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CAPÍTULO X
LA SEDE DE LA VERDAD
La religión del Disco era una religión de Estado. Desde su inicio, Akhenatón había intentado que fuera así. Este hecho es enfatizado enérgicamente por algunos arqueólogos como Sir Wallis Budge, mientras que otros parecen estar más impresionados —y más interesados— por el lado religioso (o filosófico) real de la Enseñanza del rey: su teología simple y científicamente exacta; su ausencia de cualquier explícito código moral; el inherente rechazo de su Fundador a toda violencia. Y no me estoy refiriendo a un simple culto de Estado —compatible con todas las visiones religiosas y con todos los principios morales (suponiendo que éstos no fueran, directa o indirectamente, peligrosos para la seguridad o el prestigio del Estado), tal como fue el caso del culto a los dioses tradicionales de Roma bajo la tutela tolerante de los emperadores—, sino a una religión de Estado, dando un precisa concepción metafísica del Universo y un preciso ideal de vida a todo un pueblo, más aún, a todo un imperio y (en la mente de Akhenatón) al mundo entero; una religión de Estado que era al mismo tiempo una religión mundial y una religión que exaltaba la perfección individual —“la vida en la Verdad”— como objetivo; así era, como he intentado destacar en otro libro1, esa religión solar que Sir Flinders Petrie consideró “apropiada para satisfacer nuestras modernas concepciones científicas”2. En otras palabras, no era una vía fuera de esta vida (o fuera del interminable ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento) hacia un Reino de Justicia que “no es de esta tierra” o hacia la paz absoluta de la Nada, sino una vía de vida aquí y ahora, sobre
1 “A Son of God”; edic. 1946.
2 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; edic. 1899, Vol. II, pág. 214.
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esta tierra, a tono con esta tierra, y por tanto una religión de Estado —puesto que la vida aquí y ahora, a tono con esta tierra, presupone orden social y político, jerarquía organización) y religión (religión real)—, ya que al no ser una vía de escape de la vida, es inseparable de todo Estado real de la misma forma que lo es de la vida misma.
Esto no es una suposición arbitraria. Por supuesto, no tenemos recuerdos escritos de ninguna Edad salvo los de aquélla en la que estamos viviendo en la actualidad —la Edad Oscura (el Kali Yuga de las Escrituras Sánscritas). La evidencia arqueológica nos ayuda a reconstruir algo (aunque sea extremadamente poco) de la Edad precedente. Y en ausencia de toda visión de la historia real de las dos primeras Edades de nuestro Ciclo de Tiempo —el largo Satya Yuga (o Krita Yuga) y el Treta Yuga de los libros sánscritos; la Edad de Oro y la Edad de Plata de los antiguos griegos—, sólo la Tradición nos proporciona al menos una suposición de la calidad de sus civilizaciones. Con todo, es notable —más aún, visible ya en la presente Edad Oscura— que a medida que uno sube por la corriente del tiempo, la religión y el poder del Estado están cada vez más estrechamente unidos. En la parte más temprana de esta Edad de las Tinieblas —más de dos mil años antes de Akhenatón—, el poder real y la dignidad sacerdotal eran atributos de la misma persona. Y así continuó siendo durante largo tiempo. Todo patesi de la antigua Sumeria era sumo sacerdote así como rey del área sobre el que mantenía dominio. Y así hacían —y así continuaron haciendo, al menos formalmente, durante siglos— los emperadores chinos, “Hijos del Cielo”, cuyo oficio era interpretar las Cuatro Ceremonias y fijar el Calendario, es decir, poner su reino en armonía con el Espacio y el Tiempo. Y en la Edad precedente, y en la anterior a ésta, sucedía así en forma cada vez mayor, si creemos la Tradición hindú en relación a todo lo referido a los “fajrishis” —gobernadores y santos, es decir, hombres que han percibido lo
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divino en su interior al tiempo que mantienen, o intentan mantener, el Orden divino en el mundo—, algunos de cuyos nombres han llegado hasta nosotros. Mientras que en la Edad Dorada, en todas las naciones, los mismos dioses eran reyes —“los dioses”, es decir, superhombres, tan por encima incluso de la bella humanidad de su tiempo como lo está la humanidad media de la animalidad media. La separación de “Iglesia y Estado” es una invención moderna, o por hablar más exactamente, una necesidad creciente de la última Edad Oscura, admitida inmediatamente por los grandes hombres “en el Tiempo” —que son totalmente tolerantes hacia las religiones existentes en su época (a menos que consideren interesante el usar una de ellas en contra de las otras)— y “contra el Tiempo” —que sienten que primero deben, por razones prácticas, alcanzar el poder, y sólo entonces establecer su programa superior, su programa real. Dicha separación es inconcebible en cualquier época salvo en el último período de nuestra Era, aun cuando ni el Estado ni la “Iglesia” sean ya desde hace siglos lo que debieran ser, y lo que en grado supremo son en la Edad Dorada. Es cada vez menos concebible a medida que uno retrocede en la Antigüedad remota; y mucho menos en la misma Edad Dorada —o en las mentes de esos hombres “sobre el Tiempo” que viven en espíritu en dicha Edad.
Akhenatón no podía, como tampoco hubiesen podido sus padres, aislar la religión del Estado. No podía desear una separación tan poco natural y absurda. Lo deseaba muchos menos que ellos, que habían comprendido de forma menos clara e intensa que él el significado y el propósito tanto de la religión como del Estado. Su religión estaba avocada a ser una religión de Estado, no porque él hubiese nacido rey, sino porque había resultado ser un hombre “sobre el Tiempo”, que vive en espíritu en la Edad Dorada, y un hombre de acción, fiel a esta tierra, y porque junto con ello, le sucedió ser un rey.
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Pero mientras que el Estado faraónico era el resultado de la lenta evolución en el curso de tiempos inmemoriales de la perfecta idea de Estado de los “días de Ra”, la Ciudad ideal de Akhenaton iba a ser construida (en su mente al menos) sobre esa misma idea de Estado. Iba a ser la expresión viviente del Orden divino original —es decir, del Orden de la Edad Dorada— en su pureza inamovible; en otras palabras: un Paraíso terrenal a gran escala. En él —sobre él—, el gobierno directo y absoluto, si bien suave y pacífico, de un Hombre divino, “Hijo del viviente Atón, semejante a El sin cesar” —es decir, su propio gobierno—, iba a reemplazar la cada vez menos feliz (y menos efectiva) colaboración entre poder temporal y autoridad espiritual —realeza y clero—, que tanto Egipto como prácticamente todos los países habían desarrollado gradualmente hasta entonces. La “Enseñanza de la Verdad” sólo podía ser la religión de Estado de un Estado de la Edad Dorada organizado de acuerdo a su espíritu.
Y realmente parece como si, con esa seguridad juvenil en la irresistibilidad de la Verdad que iba a caracterizar todo su trabajo, Akhenaton hubiese intentado primero convertir a Tebas en la capital de ese Estado de sus sueños. Es al menos significativo que tras construir en el recinto de Karnak, sagrado para los ciudadanos de Tebas desde hacía ya siglos, su primer templo conocido dedicado al disco Solar, renombrase a la gloriosa ciudad de sus ancestros “ciudad del Brillo de Atón”. No es menos destacable el que parezca haber hecho todo cuanto pudo por reemplazar suave y pacíficamente el régimen faraónico de su tiempo por su elevada teología de la Edad Dorada.
La naturaleza de su fe era conducente a dicha política.
Hemos visto en el capítulo precedente que Atón —Ra-Horakthi-Atón, tal como es llamado en el hito limítrofe de Tell-
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el-Amarna—, contrariamente a la opinión de algunos autores modernos, nunca fue —no podía serlo de ninguna forma— un Dios “celoso”; que filosóficamente hablando, no tenía ninguna disputa con las concepciones demasiado humanas de la Divinidad que los egipcios mimaban, es más, ni tan siquiera con Amón mismo (¡pues la Energía Impersonal manifestada en los rayos del Sol, “el Calor y la Luz en el Disco” —ya que Atón no es otra cosa—, a duras penas podría ser tan estrecha de mente!). Este hecho nunca podrá ser suficientemente enfatizado. Y ello explica el porqué no hay en la primera parte del reinado e Akhenatón ningún signo de “intolerancia religiosa” —por mucho que el joven rey pudiera observar con claro desdén muchas de las creencias egipcias profundamente asentadas; y por mucho que pudiera deplorar el ascenso de Amón, una deidad tribal local, al rango de Gran Dios del Imperio, y más aún, su identificación con el venerable Ra de Heliópolis, el dios solar de aquellos faraones santificados que construyeron las Pirámides. Explica el porqué los fragmentos de piedra caliza que una vez fueron parte del primer templo de Atón, portan, junto con el glorificado nombre de Horus, los nombres de otros dioses tradicionales egipcios como Set y como el dios de cabeza de chacal Wepwat. Explica el porqué el administrador real Apiy no dudó en mencionar a Ptah y a “los dioses y diosas de Memphis” en su carta al rey durante el quinto año del reinado de éste —carta en la que Akhenatón todavía es llamado Amenhotep, aunque ya portase el significativo título de “viviendo en la Verdad”. Explica el porqué, originalmente, había sobre la inscripción de Silsileh conmemorativa de la apertura de las canteras del Sur, que iban a proveer las piedras para el primer templo conocido dedicado a Atón, una figura del rey adorando a Amón, al que el disco solar —Atón— derrama sobre él los famosos Rayos acabados en manos, símbolo de Energía —“Calor y Luz”— en la nueva Religión1.
1 Ver Breasted: “Ancient Records of Egypt”; edic. 1906, Vol. II, pág. 384.
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Como he intentado mostrar en otros escritos1, Akhenatón ya era entonces consciente de lo que la Divinidad suponía para él, y lo que es más, estaba ya deseoso de predicar su nueva (o mas bien eterna) religión dondequiera que estimase a cualquier hombre digno de escucharla, tal como queda bastante claro en la inscripción de la tumba de Ramose, en Tebas2.
Esto indica que el cambio que pronto iba a producirse en su actitud hacia los dioses tradicionales de Egipto en general, y hacia Amón en particular, y las medidas que pronto iba a tomar en contra del clero de Amón, tenían un significado fuera de la Religión del Disco como sistema orgánico de pensamiento; un significado derivado de la muy concreta concepción del Estado que va mano a mano con él y con el hecho de que Akhenatón fuese un Hombre “sobre el Tiempo” que no había renunciado a este mundo.
Esa concepción del Estado —ese régimen, por usar un término moderno en conexión con una realidad muy antigua— era, como digo, una teocracia. No un gobierno arbitrario de sacerdotes que pretenden gobernar a favor de los Dioses o de “Dios” —eso que generalmente se denomina “teocracia” debido a un mal uso de la palabra—, sino precisamente el gobierno de Dios mismo, ejercitado por un verdadero “Hijo de Dios”, “sabio en la comprensión de los planes y de la fuerza” de Aquél a Quien él ha reconocido, y debidamente dotado tanto de poder temporal como de autoridad espiritual.
