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CAPÍTULO IX
EL CALOR Y LA LUZ EN EL DISCO
El nuevo rey tenía cerca de doce años cuando subió al trono, y durante un tiempo meramente reinó mientras su madre gobernaba (Dushratta, rey de Mitania, escribiéndole para felicitarle por su ascensión, no se dirigía a él directamente sino a la reina Tiy, e incluso en las últimas cartas de este período —que están dirigida a él— le pide en numerosas ocasiones que se”remita a su madre” sobre diversos asuntos importantes)1. En el sexto año de su reinado, después de que él hubiese tomado firmemente el poder en sus manos, proclamó su fe en un Dios —el Sol, al que designó con el nombre de Atón (es decir, “el Disco”; la Esfera ardiente)—, con exclusión de todos los demás; construyó un templo dedicado a El dentro del recinto sagrado de Karnak, en Tebas; al barrio de Tebas en el que se alzaba el templo le dio el nombre de “Esplendor de Atón, el Grande”, y cambió el nombre a la mismísima capital, pasando de llamarse Nut-Amón —la ciudad de Amón— a llamarse “Ciudad del Esplendor de Atón”. Después de que se hubiera hecho bastante notorio —y amargo— el conflicto que mantenía con el poderoso clero de Amón, cambió también su propio nombre de Amenhotep (“Amón está en paz”) por el de Akhenaton (“Alegría del Sol”), y finalmente prohibió el culto a Amón y al resto de los muchos otros dioses egipcios, borrando sus nombres de los monumentos y de las inscripciones privadas, incluso los que estaban en la tumba de su propio padre. Entonces, cuando fue plenamente consciente de que nunca tendría éxito en convertir a Tebas en el centro del nuevo mundo que estaba planeando construir sobre la base de su
1 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; edic. 1899, Vol. II, pág. 211. Ver asimismo las cartas de Tell-el-Amarna (K.28).
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nueva (o muy antigua) fe, abandonó la ciudad y navegó Nilo abajo en busca de un lugar apropiado para acoger la fundación de otra capital. El sitio que apeló a su intuición estaba ubicado unas ciento noventa millas al sur del moderno El Cairo. El rey Akhenatón levantó hitos limítrofes con inscripciones relativas al nacimiento ceremonial de la nueva ciudad, Akhetatón o “la Ciudad del Horizonte del Disco”, y estableció su demarcación en longitud y ancho. Y dos años más tarde —cuando la nueva capital, para cuya construcción y decoración se había movilizado toda la artesanía del imperio e incluso de tierras extranjeras, estaba ya en condiciones de ser habitada—, se trasladó a ella con toda su corte y unos ochenta mil seguidores.
Y allí vivió durante nueve años —hasta su muerte prematura—, enseñando su elevada religión solar a aquéllos a los que estimaba aptos para entenderla, y gobernó su ciudad, Egipto y el imperio de acuerdo a lo que sentía que eran las implicaciones de su cargo, pero sin tomar en absoluto en cuenta ni las Leyes invariables que rigen todo desarrollo en el Tiempo ni los duros hechos que caracterizan a toda “Edad de las Tinieblas”, a la que tanto él como nosotros pertenecemos. Construyó y adornó templos, hizo ofrendas, compuso y cantó himnos al Sol, y vivió una idílica vida doméstica que era, al mismo tiempo, un objeto de edificación para sus subditos. Explicó o intentó explicar a un estrecho círculo de discípulos el misterio de los Rayos del Disco ardiente —Calor, que es Luz; Luz, que es Calor—, misterio comprensible a su extraordinaria intuición, pero tan difícil de expresar en palabras que el mundo iba a necesitar tres mil trescientos años para desarrollar una teoría que la explicara satisfactoriamente. El estableció nuevos cánones en arquitectura, escultura y pintura, y probablemente (aunque no tenemos prueba de ello) también en la música —ya que todas las artes están necesariamente conectadas. Predicó el amor hacia todas las cosas vivientes y paz y buena voluntad entre los hombres, y ni cazó ni dirigió a ningún ejército a la
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batalla. Y cuando hubo disturbios en Siria y Palestina, cuando le llegaron cartas de los gobernadores egipcios o de los príncipes vasallos informándole de rebeliones de otros príncipes vasallos y de un extensivo descontento, de incursiones de tribus salvajes y de movimientos locales de resistencia contra la dominación egipcia, él parecía preferir perder el imperio que había heredado de sus antepasados guerreros antes que negar, a través de una rápida y decisiva acción militar, su convicción de que la ley del amor tenía que gobernar (y en primer lugar, que podía y puede gobernar) las relaciones internacionales en forma no menor que las relaciones privadas.
El murió a la temprana edad de veintinueve años. Ya fuera por muerte natural o por envenenamiento lento —es imposible de saber. Su nueva capital fue arruinada sistemáticamente; el trabajo de su vida, destruido; los pocos seguidores que habían permanecido fieles a él, perseguidos despiadadamente tras el efímero reinado de su sucesor inmediato. Su memoria fue solemnemente maldecida. Para los egipcios, que habían retornado a sus muchos dioses tradicionales, él era conocido sólo como “aquel criminal” —ya que incluso pronunciar su nombre era una ofensa punible. Y fue olvidado gradualmente, permaneciendo así durante unos tres mil años. No es hasta nuestros tiempos cuando, gracias a la excavación arqueológica, algo de su enseñanza y de la historia de su vida vuelve de nuevo a la luz y es reconocida su grandeza —aunque su correcto significado como, tal vez, el más elocuente ejemplo conocido de un hombre “sobre el Tiempo”, más allá del montón de similares que han renunciado al mundo, puede no haber sido necesariamente entendido por la mayoría de sus modernos admiradores, no digamos ya por sus detractores.
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Esto es lo esencial de lo que sabemos con certeza acerca de la vida de Akhenaton. No es mucho. Con todo, revela una personalidad excepcional con rasgos dirigentes muy definidos que muy raramente e encuentran juntos: una enorme voluntad de poder y una incansable energía, devota por entero al servicio de aquello que él experimentaba como Verdad en sí misma; una mente implacable e intransigente y unos sentimientos igualmente intransigentes —la natural intolerancia de la seriedad absoluta—, y junto con ello, un rechazo tal a la violencia que obliga a creer que ello era la expresión de un principio moral suyo, así como un rasgo insuperable y profundamente asentado de su naturaleza; en otras palabras, que a sus ojos el aceptar la posibilidad de matar, aun cuando pudiera haber hecho posible el triunfo de su religión, habría sido negar las bases de esta última, siendo, por tanto, algo inasumible.
Dotado con esta combinación altamente inusual de cualidades, e inspirado y sustentado por su absoluta devoción a su Dios —Atón—, el joven rey declaró la guerra a siglos de tradición egipcia (o para ser más precisos, a aquello en lo que se había convertido la Tradición en Egipto en el transcurso de los siglos) cuando tenía dieciocho años. El punto principal —indicativo de la naturaleza real de su conflicto con los sacerdotes (y el pueblo) de su tiempo— es: “¿Quién era ese nuevo Dios (o que era esa nueva concepción de un Dios muy antiguo) Atón, por el que pretendía reemplazar a todo el panteón del Valle del Nilo?”.
