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CAPÍTULO XIV
EL MUNDO CONTRA SU SALVADOR
Nadie quiso más la paz que Adolf Hitler. Nadie necesitaba la paz más que él. La necesitaba para consolidar y extender su gran trabajo; para dejar que se extinguieran las comprensibles pero sin embargo alarmantes diferencias de punto de vista entre las viejas corporaciones y clases gobernantes de Alemania —la nobleza y la rica clase media alta; la “intelligentzia”; las Iglesias; pero especialmente el generalato, de tradición prusiana (reclutado totalmente o casi totalmente entre la vieja nobleza terrateniente)—, poruña parte, y los Reichsleiters y Gauleiters y, en general, los dirigentes del Nuevo Orden, por la otra; la necesitaba para que tuviese lugar, bajo el signo de la Swastika, una síntesis de las mejores de entre todas las fuerzas nacionales alemanas; la necesitaba para asegurar el crecimiento imperturbado de una nueva generación sana e intransigente de hombres y mujeres —luchadores y madres—, nacidos y desarrollados en la gloriosa atmósfera nacional socialista, y consagrados, sin ninguna clase de reservas, a sus ideales; para facultarle a seguir llevando a cabo su admirable programa social e inducir gradualmente a los alemanes —sin que ellos apenas llegasen a ser conscientes del cambio— a aceptar la revolución ética y —uno está obligado a añadir— religiosa que representa el Nacional Socialismo: volver a los valores raciales, es decir, naturales, y en general, a esa sabiduría centrada en la vida que implica la nueva doctrina, después de mil quinientos años de superstición judeo-cristiana igualitaria, antinatural, antinacional y centrada en el hombre. Necesitaba la paz para hacer germinar, despacio, pero irresistiblemente, bajo el liderazgo del regenerado Reich Alemán, el Gran Reich que comprendiese a
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todos los pueblos de sangre germánica y, finalmente, a todos los pueblos de sangre aria, dentro y fuera de Europa, y remodelar el mundo entero de acuerdo al principio del mandato divino de la jerarquía de las razas y del gobierno de los mejores.
Y nadie se esforzó por la paz tan duramente y tan consistentemente como él —de acuerdo que no a cuenta de ningún prejuicio humanitario, sino por las razones sólidas y prácticas que acabo de mencionar: en razón al éxito del trabajo de su vida, o dicho en otras palabras, en el interés del Reich Alemán; en el interés de la causa Aria, es decir, en el interés del Universo.
Pero las fuerzas eternas de la desintegración y de la muerte —aquéllas que he descrito como fuerzas “en el Tiempo” y que estuvieron (y que están, desde 1945, más fatalmente que nunca) dirigiendo a todas las razas hacia su perdición— se interpusieron poderosamente en el camino del Hombre “contra el Tiempo” y de su sueño de regeneración aria, y sus agentes —los judíos, como un bloque; y los sirvientes conscientes o inconscientes, voluntarios o involuntarios del judaismo internacional: masones de alto y bajo grado; miembros y simpatizantes de las más variadas sociedades pseudo-espirituales al servicio de intereses judíos o ideales judíos (o ambas cosas); seguidores de las más variadas creencias igualitarias y centradas en el hombre, afligidos por una sincera pero falsa concepción de la historia; y toda clase de personas dispuestas a sacrificar cualquier posibilidad de regeneración general por el mantenimiento de ventajas personales o colectivas de naturaleza material o moral —necesitaban la guerra para cortar de raíz la revolución Nacional Socialista; para romper su impulso antes de que tuviera tiempo de ocasionar la transformación interior y definitiva de Alemania y antes de que se extendiese a otros países de sangre aria; cuanto antes, mejor. Necesitaban la guerra, o de lo contrario iban a ser obligados a abdicar de toda influencia, tanto política como cultural (y espiritual). E hicieron todo cuanto
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pudieron por empezar la guerra pese a los esfuerzos de Hitler por evitarla—, y cuanto pudieron por prolongarla, una vez que había empezado. Y lo consiguieron; y ganaron la guerra, no a causa de algún error de Hitler, sino simplemente porque el mundo no había —ni todavía ha— llegado al final de la presente Edad Oscura; porque, como he dicho anteriormente, Adolf Hitler no es el último Hombre “contra el Tiempo”, y porque es un hecho —es más, una consecuencia inevitable de las leyes del desarrollo histórico— que todos los Hombres “contra el Tiempo” fracasan, salvo el último de todos: aquél a quien las Escrituras Sánscritas llaman Kalki.
En otras palabras, vista desde ese punto de vista superior desde el cual toda “política” aparece como consecuencia, nunca como causa, la Guerra Mundial de 1939-1945 es —dentro del gigantesco combate entre polos opuestos, sin principio ni fin, que constituye la historia cósmica— un trágico ejemplo local de la fatídica victoria de las Fuerzas satánicas —es decir, de las Fuerzas de la impostura— cerca del final de una Edad de las Tinieblas.
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“¡Ribentrop, tráeme la alianza inglesa!”1. Jamás fueron pronunciadas palabras más sinceras que éstas —las últimas que dirigió Adolf Hitler al hombre que estaba enviando a Londres como embajador de Alemania, en 1936, para sondear una vez más todas las posibilidades que pudieran conducir a un entendimiento con Inglaterra— en la historia de las relaciones diplomáticas.
Realmente, Adolf Hitler había estado pugnando por “un entendimiento con Inglaterra”, es más, por una “alianza inglesa”, desde el principio de su vida pública. Ya desde una fecha tan temprana como 1924 había establecido claramente en
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 93.
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su libro inmortal, “Mein Kampf”, las líneas principales de su nueva política (“nueva”, al menos tras la Primera Guerra Mundial). Y, lo que es más, aun cuando sin duda estaba justificada desde un punto de vista estrictamente político, esta política tenía —como todo lo que hizo el Führer— un significado y alcance definitivamente suprapolítico, e incluso tenía una justificación mayor desde el punto de vista de la Naturaleza, es decir, del de la verdad viviente. Descansaba en el sólido hecho biológico de la sangre común. Y aunque de acuerdo que era algo bastante diferente de la política continental de Adolf Hitler —aunque allí no había, por ejemplo, la demanda de que “pueblos de la misma sangre estuvieran bajo un mismo estado”—, no obstante podría haber sido formulada con frases impresionantemente paralelas a aquéllas que proclaman, en la primera página del “Mein Kampf, la legitimidad de la incorporación de Austria al Reich alemán; es decir: el inspirado Líder habría mantenido de seguro que “aun en el caso de que, económicamente, fuese indiferente o resultase incluso perjudicial”1, todavía se debía buscar la alianza inglesa, puesto que “pueblos de sangre similar” deben permanecer juntos.
Era —una vez más en perfecta consistencia con los principios y el carácter general del Nacional Socialismo— una política completamente revolucionaria. Revolucionaria, no sólo porque era una ruptura con el pasado reciente y —aparentemente— un regreso a una tradición política más antigua, sino porque era el resultado de una actitud en completa contradicción con la de todos los políticos europeos desde al menos los últimos mil quinientos años, y un regreso al espíritu y a las costumbres correspondientes a una edad largamente olvidada, cuya cordura todavía no había sido destruida por supersticiones terrenales, poruña parte, y consideraciones sobre asuntos extremadamente mundanos, por la otra, y en la cual la sangre común era, como cosa corriente —tal como la Naturaleza intentó que fuera—, la
1 “Mi Lucha”, tomo I, pág. 1.
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base más válida imaginable de colaboración amistosa y constructiva; en otras palabras, porque era una ruptura con la falsedad —la rebelión del hombre contra la Naturaleza— que es el rasgo distintivo (y crecientemente visible) de nuestro Edad Oscura.
El sistema de alianzas políticas que había prevalecido hasta entonces, y que aún prevalece, estaba precisamente estampado con el signo de lo falso —como prácticamente todas las instituciones humanas de esta Edad. Una fe dogmática común (durante el primer milenio de la era cristiana y algo después) y posteriormente, cada vez más, unos intereses materiales comunes (o supuestamente comunes) han sido, independientemente de la sangre y, la mayor parte de las veces, en flagrante oposición a cualquier idea de solidaridad natural de la sangre, el vínculo principal entre los poderes aliados. Carlomagno y sus guerreros lucharon, con la bendición de la Iglesia Católica —el poder internacional (y antinacional) más antiguo de Europa— contra los lombardos y contra los sajones, pueblos de estirpe germánica como ellos mismos. Y setecientos años después, Francisco I, Rey de Francia —un rey ario—, se alió, en razón de codicia dinástica, con los turcos en contra del Reich alemán, lo cual fue incluso peor —si es que algo podía ser peor. Y en la historia posterior, cálculos de mero beneficio material han jugado una parte siempre creciente en la actitud de los gobernantes hacia las naciones “amigas” y “enemigas”, sin que el mencionado beneficio sea en realidad de nadie excepto de unos pocos magnates internacionales —judíos; o carentes de raza— que representan la separación completa de la “política” de la vida nacional en el auténtico sentido de la palabra. La típica mentalidad de la Edad Oscura1 tras ese insano sistema era la misma que la de una influyente minoría británica que, ya a fines
1 “Cuando la sociedad alcanza un estado en el cual la propiedad confiere rango; en el que la riqueza se convierte en la única fuente de virtud .... entonces estamos en el Kali Yuga o Edad Oscura” (Vishnu Purana).