Es a esa idea, a esa concepción, a lo que se opusieron los sacerdotes de Amón, más que a la concepción metafísica de Atón por parte del rey. Por antifamiliar y antiortodoxa —y antiegipcia— que pudiera haberles parecido esta última, nunca habrían juzgado qie valiese la pena enfrentarse en abierta y
1 “A Son of God”; capítulos 2 y 3.
2 Ver Breasted: “Ancient Records of Egypt”; edic. 1906, Vol. II, pág. 389.
3 Himno Largo al Sol.
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amarga oposición al faraón para destruirla. Como todas las antiguas religiones, la de ellos reconocía el hecho de que muchos y variados caminos conducen al conocimiento del Oculto —Amón, Atón, o como quiera que los hombres le deseasen denominar—, así como que el Oculto mismo tiene muchos y variados atributos. Tampoco la de Akhenatón se proclamaba a sí misma como la única vía de aproximación a la Verdad. Y ellos no estaban luchando porque siguiesen la creencia de que era, o debiera ser, considerada como tal. Estaban luchando por su propia supervivencia como la “Autoridad espiritual” tras el trono egipcio —una “Autoridad espiritual” que, de hecho, había dejado de ser puramente espiritual desde hacía tiempo, pero a la que reclamaban violentamente por representar ..... un medio para un fin. Se habían convertido, con el transcurso del tiempo, un una organización cada vez más intrigante y deseosa de mantener el poder. Luchaban por retener la posibilidad de extender indefinidamente sus privilegios. Su objetivo final (que iban a alcanzar dos siglos y medio más tarde) no era la defensa del orden faraónico tal como estaba constituido (el poder real separado —aunque en estrecha alianza— de la autoridad sacerdotal), sino la toma del cetro real en sus propias manos y el establecimiento, para su propio beneficio, de una teocracia en el sentido más ordinario de la palabra, es decir, el de un régimen bajo el cual sería suyo tanto el poder temporal como el poder espiritual. Luchaban, aparentemente quizás, como los defensores del orden existente, pero en realidad perseguían ese descarado sueño de dominio sacerdotal.
Para ellos, suponía una necesidad el destruir a Akhenatón y a su sueño de gobierno divino, bajo el cual no tendrían sitio. Para él, era una necesidad el poner fin a sus intrigas y suprimir su influencia. Desde el sexto año de su
1 En el año 1117 antes de Cristo, cuando Hrihor, Sumo Sacerdote de Amón, es elevado al Trono de Tebas tras la muerte de Ramose XI.
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reinado en adelante, él se mantuvo en solitario frente a siglos de tradición, declarando la guerra a Amón y a prácticamente todos los dioses de Egipto, no porque su elevado Dios impersonal se hubiese convertido repentinamente ante sus ojos en un dios “celoso”, ni porque él mismo se hubiese convertido en un “fanático” religioso (o intelectual), sino porque se había hecho plenamente consciente del peligro que desde su punto de vista, es decir, desde el punto de vista de su idea de Estado, representaban los sacerdotes.
La necesidad que le impulsó a la acción fue más que religiosa, o para ser más exactos, no fue religiosa en absoluto, en el sentido individual y estrecho de la palabra. No tenía nada que ver con su comprensión de lo Divino, a la que nadie atacaba, ni con el destino de su alma personal, con la que nadie se entrometía. Era la necesidad de hacer frente al peligro. Surgió como consecuencia de la obstinada oposición de los sacerdotes de Amón a su concepción de un Estado teocrático ideal, encabezado por él mismo, y especialmente a su intento de hacer de Tebas —su Tebas sagrada, fortaleza de su poder durante siglos— el centro de tal Estado. Esa oposición tenía que ser superada a cualquier coste si es que Akhenatón quería intentar realizar su teocracia de la Edad Dorada. Pero dicha oposición era poderosa, ya que los sacerdotes de Amón eran, como organización, fabulosamente ricos. Y se trataba de una oposición amarga —desesperada—, ya que la cuestión que estaba en juego se les presentaba en la forma de un trágico dilema: gobernar o no gobernar, lo cual significaba, de cara a sus corazones ambiciosos, el ser o no ser.
No sabemos lo que realmente hicieron para desbaratar los planes del rey. Pero con seguridad hicieron algo que provocó en Akhenatón la mayor indignación: tenemos un eco de su vehemente reacción en una inscripción, por desgracia mutilada, sobre los hitos limítrofes de Tell-el-Amarna; el texto es elocuente, incluso aún cuando muchas palabras han
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desaparecido1, y muestra al menos que el Fundador de la Religión del Disco vio en los sacerdotes de Amón una fuerza esencialmente maligna. Maligna, y poderosa. Situaciones excepcionales —situaciones peligrosas— exigen medidas excepcionales. El rey Akhenatón contestó a la hostilidad de los sacerdotes con una declaración de guerra hasta el final: proscribió el nombre de Amón como símbolo del Estado faraónico que los sacerdotes habían dominado hasta aquel entonces, y como el del Estado sacerdotal —la falsa teocracia— por el que ellos soñaban reemplazarlo algún día; hizo desaparecer las representaciones del dios de Tebas de todos los monumentos públicos y privados, incluso de las paredes de la tumba de su padre; cambió su propio nombre, Amenhotep. Que significaba “Amón está en paz”, por el de Akhenatón —“Alegría del Disco Solar”. Y confiscó la riqueza de los sacerdotes: sus enormes tierras y de todos sus tesoros que pudiera encontrar. Y obligó cerrar las puertas del gran templo de Amón en Karnak. Entonces, viendo en el clero de los otros muchos dioses una fuerza que sólo podía aliarse con la de los sirvientes de Amón en su lucha contra él mismo y contra el Estado que intentaba construir, pronto los despidió a dios también, ordenando borrar de las inscripciones los nombres de las deidades tradicionales así como la palabra plural “dioses”, y cerrando todos los templos (con la excepción de los de los Dioses Solares de Heliópolis, con los que intentaba dar un sostén popular a su religión de Atón por medio de la conexión con su tradición). Y finalmente, cuando se dio cuenta de que la Ciudad de Amón permanecería irremediablemente hostil a sus planes, cuando perdió toda esperanza de hacer de ella el centro
1 “.... más malignos son ellos (los sacerdotes) que esas cosas que he escuchado durante el cuarto año; más malignos son ellos que esas cosas que el rey .... escuchó; más malignos son ellos que esas cosas que Menkheperura (Thotmose IV) escuchó ... en la boca de negroes; en la boca de cualquier personal!”.
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de su Estado ideal, se trasladó de Tebas en busca de algún suelo virgen sobre el que pudiera disponer la fundación de la ciudad de su sueños, la capital del Imperio egipcio, centro político y religioso de un mundo nuevo.
Desde allí continuaría sin duda su lucha contra los sacerdotes de Amón —ahora desposeídos, pero nunca perseguidos, pues Akhenaton, el Hombre “sobre el Tiempo”, era contrario a toda violencia—, de la misma forma que continuarían ellos desde todo Egipto su combate contra él. Pero, repetimos —ya que nunca podrá ser repetido y acentuado suficientemente—, no era un combate entre su alma “individual”, consciente de Dios, y los dioses tradicionales de la comunidad: los dioses nacionales como tales. Mucho menos un combate entre “monoteísmo” y “politeísmo”. Era un conflicto entre la concepción de la Edad Dorada de un Estado gobernado por un rey-dios —uno de los escasos Hombres divinos que aparecen de cuando en cuando en todas las edades, pero con cada vez menos poder en la tierra a medida que el tiempo sigue su curso descendente—, y la concepción del Estado gobernado por un rey asistido gradualmente dominado —ensombrecido, y finalmente reemplazado por una clase sacerdotal crecientemente poderosa; concepción que conduce finalmente al gobierno sacerdotal (en nombre de los dioses, para beneficio del clero). Era el conflicto entre la largamente olvidada idea de Estado implícita en el “reino de Ra”, y la encarnada en el Estado faraónico que evolucionaría rápidamente hacia el reinado de Hrihor; en otras palabras, el conflicto entre teocracia verdadera y falsa.
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Durante el sexto año de su reinado, Akhenaton fundó la ciudad que iba a ser el modelo y la capital de su Estado ideal. Y le dio el nombre de Akhetatón —La Ciudad del Horizonte del Disco.
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Como establecí anteriormente, el lugar que escogió —y donde aún pueden verse las ruinas de la ciudad— se encuentra a unas ciento noventa millas al Sur de El Cairo, en la orilla oriental del Nilo. Es una bahía en forma de media luna, de unas ocho millas de longitud y tres millas de ancho, al pie de los desérticos acantilados de piedra caliza que, tanto al Norte como al Sur, se alejan abruptamente del río.
Es difícil decir qué razones ocultas —qué analogías cósmicas misteriosas pero potentes— impulsaron al joven Profeta del Sol a ordenar anclar sus barcos cuando contempló, durante su lento y pensativo viaje Nilo abajo, la predestinada bahía a su lado derecho. Debe haber habido tales razones; siempre las hay para la determinación o mejor, el descubrimiento e un punto sagrado ai cualquier lugar de la superficie de la tierra. Y de lo que puede adivinarse de su sensibilidad religiosa, se extrae que Akhenaton era con seguridad consciente de la existencia de tales razones, aun cuando sea temerario afirmar que las “conoció” intelectualmente, es decir, que las podría haber formulado —explicado— en frase concretas. Con todo, dos factores jugaron indudablemente un papel decisivo en su consciente elección del lugar: el primero, que era hermoso; en la distancia, los acantilados gris-brillante de piedra caliza —que parecían blancos bajo el deslumbrante Sol de mediodía, y rosa o violeta con la puesta de sol— resplandecían entre la arena amarilla del desierto y el cielo claro increíblemente azul. Y viviendo desde el Sur, se pueden apreciar sus claros perfiles bordeando la bahía al Norte, sobre las relucientes aguas azul-grisáceas del Nilo. Bajo la luz de la luna (suponiendo que la primera visión de Akhenaton tuviera lugar durante la noche), el lugar no es menos ensoñador, quizás incluso más. Y en adición a ello, era una tierra virgen —religiosamente hablando; sagrada, sin duda, de acuerdo al paralelismo cósmico no trazado que la hizo así, pero que todavía no había sido percibida, reconocida y utilizada como tal;
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que nunca había estado conectada con el culto a ninguna deidad de creación humana, o con la vida de ningún rey. En palabras de la primera inscripción limítrofe de Tell-el-Amarna, ella no pertenecía “ni aun dios ni a una diosa; ni a un príncipe ni a una princesa”1. Estaba esperando su primera consagración, al igual que la tierra nueva y purificada al inicio de cada sucesivo Ciclo de Tiempo. Simbolizaba es Tierra nueva, bella e inocente.
Akhenatón la consagró al Disco ardiente, Atón, fuente de Vida de donde han brotado los átomos de su sustancia material miríadas de años atrás; a Atón, cuya esencia —Calor y Luz; Energía vibrante— él había experimentado —percibido— que era la misma que la esencia de su propio ser, y a quien por consiguiente podía con justicia llamar “su Padre”.