Atón ha sido identificado como “un Padre afectuoso de todas las criaturas” por alguno de los admiradores más entusiastas del siglo veinte del así llamado “faraón herético”, y ha sido comparado repetidamente por ellos con el Dios personal de los cristianos —el “Padre que está en el Cielo” del “Padrenuestro”— obviamente con el pío propósito de señalar,
1 Arthur Weigal: “Life and times of Akhanaton”; edic. 1923, pág. 101-104.
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en la Fe solar de Akhenatón, “una religión monoteísta secundada en la pureza de su tono sólo por el Cristianismo mismo”1. Sin embargo, esta visión parece más el producto del espejismo del pensamiento cristiano que el de una deducción rigurosa e imparcial. Seguramente no es compatible con el hecho de que Atón es, antes que nada, un Dios inmanente, o una Divinidad bastante inmanente en Sí misma. Y de toda la información relativa a la religión de Akhenatón, este hecho es tal vez el único que emerge con la máxima certeza.
Ya en sus primeros títulos conocidos2, Akhenatón (que en el tiempo en que se hizo la inscripción seguía llevando el nombre de Amenhotep) es llamado “Portador de diademas en la Heliópolis meridional” y “Sumo sacerdote de Ra-Horakhti de los Dos Horizontes, regocijado en Su horizonte en Su nombre: Shu-que-está-en-el-Disco”, además de “Rey del Alto y Bajo Egipto”, e “Hijo de Ra”, al igual que todos los faraones a partir de la quinta dinastía, y “Nefer-Kheperu-Ra, Ua-en-Ra” —“Bella Esencia del Sol, Preferido del Sol”—, tal como se iba a llamar a sí mismo en cada una de sus inscripciones hasta el final de su reinado.
Por otra parte, al principio de los dos famosos “Himnos al Sol” que han sobrevivido hasta nuestros días y que suponen la fuente principal de nuestro conocimiento sobre la religión de Atón, el Dios es designado como “Horus viviente de los Dos Horizontes, regocijado en el horizonte en Su nombre: Shu-que-está-en —el Disco, Dador de vida por siempre y para siempre”3. Y en el Himno largo, él es nombrado, en adición a lo anterior, como “El Gran Dios Viviente Atón; El que está en el Escenario de la Festividad, el Señor del Círculo, el Señor del Disco, el
1 Arthur Weigal: “Life and times of Akhanaton”; edic. 1923, pág. 250.
2 En la inscripción de Silsileh. Ver Breasted: “Anciente Records of Egypt”; edic. 1906, Vol. II, pág. 384.
3 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 116 (Himno corto).
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Señor del Cielo, El Señor de la tierra”1. Lo que nos impacta en estos textos es la identificación de Atón (o Aten) —el Disco Solar— con dos dioses egipcios muy antiguos —Dioses Solares, especialmente venerados en la ciudad sacra de On o Anu (la “Ciudad del Pilar”, es decir, del Obelisco, a la que los griegos llamarían Heliópolis, la Ciudad del Sol)— y la identificación de éstos, a su vez (y de Atón, por tanto), con la misteriosa Entidad “Shu-que-está-en-el-Disco”.
“Dondequiera que fuese adorado en Egipto un dios solar, se creía que el habitat de ese dios era el Disco Solar, Atén o Atem. Pero el dios solar más antiguo asociado con el Disco era Tem o Atmu, al que los textos religiosos se refieren a menudo como ‘Tem en el Disco’, cuando Ra usurpó los atributos de Tem, se convirtió en ‘el Morador en el Disco’, al tiempo que ‘Horuakhuti’ (Horakhti) era ‘el Dios de los dos Horizontes’, es decir, el Dios Solar del día, desde la salida hasta la puesta del Sol”2. Para Akhenatón, sin embargo, Ra, “el Morador en el Disco”, es el “Sol del día” y es igualmente el Disco mismo: Atón. En las inscripciones sobre los hitos limítrofes que demarcaban la nueva capital del rey, Akhenatón, el dios que de ahora en adelante es el único de Egipto y del imperio es denominado como “Ra-Horakhti-Atón”3. Y Sir Walks Budge, cuyas palabras son del todo significativas en cuanto que no parece ser consciente de su inmensa implicación metafísica, anota, refiriéndose a la concepción, por otra parte del rey Akhenatón, del Sol como el único objeto de adoración: “Pero para él (Akhenatón), el Disco no era sólo la morada del dios solar, sino que era el dios mismo, que por medio del calor y de
1 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 122 (Himno largo).
2 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, págs. 64-65.
3 Ver Breasted: “Ancient Records of Egypt”; edic. 1906; Vol. II, pág. 386. Ver igualmente Arthur Weigall: “Life and Times of Akhnaton”; edic. 1922, pág. 88.
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la luz que emanaban de su propio cuerpo daba vida al planeta”1.
Pero eso es todo. Shu —esa misterios Entidad “que-está-en-el-Disco”— “la debemos traducir como ‘calor y luz’, ya que la palabra tiene esos significados”2. Lo cual significa que Akhenatón adoraba al “Calor y la Luz en el Disco” —la Energía Radiante del Sol3—, a las que consideraba no sólo como inherentes, sino también como idénticas en naturaleza al Disco material mismo, y a la Divinidad suprema, cualesquiera que sean los nombres por los que los hombres pudieran intentar caracterizar a esta última, y bajo los cuales pudieran adorarla.
Es de destacar que, entre esos nombres, el joven rey escogiese mencionar únicamente los de los dioses solares de la Tradición Heliopolitana —sin duda, porque consideraba que ésta era la tradición solar más consistente que había conocido Egipto hasta entonces, mucho más acorde con su propia filosofía religiosa que con cualquiera que pudiera encontrarse en la escuela de sabiduría del Bajo Egipto dirigida por el sumo sacerdote de Anón. A lo largo de su reinado, Akhenatón iba a hacer hincapié en la conexión de sus Enseñanzas con la sabiduría de los videntes heliopolitanos del pasado, así como con la más antigua tradición política egipcia de la realeza divina (él mismo, en capacidad de “Sumo sacerdote de Atón”, tomó el título de Ur-ma —“Grande en visiones”, es decir, “vidente”, iniciado—, que había sido llevado por el sumo sacerdote del Sol en Heliópolis desde tiempos inmemoriales.
Pero eso no quiere decir que su concepción de lo Divino fuese exactamente la misma que la de los sacerdotes de Heliópolis. No lo era. En particular, “la antigua tradición heliopolitana hizo de Tem, o Tem-Ra, o Khepera, el creador de Aten, el Disco; pero Amenhotep IV rechaza esa visión y afirma
1 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 80.
2 Ibid.
3 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; edic. 1899, Vol. II, pág. 214.
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que el Disco era autocreado y autosuficiente”1. Y la noción de Akhenaton de “Shu” —“calor y Luz en el Disco”— que, para él, es en Sí misma la Divinidad Suprema y la misma que el autocreado y autosuficiente Disco, es bastante diferente a aquélla del “dios” Shu, concebido (como en los viejos “Textos de las Pirámides”) como la radiación o la emanación de Tem, o Tem-Ra, es decir, del Creador del Disco Solar, diferente y distinto a él, y duplicado masculino de la “diosa” Tefnut (Moisture, también una emanación de Tem), que forma con él y con Tem la trinidad heliopolitana original. Es la noción de la Divinidad concebida como Algo absolutamente impersonal e innegable, inmanente a toda existencia material e inmaterial, e idéntica en naturaleza tanto a la Materia visible (al visible Disco flameante, autocreado y eterno) como a la Energía invisible (al Calor y la Luz, igualmente autocreados y eternos), inseparable de la Materia de la misma forma que la Materia lo es de ella.
