he dicho anteriormente, en una concepción completamente indoeuropea de lo Divino y que a pesar de ello su sabiduría no sea una sabiduría “contra el Tiempo”, una sabiduría guerrera que concordaría con la joven raza predestinada a abrir el siguiente Ciclo de Tiempo y a gobernar el mundo en los venideros “días de Ra”, tras el colapso de esta Edad Oscura; no es una sabiduría “contra el Tiempo” ni tampoco una sabiduría de desesperanza. La causa de este fracaso ha de buscarse aún más lejos; tal vez, en los más profundos contrastes de la propia herencia de Akhenatón, como descendiente de la aristocracia del género humano más antiguo (semejante al de los sumerios y al de los Mohenjo-Daro de la India) y, a su vez, de la emergente raza aria.
Los egipcios compartieron con las otras razas nobles del mundo pre-ario un profundo amor a la paz. Esto podría parecer
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en amplia contradicción con la historia de la Dinastía Duodécima, y en especial, de la Decimoctava1. Sin embargo, estos períodos recurrentes de conquista y de expediciones de castigo en las tierras conquistadas, incluso los ciento cincuenta años de guerra que van (con una destacable interrupción2) desde Sequenen-Ra a Thotmose IV —que en parte han de ser entendidos como una reacción en contra de la amargamente odiada dominación de los conquistadores semíticos de Egipto, los Reyes Hykso—, no fueron sino meros episodios en la interminable historia de las “Dos Tierras”, El egipcio, al igual que el hindú de la civilización del valle del Indus, sólo combatía cuando se sentía forzado a ello, y aun entonces, sin el entusiasmo de un semita o un ario.
Akhenatón heredó ese rechazo profundamente enraizado a la violencia que sus inmediatos antepasados habían desechado. Lo heredó junto con destacadas cualidades arias: inteligencia creativa; voluntad de poder y consistencia; afán de perfección. Estas cualidades le capacitaron para captar la idea del “Calor y la Luz en el Disco Solar” y para adorar a éste como el único Objeto divino. E hizo posterior uso de ellas para perseguir, en el nombre de ese Dios asombrosamente impersonal, un ideal de paz de la Edad Dorada en un mundo hermoso; de paz a través del amor a la Vida y a la Belleza —en otras palabras, para dar respuesta, o intentar dar respuesta, aquí y ahora, al anhelo inmemorial de las razas más antiguas por el misterioso Paraíso perdido en el amanecer de nuestro Ciclo de Tiempo.
Había en él demasiada de la suavidad del muy antiguo y refinado Sur como para que se convirtiera en un hombre “contra el Tiempo” —un luchador que acepta los métodos de
1 Véase la gran inscripción de Senusret III (decimosexto año de su reinado) en Semneh, a treinta millas por encima de la Segunda Catarata del Nilo. También el himno de victoria de Thotmose III en Karnak.
2 El pacífico reinado de la Reina Hatshepsut.
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esta Edad Oscura y que trabaja, con su ayuda, en previsión de la próxima Edad Dorada. Y la Edad Oscura no estaba, en sus días, lo suficientemente avanzada como para que el escape fuera de las condiciones de la vida en el Tiempo se convirtiese, para un amante incondicional de la paz y de la Vida, dotado con una lógica inquebrantable, en la única salida imaginable.
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De esta forma, miríadas de años después de la última Edad Dorada, cuya brumosa visión fue el modelo de su teocracia imposible, y siglos antes del estallido redentor que pondrá fin a la presente Edad de las Tinieblas, Akhenatón, mitad egipcio y mitad ario último heredero, en línea directa, de la casa real de Tebas, y heredero de los reyes de Mitania—, permanece en solitario, como un pilar de luz, en un gran punto decisivo de la corriente decadente del Tiempo a la que nada puede frenar. El es el último hombre —por lo menos, el último gran rey y maestro— “sobre el Tiempo” fiel a este mundo iluminado por el Sol, al igual que los primeros “hijos de Ra”, o los “rajrishis” de la más antigua India. Tras él, un gobierno pacífico divino no es ni tan siquiera imaginable (y él ya vino miles de años demasiado tarde como para que su teocracia solar fuese algo más que un sueño). Tras él, al menos en la mitad occidental de lo que hoy es conocido como el viejo continente —de Europa a la India—, los relativamente pacíficos pueblos no semíticos del Sur iban, gradualmente, a jugar un papel cada vez menos activo en la historia del mundo. La vigorosa y bella raza aria, que en su lejano hogar nórdico se había adherido firmemente al culto perenne de la Luz y de la Vida en su forma más pura, iba a continuar su empuje hacia el Sur y hacia el Este, entrando en contacto con otras culturas y olvidando, en todas partes o en casi todas ellas, algo de la original Sabiduría solar en un intento por entender nuevos mitos o explicar
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satisfactoriamente nuevas experiencias, al tiempo que dejaban el sello de su genio creativo en la población conquistada. Y los semitas también iban a incrementar su influencia —una influencia de una clase bastante diferente— a través del poder político y, posteriormente, a través de credos centrados en torno a un Dios personal y trascendente, el opuesto filosóficamente al “Calor y Luz en el Disco” de Akhenatón. El derrocamiento, durante el reinado de Akhenatón, del tutelaje de Mitania por Ashur Uballit, hijo de Erba-Adad, rey de la todavía insignificante Asiría, y la intensa infiltración de los habiru en Palestina, son signos iniciales del nuevo ascenso de los Semitas; mientras .... en al lejana India, los arios estaban diseñando el sistema de castas, o dándole a éste una interpretación nueva —racial— y estableciendo, en medio de un inmenso entorno ajeno, los cimientos de la más antigua civilización auténticamente racional de la Edad Oscura: el Brahmanismo, una civilización “contra el Tiempo”; y menos de un siglo más tarde, la invasión theosprotiana iba a llevar a Grecia “una población aplastantemente aria”1: la nueva sangre que iba a desarrollar el Helenismo a partir de su propio genio y el de la antigua cultura Egea, aún viva.