Ordenó que se hiciese un solemne sacrificio, y a continuación, procediendo desde el Norte y desde el Sur, estableció los límites del territorio sagrado. Y ordenó que se inscribieran las palabras de consagración en los hitos establecidos en su límites: postes fronterizos entre el mundo tal como era —el mundo que había rechazado su mensaje— y el Paraíso terrenal, semejante a aquél de los “días de Ra” que él confiaba en restaurar sobre esa extensión de tierra, que nunca antes había albergado a ningún templo o palacio: “Pertenece a mi Padre, Atón; montañas, desiertos, praderas, islas, tierras altas y bajas, cultivos, aguas, villas, presas, hombres, bestias, arboledas y todas las cosas a las que Atón, mi Padre, dará existencia por siempre y para siempre”2.
La superficie ocupada por el territorio demarcado, que se extendía a ambos lados del Nilo, “desde las colinas orientales hasta las occidentales” (incluyendo la isla en medio del río), era realmente muy pequeña: medía aproximadamente unas ocho millas (de Norte a Sur) por diecisiete (de Este a Oeste) —una
1 Inscripción limítrofe de Tell-el-Amarna.
2 Inscripción de la Segunda Fundación, citada por A. Weigall en “Life and times of Akhanaton”, edición nueva y revisada de 1922; págs. 89-90.
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mancha en comparación con la superficie de Egipto, por no hablar del Imperio Egipcio y de la Tierra entera. Y Akhenatón juró que nunca la extendería. Tal vez sentía que a duras penas podría esperar dar existencia al mundo de sus sueños a no ser que estuviese (o al menos comenzase) dentro de un área muy restringida.
El tamaño del lugar, sin embargo, tiene poca importancia. Lo que cuenta es el espíritu —el significado— de su consagración; la intención tras el gesto simbólico que abría una nueva era (o para ser más exactos, que vacilantemente anunciaba su inicio con sólo Dios sabe cuántos miles de años de anticipación). Como he dicho, esta era iba a ser la “Era de la Verdad” —la Edad Dorada— en la que el mundo, consciente de todo aquello que está implícito en su filiación al Sol, es gobernado por “dioses”, auténticos “Niños del Sol”, no para la mayor felicidad del mayor número de hombres (una idea decadente), sino para el cumplimiento de más alto propósito de la Vida: ser un himno consciente al Sol. Y las palabras de consagración y juramento, pronunciadas por primera vez “en el día 13 del cuarto mes de la segunda estación”, en el sexto año real, fueron repetidas, de acuerdo a una tablilla, en el octavo año real. Cuando Akhenatón volvió para habitar su recién construida capital; repetidas, es más, con renovado ímpetu: “El” (el territorio dedicado) “debe ser para mi Padre: sus colinas, sus desiertos, todas sus aves de corral, toda su gente, todo su ganado vacuno, todas las cosas que Atón produce, sobre las que brillan sus rayos; todas las cosas que están en Akhetatón serán para mi Padre, el viviente Atón, hasta el templo de Atón en la Ciudad, por siempre y para siempre. Todas ellas están ofrecidas a Su espíritu. Y que sus rayos sean hermosos cuando lo reciban”1.
El juramento que había hecho el joven rey de no extender el territorio sagrado más allá de los límites que él le había dado, no le obligó a permanecer, dentro del mismo,
1 Citado or A. Weigall en “Life and times of Akhanaton”; edic. 1992, pág. 93.
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aislado del resto del mundo, como si estuviera en una torre de marfil. Simplemente enfatizaba la importancia extraordinaria que él dio a la tierra demarcada (posiblemente por razones místicas desconocidas para nosotros) y su deseo de restringir a ella (sin duda por razones prácticas) su experiencia directa del Estado ideal. De hecho, sabemos a partir de las famosas tablillas de Tell-el-Amarna —una parte de su correspondencia diplomática con otros reyes y con sus propios altos oficiales y vasallos en Siria y Palestina— que continuó gobernando el Imperio desde su nueva capital (sólo que lo gobernaba en la forma extraña de un hombre que no vivía en su propia Edad). Y sabemos que, aparte de la Ciudad del Horizonte del Disco, fundó al menos otras dos ciudades dedicadas a Atón, pretendió que ellas fuesen, al igual que la capital, centros radiantes del nuevo culto: una estaba en algún lugar de Siria —no sabemos donde—, y la otra, llamada Gem-Atón, en Nubia, cerca de la Tercera Catarata del Nilo1.
Como he apuntado en otro lugar2, se está tentado a ver en la elección de estos dos lugares, uno en cada extremo de sus dominios, un signo del esfuerzo de Akhenatón por preparar a todo su imperio para convertirse en territorio sacro, “propiedad del Sol” en el sentido más alto de la palabra. Su deseo final era, sin duda, ver establecido el gobierno del Sol —el orden terrenal socio-político (y religioso) idéntico al Orden cósmico divino— en cada país: la Religión de la Luz y de la Vida como Energía cósmica no puede estar limitada a un área particular de la esfera terrestre. Pero tras su amarga experiencia en Tebas, era consciente de las dificultades que se interponían en el camino de un logro tal, y de la necesidad de actuar de forma gradual. Lo mejor que podía hacer para empezar era encargarse de que la menos tres ciudades dedicadas fuesen construidas en su
1 J. Baikie: “The Amarna Age”; edic. 1926, pág. 263. Ver también la cbra citada de Weigall, pág. 166.
2 “A Son of God”, pág. 65.
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imperio. Y de éstas, Akhenatón, la capital fundada sobre suelo sagrado que él había seleccionado personalmente, y que era gobernada directamente por él, iba a ser el primer ejemplo visible y tangible de la teocracia de la Edad Dorada de sus sueños: el primer ejemplo de lo que puede llegar a ser la Tierra cuando un auténtico niño del Sol “la obliga a pertenecer a Aquél que la ha hecho”.
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Este no es el lugar para describir con detalle la Ciudad del Horizonte del Disco. Eso ya ha sido hecho por los arqueólogos de forma mucho mejor de la que yo podría hacerlo. Pero no es superfiuo destacar que las observaciones más sugestivas de aquéllos que, sin predisposiciones favorables, han “desenterrado el pasado” del famoso lugar, confirman lo que ya he acentuado del ingente sueño de Akhenatón, y muestran al mismo tiempo cuan lamentablemente la Ciudad, incluso cuando estaba en la cima de su esplendor, quedó lejos de dicho sueño —pues incluso un Hombre “sobre el Tiempo” es, en relación a sus logros prácticos, un prisionero de la Edad en la que vive, y ningún Paraíso terrenal es posible en la Edad Oscura.
Uno de los hechos más patéticos de Akhetatón, la “Sede de la Verdad”, fue ciertamente la prisa con la que ésta fue construida.
La nueva capital tomó forma en aproximadamente dos años —entre la fecha de la consagración solemne del territorio sagrado, en el sexto año del reinado de Akhenatón, y la de su llegada y establecimiento, a principios del octavo año—, con el resultado de que, en muchos casos, en lugar de una albañilería de calidad “se usaron escombros con una delgada fachada de piedra. Se tiñó de blanco ladrillos de barro para hacerlos pasar
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por piedra caliza”1. Incluso las timbas —“casas de eternidad”— que el rey ordenó fueran talladas de roca viva, en las colinas desérticas al Este de la Ciudad, para aquéllos de sus seguidores a los que deseaba honrar particularmente, “también fueron testigos de la prisa furiosa con la que todo era hecho y de la falta de suficientes artesanos y artistas capacitados”2. Era como si Akhenatón hubiese sabido desde el principio que sus días estaban contados, y hubiese estado obsesionado por el trágico dilema de: “¡Ahora o nunca!” (que es, de hecho, el dilema que pende sobre la génesis de todos los grandes logros en el Tiempo, con mayor o menor medida en todo período salvo al comienzo de un nuevo Ciclo de Tiempo, y cualquiera que sea la calidad —“en el Tiempo”, “sobre el Tiempo” o “contra el Tiempo”— de los hombres destinados a actuar, el dilema cada vez más inseparable de la acción en el Tiempo como tal a medida que uno avanza hacia —o dentro de— la “Edad Oscura”).
Y sin embargo —a pesar de esa prisa—, la Ciudad, cuya parte central, al menos, estaba “particularmente bien estructurada”3, era en su conjunto una excepcional morada de orden y belleza. Se extendía entre la iluminada arena gris-amarilla del desierto y los huertos y jardines que bordeaban el Nilo, sobre una distancia de cinco millas de Norte a Sur, a cada lado de las dos avenidas principales. Una de éstas es conocida hasta el día de hoy por los habitantes de los pueblos cercanos como “La Vía Imperial” —Sikket-es Sultan—, mientras que a la otra, algo más hacia el Este, le ha sido dado el nombre de “Calle del Sumo Sacerdote” por los modernos excavadores de la sede —como si la idea teocrática que dio lugar a la efímera capital se hubiese impuesto en su mente inconsciente. En el suburbio Norte, la “Calle del Sumo Sacerdote” continúa como “Camino Occidental”, mientras que la otra calle paralela —el “Camino
1 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 17.
2 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 56.
3 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 41.
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Oriental”— ha sido despejada al Este de esta última. Un cierto número de otras calles iban de Oeste a Este, formando ángulos rectos con las anteriores. La anchura de la ciudad era aproximadamente de tres cuartos de milla. En la parte más central, enfrente de la avenida principal —la “Vía Imperial”—, estaba la extensa finca del rey, con sus dependencias privadas y oficiales, sus jardines y lago de recreo, su hermoso templo privado, y al Norte de la misma, el Gran Templo de Atón. Había otro palacio en la parte Norte de la Ciudad, así como otros muchos templos. De hecho, cada casa —ya fuese la de un bien conocido cortesano u oficial de alto rango, situada en la inmediata vecindad de la finca real, o la de un hombre de condición menos exaltada, como los que vivían en lo que hoy es conocido como “Suburbio Norte” -estaba provista de una capilla. Aproximadamente a una milla al Sur de la capital, estaban los famosos jardines de Maru-Atón —la aproximación más cercana a un Paraíso terrenal, de existir alguno—, con sus glorieta frescas y verdes, sus pabellones columnados y sus lagos artificiales plenos de flores de loto rosas blancas. Mientras que al Este, entre la Ciudad y las colinas de piedra caliza que limitan el paisaje, se alza un pequeño pueblo vallado, planeado regularmente, con filas rectas de barracones idénticos, destinados —según creen los arqueólogos— a los trabajadores ocupados en las tumbas de las colinas orientales.
En claro contraste con todos los templos antiguos de Egipto —y, permítaseme añadir, con los templos clásicos de la India, hasta el día de hoy—, en los que lo más sagrado entre lo sagrado, morada del Dios oculto, es la habitación más pequeña y oscura, “el Templo en Amarna era un auténtico santuario del Sol, con patios aireados abiertos al cielo que se sucedían unos a otros hasta el Altar superior”1. Y así sucede en todas las construcciones religiosas de la capital de Akhenatón, desde el Gran Templo de Atón, que iba a ser el centro del nuevo culto
1 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 77.
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en todo el Imperio Egipcio, hasta la más modesta capilla privada conteniendo simplemente un altar en medio de un pequeño patio.