Y ello está confirmado por la oración inscrita sobre el famoso escarabajo descubierto en Sadenga, en el Sudán egipcio, y que data del primer período del reinado de Akhenaton. El texto, aunque corto (y mutilado), es extremadamente significativo. El dios al que está destinada la oración, y que sólo puede ser Atón (ya que porta alguno de los títulos que simbolizan a Atón en otros textos), es llamado “Gran rugidor” o “grandes de los truenos”, como si el rey —y eso, ja antes de que cambiase su nombre y entrase en abierto conflicto con el clero de Amón y con los dioses tradicionales de Egipto— hubiese identificado su único y preeminente Dios solar con un Dios de las tormentas. Pero tal como he intentado destacar en otro libro2, dicha identificación, viniendo de él, el venerador del “Calor y la Luz” en los rayos solares, apenas puede significar otra cosa que el reconocimiento de la equivalencia del “Calor y la Luz” al
1 Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 80.
2 “A Son of God”; edic. 1946, págs. 100-101.
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trueno en particular y al sonido en general, y sobre todo, al Rayo (Luz y Calor inseparables del trueno), asó como a esa misteriosa forma de energía cuya presencia y tremendo poder son meramente reveladas por el Rayo y el Trueno: la electricidad, posiblemente mejor conocida por los hombres sabios de la remota antigüedad que lo que las personas modernas, en nuestra vanidad, estamos dispuestas a creer. Llegados aquí, no podemos dejar de pensar en el “tríptico Agni” de los Vedas —Sol, Rayo y Fuego sobre la tierra (y dentro de la tierra); Calor, Luz y Energía eléctrica unificados—, así como en la moderna idea científica de la equivalencia de todas las formas de energía y de la identidad fundamental de Energía y Materia.
Todo ello deja claro que Atón —el Disco Solar que es lo mismo que “el Calor y la Luz en el Disco”— no es otro que El-Ella-Ello, Esencia de toda existencia material e inmaterial; la Esencia indefinible tanto de la Materia como de la Energía —materia para los sentidos más vulgares y energía para los sentidos más puros”1— que es Dios. No un Dios que pueda ser comparado con el “Padre celestial” de los cristianos o con cualquier Dios personal —y menos con el dios tribal destemplado, celoso y estrecho de mente llamado Jehová, creado a imagen de los judíos—, sino el equivalente al inmanente e impersonal Tat —Eso— del Chandogya Upanishad, así como al das Gott (como opuesto a “der Gott”) de los antiguos germanos y a una concepción de la Divinidad que la ciencia moderna, lejos de desaprobar, por el contrario sugiere.
Un Dios tal no puede “amar” en el sentido cristiano y demasiado humano de la palabra, ni odiar; ni dar “mandamientos” y distribuir recompensas y castigos a la manera de un rey humano; ni realizar “milagros”, si por tales entendemos acciones en contradicción real con las férreas Leyes de la Naturaleza, Leyes que por otra parte son las Suyas; ni ser “el Creador” del mundo “a partir de la nada”, tal como un
1 “A Son of God”; edic. 1946, pág. 103.
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artesano crea un objeto, externo a él mismo, a partir del metal, la piedra o la arcilla..
No hay una unidad de medida común entre El —entre El-Ella-Ello— y la concepción en uso del “Dios Todopoderoso” tal como existe hoy en día en los países cristianos o musulmanes, o mejor dicho, entre las personas pías de los países donde la influencia del Cristianismo o del Islam —las dos religiones monoteístas surgidas del judaismo— ha dado forma a ideas religiosas y metafísicas. Y aunque El —El-Ella-Ello— esté (sustancialmente) menos lejano del desconocido e indefinido “Neter” o “pa Neter” —“Dios”, o el Dios detrás de todos los dioses; el original y amorfo Poder creativo de la masa acuosa primigenia, Nene, que existe de y por Sí mismo— de los egipcios más antiguos que de la concepción actual de lo Divino, El es diferente hasta el punto de que a pesar de todo, “Neter”, de acuerdo a la moral Papyri1, está, en cualquier caso, dotado de una cierta cantidad de personalidad antropomórfica. Atón —la Energía Cósmica, la Esencia de toda existencia; “Ka”, o el Alma del Sol (por citar los himnos del propio Akhenaton) idéntica al Disco Solar y Esencia del mundo material— corresponde a una completa concepción impersonal y positiva de la Divinidad. Y suponiendo que se tome la palabra “religión” en el sentido que le da el europeo medio, es decir, en el sentido de un sistema de creencias centrado alrededor de un Dios personal, un ideal de conducta “conforme a su voluntad” y una concepción concreta de la vida después de la muerte, tiene razón H.R. Hall cuando dice que la “herejía” de Akhenaton era “una revuelta filosófica y científica en contra de la religión”2, más que una nueva religión en sí misma.
1 Ver “Precepts” de Kagemru (IV dinastía) y de Ptah-hotep (V dinastía) de Khonsuhotep, o “Maxims of Ani” de Amenemapt (XVII, dinastía) (Sir Wallis Budge, “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, págs. 145-148.
2 H. R. Hall: “Ancient History of the Near East”; novena edición; pág. 599.
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Hall va un poco más allá y llama a Akhenatón “el primer ejemplo de mente científica” , significando, naturalmente, que se trata del primer caso al que estamos en posición de poder vincular en concreto con un nombre, fecha y personalidad individual, ya que el “pensamiento científico” es tan antiguo como la humanidad, o al menos, tan antiguo como la más joven entre las razas superiores, la raza aria o indoeuropea, una de cuyas glorias es la de haber desarrollado ciencias exactas a partir del pensamiento lógico y haberlas llevado a su perfección. Y Sir Flinders Petrie paga un magnífico tributo al Fundador de la Religión del Disco al hablar de “su adoración realmente filosófica de la energía radiante del sol”. “Nadie”, dice él. “parece haberse dado cuenta hasta este siglo de lo acertado de la base del culto de Akhenatón: que los rayos del Sol son los medios de la acción solar; la fuente de toda vida, poder y fuerza en el universo. Esta abstracción de referirse a la energía radiante como algo de total importancia fue bastante desdeñada hasta las recientes consideraciones acerca de la conservación de la fuerza, del calor como una forma de movimiento, y la identidad del calor, la luz y la electricidad se nos ha hecho familiares con la concepción científica que era el rasgo característico el nuevo culto de Akhenatón”. Y un poco más adelante: “Si esto fuera una nueva religión, inventada para satisfacer nuestras modernas concepciones científicas, no podríamos detectar ni una sola grieta en lo correcto de su visión sobre la energía del sistema solar. No sabemos hasta dónde llegó Akhenatón en su conocimiento, pero ciertamente alcanzó en sus visiones y simbolismos una posición que en el presente no podemos mejorar lógicamente. No se puede encontrar ni un colgajo de superstición o falsedad adherido al nuevo culto
1 H. R. Hall: “Ancient History of the Near East”; novena edición; pág. 599.
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desarrollado a partir del antiguo Atón de Heliópolis, el único Señor del universo”1.