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del siglo XIX, defendía, en el nombre de un nacionalismo desorientado y eminentemente comercial, la más extrema política antigermana. Dicha política apenas se puede expresar de una forma más clara y cínica que en el ensayo de Sir Philip Chalmers Mitchell: “Una visión biológica de nuestra política exterior a cargo de un biólogo”, publicado el 1 de Febrero de 1896 en el “Saturday Review” de Londres y recientemente citado in extenso por Hans Grimm1. En él, no sólo son recalcados los intereses comerciales ingleses como si no hubiera otra cosa en el mundo; no sólo se apunta a Alemania —el próspero y por tanto peligroso rival— como el principal enemigo de Inglaterra a despecho de su innegable similitud biológica, sino que es precisamente esa similitud biológica, esa comunidad de sangre y esa comunidad de naturaleza, que son consecuencias de aquélla (esa similitud en cualidades profundas y permanentes), el hecho esgrimido para hacer de la guerra entre Inglaterra y Alemania algo inevitable, más aún, para hacer que esa guerra sea una guerra hasta el final2; es el hecho que exhorta a Sir Philip Chalmers Mitchell, profesor de biología —y posteriormente (de 1916 a 1919), miembro del Estado Mayor General británico—, a parafrasear, aplicándoselas a la nación hermana de Inglaterra, las famosas palabras inmisericordes que el romano Cato acostumbraba a repetir contra Cartago, el rival semítico de Roma, y decir: “Delenda est Germania” —“Alemania debe ser destruida”.
Es difícil determinar si Adolf Hitler conocía o no la existencia de esa curiosamente esclarecedora pieza de la literatura inglesa. Posiblemente sí; el ensayo fue distribuido, ya en fecha de su publicación, entre los círculos diplomáticos y militares de Alemania, sin que nadie, salvo unos pocos hombres excepcionales, como el Almirante Tirpitz, se lo tomase en serio en aquel entonces o posteriormente. Tal vez no. Pero incluso así, él
1 Tanto en su “Erzbischofschritt” como en “Warum? Woher? aber Wohin?.
2 Ver el texto del ensayo.
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era perfectamente consciente de la actitud ampliamente extendida que ahora se expresa de forma tan inequívoca; de esa supersticiosa hostilidad hacia Alemania, enraizada en el temor a ser comercialmente superada; actitud que es, con pequeñas diferencias circunstanciales, la de Eyre Crowe, y más próximo a nosotros, la de Sir Robert Vansittart, la de Duff Cooper, la de Eden y la de Winston Churchill.
El era consciente de ello, y sin embargo, desde el principio de su vida pública, y de forma constante —es más, tal como veremos, incluso durante la guerra—, tendió su mano a Inglaterra en un gesto de amistad -en un espíritu de reconciliación absolutamente sincera, total e incondicional, sin una sombra de rencor y mucho menos de venganza. El hizo todo lo que pudo, no por “apaciguar” a la dueña de los Siete Mares, cuyo poderío nunca temió ni odió, sino por ganar su confianza y colaboración, con absoluta buena fe: por romper ese miedo supersticioso a una Alemania poderosa, que inteligentes y en algunos casos irresponsables agentes de las Fuerzas Oscuras habían estado alentando en su pueblo desde hacía al menos cuarenta años, y por despertar en él la dormida conciencia de la hermandad de la sangre, más profunda, auténtica y fuerte que cualquier estrecha realidad política o comercial —eterna, mientras que beneficio y poder están limitados en el tiempo.
Gobiernos e Iglesias, en tanto que realmente no encarnan y expresan adecuadamente el alma colectiva de un pueblo, están también limitados en el tiempo. Quizás, Inglaterra estaba viviendo bajo un régimen político totalmente diferente —más aún, justo el opuesto— de aquél que Adolf Hitler había dado a Alemania. Pero éste era un asunto secundario. Alemania misma había vivido bajo un régimen diferente hasta 1933. Y muy posiblemente, incluso un autentico “régimen popular” —en una Inglaterra Nacional Socialista— habría sido, en muchas cosas, profundamente diferente del régimen Nacional Socialista
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alemán. Quizás, prejuicios morales y religiosos hondamente enraizados (obediencia ciega a consagradas instituciones e ideas) prevendrían a Inglaterra de aceptar algunas de las verdades biológicas duras y simples sobre las que se basa el genuino Nacional Socialismo, y de compartir de forma entusiasta esa bárbara escala de valores que es, estrictamente hablando, inseparable de éste. Aún incluso eso era, desde el punto de vista de la realidad permanente y natural, es decir, desde el punto de vista del Profeta, una materia de orden secundario. Ello no alteraba el hecho de que, considerando sus dominios ultramarinos, Inglaterra era antes de la Segunda Guerra Mundial —a pesar de obvias debilidades, errores y crímenes: a pesar de haber hecho, apenas cuarenta años atrás, la más vergonzosa guerra contra los Boers en Sudáfrica; a pesar de haber introducido, a través de sus misioneros y escuelas, el microbio de la Democracia (e involuntariamente, el del Comunismo) en una tierra como la India— el gran poder dirigente ario. Su Imperio era, como realidad histórica, uno de los grandes logros materiales de la raza nórdica —impensable, salvo por las cualidades de carácter de los mejores hombres de entre aquéllos que lo edificaron y dirigieron: osadía; perseverancia; sentido de la responsabilidad y sentido del honor; genio organizativo unido a idealismo altruista: cualidades nórdicas.
Adolf Hitler proclamó repetidamente su determinación de respetar la integridad del Imperio Británico. Una y otra vez declaró que el Estado Alemán Nacional Socialista iba a considerar toda forma de política colonial “pre-1914” y todo tipo de competición comercial agresiva con Inglaterra como cosa del pasado. Y él sentía totalmente lo que decía. Lo sentía porque veía sin duda en esa “alianza con Inglaterra” que tan impacientemente instó a J. von Ribbentrop a “traerle”, ina garantía del desarrollo pacífico de Alemania y de la posterior evolución y expansión irrefrenable del Nacional Socialismo —el interés más alto de Alemania, tanto de forma inmediata como a
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largo plazo. Lo sentía también porque la colaboración amistosa entre dos naciones dirigentes de sangre nórdica se le representaba, desde un punto de vista suprapolítico, como un inequívoco dictado de sentido común; como el rumbo en armonía con el significado de la vida (el cual debería ser también el significado de la “política”, si es que va a dejar de ser una mera intriga de negocios), y por consiguiente, la política acorde, tanto a inmediato como a largo plazo, con los intereses de la humanidad superior en el sentido biológico de la palabra, y, consecuentemente, “con los intereses del Universo”, por citar de nuevo las sagradas palabras del Bhagawad-Gita. El tendió su mano a Inglaterra tanto como hombre de Estado sabio y clarividente como “Hombre contra el Tiempo”.
Pero los hombres dirigentes de Inglaterra —y un número de personas de relevancia en Alemania— no eran sólo políticos cortos de miras, sino agentes activos de las Eternas Fuerzas de la Oscuridad Los esfuerzos de Adolf Hitler fueron sistemáticamente neutralizados a través de su obstinada hostilidad y la de los invisibles Poderes de desintegración y muerte tras ellos.
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Si J. von Ribentrop hubiera tenido éxito en lograr esa alianza anglo-germana que Adolf Hitler deseaba tan fervorosamente, la Segunda Guerra Mundial no se habría producido. Y los Poderes invisibles de desintegración habrían tenido que inventar otros medios para empujar a la presente Creación un paso más cerca de su perdición. La formación en Alemania de una eminentemente eficiente elite dirigente nacional socialista habría asegurado la estabilidad del régimen y, la que es más, la aceptación definitiva de la nueva escala de valores y la nueva concepción de la vida “en armonía con el primitivo significado de las cosas”, primero entre Adolf Hitler y su
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pueblo, y después, gradualmente, entre todos los pueblos de sangre aria; en otras palabras, habría producido una rebelión general de la raza indo-europea (y, a través de la influencia de esta última, de todas las razas nobles) contra la fatal presión descendente del Tiempo. El triunfo de una rebelión tal habría significado el fin de esta Edad Oscura y, bajo la divina Swastika, Signo del Sol, Signo de la Vida en su prístina gloria, “un nuevo cielo y una nueva tierra”. Pero, como he dicho antes, esto es precisamente lo que las fuerzas de la Muerte estaban abocadas a intentar impedir. Lo intentaron con maestría diabólica, sabiendo que era quizás su última oportunidad en el presente Ciclo de Tiempo de triunfar a gran escala en la tierra.
La experiencia de J. von Ribbentrop con los hombres dirigentes de Inglaterra fue una continua sucesión de decepciones. El Secretario Permanente de Estado, Sir (posteriormente Lord) Robert Vansittart, a quien había esperado convencer de las ventajas de una estrecha colaboración anglo-germana, persistió inexorable en su actitud antigermana —sus desconcertantes actos no se pueden intentar justificar ni siquiera a través de cierta clase de lógica1. “Con Vansittart”, iba a escribir diez años después el Embajador Alemán, poco antes de su muerte mártir en Nuremberg, “sentí que tenia ante mi un hombre con una opinión absolutamente fija: el hombre del Foreign Office, que no sólo apoyaba la tesis del ‘balance de poder’ sino que también encarnaba el principio de Sir Eyre Crowe: ‘¡Pase lo que pase nunca pactes con Alemania!’. Tuve la definitiva impresión de que este hombre ni tan siquiera una sola vez intentaría acercar a nuestros dos países. Cada palabra dirigida a él estaba sencillamente malgastada”2. Winston Churchill, aunque de acuerdo que más abierto, no era menos irreductiblemente opuesto a cualquier alianza anglo-germana. El pensamiento mismo de una Alemania
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 96.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 97.