El espíritu del nuevo culto —la idea de que el entusiasmo ante la vista de la luz y la belleza es la mejor forma de adoración— es obvio en todas partes. Sin embargo, es un hecho curioso -demasiado curioso para no ser mencionado- que mientras en los templos oficiales el altar siempre estaba en dirección Este, “la orientación no parecía tener importancia en las capillas privadas, que estaban enfocadas en todas las direcciones”1. ¿Era esto una reacción inconsciente y espectacular por parte de los propietarios de las casas en contra de la Tradición? Y de ser así, ¿cómo es que el rey —que no rechazó aquello que, en la Tradición, realmente simboliza hechos o leyes eternas— permite a sus subditos desatender un asunto tan importante como el de la orientación de sus capillas solares? La única respuesta posible a esta cuestión es que, aunque él considerase su deber observar en los templos oficiales el potente simbolismo de la orientación (poniendo así en armonía al Estado con el Sistema Solar), Akhenatón estaba convencido, al igual que todos aquéllos que se han elevado, sobre la esclavitud del Tiempo y el Espacio, que “dondequiera que uno se gire, allí esta Dios”, juzgando por tanto innecesario intervenir —por supuesto, dando por sentado que él sabía que tantas capillas dentro de su Ciudad sagrada no estaban orientadas. Para él, como acabo de decir, lo más importante en la religión era la alegría reverente e idólatra en la conciencia de la belleza suprema. El sentido correcto de las correspondencias simbólicas era, precisamente, el resultado natural de la devoción real a la Divinidad real. Su resultado natural, pero no su generador. Lo importante, en la práctica, continuaba siendo la creación de esa atmósfera de belleza y gozo inocente de la vida —esa verdadera atmósfera de la edad Dorada—, expresión externa
1 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”.
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de sabiduría “sobre el Tiempo” que sin embargo es “fiel a esta tierra”, en la cual las correspondencias simbólicas —signos de armonía entre la tierra y el cosmos— aparecían automáticamente y serían sentidas.
Todo en Akhetatón —todo, al menos, que estuviera dentro del poder del rey, todo lo que la riqueza ilimitada y el talento artístico sin cadenas pudiese producir, bajo la dirección y la inspiración de un Hombre divino que era igualmente un artista1— estaba diseñado para lograr esa atmósfera. Tanto el Gran Templo de Atón como el palacio principal del rey eran edificios de increíble esplendor2. La decoración de este último —sus pavimentos pintados en el nuevo y libre “estilo Amarna”, representando becerros brincando a través de altas hierbas llenas de amapolas, o patos salvajes anadeando a través de pantanos (o en las habitaciones más públicas, procesiones de las razas vasallas del imperio: negroes y nubianos, libios y semitas); sus paredes con frescos representando pájaros y mariposas revoloteando sobre estanques cubiertos de lirios, mientras peces de escamas plateadas nadan entre los juncos, sus techos pintados representando vuelos de palomas— era, como la del palacio del Norte, un himno al encanto de la Vida; el equivalente visible de las bien conocidas canciones de alabanza a través de las que deducimos lo esencial de la religión de Akhenatón. Y uno apenas puede imaginar la impresión que se debe haber sentido al entrar en lo que parece haber sido un inmenso salón de recepción, cuyos 542 pilares en forma de
1 J. D. S. Pendlebury (“Tell-el-Amarna”; edic. 1936, pág. 92) sugiere que muy posiblemente Akhenatón acostrumbrase a pintar. “Dos pinceles de hebra de palmera, varios huesos de pescado usados como plumas de dibujo, cuya parte final estaba todavía manchada de pintura, y una gran cantidad de pinturas fueron encontradas en una sala privada del palacio real”.
2 Véase la descripción de ellos en “Life and Times of Akhanaton”, de Arthur Weigall (edic. 1922); en “Amarna Age”, de Baikie (edic. 1926), en “Tell-el-Amarna”, de J. D. S. Pendlebury (edic. 1935), etc.
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palmera sostenían capiteles incrustados en oro y barnices de ricos colores.
Y aunque el templo ha sido destruido de forma tan completa que nada ha quedado de él salvo los cimientos, podemos presumir con seguridad que no estaba menos hermosamente adornado que la propia morada del rey.
Además, la casa normal de clase media de Akhetatón, cuyo tipo puede estudiarse en los restos del suburbio Norte de la Ciudad, era más bonita que muchos costosos pisos de nuestro mundo moderno. No sólo era independiente y estaba prácticamente siempre situada en amplios terrenos1, sino que tenía más que un número suficiente de habitaciones para asegurar la privacidad de los miembros de una familia numerosa y estaba provista con todo confort que era posible en la Dinastía XVIII de Egipto. Y las paredes estaban pintadas con pájaros y guirnaldas, menos elaboradas, por supuesto, que aquéllas del palacio, pero dentro del mismo espíritu amante de la naturaleza; y su interior, si bien simple, “debía haber sido un resplandor de color, con arreglos de brillante pintura y mobiliario dorado o pulido”2.
Todos los restos del lugar testifican el intento de Akhenatón por hacer de él el modelo y el centro de un mundo de belleza y felicidad; de un mundo regenerado a través de la máxima fidelidad a la Naturaleza (fidelidad al espíritu del Sol). Y más elocuentes, quizás, que todo el resto, son las ruinas de la “colonia obrera”, al Este de la Ciudad. Allí, en planificación simétrica, se alzaban “de lado a lado filas rectas de barracones”3, junto con caminos formando ángulos rectos. Cada trabajador
1 Por ejemplo. La casa T.36,11, estudiada por J. D. S. Pendlebury, está emplazada en un cercado de setenta yardas por cincuenta (véase el libro de Pendlebury, “Tell-el-Amarna”, edic. 1935, págs. 102 y siguientes).
2 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 109.
3 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, págs. 58 y 118. Véase también “Digging up the Past”, de Sir Leonard Woolley; págs. 61-63.
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compartía con su familia uno de estos pequeños barracones, que comprendían “una habitación frontal, destinada al uso tanto de cocina como de recibidor; dormitorios, y una alacena en la parte posterior”.... “En el interior de las casas, esbozos de pinturas en las paredes de barro sugieren el esfuerzo del trabajador individual por decorar sus contornos y expresar su devoción; los amuletos recogidos del suelo muestran cuáles de los muchos dioses de Egipto eran los favoritos de los trabajadores; herramientas e instrumentos dispersos nos cuentan acerca del trabajo de cada uno o de sus ocupaciones en las horas de ocio”1. Y si esta “colonia obrera”, tal como se ha supuesto varias veces —pues asó lo sugeriría su única entrada; las “huellas de caminos de patrulla alrededor de ella”; los muros que la circundan, “en absoluto defensivos”, pero lo suficientemente altos para “mantener a la gente dentro”2, y su aislamiento aparentemente intencionado de la Ciudad—, era en realidad un lugar de internamiento para los hombres que habían desobedecido al rey (lo que la gente llama hoy en día “campo de reeducación”, cuando quieren ser corteses, o “campo de concentración”, cuando no quieren serlo o hablan de las instituciones “del enemigo”), entonces su evidencia sería incluso aún más elocuente. Pues, monótonas como puedan parecer en su uniformidad, esas pequeñas casas en fila son mucho mejores que cualquiera de las “coolie lines” de la India moderna (al menos hasta 1947), más aún, mejores que las moradas de los obreros ingleses de los oscuros años del crecimiento industrial, en el siglo XIX. Y sus habitantes fuesen trabajadores libres o “internos” —tenían “horas de ocio”. Y no se les pedía —o “condicionaba”— rendir tributo a la fe dominante, tal como sucede hoy bajo toda forma capitalista y no-capitalista de democracia. “Se asían a sus antiguos dioses, y su favorito parece
1 Sir Leonard Woolley: “Digging up the Past”, pág. 62.
2 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”.
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haber sido Bes, el pequeño león-enano saltarín”1. Akhenatón no era un precursor ni del Cristianismo, ni de la Democracia, ni del Marxismo, ni de ninguna fe de este mundo o del siguiente centrada en el hombre —producto de la decadencia típica de un estado avanzado de la Edad de las Tinieblas o .... de la mala aplicación de una doctrina de desesperanza y escape de la tierra. El era, como he dicho anteriormente, uno de los muy escasos hombres “sobre el Tiempo” que, a la vez que rehusan aceptar las condiciones de la Edad de las Tinieblas, no giran sus espaldas a este mundo; y quizás el único de ellos dotado, en tiempos históricos, de poder absoluto. Sólo considerándolo bajo esta luz puede confiarse en entender su creación: Akhetatón, centro de la auténtica teocracia solar y capital de una nueva tierra.
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Sólo considerándosele en su simbolismo político —como una expresión de la pretensión de Akhenatón de encarnar la Tradición Solar más antigua y verdadera (la perenne), en contraste con lo que se había convertido la Tradición a través del ascenso gradual de Amón (es decir, de los sacerdotes de Amón) a la prominencia— puede captarse el significado correcto de los aspectos más discutidos y más mal interpretados del “estilo Amarna”, a saber, el del tratamiento de la propia figura del rey y de los miembros de su familia en casi todas las pinturas y relieves de su reinado, a excepción hecha de los correspondientes al período más temprano del mismo.
En tosas esas imágenes, “el cráneo es prolongado; la barbilla, vista en perfil, es dibujada como si fuera afiladamente puntiaguda; la carne bajo la mandíbula es escasa, dando así un giro ascendente al trazo, y el cuello es representado como si fuera largo y delgado”, detalles a los que se debe añadir el de la
1 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”, edic. 1936, pág. 58.
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barriga prominente y el de las caderas y muslos anormalmente largos, “aunque de la rodilla para abajo, las piernas son de un tamaño más natural”1. La explicación dada a estas anormalidades anatómicas por parte de muchos arqueólogos, más bien la mayoría, ha sido simple —demasiado simple, de hecho. Se basa en el siguiente proceso de razonamiento: en todos sus otros aspectos (como puede verse en las escenas de vida animal y vegetal en las paredes y pavimentos de los palacios), el arte de Amarna sobresale en fidelidad a la naturaleza; ha representado a Akhenatón con una cabeza deforme y un cuerpo torpe; por consiguiente él deber haber tenido ambos defectos. Demasiado simple, repito, pues ello está en contradicción con muchos retratos del rey como el busto de tamaño natural hecho con piedra caliza perteneciente al Museo de Berlín2, que es cualquier cosa menos desproporcionado. La auténtica explicación ha de ser buscada en otro sitio: en la largamente honrada tradición de que “hubo un día en que Ra-Horakhti reinaba en la Tierra”, y en la comparación entre los extraños “retratos” del rey, la reina y las princesas, con “las esculturas de madera y pizarra y las figuras de marfil de tiempos arcaicos” de Egipto. “La similitud entre el tratamiento del cuerpo humano en este arte arcaico y el del ‘nuevo’ arte de Akhenatón se hace evidente de inmediato”, escribe Arthur Weigall, el único arqueólogo que, según mi conocimiento, e independientemente de cuales hayan podido ser sus impresiones acerca de la religión de Atón, apunta al significado correcto de las extrañas “exageraciones” de los artistas de Amarna: “en todas las representaciones de hombres arcaicos, se ve el cráneo prolongado, tan característico del estilo del rey;... en las figuras de arcilla y marfil es el estómago prominente; y aquí también, en forma aún más evidente, tenemos los muslos increíblemente
1 Arthur Weigall: “Life and Times of Akhanaton”; edic. 1922, pág. 59.
2 En la actualidad se encuentra en Wiesbaden.
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largos y las caderas pesadas”1. Y presenta, en apoyo a sus tesis, dos cabezas reales y una figurilla de estilo arcaico descubiertas por Sir Flinders Petrie en Abydos y Dióspolis , obras de arte en las que “los rasgos de Amarna son obvios”, y él considera audazmente al “nuevo estilo” de Akhenatón por lo que es: no el retrato realista de un torpe modelo, menos aún la creación enferma de artistas decadentes en busca de lo extraño, sino un “renacimiento arcaico” con un profundo significado político; el signo externo de una vuelta a la antigua idea del reinado divino con sus antiguas implicaciones.