Científico —racional— parece ser precisamente el adjetivo por el que se podría caracterizar la concepción de lo Divino por parte de Akhenatón, en oposición tanto al tosco politeísmo de las masas egipcias como al monoteísmo del la elite de su tiempo, e igualmente en oposición, todavía mayor, al monoteísmo posterior de los profetas judíos y de los cristianos y musulmanes que consideran a éstos como “hombres inspirados”.
Las expresiones que podemos encontrar en los Himnos señalando a Atón como el único Creador al tiempo que exaltan Su amor —“Creador de toda tierra; Creador de todo lo que hay sobre ella”; “Madre y Padre de todo lo que Tú has hecho”2, “Tú llenas todas las tierras con Tu amor”3, etc—, no han de ser tomadas en el sentido que tendrían si se tratase de un dios personal. Otras palabras en los mismos poemas arrojan luz sobre su significado, al tiempo que representan de una forma más precisa la idea de la “creación” en conexión con el Dios impersonal de Akhenatón: “Tú Mismo estás solo, pero hay millones de poderes de vida en Ti que hacen que Tus criaturas vivan....”4, “Tú has producido millones de creaciones (o evoluciones) a partir de Tu único Ser”5. Sugieren una creación que, lejos de ser el acto excepcional por el que un Dios, distinto del mundo creado, provoca que éste brote de la nada (o a lo sumo, de una Materia primigenia que no es El), consiste en una
1 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; edic. 1899, Vol.11, pág. 214.
2 Himno breve al Sol, traducido por Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 116.
3 Canto largo al Sol, traducido por Sir Wallis Budge: “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 122.
4 Canto breve al Sol, traducido por Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 116.
5 Canto largo al Sol, traducido por Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 122.
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manifestación gradual e interminable en el seno de la existencia real de las diferentes posibilidades latentes en la Realidad constante y no manifestada1. Y las palabras “Madre y Padre de todo lo que Tú has hecho” no son ni la traducción de una idea antropormórfica en desacuerdo con aquélla de un Dios cósmico tal como pueda ser el de la Energía Radiante, ni una metáfora de significado meramente literario. Revelan un intento por representar, de forma tan enérgica como le sea posible al habla humana, los dos aspectos complementarios e inseparables de la Única Realidad: el aspecto positivo, activo o masculino, que impulsa constantemente nuevas formas a partir de oscuras posibilidades —el Purusha de las Escrituras Sánscritas—, y el negativo, pasivo (o que en caso de ser activo no lo es de una forma organizada) o femenino —el equivalente al Prakriti sánscrito—, receptáculo sensitivo de todas las cualidades latentes y matriz de la existencia real; el Uno, Eterno Poder de diferenciación, y la eterna y siempre diferenciada Unidad subyacente2.
Por lo que respecta al amor del Dios único cósmico e impersonal, Atón, por el universo, éste no puede significar otra cosa que la relación de la Esencia de toda existencia con la ordenada e interminable diversidad de vidas individuales, humanas y no-humanas, que constituyen chispas, de mayor o menor brillo, de la conciencia divina; una relación abstracta y metafísica de dependencia sustancial (ilustrada en la palabra “sujección”), no emocional, pues un Dios concebido como “el Calor y la Luz en el Disco”, idéntico al Disco solar mismo —la Energía Radiante, esencia de toda materia y de toda Vida—, no puede tener emociones. El que los propios subditos de Akhenatón, los egipcios, no se hacían ilusiones acerca de ello, puede verse ilustrado en el hecho —puesto de manifiesto por Sir Wallis Budge y enfatizado por J. Pendlebury— de que “no hay
1 Ver “A Son of God”; edic. 1946, pág. 127.
2 Ver “A Son of God”; edic. 1946, pág. 127.
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hacia Atón ninguno de los patéticos llamamientos de ayuda o cura que encontramos dirigidos a otros dioses en tiempos más felices”1, pues, precisamente, un Dios tal como Aquél cuya gloria proclamó y cantó el joven rey, “no tenía tiempo de preocuparse por el dolor de cabeza de May o la esterilidad de Sherira”2.
Y el amor de todos los hombres, más aún, de todas las criaturas, incluidas las plantas, por Atón —la adoración al divino “Ka” o Esencia del Sol por toda la escala de los seres creados, desde el profeta inspirado hasta la humilde azucena—, no es otra cosa que el amor instintivo y universal por la vida y por la luz solar, contempladas por un Hombre que realmente sentía y veneraba la divinidad de la Naturaleza; un Hombre que observaba al mundo y vivía su propia vida con plena conciencia de lo Eterno que hay en ella; en otras palabras, un Hombre sobre el Tiempo. Un Hombre tal veía los hechos simples y cotidianos —pájaros revoloteando una y otra vez en el claro cielo con estridentes gritos de alegría; animales brincando entre altas hierbas cubiertas por el rocío matinal; peces de escamas plateadas que brillan a través del agua iluminada por el Sol y que nadan en dirección a la superficie del río, y flores que se abren al contacto de los primeros rayos del sol— en su verdadera luz; con los ojos de un hombre de la Edad de Oro a quien el mundo se le aparece como un Paraíso visible gracias a que está en armonía tanto con el mundo como consigo mismo. No sólo reconocía en frío juicio (tal como haría cualquiera) la grandeza del milagro de la concepción y del nacimiento, sino que la sentía con toda la devoción de un perfecto artista; sentía la belleza de todo nuevo ejemplo sano de Vida —la cría del pájaro, el niño recién nacido; igualmente irreemplazables desde el punto de vista de la Eternidad— y la solemnidad de su única travesía fugaz a través de la siempre cambiante infinidad de seres, testigos de
1 J. D. Pendlebury: “Tell-el-Amarna”; edic. 1935, pág. 159.
2 Ibidem.
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la inagotable creatividad de Atón. Y él cantó aquello que vio. Y su canción fue —y no podía ser de otra forma— un himno de adoración libre de toda sombra de tristeza; extraño a la idea de sufrimiento y muerte; un himno en el espíritu de cada una de las Edades Doradas eternamente repetidas, dentro de las cuales todo está en concordancia con el mundo visible e invisible y en armonía con su arquetipo divino común; la expresión del amor supra-terrenal y del gozo enraizado en está tierra soleada, en esta divina vida terrenal.