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poderosa le llenaba de amargura, más aún, de odio. Y estaba determinado a hacer todo lo posible por impedir que su pesadilla se convirtiese en una realidad permanente. “Si Alemania crece demasiado fuerte, será derribada de nuevo”, declaró con brusquedad en el transcurso de una conversación de largas horas con J. von Ribbentrop, en 1937. Y añadió, al recordarle el Embajador que Alemania tenía amigos: “Oh, somos bastante buenos en enviarles al infierno”1, pronóstico que —¡ay!— realmente iba a tener lugar unos pocos años después. Churchill, uno de los más inteligentes y eficaces agentes de las Fuerzas de desintegración al final de esta Edad de las Tinieblas, comprendió tanto la mentalidad de los políticos profesionales como la del embotado, engreído, inconsistente y crédulo hombre medio: factores humanos últimos detrás de la “opinión pública” y la política mundial bajo un orden Democrático.
Las esperanzas que uno pudiera haber sido inducido a extraer de la actitud amistosa hacia Alemania del Rey Eduardo VIII, fueron abruptamente apartadas a un lado por la bien conocida abdicación del Rey en 1937. “Con su abdicación”, establece el anterior Embajador Alemán en las Memorias que ya he mencionado, “la causa de la alianza anglo-germana perdió una posibilidad”2. Y el resto de las posibilidades no iban a materializarse. Se apoyaban en la influencia que una minoría de perspicaces hombres ingleses, racialmente conscientes y carentes de prejuicios, no conectados en ninguna forma con abiertas o secretas organizaciones mundiales judías o pro-judías —hombres como Sir Oswald Mosley y algunos de los miembros más ilustres de la Asociación Londinense Anglo.Germana—, pudieran ejercer en círculos gubernamentales y sobre la opinión pública. Y esa influencia fue prácticamente insignificante. En los círculos gubernamentales británicos, a la saludable Alemania de Adolf Hitler se la veía con recelo —erróneamente, sin duda,
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 97.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 104.
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pero al mismo tiempo de forma muy real— como una creciente amenaza. Y la admiración cierta que tantos miles de ingleses no podían dejar de sentir por los logros sociales del inspirado gobernante, estaba con la ayuda de la prensa— dando pie de forma permanente al resentimento ante la idea de la posición dirigente a la cual se había elevado Alemania con él, tanto económica como políticamente, en apenas tres o cuatro años y sin el uso de la guerra. La prosperidad y el poder creciente de la nación hermana en con seguridad el tributo más elocuente a la orgullosa fe de la “sangre y suelo” que ahora llenaba las vidas y los corazones de su pueblo. En Inglaterra se quería la paz, por supuesto. ¿Quién no, tras una guerra como la de 1914-1918? Y estaba —o debería haber estado— bastante claro que una alianza anglo-germana habría significado paz duradera. Sin embargo, se sentía oscuramente que tal paz sólo podía ayudar a Alemania a ser más y más fuerte, y ayudar al Nacional Socialismo a ganar prestigio dentro y fuera de las fronteras del Reich. Se les había explicado a los británicos desde hacía siglos que todo país que se alzase a una posición de prominencia en el continente europeo suponía “una amenaza contra Inglaterra”. Esta no era únicamente la opinión del Foreign Office; había crecido hasta convertirse en una ampliamente extendida superstición británica, más dura de extirpar que cualquier otra “opinión”. No iba, por consiguiente (y ello tanto si estaba como si no dentro de los intereses de la paz), a permitírsele a Alemania llegar a ser “demasiado fuerte”.
Fue fácil —de nuevo con la ayuda de la todopoderosa prensa— llevar al inglés medio a creer sobre ese punto lo mismo que Mr. (posteriormente Sir) Winston Churchill, y desde bastantes lados se le dijo al inglés medio, discretamente al principio, y bastante descaradamente después, que la nueva Alemania era inconcebible separada de su credo nacional socialista y que dicho credo tenía una “peligrosa” orientación suprapolitica, es más, decididamente anticristiana (lo cual era
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cierto sin duda, aunque en un sentido bastante más profundo del apuntado en los artículos periodísticos y en los panfletos propagandísticos)1. Las organizaciones que financiaban esto último estaban, de hecho, más interesadas en dañar a Alemania que en salvar “la civilización Cristiana” —no digamos ya la esencia original del Cristianismo (la doctrina extraterrenal “sobre el Tiempo”), que no estaba amenazada en forma alguna. Pero los píos argumentos eran inteligentes (cuanto más ilógicos, más inteligentes); bien calculados para impresionar a las masas no-pensantes y a los falsos intelectuales. Y dieron su fruto. En adición a todo ello, la cada vez mayor “actitud fuera de todo compromiso”2 que el mismo Adolf Hitler estaba empezando a tomar con respecto a las iglesias cristianas —es decir, su intento definitivo por prevenir cualquier interferencia de las Iglesias en los asuntos del Estado—, estaba abocada a dar molienda a los molinos de la propaganda antinazi. Condujo a la tensión más alta entre el Estado Nacional Socialista y el Vaticano, y “a la movilización de todas las energías de las Iglesias contra nosotros, también en los países protestantes, escribe J. von Ribbentrop; “un desarrollo extremadamente significativo y desventajoso desde el punto de vista de la política exterior”3.
Se hizo cada vez más claro que la “alianza inglesa” por la que Adolf Hitler había pugnado tan seriamente, era una imposibilidad psicológica. No sólo los hombres más influyentes del Foreign Office, sino también “la atmósfera” del país estaba en contra de ella. Unas pocas semanas antes de ser promocionado de la posición de Embajador en Londres a la de Ministro de Asuntos Exteriores del Reich Alemán, es decir: ya a finales de 19374, J. van Ribbentrop envió a Adolf Hitler un
1 Entre éstos, deberían recordarse los folletos publicados por “Los amigos de Europa”, citando extractos de escritores nacional socialistas.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 127.
3 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 127.
4 El fue nombrado Reichsaussenminister el 4 de Febrero de 1938.
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detallado informe1 al final del cual se encuentran las siguientes palabras: “No creo por más tiempo en la posibilidad de un entendimiento con Inglaterra. Inglaterra no quiere a una Alemania poderosa en su vecindad”; “Aquí se cree firmemente en la eficiencia del Nacional Socialismo” (es decir, se cree en que dará a Alemania cada vez más poder); “Eduardo VIII fue obligado a abdicar porque no se estaba seguro de si apoyaría una política de hostilidad hacia Alemania. Chamberlain ha elevado ahora a Vansittart, nuestro más importante y duro oponente, a una posición tal que le capacita para adoptar una posición dominante en el juego diplomático contra Alemania. Por mucho que se pueda, mientras tanto y por razones tácticas, tratar de llegar a un entendimiento, cada día futuro en que nuestras consideraciones políticas falten de estarfundamentalmente determinadas por la concepción de Inglaterra como nuestro más peligroso oponente, será una ganancia para nuestros enemigos”.
No quedaba realmente nada más que hacer excepto afrontar el hecho de que el gran sueño de Adolf Hitler de un liderazgo mundial ario sobre la base de una sólida colaboración pacífica entre las dos principales naciones europeas de tronco germánico, no era —y, al menos durante mucho tiempo, no era probable que lo fuera— el sueño de Inglaterra. Fue sin duda una lástima; tan grande incluso que los pocos ingleses racialmente conscientes probablemente se dieron cuenta de ella en aquel entonces. Las clases dirigentes inglesas estaban completamente bajo las garras del judaismo internacional, que usó astutamente, en su propio interés, tanto su temor comercial a una Alemania poderosa, como su objeción moral (o supuesta) contra la visión nacional socialista de la vida, en particular, contra el antisemitismo nacional socialista, y el pueblo británico, privado, a través del conjunto de modernos medios acondicionantes, de su capacidad natural de duda, análisis y libre elección, creyó lo que se le estaba contando, y reaccionó ante los sucesos
1 Deutsche Botschaft, London, A. 5522.
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mundiales como sus amos invisibles —los judíos— esperaban que lo hiciera. Quizá un día despierte —cuando ya sea demasiado tarde (y Adolf Hitler, el Hombre “contra el Tiempo”, primero un profeta y después un político, nunca dejó de sentirse seguro de que tal día llegaría). Mientras tanto, sin embargo, sus amos judíos vieron en ello que la visión del gran despertar alemán no le elevaría fuera de su confortable apatía —al menos, no lo suficientemente rápido como para descubrir los engaños a los que había sido sometido y negarse a seguir a sus malvados pastores en el camino de la guerra fratricida.
Incapaz de romper la influencia judía en Inglaterra, Adolf Hitler reforzó sus lazos con las dos naciones con las que Alemania estaba en concordancia ideológica: Japón y la Italia fascista, que habían firmado —la primera en Noviembre de 1936, y la última un año después el Pacto Anti-Commintern, pacto que Inglaterra continuamente había rehusado firmar1.
Sin embargo, una vez más a causa de que él era primero un Profeta y después un político; porque sentía, a pesar de todo, a la Inglaterra eterna y real detrás de la Inglaterra judaizada de hoy, y la esencia de la divina Arianidad detrás de la eterna Inglaterra, jamás abandonó su viejo sueño de amistad, y nunca renunció a aguardar un “cambio de corazón” en el lado británico.
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Los gérmenes de la Segunda Guerra Mundial yacían en el Tratado de Versalles. Y la única posibilidad de una paz duradera residía, no sólo en una completa revisión de aquella obra vergonzosa, sino en la supresión definitiva del espíritu que la produjo —es decir, en la abolición en los corazones de la mayoría de los europeos de ese viejo temor morboso y odio gratuito a una Alemania fuerte. De hecho, el infame Tratado
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 112.