Pero, repito, ninguna raza ni ningún hombre iba a renovar jamás el experimento de Akhenatón de un Estado Gobernado en desafío a las condiciones de la Edad Oscura y acorde a un credo de esta tierra. De hecho, a medida que la Edad Oscura avanza, los Estados y todos los organismos temporales —con una pocas notorias excepciones— se convierten, cada vez más, en organismos “en el Tiempo”, cuyo objetivo real es simplemente el bienestar mundano de una familia o minoría dirigente, o de todo un pueblo, sin que esa familia, grupo o pueblo sean, desde el punto de vista de la jerarquía natural de la vida, “los más valiosos”; sin que sus privilegios estén justificados bajo la luz de la Verdad cósmica. Los grandes
1 H. R. Hall: “Ancient History of the Near East”; novena edición, pág. 67.
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hombres “sobre el Tiempo” que aparecen tras Akhenatón dan su espalda a este mundo sin esperanza y buscan, tal como he mencionado anteriormente, la salvación o “liberación” del alma individual; su fuga de la servidumbre del Tiempo. El Sanga budista, e incluso la aún más extraterrenal hermandad de los ascetas del Jainismo, son comunidades de personas que de forma deliberada no dejan descendencia y concentran todos sus esfuerzos en no nacer de nuevo, si es que pueden evitarlo. El Reino de Jesucristo “no es de este mundo”. Y aunque de acuerdo al fundador práctico y real de la Iglesia Católica, Pablo de Tarso, es “mejor” para un cristiano como también es “mejor”, dicho sea de paso, para un budista o un jainista) “casarse que quemarse” (de pasión), para él es un mejor vivir, siempre que sea posible, dentro del celibato. La doctrina cristiana es sin duda menos consistente que la budista o la jainista en relación a la no-violencia. El muy sobrevalorado “amor” que predica está limitado de manera chocante al hombre. Pero el ideal cristiano —el objetivo de la disciplina religiosa tanto el individuo místico como de la comunidad mística— también es esencialmente ascético y extraterrenal; un ideal a la luz del cual el santo que no es de este mundo es tenido como el tipo más elevado de ser humano; el tipo al que el creyente debiera aspirar.
Que el santo alcance el estado de nirvana o el arrobamiento más personal del “Cielo” cristiano es, desde el punto de vista de la sabiduría enraizada en esta tierra y fiel a la misma, simplemente lo mismo. En ambos casos se salva a sí mismo, abandonando a su destino a la tierra condenada —a lo sumo, regresando (naciendo de nuevo) por su propia voluntad como un “Boddhisattva” para ayudar a otras almas a salir de la pesadilla de la existencia en el Tiempo, o bien ayudándolas directamente desde el estado de arrobamiento al que ha llegado, de acuerdo con el dogma cristiano de la “comunión de los santos” (la solidaridad entre las iglesias “triunfantes” y
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“militantes”, que no es otra cosa que un hecho natural expresado en lenguaje religioso).
Pero no toma parte en la única lucha, cuyo objetivo es preparar la llegada de la siguiente Edad Dorada: la lucha “contra el Tiempo”, aquí y ahora.
Por el contrario: las grandes religiones extraterrenales que exaltan el escape de las condiciones de esta Edad Oscura en particular, y del Tiempo en general —la “salvación” o “liberación” individual—, simplemente logran en la práctica hacer peores las condiciones de la Edad Oscura. Es así por la sencilla razón de que apartan lo mejor de la energía humana —y para empezar, lo mejor de la sangre humana— lejos de esta tierra. De los bien conocidos ascetas budistas, tanto el primero como muchos de los últimos, al igual que muchos de los del Jainismo, eran Brahmanes o Kshattriyas —arios—, y muchos de los santos cristianos célibes eran de procedencia germánica.