H.R.Hall, aparentemente incapaz de ver en el interior de la psicología de un “hombre sobre el tiempo” o “fuera del tiempo”, califica la elación expresada en los himnos de Akhenatón como un mero “gozo felino del calor del Sol y del hecho de que es bueno estar vivo”1. De está forma intenta acentuar lo que a él le parece ser una falta de espiritualidad. Sin embargo, indigna como pueda parecer dicha frase, es literalmente correcta, siempre y cuando se tenga en cuenta que para un hombre “sobre el Tiempo”, que siente realmente la divinidad de la Vida detrás y dentro de toda forma viva, el ronroneo de un gato, enrollado confortablemente al calor del Sol, es un himno al encanto y a la gloria de la Vida, tan sagrado, en su inocencia y en su nivel, como cualquier oración humana; totalmente divino al ser más espontáneo, más sincero, menos penetrado por el “intelecto” como opuesto a la sensación y a la intuición; siempre y cuando se tenga que, para un hombre tal, el gozo de la totalidad del mundo creado expresado en el sentimiento de que “es bueno estar vivo” es un acto de adoración. El propio gozo de Akhenatón a la vista del Sol ascendente no era diferente en naturaleza a ese gozo universal. Era simplemente la expresión plenamente consciente y suprema de ello: la alegría que es inseparable del conocimiento directo de un Hombre “sobre el Tiempo”; de su experiencia de sí mismo
1 H. R. Hall: “Anciente History of the Near East”; novena edición; pág. 599.
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como parte y parcela del Cosmos divino, al que ama porque es bello, y cuya Esencia oculta siente rielar en sus propios nervios.
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En esa gozosa conciencia cósmica reside el secreto de la aparente amoralidad de la enseñanza de Akhenaton, así como el de su auténtico significado moral.
Como ya he dicho, un Dios tal como “el Calor y la Luz en el Disco” no puede dictar “mandamientos” como una exaltada deidad tribal hecha a la imagen de sus adoradores. Sus leyes no son sino las inflexibles Leyes de la Naturaleza, expresión de la armonía interior de Su propio ser en toda fase y en todo detalle de Su manifestación en el Tiempo. De hecho, no hay ni puede haber otra regla de conducta para Sus fieles que “vivir en la Verdad”, es decir, a tono con el eterno Orden del Universo, realizando los diversos trabajos que les son propios al tiempo que se mantienen interiormente en paz consigo mismos y con todo ser creado. Y ese ideal de vida —que bien puede parecer vago a los ojos de aquéllos que no captan sus implicaciones— es precisamente el expuesto por el rey Akhenaton (famoso título de “Ankh-em-Maat” —Viviendo en la Verdad— acompaña su nombre en todas las inscripciones de las tumbas de sus discípulos en Tell-el-Amarna, es que él predicaba el amor a la verdad en todos los tramos de la vida. “El Rey ha puesto la verdad en mí, y mi abominación es la mentira”1, declara uno de los cortesanos llamado Ay, y la “verdad”, en el caso de una religión centrada en torno a la Energía Solar, no puede significar sino lo que acabo de exponer (y “mentir”, su contrario).
Pero ni Ay ni ningún otro ha intentado dejar esto claro y describir la clase de conducta que él (o el rey Akhenaton) asociaban con la “verdad”. Nadie ha mencionado ni tan siquiera
1 Inscripción en la tumba de Ay, en Tell-el-Amarna.
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un ejemplo o una acción que a sus ojos corresponda a ese ideal de conducta. Nadie ha aludido a ningún castigo (o simple consecuencia) que se derive del pecado, es decir, de la falsedad, ya sea en esta vida o en otra, así como tampoco a ninguna recompensa (o consecuencia de la fidelidad a la “verdad”) —aparte de los muy tangibles regalos de procedencia real que recibían por haber “escuchado” la “Enseñanza de la Vida” de Akhenatón.
De hecho, nada sabemos acerca del código ético de la Religión del Disco e incluso todo parece apuntar a que ésta nunca tuvo un “código ético” en su sentido ordinario —una lista de lo correcto e incorrecto— ni tampoco “un sentido del pecado”. Pero eso no significa que dicha religión no tuviera “ética”. Tenía, repito, la única ética que va mano a mano con la fe en un Dios impersonal cual es “Ka” o la Esencia (Alma) de la Esfera Ardiente y de la Vida misma; la ética implícita en la “vida en la Verdad” —la vida acorde a la lógica del Universo; acorde a las leyes biológicas y sociales que expresan la voluntad de la Naturaleza, la voluntad del Sol; la finalidad suprema de la Creación.
Es difícil determinar hasta dónde fueron conscientes los seguidores del rey de todo lo que esto significa. Pero el rey mismo ciertamente lo fue. Por supuesto, es posible que él estableciese algunas reglas de conducta, sobre cuya evidencia nada ha encontrado. A fin de cuentas, no hay que olvidar que tras su muerte una enorme cantidad de documentos de su reino fueron deliberadamente destruidos por parte de los enemigos de la fe de Atón, y seguramente cualquier inscripción o papiro referido a su Enseñanza, a no ser que quedase protegido por la santidad de la tumba, fue destruido antes que ningún otro. Pero por otra parte, no sería sorprendente en absoluto que se hubiese quedado satisfecho con formular su idea moral en el lema de “vivir en la Verdad” —su lema favorito— y con desarrollar principalmente de forma oral todo lo que ello
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implicaba. La historia de su reino, en particular la correspondencia de sus vasallos y gobernadores, obliga a admitir que ningún hombre estuvo nunca tan apartado de la realidad del Tiempo, ni tan inconsciente de las debilidades y pasiones inherentes a sus contemporáneos, como él. Como veremos en el siguiente capítulo, el rey Akhenatón estaba convencido de que podría, en esta misma Edad de las Tinieblas —su Edad y la nuestra—, construir un Estado ideal sin tener que recurrir a la violencia. Es natural que un hombre así —preeminentemente “sobre el Tiempo” o “fuera del Tiempo”— considerase las implicaciones de la “vida en la Verdad” como auto-evidentes y no estimara necesario formular un “código” de comportamiento. En cierta forma, teniendo en cuenta la diferencia fundamental entre los dos credos, se podría situar su lema de “vivir en la Verdad” en paralelo con el bien conocido único mandamiento de Jesucristo, el de amar a tu prójimo, que es el mismo que el de amar a Dios, cuyo espíritu expresó más adecuadamente San Agustín en su lacónica y enérgica frase de “¡Ama! —y haz lo que te plazca”. Akhenatón —al igual que Jesucristo, un Hombre “sobre el Tiempo”; un Ser Solar en todo el sentido del término— bien podría haber dicho: “No hay sino una Ley: vivir en la Verdad y abominar toda forma de falsedad. ¡Adhiérete a la Verdad! —y haz lo que te plazca”.
Y la “Verdad” para él significaba amor —amor a todos los seres, no únicamente al hombre, ni al hombre en especial; amor al mundo iluminado por el Sol (con todo lo que él contiene) en razón a su belleza. Significaba igualmente conocimiento del Orden eterno y de los Valores eternos a través de la contemplación de la belleza —ya que en toda Edad Dorada (Edad de la Verdad), lo visible es fiel imagen de la Perfección invisible, y siendo Akhenatón un Hombre “sobre el Tiempo”, vivía (en espíritu) en la Edad Dorada.
Y aunque nada, en la suma de evidencias desenterradas, sugiere un código de ética agregado a la Religión del Disco, hay
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en su Himno largo al Sol tres líneas remarcables que expresan, quizás más elocuentemente que ninguna otra, la idea que tenía el joven rey del hombre —tres líneas que no han atraído, hasta donde yo sé, la atención de ningún arqueólogo—: “Tú has puesto a cada hombre en su lugar. Tú estructuras sus vidas. Tú das a cada uno sus pertenencias y calculas la duración de sus días. Tú les has hecho diferentes en su forma, en el color de su piel y en su habla. Como un Divisor, Tú has separado a los pueblos extranjeros”.