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nunca fue revisado, y al mapa político de Europa nunca le fueron devueltos los trazos de cordura sobre la base de aquel “derecho de los pueblos a disponer de sí mismos” que los vencedores de 1918 habían proclamado tan frecuente y ruidosamente. Y en vez de ser suprimido, o al menos de dejársele morir, el temor y el odio fueron cultivados de forma sistemática y más astuta que antes en Inglaterra, Francia y en los pequeños países que habían luchado en el bando aliado durante la Primera Guerra Mundial; en aquéllos que se habían mantenido neutrales; en los Estados Unidos de América —de todos los países, el que menos razones tenía para sentirse amenazado por un Gran Reich Alemán tras el Océano Atlántico— y, por extraño que pueda parecer, en algunos países no-europeos como la India, a cuyo pueblo nada le importaban los problemas fronterizos de la Europa Central y del Este, y que no poseía (salvo una o dos resplandecientes excepciones individuales) la más ligera idea de historia europea1; países a los que Alemania nunca había dañado, mientras que Inglaterra sí... ¡Y cómo!
Bajo la influencia de esos agentes de las Fuerzas de la Oscuridad, que habían preparado el mayor crimen de la historia de la diplomacia y que ahora estaban supervisando su consumación, se les hizo olvidar o impidió conocer de forma sistemática a los pueblos de todo el mundo, salvo a los de los “países fascistas”, el hecho de que “los austríacos” —representantes del pequeño núcleo alemán que durante siglos había gobernado y mantenido unidos a los muchos y variados grupos nacionales comprendidos en el “Imperio Austro-Húngaro”— eran y habían sido siempre alemanes; y que su parlamento había votado, inmediatamente después de la
1 Para ser justos, debe destacarse que muchos de los americanos —hijos de emigrantes europeos— y europeos ocádentales que ayudaron en la elaboración del Tratado de Versalles, no sabían más sobre historia y geografía de Europa Central de la que porbablemente supiera un coolie hindú.
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partición del Estado Austro-Húngaro al final de la Primera Guerra Mundial (mucho antes de que Adolf Hitler llegase al poder, más aún, antes de que su partido viera la luz), unánimemente a favor de la fusión entre Austria y Alemania. Se les hizo olvidar o impidió conocer el hecho de que nunca habían existido ni podrían existir criaturas tales como “checoslovacos”, y que “Checoslovaquia” era un estado enteramente artificial, establecido por el Comando Aliado en 1919, independientemente de los checos, y de los eslovacos, rutenos, cárpato-ucranianos, etc., todos ellos nada deseosos de vivir juntos bajo una dirección checa, y de los aproximadamente tres millones de alemanes, aún si cabe menos deseosos de ello que los anteriores, arrancados de su patria por el Tratado de Versal les, y más agraviados por el dominio checo que cualquier otro de los componentes del ridículo estado; y el hecho de que la única razón para la creación de tal estado —contra la biología, contra la historia, contra la geografía, contra la economía, contra la Naturaleza— residía en su acción preestablecida como espina permanente en la carne del ya mutilado Reich Alemán. Fueron intencionadamente mantenidos en la ignorancia sobre las provocaciones diarias de los checos al territorio alemán de los Sudetes y a los alemanes dondequiera que estos vivieran en el nuevo Estado; mantenidos igualmente en la ignorancia sobre la opresión que ejercían los checos sobre el resto de elementos no-checos de “Checoslovaquia”: eslovacos, rutenos, cárpato-ucranianos, etc. Los pueblos del mundo entero fueron mantenidos sistemáticamente en la ignorancia sobre el hecho de que la “nueva Polonia” que los vencedores de 1918 habían devuelto a la existencia después de ciento cincuenta años, lejos de ser homogéneamente polaca, comprendía importantes minorías alemanas y rusas; sobre el hecho de que el “Corredor” que enlazaba la mayor parte de ella al Mar Báltico —separado Prusia del Este del resto de Alemania— era territorio alemán, cuyos habitantes fueron sometidos a continuas vejaciones por
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parte de los polacos, y que Danzing era una ciudad alemana. Se les hizo olvidar —o impidió conocer— que el Sarre y el territorio del Memel eran partes de Alemania; que la zona del Rhin —ocupada por Francia desde 1923— era también una parte de Alemania. Y todos los esfuerzos que Adolf Hitler hizo por romper sin el uso de la guerra el cinturón de Estados y ejércitos hostiles que los vencedores de 1918 habían estrechado en tomo al Reich Alemán; todos los esfuerzos por hacer ganar a Alemania sin el uso de la guerra un status de “igual trato” —Gleichberechtigung— entre las naciones dirigentes de Occidente —la reanexión del Sarre en 1935, tras un plebiscito en el que d noventa y nueve por ciento de sus habitantes votó por Alemania; la reocupación pacífica del Rhin en 1936; la reincorporación al Reich de Austria (en Marzo de 1938) y, unos pocos meses después, la de los Sudetes, sin mencionar la anterior salida de Alemania de la Liga de Naciones y su decisión de restablecer el servicio militar obligatorio después de que todas sus propuestas honestas en favor de un desarme general hubiesen sido rechazadas—, fueron presentados en todas partes —ya sea en los periódicos de Londres, Nueva York o Calcuta— como la consecuencia del resurgimiento del “militarismo alemán” y como la evidencia de una “amenaza a la civilización”.
Como ya establecí, lejos de aceptar la mano amistosa que Adolf Hitler le tendiera, Inglaterra se hizo cada vez más inflexible en su resolución de no tratar con Alemania, pasase lo que pasase; es decir, se lanzó fatalmente, cada vez más, en la dirección que Sir (después Lord) Robert Vansittart, Mr. (después Sir) Winston Churchill, etc. estaban pugnando por dar a su política exterior. Es más, hay motivos serios para creer que las vejaciones que sufrió la población alemana en los Sudetes y en el “Corredor” polaco por parte de checos y polacos, estuvieran animadas, cuando no realmente provocadas, por agentes del Servicio de Inteligencia Británico. En otras palabras, Inglaterra no sólo estaba haciendo cuanto podía por crear las condiciones más apropiadas que condujesen a la guerra, sino
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que se aseguraba de antemano el poder un día lanzarle la culpa Alemania, en esta ocasión, a la Alemania nazi —como en 1918. Su satélite europeo más importante —Francia— y el poder mundial del que ella misma (más deprisa de lo esperado) se iba a convertir en satélite —los Estados Unidos de América— le ayudaron eficazmente en su sucio juego.
Sin embargo, la guerra no habría sido —quizás— inevitable de no haber sido por una camarilla de bien organizados traidores alemanes de alta posición —von Weizsácker y Kordt, ambos funcionarios de alto rango del Ministerio de Asuntos Exteriores; el General Beck y el General Haider, sucesivos jefes del Estado Mayor alemán; el Teniente-Coronel H. Boehm—Tettelbach y otros oficiales de primer rango del ejército alemán; Wilhelm Canaris, Jefe del Servicio de Inteligencia Militar, y otros, algunos de cuyos nombres iban a ser ampliamente conocidos de la noche a la mañana en conexión con el atentado del 20 de Julio de 1944 contra la vida de Adolf Hitler, y también unos pocos cristianos militantes, sacerdotes y seglares, demasiado conscientes del hecho de que una victoria definitiva del Nacional Socialismo podría significar nada menos que el fin del Cristianismo y de la “Civilización Cristiana”, y decididos a prevenir a cualquier precio dicho suceso, incluso al coste de la destrucción de Alemania; hombres a cuyos sentimientos Bonenhófer iba a dar expresión durante la guerra por medio de una frase muy clarificadora: “¡Mejor una Alemania devastada que una Nacional Socialista!”.
Tales elementos fueron más importantes de lo que generalmente se está inclinado a creer. Literatura política de post-guerra —empezando por la propia descripción de sus pasados actos por parte de traidores supervivientes en detalladas “Memorias”— prueba que ellos estaban incrustados en toda la maquinaria del Estado Nacional Socialista. Y estaban activos desde bastante antes de la guerra; de hecho, desde el mismo día en que Adolf Hitler ascendió al poder. Y estaban en
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contacto permanente y secreto con los peores enemigos de Alemania a través de círculos diplomáticos extranjeros.
Hicieron todo cuanto fue posible por animar a los políticos extranjeros, especialmente a los ingleses, en su voluntad tozuda y corta de miras tendente a impedir a toda costa cualquier materialización del programa territorial de Adolf Hitler —en su determinación de “parar a Hitler”, tal como solían decir después de que seis millones de alemanes de Austria, al igual que habían hecho previamente los del Sarre, saludasen con singular entusiasmo su reincorporación a la tierra común. Mantuvieron regularmente informados a los hombres del Foreign Office británico sobre los planes de Adolf Hitler1, y les dieron al mismo tiempo la falsa impresión de que el régimen nacional socialista no representaba en absoluto la elección real del pueblo alemán, y que éste sería fácilmente derrotado tras el estallido de la guerra Y siempre que se elevaba la tensión entre Gran Bretaña y Alemania, enviaban enlaces secretos a Londres con instrucciones precisas al gobierno británico para que éste “no cediese”. Así, por ejemplo, fueron enviados Ewald von Kleist-Schmenzin, en Agosto de 1938, y el Oberstleutnant Boelun-Tettelbach, una quincena después, el primero por el General Beck, y el último por el General Haider (sucesor del General Beck en la jefatura del Estado Mayor alemán), para entrar en contacto “con los hombres más estrechamente conectados con el Foreign Office” y “requerir al gobierno británico que se opusiese con un categórico ‘no’ a todas las ulteriores reclamaciones de Hitler”2, en particular, “incitar a Inglaterra a mantenerse inexorable en la cuestión de los Sudetes”3. Es ahora sabido que Ewald von Kleist-Schmenzin visitó, entre el 17 y el 24 de Agosto, a numerosos dirigentes
1 Ver las “Memorias” de vons Weiszácker, publicadas en Munich en 1950.
2 Así lo declaró el mismo Hans Boehm-Tettelbach. Ver el “Rheinische Post” del 10 de Julio de 1948.
3 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 141.