Si en realidad las religiones ascéticas sólo pudieran apartar a todos los hombres lejos de este planeta, su efecto no sería tan trágico. Con el paso del tiempo, contribuirían a la extinción de la humanidad a través del proceso menos violento de todos: a través de la falta de interés en la reproducción; la falta del deseo de vivir en este mundo salvo como viajeros a la siguiente muerte o más allá de la misma; salvo como almas “liberadas” —no como nuevos hombres y mujeres vivientes, herederos del carácter y posibilidades de las razas humanas existentes así como de sus tareas, luchas y grandezas de origen natural. Pero sólo minorías son capaces de cumplir hasta sus últimas consecuencias lógicas con una enseñanza inflexible. Y por tanto, ninguna religión de carácter extraterrenal ha tenido nunca, en tanto que yo sé, suficiente atractivo como para dirigir a toda la comunidad de sus creyentes a la extinción a través de la indiferencia a la vida. Pues junto al buen monje que, en pensamiento y acción, sostiene la virginidad como mejor que el matrimonio, está el hombre laico que simplemente recuerda que
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“es mejor casarse que quemarse”, y que tiene una familia. El monje —quien a menudo es un hombre de la mejor sangre— esta perdido para esta tierra, en el sentido terrenal. El hombre laico se convierte en positivamente peligroso tan pronto como olvida que la desatención a la raza está, a lo sumo, permitida únicamente a aquéllos que pisan el camino ascético y que se desentienden de la vida como tal; a aquéllos que, ya en este mundo, “ni se casan ni dan en matrimonio”. Y él siempre olvida esto tarde o temprano, en el transcurso de décadas o siglos, pues, al menos según mi conocimiento, ningún credo extraterrenal se ha molestado en destacar este hecho (el Brahmanismo lo ha destacado, pero el Brahmanismo no es un “credo extraterrenal”, una religión “sobre el Tiempo”; es el único sistema social “contra el Tiempo” en cuyo marco hay lugar para todos los credos —terrenales y extraterrenales— y todas las razas, desde las más bajas a la pura aria, en una armonía que refleja —o que al menos intenta reflejar— la armonía original de la Creación).
Por tanto, el resultado práctico de las grandes religiones de escape de las condiciones del Tiempo; el resultado práctico de las enseñanzas de los grandes hombres “sobre el Tiempo” posteriores a Akhenatón, es una disminución del nivel racial y por consiguiente de la calidad de sus propios adeptos y, a través de ellos y de sus prosélitos, de la humanidad en general: no —desafortunadamente— una generación de “sadhus” y santos meditativos, seguida por un planeta sin hombres (sin duda, más bello de lo que lo ha sido desde hace mucho tiempo), sino ... de productos mezclados de sangre aria y mongola, o de sangre aria y judía, y una posterior mezcolanza indescriptible de todas las razas del Medio y Lejano Oriente, o e todas las razas del Oriente Próximo y de Europa, profesando formas de budismo y cristianismo crecientemente degradadas, y alimentando, alimentando y siempre alimentando especímenes de mamíferos bípedos crecientemente degradados. En otras palabras: una
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mayor presión de la garra de las condiciones de la Edad Oscura sobre el mundo y una mayor desintegración.
Apenas es necesario añadir que esta desintegración ha sido alentada y explotada por todo poder “en el Tiempo” en la necesidad de Menschenmaterial con independencia de su calidad. Las enseñanzas extraterrenales de acuerdo a las cuales el hombre ha de ser tenido ante todo como “un alma”, han sido movilizadas en apoyo de planes de injustificada dominación mundial por la misma Iglesia Cristiana y por un número de dirigentes cristianos. Un ejemplo típico, aunque en ningún caso único, de este oportunismo lo tenemos en la política de Albukerque en Goa, alentando matrimonios mixtos entre portugueses e indios cristianos de cualquier casta. Cada nuevo nacimiento mestizo bautizado por la Santa Iglesia, sería —al menos así lo esperaba Albukerque— un futuro santo en el Cielo y, mientras tanto, un fiel defensor de los intereses portugueses. Los virreyes españoles de Méjico y Perú han alentado los matrimonios mixtos en un espíritu similar, y así lo hicieron en el Oriente Próximo, mucho antes que ellos, los emperadores bizantinos y los califas de Damasco y de Bagdad. Es la política más natural para un dirigente “en el Tiempo” cuya religión resulta ser una fraternidad de fe indiferente a la sangre —máxime si esta religión es, al igual que el Islam, una religión extraterrenal, aunque en absoluto no-violenta.