Estas palabras demuestran claramente que, lejos de poner a todos “los hombres” al mismo nivel, Akhenatón recalcó las diferencias entre las razas humanas como una expresión de esa Voluntad del Sol, que ha moldeado al mundo, o usando un habla moderna, como un resultado del hecho de que el hombre, como el resto de las criaturas de esta tierra, es un “producto solar”, debiendo su propia existencia a una combinación de condiciones biofísicas concretas. El establece aquí sin ambigüedad que todos los rasgos que diferencian a un pueblo de otro —rasgos entre los cuales los raciales, tales como forma y color, que son los primeros mencionados, no son sólo importantes sin fundamentales— son producto del trabajo del Sol —“Como un Divisor, Tú separas a los pueblos extranjeros....”—, lo cual implica lógicamente que esas cualidades diferenciadoras deberían ser tomadas en cuenta en la legislación humana, si es que se desea un mundo en el que los hombres “vivan en la Verdad”. La existencia de razas humanas diferentes —desiguales— viene dentro del modelo del orden eterno; ha de ser, de acuerdo a la finalidad que subyace, como un principio conductor, dentro del juego del Poder creativo inmanente: “el Calor y la Luz en el Disco”. No hay que mezclar o perseguir la mezcla de aquello que el Poder Creativo ha dividido —ni ocultar o suprimir en forma alguna los signos de división.
Aquí no hay, por supuesto, nada que se refiera a la lucha entre razas. No puede haberlo en la mente de un hombre que está enteramente “sobre el Tiempo”; que vive —en espíritu— en
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una Edad Dorada, donde toda violencia, más aún, todo conflicto, está fuera de lugar. Simplemente hay la idea de armonía entre las diferentes razs, cada una de las cuales tiene su lugar y su propósito, su parte a interpretar en el concierto universal, y deben permanecer diferentes para interpretarla con perfección. Hay una acentuación sobre las diferencias y la división, lo que lógicamente sugiere que los hombres no tienen ni los mismos derechos ni los mismos deberes. Y ésta es quizás la razón última por la que el ideal de “vida en la Verdad” —la vida en concordancia con el lugar y propósito propio de cada uno dentro de la jerarquía natural de los seres— no puede expresarse explícitamente en una lista universal de “deberes” y pecados”, tal como les habría gustado encontrar a los cristianos modernos críticos a la Religión del Disco. Todo lo que puede decirse es que “pecar” en “mentir”; el Orden eterno de las cosas que existen, independientemente del hombre, al rehusar vivir de acuerdo con él; decir “no” a la Voluntad del Sol.
Se puede coincidir con R. H. Hall en que “el entusiasmo (de Akhenatón) por la verdad y por lo que era correcto no era realmente religioso, sino científico”1, si es que se está pensando en una religión de ultratumba basada, como el Cristianismo, sobre dogmas impenetrables. Pero si lo que se tiene en mente es que la Religión del Disco está construida sobre un fundamento científico —sobre intuiciones referidas a este mundo vivo visible, que siglos más tarde han probado estar en concordancia con los datos recabados por la ciencia, aun cuando éstas fueran experimentadas directamente en la conciencia de su Fundador (y sin ser otra cosa que el resultado de la observación y la inducción)—, entonces únicamente se puede afirmar que la ciencia y una religión tal no sólo están en armonía, sino que son idénticas en cuanto a su objetivo último; que la verdad alrededor de la cual están centradas es la misma. La única diferencia real entre ambas reside en la aproximación
1 H. R. Hall: “Ancient History of the Near East”; novena edición, pág. 599.
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del hombre a esa verdad: en el caso de la ciencia se produce principalmente —aunque nunca de forma exclusiva— a través de los datos de la experiencia material y a través de la mente deductiva (o más a menudo inductiva); en el caso de la “religión”, principalmente, cuando no exclusivamente, a través del anhelo espiritual y de la intuición directa.
La moralidad —la vida en la Verdad, desde el punto de vista de lo eterno (que era el de Akhenatón)— no pude ser codificada. Puede ser definida como aplicación del conocimiento a la acción justa, es decir, a la propia contribución al trabajo del Poder Creativo, dentro de la capacidad natural y del lugar natural de cada uno. Veremos que la realización personal del muy querido lema de Akhenatón consistió en dar testimonio incansable de la gloria de otras las Edades Doradas o “Edades de la Verdad”, anteriores y posteriores a él. Incluso a costa de la ruina material y del fracaso histórico.
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Los arqueólogos han destacado más de una vez el carácter extranjero de la religión de Akhenatón. Tal vez los nombres del Dios único —Atón, Ra, Ra-Horakhti de los Dos Horizontes regocijado en Su Horizonte en Su Nombre “Shu que está en el Disco”— fueran egipcios e incluso algunos de ellos con muchos siglos de antigüedad; tal vez el rey no perdió ninguna oportunidad de acentuar la conexión de su nuevo culto con el antiguo y venerable culto solar de Heliópolis —y como veremos en el siguiente capítulo, la conexión de su nuevo arte con el arte egipcio arcaico1. “Pero” —anota Sir Flinders Petrie— “un vistazo al carácter del período apunta a alguna influencia completamente foránea, que ninguna fuente heliopolitana podría haber originado”2. Mientras, Sir Walks Budge atribuye el
1 Arthur Wigall: “Life and times of Akhnaton”; edic. 1923, págs. 62-63.
2 Sir Flinders Petrie: “History of Egypt”; edic. 1899, Vol.11, pág. 212.
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fracaso de la religión de Atón al hecho de que era “demasiado filosófica para imponerse sobre la mente egipcia”, y “basada probablemente sobre doctrinas esotéricas que era de origen extranjero”1. Y él se pregunta si “la insistencia (de Akhenatón) en la belleza y el poder de la luz” no era un signo de “la penetración en Egipto de ideas arias concernientes a Mitra, Varuna y Surya o Savitri, el Dios Solar”2.
Desde el descubrimiento del famoso texto del tratado entre Shubbiluliuma, rey de los hititas, y Mattiuza, hijo de Dushratta, es un hecho sabido que los reyes de Mitania —arios— adoraban a dioses arios. Cuatro de estos dioses son nombrados por Mattiuza como garantes de la fiel observancia del tratado. Sus nombres son prácticamente los mismos que aquéllos de los dioses védicos Mitra, Indra, Varuna y los gemelos Nasatya, y su identificación con los últimos “parece ser cierta”3. Asimismo, de nombres propios mitanianos, como es el caso de “Shuwardata”, se puede deducir también la presencia del dios solar védico Surya (que era reverenciado igualmente por los Kasitas, los reyes arios de Babilonia, bajo el nombre de Suryash) en el panteón de Mitania. Y la similitud entre el Dios único de Akhenatón y Surya es realmente llamativa. No sólo la descripción sánscrita de la divina Fuente de la Luz — “Como el Revitalizador, El alza sus largos brazos de oro en la mañana, despierta a todos los seres de su sueño, infunde energía en ellos y les entierra en el sueño al anochecer”4— corresponde perfectamente a la imagen de Atón dada en los himnos egipcios del rey (y al Disco Solar con rayos terminando en manos, Símbolo de su religión), sino que la idea de un Principio tanto
1 Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 82.
2 Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 113.
3 Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, pág. 21.