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políticos británicos notoriamente antigermanos —en particular, a Sir Robert Vansittart y a Mr. Winston Churchill—, y que trajo una carta “privada” de Winston Churchill a Wilhelm Canaris, uno de los traidores alemanes más poderosos, ya mencionado1. Es ahora conocido que el Secretario de Estado alemán, von Weisácker —que se jacta, en las memorias que iba a escribir doce años después, de su “actividad constante” consistente en “obstrucción a la política exterior”—, también hizo lo que pudo, a principios de Septiembre de 1938, por fijar sobre el gobierno británico (a través de Cari Burckhardt, comisionado por Danzing en la Liga de Naciones, que inmediatamente envió el mensaje a Sir G. Warner, enviado británico en Berna, quien a su vez telegrafió al Foreign Office británico) la necesidad de enviar a Alemania, no a Chamberlain, sino a “algún enérgico militar, que pueda, cuando deba, vociferar y golpear con su bastón sobre la mesa”2 —es decir, un hombre que en vez de firmar con Adolf Hitler el bien conocido Pacto de Munich, hubiese roto las negociaciones y, aparentemente, provocado la guerra: el objetivo común de todos los enemigos del Nuevo Orden Nacional Socialista.
Todo esto —que es una simple muestra extraída de la enorme (e incluso creciente) cantidad de evidencias disponibles hoy en día— nos muestra, de hecho, que si una persona flexible como Mr. Chamberlain fue enviada dos veces desde Londres para encontrarse con Adolf Hitler, y le fueron dados poderes para firmar el Pacto de Munich, asegurando la paz (al menos por otro año), no fue, ciertamente, por culpa de los alemanes antinazis. La razón por la que el gabinete británico envió a Chamberlain —y no al “enérgico militar” que Herr von Weizsácker hubiese preferido— y la razón por la que Chamberlain
1 Ver el libro de Jan Colvin: “Master Spy: The incredible story of Wilhelm Canaris, “who, “while Hitler’s Chief of Intelligence, “was a secret agent of the British” (Nueva York, 1952).
2 Ver Holldack: “Was wirckkich geschah”; pág. 95 (Munich, 1949)
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finalmente reconoció la integración de los Sudetes en el Reich Alemán, es la misma que dos meses atrás —es decir, antes de las últimas intrigas de los traidores alemanes con vistas a provocar la guerra— había provocado el envío de Lord Ruciman a Praga, como posible mediador, a satisfacción de ambas partes (incluido el Reich Alemán), entre los checos y el Partido Alemán de los Sudetes; a saber: la necesidad de Inglaterra de ganar tiempo —“hacer una vez más algo por la paz”— porque no estaba todavía preparada para la guerra1, o más exactamente, porque los líderes del judaismo internacional tras los políticos británicos todavía no habían completado sus preparativos para una guerra mundial. Lo cual no significaba que el gobierno británico no estuviese empeñado en la guerra, tarde o temprano; la guerra para “parar a Hitler” porque él había hecho a Alemania —el temido rival comercial— libre y poderosa; y la guerra para “parar a Hitler” porque él había puesto el poder de Alemania al servicio de la verdad suprapolítica que más odia esta avanzada Edad Oscura.
Adolf Hitler estaba feliz por interpretar el Pacto de Munich como el primer paso decisivo hacia aquella amplia y duradera colaboración anglo-germana que el deseaba de forma tan sincera. ¿Acaso no estaba establecida enfáticamente en la “Declaración común” que tanto él como el Premier británico habían firmado el 30 de Septiembre, como un documento adicional recalcando el significado y la importancia del acuerdo: “Consideramos el Acuerdo firmado ayer tarde y el (anterior) Acuerdo Naval Anglo-Alemán como símbolos del deseo de nuestros mutuos pueblos de no volvernos a declarar la guerra nunca más. Estamos igualmente determinados a tratar el resto de cuestiones que afecten a nuestros países por la vía de la negociación y suavizar posibles causas de divergencia de opinión, de forma que podamos contribuir a asegurar la paz en
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 140.
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Europa”1? Los traidores alemanes estaban menos complacidos con el resultado de la Conferencia de Munich. Sus esperanzas de “dejar a Hitler a un lado” habían tenido que ser abandonadas. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabían2. Pero continuaron sus sombrías intrigas tanto en Alemania como en cada país en cuya política pudieran directa o indirectamente influir, intentando despiadadamente provocar o reforzar cualquier clase de odio contra el Hombre a quien sus labios habían jurado lealtad, y contra el régimen al que aparentemente pretendían servir. Al mismo tiempo, la actitud inglesa hacia Alemania —el Estado “contra el Tiempo”— era cada vez menos amistosa, y ni que decir tiene más hostil, a pesar de todos los esfuerzos serios y honestos de Adolf Hitler. Sólo tres días antes de la solemne declaración citada anteriormente, Chamberlain anunció en la Cámara de los Comunes la decisión del gobierno británico de armarse a cualquier coste. Más tarde, “el 7 de Diciembre de 1938, a través del veto del Secretario de Estado Británico para las Colonias —sin duda alguna con la aprobación de su gobierno—, le fue negado al Pacto de Munich toda validez en relación a la cuestión de las colonias y los territorios bajo mandato, y la ‘vía de negociación’ entre Inglaterra y Alemania se cerró con respecto a la misma”.... “Al mismo tiempo,” escribe J. von Ribbentrop en sus Memorias, “el gobierno británico inició una política de colaboración aún más estrecha con Francia, y los Estados Unidos de América fueron invitados claramente a unirse a una coalición contra Alemania. El objetivo de esta nueva política consistía abiertamente en cercar a Alemania. La psicosis de guerra fue cultivada en Inglaterra ya antes de la integración al Reich de la parte remanente de Checoslovaquia El horizonte político europeo fue barrido sistemáticamente en busca de posibilidades de alianzas antigermanas. Lo que Churchill me profetizó en 1937 estaba sucediendo ahora.
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, pág. 310.
2 Erich Kordt: “Whan un Wirklichkeit”; edic. 1948, págs. 128 y siguientes.
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Alemania, de acuerdo a la opinión británica, se había hecho demasiado fuerte e iba a ser de nuevo derribada”1.
Los traidores alemanes de alto rango tenían, repito, una gran responsabilidad en este trágico desarrollo. Yo estoy personalmente convencida de que sin el conocimiento de su actividad, Inglaterra no habría declarado la guerra a Alemania en 1939 y “la población se habría mantenido satisfecha con una solución al problema del ‘Corredor Polaco’ impuesta a través de la violencia”2. En otras palabras, que la guerra entre Alemania y Polonia no se habría extendido a una guerra entre Inglaterra y Alemania.
Pero también estoy convencida de que la guerra entre Inglaterra (junto con su satélite europeo, Francia) y Alemania podría haber (y habría) estado localizada y finalizada en 1940, tras la victoriosa campaña de Francia, de no haber sido por un enemigo inmensamente más poderoso que todos los frustrados oficiales (e intelectuales) alemanes y que todos los políticos y hombres de negocios británicos anticuados y cortos de miras, a saber: el líder de las fuerzas (abiertas o secretas) antinazis en todo el mundo; el enemigo: el judío.
Ese —y quienquiera que en cualquier parte del mundo se permita estar, directa o indirectamente, influenciado por él— es el responsable del hecho de que la guerra entre Inglaterra y Alemania no finalizase —no pudiese finalizar— en 1940 con la paz honorable que Adolf Hitler generosamente ofreció a su nación hermana.
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1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”; edic. 1954, págs. 146-147.
2 Friedrich Lenz: “Der ekle Wurm der deutschen Zwietract”, edic. 1952, pág. 100.
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No hubo (originalmente), ya sea en la propia mente de Adolf Hitler o en la de cualquiera de sus discípulos que tuviera algo que decir en la interpretación y aplicación de su pensamiento, la más ligera intención de perseguir a los judíos. Desde luego, pudo haber habido entre las filas de militantes nacional socialistas casos individuales de violencia contra especímenes de esa particularmente ofensiva y totalmente indeseada variedad de extranjeros —ejemplos esporádicos (y bastante comprensibles) de odio nacional largamente reprimido o de menos loable venganza personal, en ningún caso alentados por los líderes del joven Movimiento ni justificables a la luz de la Weltanschauüng Nacional Socialista. No hubo molestias sistemáticas dirigidas a los judíos, ni mucho menos planes de exterminarlos. Medidas drásticas como “liquidaciones” en masa —o esterilizaciones en masa— no habían sido previstas.
Todo lo que Adolf Hitler había hecho era señalar al judaismo internacional —a la finanza judía internacional: pero no sólo a la finanza judía internacional, sino a los judíos (y medio judíos) mismos y al espíritu judío— como la fuerza siniestra detrás de la traición a Alemania durante la Primera Guerra Mundial, de su derrota en 1918 y de la subsiguiente humillación y miseria, y como el alma de la política del Tratado de Versalles —lo cual era, históricamente hablando, absolutamente cierto. Y todo lo que él quería era liberar Alemania (y a ser posible, Europa) de la pestilencia judía —bajo todas sus formas y en todos sus dominios: política y económicamente, sin duda, pero también biológica y espiritualmente (de hecho, él estableció desde el principio —y eso porque era infinitamente más que un “político”— que la separación biológica de los judíos y la liberación de su influencia moral y espiritual significaba automáticamente liberarse también política y económicamente de ellos).