Esta es pues la única explicación al “estilo Amarna” con cuya luz desaparece el contraste aparente entre el profundo realismo en la representación de escenas de la naturaleza (y en algunos de los retratos pictóricos y escultóricos) y la extrañeza de los “retratos” distorsionados. Las figuras de becerros, patos, cañas de papiro y azucenas simplemente tenían que ser fieles a la vida —y decorativas—; las figuras del rey, hijo del Sol, tenían en primer lugar (e incluso a costa de la belleza externa) que ser fieles al significado y propósito de su reinado; tenían que manifestar, a través de la inequívoca filiación a modelos tan arcaicos como fuera posible y en una forma capaz de impactar a los egipcios, la filiación de Akhenatón al nuevo orden de los “días de Ra”, tanto pasados como venideros; más aún, tenían que ser un signo de que con él, en Akhenatón al menos, los “días de Ra” habían retornado.
La misma intención, el mismo simbolismo teocrático, ha de percibirse en el hecho —igualmente destacado por A. Weigall— de que el rey está casi siempre representado con la corona del Bajo Egipto —con diferencia, la más antigua de las “Dos Tierras”, así como sede inmemorial del culto solar heliopolitano que él intentó denodadamente hacer enlazar con el suyo en las mentes y en los corazones de sus subditos—, y en
1 Arthur Weigall: “Life and Times of Akhanaton”; edic. 1922, pág. 63.
2 Véanse las fotografías en el libro citado de A.Weigall.
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que “los nombres del nuevo Dios fueron colocados dentro de cartelas reales”1; también en el hecho de que, dondequiera que se dirigiese la vista en Akhetaton, la persona del rey es honrada y exaltada —adorada— junto con la del Disco con rayos acabados en manos, Signo de Divinidad cósmica e impersonal.
Esto puede verse en las casas privadas más simples y corrientes de la Ciudad sacra. Cada casa, tal como se apuntó previamente, estaba provista de una capilla privada más o menos elaborada, lugar de culto de la familia. Allí, “en la pared detrás del altar” —la pared que uno encara al colocarse ante el altar, en actitud de oración— estaría situada una estela que representaría no solamente al Disco Solar, Símbolo del siempre presente El-Ella-Ello, “Calor y Luz en el Disco”, sino que mostraría también “al rey venerando al Disco Solar”2. Y fuera de la capilla, en otras partes de la casa, había representaciones del rey, así como también palabras escritas de adoración a Atón; muchos nichos o falsas puertas, hundidos en una pared en atención a la simetría, tenían inscripciones con oraciones, y “al menos una muestra una escena del rey haciendo una ofrenda”3, a la vez que “el dintel de la puerta delantera” (en la misma casa) ostentaba una imagen del dueño de la casa “venerando los Nombres reales y divinos y recitando una oración”4.
Esto puede verse igualmente, y de forma no menos clara, en las veinticinco tumbas de las colinas desérticas, al Este de la Ciudad. “Tomadas en conjunto”, estas tumbas, en las que no iba a encontrarse ni una simple referencia a Qsiris o a cualquier otro dios de la antigua mitología del mundo sobrenatural, y donde sólo están pintadas dos escenas funerarias5,
1 Arthur Weigall: “Life and Times of Akhnaton”; edic. 1922, pág. 65. Véase igualmente la obra citada de J. D. S. Pendlebury, pág.14.
2 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic.1935, pág.102.
3 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 109.
4 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 103.
5 En la cámara funeraria de la Princesa Makitatón y en la tumba de Huya.
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“únicamente revelan una personalidad, una familia, un hogar, una vida y un modo de culto. Se trata de la figura, familia, palacio y ocupaciones del rey, y el culto del Sol —que también era suyo”1. Por supuesto, en las paredes también estaban representadas escenas de la vida de aquéllos a quienes estaban destinadas las tumbas —en la tumba de Mahu, por ejemplo, había escenas mostrando la eficiencia de éste como Jefe de la Policía. Pero siempre estando enlazadas de una forma u otra con la persona del rey. Nos hablan de la lealtad que le profesaban los cortesanos (al menos externamente); de su disposición “a adherirse a su Enseñanza de la vida”; de la generosidad con la que él les prodigó recompensas por su celo en el desempeño de sus tareas oficiales y por su alegada ortodoxia en relación a la Religión del Disco. Y las escenas de la vida doméstica —cuya naturalidad ha sido enfatizada por todos los arqueólogos—, muestran la vida de la familia real, Y las escenas de culto muestran al rey la reina ante el altar del Sol. Y en sus oraciones, los nobles, dueños de las tumbas, rezan a Atón, Fuente de vida y Señor del Destino, para que les garantice el seguir sirviendo al rey más allá de las puertas de la muerte, y proclaman en hermosas palabras, una y otra vez, la divinidad de Akhenatón como Hijo del Sol: “Tú lo has formado a partir de tus propios rayos ... El es tu Emanación ...”2; “Tus rayos están sobre tu brillante imagen, Señor de la Verdad, que procedes de la Eternidad; aun cuando le des tu duración y tus años... Tan largo como el Cielo es, El será”3; “Tú eres eterno, Neferkheperura Ua-en-Ra” (bella Esencia del Sol, Preferido del Sol); “vivo y sano eres tú, pues El te ha engendrado”4.
Se ha de remontar el curso de la historia durante casi tres mil años —es decir, hasta el relativamente moderno Imperio
1 Norman de Garis Davies: “The Rock Tombs of el-Amarna”, págs. 18-19.
2 Tumba de Tuta (inscripción).
3 Tumba de May (inscripción).
4 Tumba de Ay (inscripción).
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Inca, el gran Estado Solar de Sudamérica— para encontrar una identificación tan absoluta entre la persona del rey y del Sol, Principio de Divinidad cósmica. Pero hay una enorme diferencia —una diferencia no simplemente en años, sino también en naturaleza y significado— entre aquél, el más reciente de los reinados solares tradicionales1, y la efímera Ciudad del Horizonte de Atón. El Estado Inca fue tal vez el Estado Totalitario más eminente de toda la historia (si se me permite aplicar esa palabra de moda a una realidad con siglos de antigüedad); un Estado en el que cada cosa —incluidos bs matrimonios privados individuales— estaba firme y minuciosamente regulada por el gobierno, y en adición a ello, un Estado Guerrero —un Estado en el que la necesidad de la guerra estaba al menos plenamente reconocida, si bien sus reyes no fueron gratuitamente agresivos. Con su elevada religión solar —muy semejante a la de Akhenatón, y contrariamente a lo sucedido en Japón, la única fuerza religiosa del país2— y su gran ideal de justicia social, era lo que yo llamaría un Estado “contra el Tiempo”. Sin embargo, sólo fue así en su plenitud en la medida en que le fue materialmente y psicológicamente) posible dar existencia a su sueño de un paraíso terrestre. Y ello no fue posible pues, como ya dije antes, no hay ni puede haber ningún Estado “sobre el Tiempo” en la Edad Oscura.
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1 Japón, el único Estado Solar de nuestro mundo contemporáneo, es mucho más antiguo. Pero no lo menciono en esta relación debido al largo eclipse del gobierno personal de los emperadores —desde los días de Yoritomo, el primer Shogun (1186-1199), hasta 1866. También a causa del papel jugado en la historia del Japón por corrientes de pensamiento distintas a la del Estado Solar (Budismo; Confucionismo; etc.).
2 Incluso antes del año 551 a.C. (fecha de la introducción del Budismo), Japón tenía otros dioses importantes además de la Diosa Solar. La leyenda nos ilustra que durante un largo tiempo la supremacía de ésta última tuvo que ganarse por encima de las pretensiones de su poderoso y molesto hermano Su-sa-no-wo, el dios de la tempestad.
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No puede haber ninguno porque todo Estado se apoya en la coacción —es decir, en la violencia—, es más, porque siempre, salvo en el mismo amanecer de un nuevo Ciclo de Tiempo —y más, a medida que uno avanza en dirección a una Edad de las Tinieblas—, la vida misma es inseparable de la violencia bajo una u otra forma. Y la evidencia arqueológica muestra que, con todo su encanto, la Ciudad de Akhenatón no fue una excepción a las Leyes eternas. Por mucho que la visión de la misma pueda haber sido, en su conjunto, “como un vislumbre del Cielo”1, ésta portaba, incluso materialmente, los signos de la Edad oscura: detrás de las hermosas fincas que bordeaban los caminos del Suburbio del Norte y del “segundo anillo de casas medianas” a la espalda de aquéllas, “venían finalmente los barrios pobres: una simple maraña de casuchas que compartían patios comunes”2. A pesar de su empeño por dar a cada uno un lugar dentro de su territorio sagrado; es más, a pesar del hecho de que hubiese establecido en sus himnos el principio de la separación de las razas, dando a entender la idea de que sólo las diferencias naturales entre los hombres serían las que deberían ser refrendadas y destacadas en una sociedad copiada del eterno Orden del cielo, Akhenatón no pudo, ni siquiera en la Ciudad de sus sueños, evitar la amarga lucha por el espacio entre los bien acomodados y los que eran pobre sólo en base a la riqueza, larga lucha que se había convertido, ya en sus días, en uno de los rasgos permanentes de la vida humana. Es precisamente por ello difícil de determinar si, en esa “maraña de casuchas” —las calles traseras del Suburbio del Norte—, no vivió algún egipcio cuya sincera adhesión a la Religión del Disco y cuyas cualidades de carácter debieran haber sido recomendadas a la atención del rey y le ganasen una casa privada tan confortable como la que
1 Inscripción en la tumba de May (tumba 14) en Tell-el-Amarna.
2 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 45.
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Pnahesi el Etíope (o el Negro)1 ocupaba al Sur de los Barrios oficiales.