4 Wilkins: “Hindu Mythology”; pág. 33.
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masculino como femenino (es decir, bipolar) sugerido en otros nombres sánscritos del Sol —por ejemplo Savita, y Savitri, la Energía de Savita— encuentra su paralelo en la expresión “Padre y Madre de todo lo que Tú has hecho” aplicada a Atón.
Todo ello ha conducido a numerosos escritores a enfatizar la supuesta influencia de las esposas mitanianas de su padre —más aún, de los muchos mitanianos que sin duda iban a ser vistos en la Corte de Tebas— sobre el niño que iba a convertirse en Akhenatón, el Profeta de lo Divino experimentado como Energía Radiante; “el Calor y la Luz en el Disco Solar”.
Sin embargo, es difícil determinar hasta qué punto debe ser tenida en cuenta esta influencia, primero porque no tenemos recuerdos de la vida de Akhenatón antes de su ascensión al trono, y segundo porque, aparte del mencionado tratado con el rey de los hititas, no hay hasta ahora textos mitanianos conocidos que se refieran a dioses arios, de forma que no podemos establecer en qué medida la perspectiva religiosa mitaniana encarnada en su culto era similar a aquélla de los arios sánscrito-parlantes y a la de Akhenatón; y finalmente, porque en los dos himnos a Atón que han llegado hasta nosotros es bastante obvio que la realidad de su Dios impersonal, “el Calor y la Luz en el Disco”, se le aparece a Akhenatón como el objeto de una revelación desde dentro —como la verdad experimentada directamente, que sólo él entendería porque era (en la medida que él sabía) él único en sentirla. “Tú estás en mi corazón”, dice en el Himno Largo refiriéndose a la Esfera resplandeciente —la Cara visible de Dios—; “No hay nadie que te conozca excepto Tú hijo, Nefer-kheperu-ra Ua-en-ra (Bella Esencia del Sol, Preferido del Sol). Tú le has hecho sabio para entender Tus planes y Tu poder”1. Y como he intentado destacar en otros escritos, estas palabras, viniendo de alguien que se preocupó tan poco de los convencionalismos como es el caso de Akhenatón,
1 Himno Largo; traducción de Sir Wallis Budge.
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expresan, más que el orgullo de un rey de Egipto en su estirpe solar, la íntima certidumbre de un alma auto-realizada que puede decir sinceramente de Dios: “Yo soy El” —o “Yo soy eso”1.
Por supuesto, Akhenatón no subestimó el privilegio de su estirpe solar —de esa doble aristocracia suya como vastago tanto de los reyes del Valle del Nilo como de los reyes de Mitania. El simple hecho de que erigiera altares a la memoria de muchos de sus ancestros (tal como veremos) bastaría para probar que era plenamente consciente de todo lo que les debía. Así como tampoco se tendría que despreciar lo que muy posiblemente debía a su contacto de niño con las princesas mitanianas y medio mitanianas —y kasitas— del harem de su padre (y sobre todo con su propia madre); memorias de leyendas arias en las que se exaltaba el triunfo de las Fuerzas de la Luz sobre la de las Tinieblas y —tal vez— la gloria de un Dios Solar con “largos brazos de oro”, imagen cuyo simbolismo podría haber sentido muy profundamente y no hacer olvidado nunca. De hecho, no debió tardar mucho en avivar el poder de la intuición y en despertar el pensamiento en un niño como él, señalado desde ya antes de su nacimiento para ser un Hombre “sobre el Tiempo”. Sin embargo, es a la parte jugada por el sentimiento directo a la que debe darse el primer lugar en la genealogía de su concepción de lo Divino, es decir, la importancia no debe darse tanto al nombre “la Luz y el Calor en el Disco” (que él encontró ya existente), como a lo que él puso detrás del nombre; a esa concepción de la Realidad impersonal y bipolar que es tanto Materia como Energía —el Sol del que surgió la Tierra misma y sus Rayos dadores de vida— y que en ningún lugar se manifiesta mejor que en el Calor y la Luz radiantes, o (si recordamos el escarabajo de Sadenga) Calor, Luz y Electricidad —y Sonido creativo—, su vibración múltiple e imponderable.
1 Ver “A Son of God”; edic. 946, págs. 26 y 27. También “Akhnaton’s eternal Message”; edic. 940, págs. 5 y 6.
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Bien podemos admitir que Akhenatón estaba familiarizado con el simbolismo ario; que muy posiblemente había oído acerca de “Surya de los brazos dorados”, e incluso de Agni, el Fuego trino. Pero deberíamos imaginarlo, primero como niño prematuramente pensativo, y después como adolescente ardientemente sensitivo, solo ante la vista de los magníficos amaneceres y puestas de Sol de Egipto, o ante la profunda infinidad azul del cielo carente de nubes de Egipto. Deberíamos imaginarlo absorto en la contemplación, transportado, en un rapto casi físico, por el sentimiento del “Calor y la Luz, y nada más” —la conciencia del ardiente Vacío azul en el que nada existe salvo los Rayos Solares—, o por la grandeza del contraste entre la Luz y la Oscuridad en un país donde el amanecer es repentino y aplastante, y donde no hay prácticamente crepúsculo1. Y no deberíamos olvidar que él era medio ario, si no más —que tenía en su sangre esa devoción entusiasta a la Luz y a la Vida que había creado entre los Conquistadores de piel clara de la India el mito del Fuego trino así como el de Surya-Savitri-de-los-brazos-dorados, y entre los celtas, que aún no habían cruzado el umbral de la historia, el mito de Lugh Langhana (Lugh el de las manos largas), el dios de la Luz dador de vida—, pero que tenía también otra sangre: la de esa venerable y antigua raza sureña de la que habían surgido los reyes de Tebas y los sacerdotes de Amón. Sin duda, su sensibilidad profundamente meditativa la debía en bastante medida a esa mitad igualmente destacable de su linaje. El puso todo su ser —sus fuerzas extremas y aparentemente incompatibles, enraizadas en su doble herencia— al servicio de su único propósito: la glorificación de Atón el Único Dios, “el Calor y la Luz en el Disco”.
1 Ese sentimiento está ilustrado en las enérgicas palabras: “Tú te alzas, y Tus criaturas viven; Tú te pones, y ellas mueren”, que sólo pueden entender realmente aquéllos que han vivido en tierras tropicales.