En el Punto Cuatro de los famosos Veinticinco Puntos —las bases inamovibles del Programa del Partido Nacional Socialista— puso fin a la vieja y demasiado ampliamente
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extendida mentira que consiste en llamar a un judío que habla la lengua del pueblo extranjero entre el que nació y se crió, un hombre de ese pueblo. Y proclamó audazmente que, en razón de su sangre, ningún judío —cualesquiera que fuesen sus capacidades o logros, y por mucho que hiciera que su familia estuviese establecida en Alemania— puede ser ciudadano alemán. De esta forma estableció —por primera vez en Occidente desde el declive del mundo greco-romano (es decir, desde que un no ario podía, si quería, convertirse en ciudadano romano) y desde el saludable reinado gótico de Teodorico el Grande— los fundamentos de un Estado natural y racional; de un Estado de acuerdo a los dictados de la vida.
En ese largo y aburrido proceso de decadencia (con una corta, muy corta parada gracias a aquel excepcional rey germánico) que es la historia de Occidente desde el día en que la ciudadanía romana perdió su significado y valor, esto fue una revolución —¡y menuda revolución! Pero no fue un acto de hostilidad hacia los judíos. Fue una reacción sana e ilustrativa contra la majadería de toda “naturalización” hasta el punto en que esta última es un insulto a la biología; una proclamación de la verdad eterna de la sangre contra la largamente aceptada pero sin embargo chocante mentira encarnada en todas las regulaciones humanas que la desafían. En otras palabras, fue un acto “contra el Tiempo”; contra la siempre creciente falsedad de nuestra Edad de las Tinieblas (el hecho de que los judíos y no los negros ni los hotentotes ni los papuas sean mencionados en el Punto Cuatro se debe simplemente a la presencia de los primeros como la única comunidad no-aria viviendo en Alemania y jugando un papel en la vida alemana).
Ya en los días de la lucha por el poder, todo militante nacional socialista pedía al pueblo alemán que no comprase en las tiendas judías, ni que creyese a los periódicos financiados por los judíos, etc., en otras palabras, le pedía liberarse por sí mismo de la dominación judía a través de todos los medios
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posibles; por iniciativa individual y sin la ayuda de unas leyes que no existían. Uno debe admitir que ello era natural en una campaña dirigida bajo el nombre de la libertad nacional —natural, y ni nuevo ni único. Sin embargo, la reacción a ello fue, en todo el mundo (y no sólo en los círculos comunistas), una protesta cada vez más ruidosa contra el “antisemitismo” nacional socialista.
De forma bastante curiosa, en la lejana India, Mahatma Ghandi, el profeta de la “no-violencia” —un hombre, en muchos aspectos, en evidente contraste con Adolf Hitler, pero también, como él, un “hombre contra el Tiempo”—, también estaba, desde 1919 en adelante, apremiando a sus discípulos a ‘boicotear los productos británicos”, así como la educación “occidental” —es decir, la cristiana— y sus costumbres; a hilar su propio algodón, a tejer sus propias ropas y volver a la vida sencilla de los antiguos días; a liberarse ellos mismos tanto de la dependencia económica como de la corrupción moral resultante del yugo extranjero. Nadie le culpó por ello. Muchos en la misma Inglaterra —y algunos de entre los ingleses más prominentes de la India, cuyo trabajo consistía en obstruir sus acciones— no podían dejar de admirarle. La única critica que se atrajo (principalmente de los marxistas o sus simpatizantes) fue la de ser un enemigo del “progreso” y un utopista, cuya resistencia pasiva no era la respuesta apropiada a la “opresión colonial”. Pero nadie le culpó por buscar la liberación de su pueblo del dominio extranjero —nadie; ni incluso los mismos ingleses.
El dominio judío en Alemania (y en general en Europa) era —y es, una vez más, desde 1945—, sin embargo, bastante peor que el dominio británico en la India o, dicho sea de paso, que el de cualquier brutal dominio extranjero en cualquier país conquistado. Era —y es— invisible y anónimo, no sentido por las masas (que no tienen tiempo ni inclinación para buscar sutiles males y sus causas ocultas) ni incluso por la mayoría de los
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intelectuales, y por ello más peligroso, más asesino del alma (de hecho, el auténtico crimen de Inglaterra contra la India no fue tanto la explotación sin precedentes de sus recursos, sino la introducción —o el reforzamiento— de esa tonta exaltación del “hombre” en oposición a la naturaleza, que es, como dije antes, la esencia del espíritu judío en comparación con el ario, y que iba a preparar el camino para la posterior influencia marxista). Sin embargo, la lucha de Mahatma Ghandi fue considerada con simpatía o al menos con indiferencia. La de Adolf Hitler, con creciente inquietud, desconfianza, y pronta y definitiva hostilidad. El Punto Cuatro del Programa del Partido, y todas las manifestaciones audaces —y extremadamente exactas— sobre el nefasto papel jugado por los judíos en la historia del mundo, fueron citados (la mitad de las veces fuera de su contexto) y machacados como signos ominosos de una regresión al “barbarismo”. Y aunque todavía no se había hecho ningún daño contra ellos, muchos judíos residentes en Alemania abandonaron el país por su propia voluntad, pues sus corazones se llenaban de odio por ese mundo ario nuevo y libre que ellos sentían crecer a su alrededor y a su pesar, por ese mundo nuevo que ellos pronto ya no serian capaces de corromper y explotar a voluntad. Y llevaron su odio a dondequiera que fuesen, e iniciaron por todos los medios a su alcance —todos los medios que el odio pueda idear y el dinero conseguir— una amplia campaña mundial contra el Nacional Socialismo —ya en aquel entonces, antes de que Adolf Hitler se alzase con el poder. Cualquier nacional socialista auténtico que en aquella época viviese fuera de Alemania, en cualquierparte del ancho mundo donde existiesen cosas tales como periódicos, revistas, libros, cines o conferencias públicas (los aparatos de radio todavía no eran tan populares como pronto lo serían), recuerda este hecho demasiado bien1. Otras personas —el 95 por ciento de las cuales estarían, de una forma u otra, influenciadas por la propaganda judía—
1 Yo misma pasé esos años anteriores a la Machtübernahme parte en Francia, parte en Grecia y parte en el sur de la India, y recuerdo intensamente aquélla atmósfera (y algunos incidentes en apoyo de lo que acabo de decir).
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pueden no recordarlo necesariamente —una circunstancia que sólo prueba cuan sutil e inteligente era dicha campaña
Todo judío racialmente consciente —y todos los judíos del mundo (ya sean o no puros de sangre) son racialmente conscientes— experimentó las noticias de la victoria legaly perfectamente democrática de Adolf Hitler en las últimas elecciones al Reichstag de la República de Weimar, y su no menos legal y democrático nombramiento de Canciller del Reich Alemán, como un insulto personal de toda la nación alemana (cuya aplastante mayoría obviamente estaba detrás del líder nacional socialista) y como una derrota del pueblo judío: su primera derrota clara desde hacía muchos siglos y una elocuente advertencia. Todos estaban decididos a hacer lo posible por desestabilizar el hecho estable de un gobierno ario en Alemania (pues la toma de poder de Adolf Hitler significaba, primero y ante todo, eso) y por destruir a cualquier coste toda posibilidad de hegemonía germana en Europa (lo cual habría significado el fin de la larga e invisible dominación judía de Occidente, más aún, de la influencia secreta de los judíos en todo el mundo). Hans Grimm ha citado en un reciente libro las palabras que un “prominente judío angloparlante de Australia” dirigió a “un bien conocido almirante alemán” el 31 de Enero de 1933, es decir, justo el día después de la “toma del poder”: “Usted ha oído que el Presidente Hindenburg, de acuerdo con los resultados de las elecciones al Reichstag, ha nombrado Canciller del Reich al nacional socialista Hitler. Bien, le doy mi palabra con respecto a ello, y acuérdese de mí después, de que nosotros los judíos haremos todo lo posible por impedirlo”1.
Y realmente fue fundada una organización con el nombre de “Federación económica judía internacional para combatir la opresión hitlerista de los judíos”, y en Julio de 1933, Samuel Untermeyer fue elegido en Amsterdam presidente de ella. Su discurso en Nueva York, menos de un mes después, es
1 Hans Grimm: “Warum?, Woher? aber Wohin?”, edic. 1954; pág. 187.
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la primera declaración oficial de guerra a la nueva Alemania de Adolf Hitler, y en consonancia perfecta con el carácter y determinación de su pueblo —la auténtica cría del “Padre de las mentiras”1— y con el espíritu de esta Edad Oscura en la que todos los valores naturales están invertidos, los judíos llamaron a esta guerra, que iba a ser dirigida sin piedad, “hasta el final”, contra el joven Estado “contra el Tiempo”, una “guerra santa” “por el bien de la humanidad”. Y menciona a “los millones de amigos no-judíos”, cuya colaboración demasiado bien sabia que su pueblo podía esperar. Y olvida mencionar el único motivo real de su campaña: el odio y el temor a cualquier genuino despertar ario —el único motivo, puesto que los otros que acentúa, tales como el deseo de prevenir la “inanición y exterminio” de los judíos y el de “remachar el último clavo del ataúd en el que la intolerancia y el fanatismo van a desaparecer”, son falsos. Tal como Hans Grimm —que nunca fue un seguidor de Adolf Hitler— apunta claramente, “ni una sola palabra responsable sobre inanición, asesinato o exterminio fue pronunciada en Alemania hasta después de 1938, y ni una sola acción se había tomado en esa dirección2. Y en cualquier caso, la actitud nacional socialista hacia los judíos no tenía —ni tiene—, ni antes ni después de 1938, nada que ver con el “fanatismo” o la “intolerancia”.