Hay más. Como he mencionado anteriormente, la supuesta “colonia obrera”, situada varias millas al Este de la capital, se parece curiosamente a un modélico “campo de concentración”. E incluso aún cuando sólo fuera una colonia obrera (lo cual es posible, a pesar de las murallas y los restos de vías de patrulla que la circundan), todavía queda el hecho de que en Akhetatón existía una fuerza de policía armada, y que esta fuerza no limitaba su actividad a meros desfiles. Ello está inequívocamente expuesto sobre las paredes de la tumba de Mahu, “Jefe de la Policía”2, donde los malhechores son dibujados “conducidos esposados para su inspección ante la presencia del Visir y otros nobles”3. No hay, admitámoslo, evidencia alguna de que durante el reinado de Akhenaton haya existido en la zona sacra (de hecho, en ningún lugar de Egipto) la pena de muerte, o ni tan siquiera métodos drásticos de represión (la aseveración en contra por parte de Sir Wallis Budge es totalmente gratuita y se basa como él mismo establece, en el simple hecho de que la Corte de Akhenaton era “Oriental”4). E incluso los sacerdotes de Amón —los archienemigos del rey— fueron simplemente desposeídos de su fabulosa riqueza y, aparentemente, ni fueron ejecutados ni perseguidos en forma alguna (de otro modo, ello habría sido registrado —y destacado— en inscripciones tales como la estela del Cairo, que describe, retrospectivamente, una vez restaurado el culto a Amón, las condiciones bajo el gobierno de Akhenaton). Sin embargo, la mera existencia de una fuerza
1 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 92.
2 Tumba n° 9 (al Sur) en Tell-el-Amarna.
3 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 52.
4 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, págs. 107-108.
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coercitiva en Akhetatón muestra que la Ciudad no fue el paraíso terrenal de los sueños del rey.
El mantenimiento de una policía no fue la única concesión voluntaria o involuntaria —consciente o inconsciente— del Hombre “sobre el Tiempo” a las necesidades o a las condiciones existentes) de esta Edad Oscura. Todos los arqueólogos coinciden en que Akhenatón no sólo no era “cazador”, sino que en su reino no hay evidencia de que se practicase la caza, como si ese deporte cruel hubiese sido prohibido, o al menos fuertemente desaconsejado, como contrario al espíritu de una religión que exaltaba la belleza y la santidad de la Vida. Sin embargo, por otra parte, resulta más difícil negar la evidencia de al menos ocasionales sacrificios animales en conexión con la Religión del Disco. Aun cuando las ofrendas pudieran haber consistido “mayormente de hortalizas, frutas y flores”1; aun cuando un pasaje de Sir Wallis Budge relativo a los altares de los patios abiertos del Gran Templo de Atón parecería sugerir que no fue ofrecido ningún sacrificio en ellos, como tampoco en el altar que la Reina Katsheput erigió a Ra-Horakhti en su templo de Der-el-Bahri2, allí sigue estando la primera inscripción hecha en conmemoración de la fundación de Akhetatón, que recoge que el rey ofreció a Atón un gran sacrificio “de pan, cerveza, toros astados, toros descornados, bestias, gallinas, vino, incienso y hierba buena”3;
1 Arthur Weigall: “Life and Times of Akhnaton”; edic. 1922, pág. 108.
2 Sir Wallis Budge: “History of Egypt”; edic. 1902; Vol. IV, pág. 122: “... es posible que la idea de los altares fuera sugerida al arquitecto Bek, el hijo del Hombre, por el altar que la Reina Hatshepsut había erigido en su templo de Der-al-Bahari. Es un hecho interesante que no se ofreciese ningún sacrificio de ninguna clase ni en el altar de la reina ni en el de ninguno de su sucesores, y debe destacarse igualmente que la reina dice en su inscripción que ella construyó el altar para su padre Ra-Harmachis, y que Ra-Harmachis era el único dios antiguo de Egipto al que Amenhotep IV gustaba honrar”.
3 Mencionado por Arthur Weigall: “Life and Times of Akhnaton”; edic. 1922, pág. 83.
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allí sigue estando la perturbante —cuando cien por cien convincente— evidencia pictórica de toros enguirnaldados1, y de fiestas en las que se sugiere la presencia de carne y aves de corral2. Por supuesto, puede ser que Akhenaton sólo autorizase sacrificios animales para remarcar en su pueblo la filiación de su “nuevo” culto al inmemorial culto solar de Heliópolis, del que era característico dicho ritual de derramamiento de sangre —necesitaba de concesiones espectaculares a la tradición profundamente arraigada para imponer “pacíficamente” en Egipto una religión tan “poco egipcia” como la suya. También puede ser que se percatase de que si suprimía el largamente honrado ritual, que al menos regulaba y restringía hasta cierto punto el consumo de carne, únicamente sería reemplazado por una más extensiva y más cruel matanza de animales en el nombre exclusivo de la gula (como realmente iba a suceder en el mundo cristiano). Pero cualquiera que sea la explicación que se pueda establecer para reconciliar su actitud en esta materia con la elevada sabiduría de la Edad Dorada que radiaba de todo lo que sabemos de la vida de Akhenaton, no puede destruir el hecho de que ambas son incompatibles.
Nunca hubo ni nunca puede haber ninguna muerte de inocentes pájaros y bestias —aunque sea como ofrendas al Sol— en una Edad Dorada real. Y la tolerancia de este antiquísimo rito en la Ciudad sagrada de Akhenaton, aun cuando de forma excepcional y con las justificaciones prácticas más laudables, simplemente ilustra con adicional fortaleza cuan imposible es para un Hombre “sobre el Tiempo” —es más, especialmente para un Hombre “sobre el Tiempo”— crear un paraíso terrenal dentro de nuestra Edad Oscura.
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1 En la Tumba de Merira (Tumba 4) en Tell-el-Amarna.
2 En la Tumba de Huya (Tumba 1) en Tell-el-Amarna.
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Pero el ejemplo más trágicamente instructivo de la aplicación de una sabiduría de la Edad Dorada en la tierra de esta Edad Oscura sin tener en cuenta las condiciones inherentes a esta última, ha de estudiarse en el invariable “no” de Akhenatón a la guerra; en su rechazo, como cabeza de un imperio, a aceptar la ley de la violencia, que es la ley del Tiempo par excellence (y especialmente, la ley del Tiempo en las Edades Oscuras).
La historia de los disturbios en Siria y Palestina —es decir, en toda la porción norte del Imperio Egipcio— durante el reinado de Akhenatón ha sido recompuesta a partir de unas trescientas tablas de arcilla cubiertas de escritura cuneiforme —los escritos diplomáticos de su tiempo—, descubiertas en 1887 y 1891 junto con las ruinas de Akhetatón, y que representan los despachos enviados al Rey por dinastías vasallas y gobernadores egipcios de las tierras desgarradas por la guerra. No conocemos —y desgraciadamente nunca la conoceremos— toda la historia, puesto que más de dos terceras partes de las tablas de arcilla se perdieron tras su descubrimiento debido a una manipulación insensata1. Pero por lo que sabemos de ella, la situación puede ser retrospectivamente resumida y caracterizada como “un coordinado gran movimiento antiegipcio”2 dirigido por príncipes vasallos locales en estrecha alianza con salvajes elementos saqueadores, aparentemente tribus del desierto: los Sa-Gaz, en el Norte de Siria, y los Habiru (que algunos están tentados a reconocer como los “hebreos”, en una de las olas invasoras que les llevaron a lo que ellos llaman su “Tierra prometida”), en Palestina, mientras que a espaldas de ello permanecía, como invisible organizador de la perturbación, Shubbiluliuma, el astuto y ambicioso rey de los hititas, cuyo objetivo era extender su propia dominación a expensas del Imperio Egipcio.
1 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; Vol. II, pág. 259.
2 S. Cook: “Cambridge Ancient History”; edic. 1924; Vol. II, pág. 303.
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El movimiento parece haber tenido dos centros principales: la tierra de Amor, en el Norte de Siria, y la llanura de Jezreel, en Palestina. El caudillo amorita Abdashirta y sus tres hijos —y entre éstos, en forma primordial, el famoso Aziru—, e Ikatama, el “hombre de Kadesh”, y en el Sur, Labaya (o Lapaya), Tagi, Milki-Ili, y otros, fueron las dinastías más problemáticamente antiegipcias —aquéllas cuyos nombres se leen una y otra vez en los informes de queja dirigidos a Akhenatón por sus leales, tales como Abi-Milki de Tyre, Biridiya de Megiddo, y, por encima del resto, Ribaddi, el incansable “rey” de Gebal (Byblos), Abdikhipa, Gobernador de Jerusalem.
Estos dos últimos permanecieron firmemente fieles hasta el final (incluso después de que Abi-Milki y otros muchos fieles aliados de Egipto se hubieran unido en total desesperación a los Sa-Gaz, al no llegar del emperador ninguna ayuda en respuesta a sus patéticos despachos). Sus mensajes no sólo son los más numerosos (solamente de Ribaddi han perdurado hasta nosotros más de cincuenta carta dirigidas a Akhenatón), sino que conmueven más allá de las palabras, incluso hoy en día, a una distancia de tres mil trescientos años —conmueven en la forma en que siempre lo hace la lealtad totalmente desinteresada (lealtad unida a la certeza del desastre). Y al principio sólo puede experimentarse desconcierto ante la actitud de Akhenatón cuando éste tuvo conocimiento de ellas; desconcierto ... y algo más, ante su aparente indiferencia hacia el destino de aquéllos que estaban muriendo por él con semejante fe. Pero permitámosnos evocar en resumidas cuentas el curso general de los acontecimientos, tal como pueden seguirse en las “Cartas de Tell-el-Amarna”.
La impresión inmediata que se recoge de estos antiquísimos documentos diplomáticos es extremadamente confusa. Un cierto número de príncipes y caudillos locales, tras una igualmente prolongada y vehemente declaración de su
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propia lealtad al rey de Egipto, le describen el creciente malestar en sus áreas particulares, cada uno de ellos acusando a su vecino de ser un amigo de los Sa-Gaz (o de los Habiru), un mentiroso y un traidor. Es sólo gradualmente —al leer los mensajes posteriores— cuando se empieza a comprender quién es realmente leal y quién no. Entonces puede leerse sobre dinastías que al principio son fieles a Egipto —como Abi-Milki— y que, una tras otra, se van al campo opuesto —el antiegipcio. Sus nombres nos son dados en las cartas de otras dinastías locales, que todavía resisten. Pero de las crecientes súplicas de sus propios mensajes —peticiones de ayuda militar y protección—, se concluye que ninguna respuesta satisfactoria les había llegado desde la distante Capital del Sol, y que se habían pasado al enemigo con absoluta rabia y disgusto, no deseando morir inútilmente por un rey que no parecía valorar la devoción de sus subditos. Pronto, sólo hay prácticamente dos caudillos que han aceptado cargar, en el nombre de Egipto y para Egipto, con la lucha contra los Sa-Gaz y los Habiru, y contra quienquiera que pueda permanecer al lado de estos últimos; dos sinceros aliados finales de Akhenaton como Emperador: Ribaddi y Abdikhipa. Las cartas de ambos dan con rapidez una negra imagen de la situación, y ponen el acento de forma creciente en la urgencia de la intervención del Faraón, si es que desea que el imperio sea salvado.