De haber perdurado, ¿habría seguido en la práctica el mismo camino la decididamente no-violenta pero no extraterrenal Religión del Disco? Dicho camino está en contradicción con la idea de la separación de las razas ordenada por Dios, implícita en las palabras de Akhenatón: “Tú has puesto a cada hombre en su sitio. Tú les has hecho diferentes en su forma, en el color de su piel y en su habla. Como un divisor, has dividido a los pueblos extranjeros”1. Pero, ¿quién puede decir lo que una religión podría llegar a ser en manos de
1 Himno Largo al Sol.
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ambiciosos y codiciosos adeptos de palabra, cuando no tiene (que sepamos) un código de conducta fijo y duro, nada que guíe al creyente salvo la intuición de un artista a tono con la belleza de la Creación? Sabemos que muchos de los seguidores coetáneos a Akhenatón fueron por lo menos artistas tales. Es difícil determinar quiénes habrían sido sus posteriores seguidores, y si algún gran hombre se habría elevado —o podría haberse elevado— entre ellos para salvar aquello que podría ser salvado de la teocracia de la Edad Dorada creada en esta Edad Oscura por el joven rey, dándole las leyes rígidas que todo organismo de la Edad Oscura necesita para poder perdurar. Todo lo que podemos decir es que el líder habría sido necesariamente —tendría haber sido— que un hombre “contra el Tiempo”; “sobre el Tiempo”, sin duda, pero también “contra el Tiempo”; no simplemente “sobre el Tiempo” como Akhenatón mismo y como los fundadores de las religiones no-violentas y extraterrenales posteriores a el. Tal como he dicho, no hay lugar ni posibilidad de existencia en la Edad Oscura para una Estado “sobre el Tiempo”. Por mucho que la inspiración, la filosofía que reside tras la norma del Estado, sea de naturaleza no-violenta, los métodos han de ser los duros en su Imperio Budista —Asoka— fue únicamente capaz de hacerlo gracias a que los había aplicado de verdad antes de su conversión a la no-violencia.
En otras palabras, en esta Edad Oscura sólo hay lugar para religiones “contra el Tiempo” —aparte de las falsas religiones “en el Tiempo”. Al seguidor sincero, inteligente y absolutamente consecuente de una enseñanza cien por cien “sobre el Tiempo” —como tal, cien por cien no-violenta— sólo le queda un camino: desaparecer. No pertenece a este planeta en esta Edad; debe evadirse de él —y no regresar nunca. La no-violencia no es sólo incompatible con la existencia de cualquier Estado, más aún, de cualquier vida colectiva en cualquier período del Tiempo, con excepción hecha de una Edad Dorada,
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sino que es, salvo en una Edad Dorada, incompatible con la Vida misma.
De todos los seguidores de religiones no-violentas, los jainistas son los únicos que, aparentemente, han entendido esto. Al igual que sucede en otras religiones, ellos están divididos en una minoría de monjes y una mayoría de personas que viven —de forma tan no-violenta como materialmente sea posible— la vida de este mundo. Peros sus ascetas van más allá que el resto de los que yo conozca en el camino de la renunciación en razón al amor hacia todas las criaturas. No contentos con respetar la vida animal, al igual que los jainistas laicos y los vegetarianos del mundo, rechazan serenamente todo compromiso con la dura Ley de la Vida en todo tiempo salvo en al inimaginable Edad Dorada: matar, y comer; matar, y vivir. Y apartando gradualmente verduras, frutas, y finalmente incluso el agua, mueren de inanición en el nombre de la lógica real de la No-violencia —de la única lógica de aquellos hombres de nuestra Edad Oscura que se aferran a su voluntad hasta el amargo final para desafiar las condiciones de la existencia en el Tiempo.
Hay una alternativa consecuente con esta posición extrema —una alternativa igual de lógica y heroica— y es la del equivalente filosófico del racialismo brahmánico en nuestro mundo técnicamente avanzado y sin embargo peligrosamente decadente; la del credo moderno “contra el Tiempo” y “fiel a esta tierra” par excellence, o para ser más exactos, la de la forma moderna de la Sabiduría perenne de la Luz y de la Vida: el Nacional Socialismo, al que personas poco perspicaces confunden con un simple credo político y nada más.
Y esta alternativa es, al menos para aquéllos que son de sangre aria y de naturaleza guerrera —para Kshattriyas—, la mejor de las dos. Pues está escrito en el Libro de los libros, expresado por Dios Mismo —es decir, por el Genio de la Raza, con ropaje
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humano— a un príncipe de Kshattriyas, que “la acción es superior a la inacción”1.
Emsdetten, en Westfalia (Alemania), el 23 de Mayo de 1954.
1 Bhagawad Gita, III, verso 8.
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