En 1938 —es decir, antes de la guerra con Polonia— el recién fundado Estado de Israel declaró oficialmente la guerra a Alemania, de nuevo en nombre de todos los judíos del mundo. Este segundo acto de abierta hostilidad fue, al igual que el primero, presentado como una respuesta a la supuesta “persecución a los judíos”, la cual todavía no había empezado. En realidad, se trataba de imprimir una vez más sobre las mentes de los judíos de todo el mundo (a través del enorme prestigio del Estado de Israel, símbolo de su unidad y centro de sus esperanzas) que la Alemania Nacional Socialista, la orgullosa
1 El Evangelio según San Juan, 20, versículo 44.
2 Hans Grimm: “Warum?, Woher? aber Wohin?”, edic. 1954; págs. 187-188.
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fortaleza del despertar ario, continuaba siendo su enemigo número uno; su enemigo, independientemente de lo que hiciese o dejase de hacer, simplemente porque era el baluarte de esas fuerzas que eran, son y siempre serán el polo opuesto a su ser colectivo. También se trataba de imprimir en las mentes de esos “millones de amigos no-judíos” (cuya obediencia supuso Samuel Untermeyer muy acertadamente), que el primer grito desde Palestina —“la tierra sagrada”— del pueblo de Israel —“el pueblo de Dios”, de acuerdo al libro sacro de todos los cristianos—, tras dos mil años de silencio, era una maldición contra “los nazis” impíos e inhumanos (y un grito tal sólo podía ser un grito de justicia; o al menos así se esperaba que lo creyesen “los millones de amigos no-judíos” —cristianos amantes del “hombre”; aborrecedores de cualquier revolución en el campo de los valores fundamentales).
En realidad, se había hecho bastante por la causa judía desde que los primeros judíos de Alemania —gente previsora que (también) podía permitirse viajar— habían juzgado que probablemente las cosas se les iban a poner allí difíciles, y se habían ido al extranjero con toda su fortuna antes de 1933. Se había hecho bastante gracias al efecto indebido y casi mágico de ciertas palabras vacías y extremadamente populares como “humanidad”, “libertad”, “democracia”, etc.; gracias a la insondable credibilidad de la mayoría de las personas que saben leer—, y gracias a la agilidad magistral con la que los judíos tornan ventaja de esas características negativas de este período final de nuestra Edad Oscura. “Humanidad”, “libertad individual” y “respeto a la persona humana” estuvieron inmediatamente ligadas en Occidente al Cristianismo y a la “tradición cultural de Europa”.
Como dije, los judíos no fueron —todavía— objeto de ninguna medida particularmente drástica en el Tercer Reich. Simplemente ya no estaban considerados legalmente como “alemanes”. Ya no estaban autorizados a enseñar en las escuelas o en las universidades; o a financiar periódicos para lectores
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alemanes; a ser actores, abogados, músicos profesionales, escritores, etc. para el público alemán —es decir, a influenciar a los alemanes respecto al arte o la literatura; respecto a lo que está “bien” o “mal”; respecto a lo que es moralmente correcto o no. En una palabra, les estaba ahora prohibido meter sus narices en la vida del país en el que vivían, pero que nunca había sido, ni podría ser, el suyo. También les estaba prohibido desde Septiembre de 1935 —desde la proclamación de las admirables Leyes de Nüremberg para la preservación de la pureza racial— casarse con alemanes o tener, aun fuera del vinculo matrimonial, relaciones sexuales con ellos (bajo el gobierno Nacional Socialista, el aborto era considerado, en el caso de un niño ario de sangre pura, como un asesinato y estaba severamente penado, no así si era el producto todavía no-nacido de una unión vergonzosa, y un alemán que se hubiese casado con una judía antes de las Leyes de Nuremberg tenía que escoger entre el divorcio o que ésta se esterilizase). Pero tal como dice Hans Grimm, “estas regulaciones nada tenían que ver con un maligno antisemitismo”1, Se aplicaron de hecho no sólo a los judíos, sino a todas las personas de raza no-aria, como lo iba a probar la esterilización sistemática de los niños “mitad alemanes-mitad negros”, huellas vergonzosas de la ocupación de Alemania tras la Primera Guerra Mundial por tropas mercenarias de África. Y los judíos deberían haber sido las últimas personas de la tierra en criticar las nuevas leyes; ellos, al contrario que muchas de las mejores razas, se han mantenido fieles a su Dios tribal, Jehová, que les dijo —al igual que todos los dioses tribales de todas las tierras y de todos los tiempos— que abominasen de la mezcla de sangres2; ellos, los mismos que en
1 Hans Grimm: “Warum?, Woher? aber Wohin?”, edic. 1954; pág. 188.
2 Ver el Antiguo Testamento, Ezra, Cap. 9.
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1953 iban a prohibir por ley en el Estado de Israel los matrimonios entre judíos y no judíos1.
Y sin embargo las sabias “Leyes de Nuremberg” fueron presentadas en todo el mundo como un intento de “recortar la libertad individual”, como un “insulto a la persona humana”, etc.; y el despido de empleados y funcionarios judíos o medio judíos, de periodistas, actores, directores teatrales, jueces, doctores, profesores, etc. —especialmente el de Albert Einstein, de cuya “Teoría de la Relatividad”, “explicada” a gente no entendida en la materia en miles de folletos baratos, se dijo que era la maravilla de nuestros tiempos—, como actos de salvaje odio racial, cosa que no eran. Un par de canciones alemanas, de acuerdo que antijudías, pero en ningún caso más sedientas de sangre que algunas canciones griegas que conozco contra los turcos o contra los búlgaros (o canciones turcas contra los griegos), o que el bien conocido himno nacional francés “La Marsellesa”, o que cualquier canción de guerra de este planeta, fueron traducidas a numerosas lenguas y citadas repetidamente como “pruebas” del “espíritu asesino” del Nacional Socialismo. Incluso el cierre de los mataderos de carne “Kosher” —ese perdurable horror judío— fue a menudo criticado como un “ataque contra la libertad religiosa” —criticado incluso por muchos de aquéllos que consideraron la supresión por los británicos del antiguo rito hindú del Sati como un acto laudable. Sociedades formadas, no por judíos, sino por bienintencionados arios bajo la doble influencia desorientadora de la prensa judía contemporánea y de siglos de una religión centrada en el hombre y enraizada en el judaismo, brotaron aquí y allá con el propósito decidido de salvar el alma del mundo de las garras de Adolf Hitler —en realidad, de impedir a Adolf Hitler salvar en todos los países el cuerpo y alma del hombre Ario de la garra cada vez más próxima del judaismo internacional. Una de estas sociedades —los “Amigos de Europa”— publicó, alrededor de 1935 y en forma de folletos, extractos de los trabajos de escritores nacional socialistas, con
1 Los actuales judíos de Cochin, en la costa Malabar, no se casan con sus correligionarios de sangre local, los así llamados “judíos negros”.
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comentarios mostrando que la Weltanschauüng de Adolf Hitler es una negación de la scala fundamental de valores que Europa ha aceptado desde hace largo tiempo gracias a la fe cristiana (lo cual realmente es así). Sin embargo, los judíos y sus “millones de amigos no judíos” no hadan hincapié en este hecho para salvar el amor Cristiano (que al estar “sobre el tiempo”, no puede estar amenazado”) o el Cristianismo histórico (el cual ha jugado ya su papel y está desapareciendo —o fundiéndose gradualmente con su lógico y natural sucesor terrenal: el marxismo), sino simplemente con miras a obstruir por todos los medios la saludable (aun cuando tardía) reacción de lo mejor de Occidente contra las Fuerzas de la decadencia —las Fuerzas directores de la Edad Oscura y creadoras de las viejas y nuevas formas de la eterna mentira judía.
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En el Oriente, los judíos habían de ser más sutiles. El Cristianismo es allí menos popular, y hay países como la India en los cuales una escala de valores centrada en la vida es (al menos teóricamente) la única fundamental —más aún (siguiendo el mismo ejemplo de la India), donde una creencia profundamente establecida en la jerarquía natural de las razas y en la superioridad divina de los arios tiene milenios de antigüedad y está respaldada por el inamovible dogma metafísico de la reencarnación sin fin.
Creo que no es superfiuo expresar aquí unas pocas palabras acerca de lo que, en mi humilde opinión, estaba destinado a tener una relación decisiva sobre el uno de acontecimientos que iban a tener lugar en los años subsiguientes, es decir, sobre la parte jugada en la India por los judíos y sus amigos durante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial.