El progreso de los amoritas hacia el Sur (y hacia la costa), bajo el mando de Abdashirta y sus hijos, hace que Ribaddi se sienta amenazado en su plaza fuerte. Y sin embargo, desde el principio, sus demandas nos impactan por ser precisamente muy modestas: “Tenga a bien mi Señor, el Sol de las tierras, enviarme veinte pares de caballos”1, escribe en uno de sus primeros despachos. En otro, simplemente pide “trescientos hombres”2 para ayudarle a sostener Gebal (Byblos)
1 Carta 103 (Knutzon Collection).
2 Carta 93 (Knutzon Collection).
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contra la creciente amenaza. Pero aparentemente, esa ayuda nunca fue enviada. Y aunque se mata a Abdashirta en una escaramuza, los amoritas siguen avanzando, ahora en alianza con Arvad, una ciudad costera que ha sido arrojada al destino con ellos. Y están asediando Simyra. Otro —importante— puerto. “Como un pájaro en el cepo del granjero, así es Symira. Día y noche los hijos de Abdashirta combaten contra ella por tierra, y los hombres de Arvad por mar”1. Mientras tanto, el consejo de ancianos de la distante Tunip, en el Noreste de Siria, envía a Akhenatón el que ciertamente es uno de los documentos oficiales más conmovedores de todos los tiempos: “¿Quién podría haber saqueado en otros tiempos Tunip sin ser saqueado por Men-kheper-Ra (Thotmose III)?.... Pregunte el Rey, nuestro Señor, a sus ancianos si esto no es así. Pero ahora, nosotros no pertenecemos más a Egipto”.... “Aziru tratará Tunip como ha tratado Niy.....Y cuando Aziru ente en Simyra, él nos hará lo que le plazca, y el Rey tendrá que lamentarlo.... Y ahora, Tunip, tu ciudad, llora, y sus lágrimas están creciendo y no hay ayuda para nosotros. Desde hace veinte años hemos estado enviándole despachos a nuestro Señor, el Rey de Egipto, pero o nos ha llegado ni una palabra de nuestro Señor —¡ni una!”2.
No llega ninguna ayuda. Es como si Akhenatón estuviera sordo a todas las llamadas: como si el destino de sus dominios no le interesara; o ... como si, tal vez —se pregunta uno—, las noticias de Siria nunca le llegaran.
Más dinastías locales —Zimrida, de Sidón; Yapa-addu y otros— se unen a los enemigos de Egipto. Ribaddi envía al rey una lista de las ciudades que han tomado “los hijos de Abadashirta”; le describe su propia situación, aislado de los puertos del Norte de Siria y rodeado por enemigos que estrechan el cerco, y le ruega, una y otra vez, el envío de tropas
1 Carta 84 (Winckler Collection).
2 Carta 41 (Winckler Colletion), citado (CLXX) por Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; Vol. II, págs. 292-293.
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para ayudarle a defender Simyra. Porque si Simyra cae, Byblos caerá con toda seguridad. Pero no le es enviada tropa alguna. Y una línea o dos sobre una tabla de arcilla informan a Akhenatón del resultado de su rechazo a la lucha: “Simyra, tu fortaleza, está ahora en poder de los Sa-Gaz”1.
A continuación sigue la historia del propio Ribaddi, en medio de una ciudad hambrienta en creciente rebelión contra él —sólo; fiel a su señor supremo hasta el amargo final, a pesar de todos los signos de indiferencia de este último—; su última y patética llamada: “Oh, no permita mi Señor el rey el olvido de la ciudad”2 y sus últimas y breves noticias: “El enemigo no se separa de las puertas de Byblos ...”.
Cuando Byblos cae, él es capturado por Aziru y puesto en manos de los confederados caudillos amoritas para ser ejecutado en la manera que uno quiera imaginarse. Los sabemos por la única carta superviviente de Akhenatón, dirigida a Aziru tras el suceso. El pesar del rey y su indignación, cuando el hecho fue puesto en su conocimiento, a duras penas parece compatible con su constante rechazo a ayudar al más fiel y valiente de sus vasallos.
Los despachos de Palestina dan el mismo ritmo trágico al relato de los acontecimientos paralelos que se suceden uno tras otro: presión creciente de los habiru desde todos los lados, y descontento creciente de los caudillos fieles a Egipto hasta aquel entonces, al no recibir ayuda en respuesta a sus angustiosa cartas; intrigas de los noble hostiles más capacitados con el fin de ganar para su alianza (y la de los Habiru), mediante el soborno o la amenaza, a aquéllos que todavía dudan y se preguntan de qué lado colocar sus intereses; y, procedentes del único hombre fiel a Egipto hasta el final, llamado Abdikhipa, Gobernador de Jerusalem, informes de extensivos desmanes —saqueos y asesinatos— y peticiones desesperadas de ayuda, y
1 Carta 56 (Winckler Colletion).
2 Carta 137 (Knutzon Colletion).
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advertencias desesperadas en el sentido de que si no llega la ayuda, todo el territorio será presa de los rebeldes y sus aliados —“si no llegan tropas este año, todas las tierras del rey, mi Señor, estarán perdidas”1—; postdatas dirigidas al escriba cuneiforme de Akhenatón, a quien Abdikhipa parece haber conocido personalmente: “Lleva claramente ante el rey, mi Señor, estas palabras: Todas las tierras del rey, mi Señor, están yendo a la ruina”2. Y finalmente, el último informe del desastre procedente del fiel gobernador: “Ahora, los habiru ocupan las ciudades. Ni un príncipe permanece; todo está perdido”3 —y su última declaración de lealtad ... a pesar de todo: “El rey ha puesto su nombre sobre la Tierra de Jerusalem, para siempre; así pues, no puedo abandonar la Tierra de Jerusalem”4.
No hay evidencia de que Akhenatón hiciera algo por defender su última fortaleza en Asia, ni tan siquiera a última hora; o que intentase recuperar alguna porción de los territorios perdidos. Y por tanto, “desde los límites del Asia Menor y del Norte de Mesopotamia, hasta el Desierto del Sinaí, la dominación egipcia pasó a ser algo del pasado —es más, algo que nunca más volvería a ser, a pesar de los esfuerzos y del éxito parcial de los faraones de la siguiente dinastía”5.
Y junto con el Imperio Egipcio (y con el prestigio de Akhenatón en el país, al que sólo podría haber fortalecido una guerra victoriosa), desaparecieron las oportunidades de la Religión del Disco de continuar siendo la Religión de Estado de Egipto y de llegar a ser, en la forma que Akhenatón le había dado, una fuerza mundial. En Siria, la áspera dominación hitita reemplazó al suave gobierno egipcio. Y si los Habiru de las Cartas de Tell-el-Amarna realmente son los demasiado bien
1 Carta 183 (Winckler Colletion).
2 Ibid.
3 Carta 181 (Winckler Collection).
4 Citado porl. Baikie: “The Amarna Age”; edic. 1926, pág. 183.
5 Ver “A Son of God”; pág. 208.
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conocidos hebreos, apenas es necesario destacar las consecuencias de largo alcance —totalmente impredecibles en los tiempos de Akhenatón— que iba a tener para la historia del mundo su asentamiento permanente en Canaán. Esta no fue la última vez que el rechazo a la guerra por parte de un gobernante iba a originar desarrollos muchos peores (a largo plazo) que los que habría ocasionado la propia guerra, ni —si la indicación expuesta más arriba es correcta— la última vez que un sueño generoso iba a perseguir los fines de la menos generosa de todas las razas. Pero iba a ser la primera —y última— vez que un soberano tan poderoso —el más poderoso de su época— sacrificó tanto y asumió una responsabilidad tan terrible por el bien de un ideal de paz enraizado ... no en una filosofía de decadencia (como el pacifismo de la mayoría de nuestros contemporáneos), ni en una sabiduría elevada, aunque alejada de este mundo, como la del Budismo del Emperador Asoka, sino en una concepción de vida de la Edad Dorada, al mismo tiempo incuestionablemente generosa y fiel a esta tierra.
Pues no hay razón para suponer, tal como parece que hacen algunos arqueólogos, que Akhenatón actuó, o mejor, se abstuvo de actuar, debido a una completa ignorancia de la situación. Cierto, las Cartas de Tell-el-Amarna son confusas. Cierto, los vasallos de Egipto más decididamente traicioneros, como Abdshirta, o el mismo Aziru, expresan su fidelidad a su “Señor, el Rey, el Sol de las tierras” en las frases más ardientes (tan ardientes como traicioneras). Cierto, había en la Corte de Akhenatón elementos de muy, muy dudosa lealtad (como ese Tutu, con quien Aziru mantenía personalmente correspondencia, y a quién usó para enviar regalos). Y Akhenatón “bien podía haber recibido una versión muy censurada y deformada”1 de los despachos de Siria. Aun así de toda esa cantidad de llamadas angustiosas algo debe haberle llegado. Y le quedaba, en cualquier caso, un camino seguro de averiguar la verdad, consistente en ir
1 J. D. S. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 22.
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él mismo a Siria, tal como habían hecho, uno tras otro, sus antepasados. Nunca se preocupó —o tuvo el deseo— de tomar ese camino.
Por otra parte, “indolencia o apatía”1 no son las palabras adecuadas con las que describir su actitud, o de lo contrario no se percibiría, en su única carta superviviente a Aziru, ese sincero pesar y justa indignación ante las noticias de que Ribaddi había sido entregado a los príncipes amoritas, sus más amargos enemigos —una indignación que mueve al rey incluso a amenazar a su vasallo con la muerte. Ni habría hecho todo lo posible por traer a salvo a Egipto a Abdikhipa de Jerusalem, si no se hubiese preocupado de lo que le sucedía a aquellos que defendían al Imperio en su nombre. No; la desconcertante reacción del joven rey a la guerra de Siria no puede ser explicada tan ligeramente. No hay, de hecho, ninguna explicación lógica, aparte de la dada por Arthur Weigall: “...Akhenatón claramente rechazó presentar batalla, creyendo que un recurso a las armas era una ofensa a Dios. Ya fuese su destino la fortuna o la desgracia, la ganancia o la pérdida, él se mantendría en sus principios y no retornaría a los viejos dioses de batalla”2. Sólo que el ideal en el nombre del cual actuó (o para ser más exactos, se abstuvo de actuar), no era el ideal cristiano de “hermandad entre todos los hombres”, tal como Arthur Weigall supone. Era un ideal más amplio y más racional —más auténtico—; un ideal cósmico, a la luz del cual “la paz en la tierra y la buena voluntad entre los hombres” era una mera implicación de la armonía establecida en todos los planos entre el cielo y la tierra; el ideal del paraíso aquí y ahora, en la belleza y plenitud de la vida; repito: un ideal de la Edad Dorada, fiel ... no a esta tierra tal cual es, sino a esta tierra tal como fue y será, al principio de cada Ciclo de Tiempo, cuando toda contienda es aún inconcebible.
1 J.Baikie: “The Amarna Age”; edic. 1926, pág. 375.
2 Arthur Weigall: “Life and Times of Akhnaton”; edic. 1922, pág. 202.
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En otras palabras, rechazó actuar de acuerdo a la ley de la violencia, que es la ley de todo desarrollo en el Tiempo salvo en una Edad Dorada.
Y sin embargo no dio la espalda a este mundo caído —no renunció a la responsabilidad del poder temporal, tal como iban a hacer unos ochocientos años más tarde el Príncipe Gautama (el Buda) y Mahavira (el fundador de la religión jainista, también un Kshattriya por nacimiento). Vivió en él y para él, como si no hubiera caído. Rechazó convertirse en lo que he descrito al principio de este libro como “hombre contra el Tiempo”. Y sin embargo, no buscó más allá del encanto de este mundo soleado —ni más allá de su inevitable violencia— el Principio eterno de ese rechazo, sino que lo encontró solamente en la belleza de su terrenal Edad Dorada.