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Pues la vista del insondable cielo azul, y del color dorado y escarlata del amanecer y de la puesta de Sol, le habían hecho romper definitivamente con los dioses de Tebas, totems exaltados de tiempos muy lejanos, a los que la ingeniosa mente teológica había dado una interpretación simbólica cada vez más sutil. El no podía sentirse atraído por ellos por más tiempo —suponiendo que lo hubiese estado alguna vez— después de haberse fusionado, aun cuando fuese una sola vez, con el Alma del Infinito luminoso. Ellos se le aparecían falsos —caricaturas torpes y demasiado humanas de la Única Realidad. Y tenían antes sus ojos la penosa fealdad de todas las caricaturas, que se convierten en sacrilegas cuando se las conecta con cosas divinas. Y mucho de lo que fue contado sobre sus leyendas debió chocar con su mentalidad aria sedienta de lógica. Algunas de ellas, por supuesto, bien pudieron atraer a su imaginación. Pero la verdad desnuda que él sentía en su conciencia creciente del Vacío iluminado por el Sol, receptáculo de toda vida, era inmensurablemente más hermosa. Y desde su temprana adolescencia en adelante —tal vez incluso desde su infancia en adelante— supo que nunca podría venerar otra cosa que el Sol y sus Rayos —Calor y Luz—, Alma del resplandeciente abismo azul. Es posible que las manifestaciones de otras personas —las de su madre; las de sus madrastras, y las de otro mitanianos o medio-mitanianos que pudiera haber conocido— le sugirieran consciente o inconscientemente la idea de esos Rayos acabando en manos —los brazos del Sol— que iban a jugar un papel tan característico como Signo visible de su religión. Pero es su sangre Aria la que le dio su gozo espontáneo de la luz y de la vida, y la consistencia inflexible —la mente científica, unida a una inquebrantable voluntad de poder— con la que concibió su Enseñanza y con la que condujo ésta durante su vida, imponiéndola (tanto como pudo) con todas sus implicaciones sobre Egipto y su imperio.
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La actitud de Akhenatón hacia la muerte parece ser (en la medida en que uno puede imaginar) resultado tanto de su pensamiento científico como de su rechazo natural y sistemático a todo aquello que es negativo.
De lo que queda de las tumbas de sus seguidores, se está inducido a creer que toda la tradición egipcia relativa al Tuat —el mundo de la muerte— y al viaje del alma al trono de Osiris —el asiento del juicio— a través de toda clase de pruebas y peligros, le pareció, si no una “ficción ridicula” como dice Budge1, sí al menos un lenguaje simbólico, cuya exactitud nunca podía ser probada y que en todo caso tenía poca importancia. La idea de la muerte no parece haberle inspirado ni temor, ni anhelo, ni curiosidad; al igual que otras ideas negativas, como la violencia, simplemente no tenía lugar en su concepto del mundo, que era el concepto del mundo de un hombre de una Edad Dorada, fiel a esta tierra —de un hombre que al menos lo sentía así en su comprensión del mundo auténtico (el Paraíso terrenal) debajo (o encima) de aquél que veía sin estar viéndolo realmente, y al que por tanto ignoraba.
No se conoce lo suficiente la enseñanza de Atón como para poder decir si la idea del Combate perenne entre la Luz y la Oscuridad —dentro del ritmo del día y de la noche, y sobre todos los planos— estaba destacada en ella o no. En todo lo que ha sobrevivido de la Religión del Disco, no hay seguramente ninguna alusión a las cualidades negativas del Sol; nada que prefigure en lo más mínimo el significado del nombre griego del dios de la Luz, que es un dios típicamente ario del Lejano Norte2: Apolo —el “Destructor”. Parecería que Akhenatón rehusó ver nada que no fuera el benéfico Calor-y-Luz en la
1 Sir Wallis Budge; “Tutankhamon, Amenism, Atenism and Egyptian Monotheism”; edic. 1923, págs. 94-95.
2 Apolo Hyperboreios.
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Energía divina de los Rayos Solares; nada que no fuera la vida bella y feliz sobre esta tierra.
Tenía que hacerlo, en su tiempo —unos tres mil años después de que la Edad Oscura en la que aún estamos viviendo hubiera comenzado; y muchas miríadas de años después del fin de la última Edad Dorada, en la que todo era perfecto. Tenía que hacerlo, siendo un hombre “sobre el Tiempo”, un completo “tipo de hombre Solar”, si quería ser “fiel a esta tierra”; actuar sobre la tierra como rey y sacerdote terrenal al mismo tiempo. Su única alternativa a todo ello era, o dar la espalda a esta tierra, o imponer se Enseñanza de la Edad Dorada por medios violentos; buscar para sí mismo y para otros una vía completamente fuera de las condiciones terrestres, tal como iba a hacer Buda unos novecientos años más tarde; vivir y actuar en este mundo sin sentirse ligado a él en absoluto, diciendo —tal como Jesucristo iba a decir un día— “Mi Reino no es de este mundo”; o bien convertirse en un hombre “contra el Tiempo” y luchar desapasionadamente por el triunfo en la tierra de su Verdad eterna con las únicas armas que funcionan dentro del cautiverio del tiempo, y especialmente dentro de la Edad Oscura: el miedo —el terror— y ocasionalmente el soborno; el soborno inteligente y discriminado y el terror bien conducido. No podía tomar otros caminos porque no los había. Amaba demasiado a esta bella tierra para seguir la primera vía: la de escapar por completo de las condiciones de vida terrenal, que es la vía de la mayoría de los hombres “sobre el Tiempo”. Su sueño era el de un Paraíso terrenal. Y su renuencia innata a la violencia era demasiado grande —y demasiado enraizada— como para aceptar las condiciones de victoria en el Tiempo o “contra el Tiempo”; para sostener, o incluso dar importancia, a forma alguna de destructividad.
Su Dios, Atón, un Dios esencialmente inmanente e impersonal, seguramente tenía muy poco en común, si es que tenía algo, con el muy candido “Padre amoroso” de los
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cristianos, a pesar de lo que puedan decir o escribir los cristianos admiradores de los himnos de Akhenatón. El bien podía ser “internacional”, e incluso “universal”: “el Calor y la Luz en el Disco Solar” difícilmente podría ser otra cosa. Pero El —El-Ella-Ello— es así como Entidad Cósmica, Principio de toda vida, humana y no humana; adorado no simplemente por “todos los hombres”, sino también por todas las criaturas, es decir, dándoles forma (desde dentro) y haciéndolas crecer, indiscriminadamente, imparcialmente, como sólo un Dios impersonal puede. Y en ello reside toda la diferencia: Atón es el único Dios que la moderna mente científica podría reconocer sin dificultad.
Y El representa —bajo Sus nombres egipcios y pese a ellos, y pese a la conexión histórica de su culto con el de los dioses solares de Heliópolis— una concepción indoeuropea de la Divinidad —la Idea eterna detrás de “Lugh de las manos largas”; detrás del todopoderoso Padre de la Luz (“Lichvater, der Allwaltende”) de los antiguos germanos; detrás de Surya-Savitri de los brazos dorados—, no porque Akhenatón, que tomó conciencia de El a través de alguna experiencia directa, hubiera estado influenciado por personas arias (especialmente por personas procedentes de Mitania), sino porque él mismo —Akhenatón— era al menos medio ario, y porque, siendo así, no podía encontrar una expresión mejor de su experiencia interior —una expresión que correspondiera a su intuición directa de la Supremo y que al mismo tiempo satisficiera su mente lógica.
Pero Atón es un Dios indoeuropeo, o más bien la concepción indoeuropea de la Divinidad, sin ese elemento de destructividad que es inseparable de la noción del combate perenne contra la Oscuridad y el Caos, la cual está presente en la mayoría de los dioses arios de la Luz y de la Vida; un Dios indoeuropeo concebido por un Hombre fiel sin duda a esta tierra, pero que vivió por entero “sobre el Tiempo” o “fuera del Tiempo”, de acuerdo a la visión de un Orden mundial de la
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Edad Dorada —mientras que la raza Indoeuropea o Aria (la más joven de nuestro Ciclo de Tiempo) es esencialmente la raza “contra el Tiempo”.
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