En esto reside su posición única entre los hombres famosos “sobre el Tiempo”.
* * *
El gran emperador hindú Asoka, hijo de Bindusara, que nacería mil cien años después de él, es la única entre las figuras históricas más destacadas con la que podría comparársele: un hombre “sobre el Tiempo”, como él mismo, dotado, al igual que él, con un poder temporal ilimitado; como él, un rey que aborrecía tanto la caza como la guerra (el famoso apóstol de la “no-violencia” de nuestros tiempos, el Mahatma Gandhi, no está dentro de la misma categoría que Asoka o Akhenatón. Su “no-violencia” es en realidad la forma más sutil de violencia moral —un producto típico de nuestra Edad Oscura, que distorsiona y corrompe todos los instintos vitales, llamándolos por medio de nombres equivocados. Y es —o fue— un hombre “contra el Tiempo” más realista, que usó es violencia distorsionada como un arma, identificándola —falsamente,
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aunque de forma sincera— con la no-violencia real de aquéllos que no son de este mundo y que no lucha por fines mundanos).
Pero hay diferencias entre el soberano Maurya y el “Rey del Alto y Bajo Egipto, que vive en la Verdad”. Primero, una diferencia fundamental en la naturaleza de sus credos, pues aunque Asoka pudiera no ser descrito como un “asceta”, el credo en cuyo nombre protegió toda vida (y renunció a la guerra) sí fue ascético: un credo de renuncia a este mundo; una vía pensada explícitamente para dirigir a los hombres fuera del ciclo sin fin de nacimiento, muerte y reencarnación, considerado como un ciclo de sufrimiento. La no-violencia era para él una consecuencia de esa renuncia a la maldición de la vida terrenal —más aún, a cualquier forma de vida individual—, mientras que para Akhenatón era una condición inseparable de la vida en la belleza y en la verdad, aquí y ahora. Segundo, una diferencia de importancia total en la historia de los dos soberanos: Asoka era un converso a su credo de desapego y amor; Akhenatón era el creador del suyo, y lo había practicado desde el principio. Desde el punto de vista del “alma” de los dos grandes hombres, esto pudiera ser lo mismo. No es “lo mismo” en absoluto desde el punto de vista de su creación en el Tiempo.
Chandasoka —Asoka, antes de convertirse en budista—, no sólo había dado por sentado la existencia de la violencia como la cosa más natural, sino que él mismo la había ejercido hasta su punto más extremo. Había sido un guerrero, y fiero —y lo que es más, victorioso. Dharmasoka-Asoka después de que la visión (y la experiencia) del horror de la guerra hubiera cambiado su corazón— tenía la vida de Chandasoka tras él. Y aunque dolorosa como era sin duda la memoria para él —y por irónico que pudiera ser el hecho mismo—, ello le proporcionó una inmensa ventaja práctica: no tuvo necesidad de sacrificar ni una pulgada de su imperio a su credo de no-violencia; el pueblo de Kalinga había sido aplastado demasiado cruelmente como
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para soñar tan siquiera con la rebelión. Y así, en la paz y en la seguridad ganadas por su propia espada durante el tiempo en que él todavía había sido un Kshattriya lleno de sed de matanza y conquista, el gran patrocinador del budismo podía dedicar toda su energía, y las rentas de un reinado próspero, a su nuevo ideal de humildad y amor hacia todas las criaturas —su nuevo sueño de escape de la esclavitud del Tiempo. La consecuencia de su anterior crueldad —la existencia de un fortalecido estado centralizado dotado de crecientes recursos— ayudó al desarrollo imperturbable de su nueva creación: el Estado Budista, con sus leyes gloriosas regulando el bienestar social y restringiendo, y finalmente prohibiendo, la matanza de animales, así como con su organizada actividad misionera, imbuyendo el espíritu de la no-violencia y el anhelo de la renunciación —el desprecio ascético de este mundo en el Tiempo— en los corazones humanos, desde Ceylán y Birmania hasta Palestina, Alejandría, e incluso Grecia e Italia.
Asoka nunca dejó de tomar en total consideración las condiciones de esta Edad Oscura: primero —cuando todavía era un hombre “en el Tiempo”— para conquistar (a través de la violencia), y más tarde —cuando se elevó “sobre el Tiempo”— para renunciar a este mundo, para rechazarlo como su hogar, al tiempo que lo gobernaba en un espíritu de no-violencia —con infinitamente más perfección y lógica que la que nunca iban a mostrar los cristianos (con su dogma de inmortalidad personal y su parcialidad infantil hacia el “hombre” entre el resto de las criaturas). Y fue, como patrocinador de la otra gran religión extra-terrenal de paz y amor, tan exitoso como lo había sido como guerrero, e incluso más.
Akhenatón, que aunque tuvo en sí la voluntad de poder y la determinación inquebrantable de un luchador, nunca había sido un hombre violento, perdió todo por el bien de un credo que era cualquier cosa menos ascético. El lo perdió todo, y no triunfó a la hora de imprimir el sello de su Enseñanza sobre el
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futuro precisamente a causa de su obstinado rechazo de la guerra, cuando la guerra era el único camino a ese orden y paz (y prestigio) que tanto necesitaba para que su elevada filosofía solar continuara encontrando expresión en una Religión de Estado. Ni, por otra parte, fue tan lejos como Asoka en el cumplimiento de la ley de la no-violencia en la vida diaria. El ciertamente cantó el encanto de la vida bajo todas sus formas, y no fue amigo de la caza. Pero hasta donde sabemos, ningún edicto suyo prohibía o restringía la matanza de animales para alimento del hombre, tal como hizo Asoka, y ello debe ser observado como una abdicación ante el poder de la Edad Oscura; como un reconocimiento de que no podría cambiar sus condiciones de existencia o su escala de valores.
Pero como ya he dicho, en lugar de combatirlas (en ésta y en otra de sus expresiones) en el nombre de su religión de este mundo y de esta vida, y permanecer contra el Tiempo”, tal como otros grandes maestros y líderes iban a hacer en el nombre de diversos credos —algunos terrenales, otros extraterrenales—, él estuvo satisfecho con portar testimonio de la belleza de su sabiduría de la Edad Dorada en la nueva y espléndida capital —Sede de la Verdad— que había construido, pero que pese a sus esfuerzos no era el oasis perfecto de paz que él deseaba. Sólo él era, en medio de ella, un oasis de auténtica paz —de paz interior— y de invencible alegría cósmica. Sordo al ruido de la disputa, ciego a las condiciones de esta Edad Oscura, prosiguió con su experimento de paraíso terrenal, sintiéndose él mismo lo suficientemente fuerte como para crear nuevas condiciones, al menos dentro de su entorno inmediato. Presidió ritos solares en los que música solemne, himnos y danzas sagradas1 jugaban una gran parte; quemó incienso sobre los altares del Gran Templo de Atón, bajo el cielo abierto, tan increíblemente azul; se entretuvo con sus discípulos (o aquéllos
1 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 92.
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que pretendían serlo) en el misterio de los divinos Rayos del Sol —Luz, que es Calor, Calor, que es Luz—; puso ante su pueblo el ejemplo de la armonía doméstica, simbolizando (en él, el Rey, y en la Reina) la inefable armonía del Principio Dual —El y Ella—, semilla de todas las cosas, ... al tiempo que mensajeros le traían cartas como las de Ribaddi y Abdikhipa; como las de los ancianos de Tunip: “Tunip, tu ciudad, llora, y no hay ayuda para nosotros ....”. Y con la espada en la mano —necesitando pronunciar sólo una palabra para enviar a todo el ejército egipcio a través de la frontera—, escogió no luchar. Escogió continuar siendo hasta el fin, en medio de la contienda, el testigo de un mundo largamente olvidado, cuyo regreso parecía imposible: un mundo de belleza, carente de disputas.
El resultado fue el desastre material —y moral—: la penosa situación de interminables columnas de refugiados de Egipto y Siria desplazándose a través del Desierto del Sinaí1; la muerte prematura del propio rey (quizás debido a un lento envenenamiento: él tenía enemigos incluso en su inmediato entourage); la destrucción sistemática de su Capital al cabo de unos pocos años; la persecución implacable de su ya impopular fe (de cualquier modo, muchos de los que la apoyaban la habían abandonado cuando él ya no estaba allí para recompensarles con regalos de “oro y plata”); la anatematización de su nombre como “ese criminal de Akhenatón”, y finalmente, su caída en el olvido total durante treinta y tres siglos —hasta que en tiempos modernos fue sacada a la luz su correspondencia diplomática y posteriormente los dos himnos al Sol que le sobrevivieron. Desastre, tan completo como el de cualquier movimiento aplastado en su nacimiento —y sin las esperanzas de una rápida resurrección que este último tiene cuando sus seguidores están
1 “Han sido destruidos y sus ciudades yacen arrasadas, y se ha arrojado fuego (a su grano) ....; sus tierras están muriendo de hambre; son como chivos en las montañas” (Palabras de un oficial egipcio que estaba a cargo de esos refugiados. Ver Breasted: “Cambridge Ancient History”; edic. 1924, pág. 125).
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hechos de mejor metal que los del rey egipcio, y cuando están, asimismo, en la Edad Oscura, preparados para usar los métodos de la misma1. Desastre .... y con todo —dentro de la interminable evolución decadente de la historia desde el amanecer de nuestro Ciclo de Tiempo—, una postura única: un testimonio extraordinario del anhelo inmemorial del hombre por el esplendor de la Edad Dorada tal como ésta era, sin la aún desconocida renunciación a esta tierra, y sin la encarnizada lucha de los hombres “contra el Tiempo”; una postura única que brota, tal como he establecido en otros escritos, de un punto de vista esencialmente estético, y que es bella en sí misma, pese al inevitable fracaso que implica.
Bella; y también instructiva, en tanto que el estudio de las imperfecciones de la Sede de la Verdad — “como un vislumbre del Paraíso”— y de la naturaleza y consecuencia del pacifismo de Akhenatón, muestran claramente la imposibilidad de llevar a cabo, en nuestra Edad Oscura (o, dicho sea de paso, en cualquier momento del Tiempo, salvo en una Edad Dorada), un programa de paraíso terrenal a través de métodos pacíficos. La paz no es la ley de la acción en un mundo caído. Se tiene que, o bien aceptar la violencia —la condición de todo desarrollo en el Tiempo— y luchar, con los métodos del mundo caído, contra ese mundo, o .... proyectar ese ideal “fuera “ de esta tierra visible y tangible, de acuerdo a las palabras de Jesús de Nazaret “Mi Reino no es de este mundo” (y las palabras del himno cristiano: “Este mundo no es nuestro hogar ....”2), que expresan la actitud de todos los hombres esencialmente “sobre el Tiempo”, con la única excepción destacada de Akhenatón, Rey de Egipto.
1 Tal como es el caso, por ejemplo, de los Nacional-socialistas perseguidos hoy en día.
2 Un himno protestante francés: “Non, ce monde n’est pas notre patrie....”
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