La mayoría de los judíos que procedentes de Alemania se establecieron en Bombay, por lo general después de 1933, pero
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sin embargo —por extraño que pudiera parecer— con todas sus posesiones, saliendo a raudales de los camarotes de primera clase de las grandes líneas navieras, tenían poco conocimiento de las religiones de Asia en general, y de las de la India en particular, y escaso deseo de familiarizarse con ninguna. El misterioso subcontinente de muchas razas en el que habían desembarcado, por aquel entonces bajo dominio británico, parecía en cualquier caso demasiado miserable y débil como para que valiese la pena atraerlo como aliado en la “guerra santa” de Untermeyer contra el Tercer Reich Alemán. Sus millones de habitantes medio muertos de inanición posiblemente no pudiesen tener opinión alguna acerca de algo que estuviese fuera de su propia lucha diaria por sobrevivir, así que mucho menos la tendrían sobre problemas de naciones distantes. Y aun admitiendo que la tuvieran, esa opinión no contaba al ser ellos pobres. Pero había europeos ricos e influyentes, y también unos pocos hindúes ricos, en cuyas manos residía la economía del callado subcontinente. Los Europeos, mayormente ingleses (o escoceses), eran blancos, vestían ropas europeas, vivían en casas elegantes, tenían clubs exclusivos en los que los hindúes no eran admitidos, jugaban al golf —o al bridge— y leían periódicos en su tiempo libre. Los judíos procedentes de Alemania también eran blancos (más o menos), vestían ropas europeas y podían permitirse vivir en casas elegantes. Y de forma bastante curiosa, esos orgullosos mercaderes británicos y oficiales del Servicio Civil, que se mantenían alejados de los hindúes —a los cuales consideraban “personas de color” aun cuando resultaran ser de sangre aria y no más oscuros que muchos italianos—, no eran reacios a darles la bienvenida como “europeos”, a pesar de los obvios rasgos no-arios de la mayoría de ellos, hombres y mujeres de posición adinerada y de tez clara o tolerablemente clara, que habían sido “ciudadanos alemanes” hasta 1933. Los patrones del algodón y del yute, miembros de clubs “sólo para europeos”, y los oficiales mismos, tenían poco interés en
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características raciales más profundas y significativas que las del simple color de la piel. El espíritu de la gran revolución aria que estaba teniendo lugar en Europa contra los actos indebidos de “naturalización”, les era totalmente extraño. ¿Acaso no habían dado ya la bienvenida a ricos armenios angloparlantes, residentes en la India —“subditos británicos”—, los cuales sí podían entrar a formar parte de esa sociedad exclusiva —esa Europa tropical— que ellos constituían? ¡Y no sólo a los armenios, sino también a ricos judíos ingleses, algunos de los cuales pertenecían a esa nobleza monetaria que lentamente está desplazando en Gran Bretaña a la antigua nobleza de mérito guerrero1 (la Reina Victoria ya había establecido precedente al conceder tal favor a Disraeli)! Entonces, ¿por qué no dar también la bienvenida a esos judíos “perseguidos”, que habían venido desde Alemania —¡en primera clase!— para contarles que las repetidas expresiones de admiración de Adolf Hitler hacia el Imperio Británico, como un logro del genio nórdico, y su respeto a Inglaterra, así como su deseo de vivir en paz con ella, más aún, de tenerla como su más fiel aliada, eran mentira —un simple truco para ganar tiempo—, y que su objetivo era “el dominio del mundo” a expensas de Inglaterra? Los patrones del algodón y del yute —individuos simples y con un conocimiento muy pobre de la historia, a pesar de todas sus muestras de orgullo y poder— creyeron a los banqueros judíos y a los propietarios de los clubs nocturnos que hablaban de los “intereses de Inglaterra” en el mismo tono que Winston Churchill y Sir Robert Vansittart, y que interrumpían el aburrimiento de la Europa tropical con jugosas descripciones de la “tiranía nazi”. Nunca se molestaron en averiguar si las descripciones eran auténticas o no. En la Europa tropical se es perezoso..... fuera de las horas de trabajo; demasiado perezoso para pensar, no hablemos ya para sentirse crítico.
1 Ejemplos: Sir David Ezra, cónsul de Calcuta, y Lord Reading, en su tiempo virrey de la India.
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Pronto los recién llegados —cada mes más numerosos— entraron en contacto con otros judíos ricos residentes en k India que conocían el país mejor que ellos, y empezaron a planear cuál era la mejor contribución que podían aportar a la “guerra santa”. Y aparecieron, en el “Statesman” de Calcuta y en otros periódicos en lengua inglesa para lectores británicos y anglo-hindúes, artículos expresando dudas acerca de la sinceridad de Adolf Hitler en sus negociaciones con Inglaterra; artículos acusándole de “agresión” cada vez que algún territorio alemán, que había estado bajo administración extranjera debido al Tratado de Versalles, retornaba alegre y pacíficamente al Reich; artículos presentándole cada vez más abiertamente como el enemigo.
Pero eso no es todo. Las islas de la Europa tropical en Bombay, Calcuta, Madras, etc. nunca fueron la India. Al contrario, había una tensión permanente entre la India y éstas, las cuales encarnaban el dominio extranjero y (lo que era mucho peor), desde el punto de vista de un hindú, un estilo de vida chocante en muchos aspectos. En caso de guerra entre Inglaterra y el Tercer Reich —y nadie sabía mejor que los judíos que la guerra iba a estallar: ellos mismos la estaban preparando—, la India se colocaría (debería, lógicamente, colocarse) en contra de Inglaterra, lo cual es lo mismo que decir que a favor del bando alemán. El problema de los judíos era tener la opinión de los ingleses (y la de los anglo-hindúes —europeos tropicales) de su lado sin que por ello la India se colocase automáticamente en contra suya (había judíos que sabían muy bien que menospreciar el peso de millones de hindúes podía torcer la escala del destino).
Se habría mantenido como un problema insoluble, de no haber sido por dos hechos: primero, la reacción milenaria de la propia India contra la influencia aria- probablemente tan antigua como la conquista misma de la India, y ciertamente detectable en todas esas religiones indias viejas o modernas y en
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las prédicas a la “no-violencia” que, o bien rechazan el sistema de castas, o le privan de todo significado racial: y en adición a ello, una deplorable falta de visión (o quizás incluso una minusvaloración) por parte de los representantes oficiales y no oficiales del Tercer Reich en la India, en la que se refiere a la otra cara —la aria— de la Tradición hindú y sus enormes posibilidades.
Lo que acabo de llamar la “reacción de la propia India contra la influencia aria” no es otra cosa que la profundamente enraizada renuencia a toda lucha “contra el Tiempo”, que parece subyacer en una enorme suma de experiencia (y cultura) hindú. En absoluto es agresiva o definitivamente anti-aria —tanto es así, que algunos de los más perfectos maestros en cuyas vidas, enseñanzas religiosas o trabajos literarios ha encontrado expresión, eran arios por sangre: hombres guerreros de casta principesca —Kshattriyas— como el Buda o Mahavira: o brahmanes, como Chaitanya, o más en nuestros días, el destacado poeta Rabindranath Tagore. Simplemente es la actitud de los hombres que viven o aspiran a vivir “sobre el Tiempo”, ya sea por ser éste el último recurso de quien lleva el pensamiento lógico hasta su final tras haber perdido la fe en esta tierra, o por ser la actitud espontánea de soñadores amantes de la paz y de la humanidad, o porque representa, para algunas secciones de la humanidad —como creo que es el caso de la extraordinariamente sensitiva e intuitiva raza dravidiana, cuyas masas siempre han exaltado a los santos y poetas de la no-violencia, cuando no también de la renunciación—, la única alternativa natural a la vida meramente sensual “en el Tiempo”. Pero es —y siempre ha sido, al menos desde los últimos dos mil quinientos o tres mil años—, con mucho, la actitud más popular en la India, cualquiera que pueda ser la explicación apropiada desde un punto de vista etnológico, psicológico, o de ambos. Y ciertamente es algo bastante diferente de esa audaz filosofía de la acción considerada como “mejor que la inacción”, y de la
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serena pero decidida aceptación de la violencia en nuestra Edad como una necesidad de esta vida terrenal, lo cual es el regalo más sustancial de la joven raza aria al ya viejo subcontinente en la antigüedad, y que es sin duda la otro cara de la Tradición de la India clásica.
Esta remarcable dualidad en la perspectiva hindú de la vida y esta tendencia de la vieja actitud mística y moral, afín al enorme substráete no-ario de la población hindú, a ganar cada vez mayor prominencia a expensas de la otra, ha sido explotada magistralmente por los agentes de las Fuerzas de la Oscuridad desde el transcurso de los siglos. La acción sutil de los judíos en determinados círculos de influencia hindú —en particular, en los círculos del Congreso Hindú—, antes y durante la guerra, es simplemente la última fase de esa explotación.
En la práctica, le ha sucedido casi lo mismo a las elevadas filosofías y religiones hindúes de la no-violencia, que a la fe original cristiana en Occidente, ese camino espiritual para las personas que pugnan por vivir, al igual que su Maestro, “sobre el Tiempo”: se han convertido en este mundo de la Edad Oscura en una excusa para despreciar la separación de las razas ordenada por la Naturaleza, para descuidar el deber de mantener la sangre pura y, en adición a ello —de forma mucho mayor que el Cristianismo en Europa—, para adoptar una actitud hipócrita ante la violencia. Los budistas, y más tarde (al menos en Bengala) los Vaishnavas, empezaron a menospreciar no sólo la letra, sino también el espíritu del sistema de castas en nombre del amor universal. Y esta vieja propensión ganó nuevo impulso en la primera mitad del siglo diecinueve entre los así llamados hindúes “educados”, es decir, entre ciertos hindúes que habían experimentado la influencia “occidental”, o para ser más precisos, la judeo-cristiana y en particular (más a menudo de lo que uno está dispuesto a creer), la influencia de la masonería mundial. Esta organización secreta, la más peligrosa de nuestra Edad Oscura, controlada por los judíos desde el mismo día en
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que éstos fueron admitidos en ella, estuvo (y todavía está) dedicada por entero al único objetivo del judaismo internacional: la dominación —económica y cultural— permanente y pacífica del judío sobre un mundo privado de todo orgullo racial y de todo deseo de lucha. Seria de gran interés constatar cuántos líderes del Brahmo-Samaj y de otras organizaciones de hindúes “reformados” estaban, desde los últimos cien años y más atrás, directa o indirectamente conectados con la masonería, o con la Orden Rosacruz o cualquier otra sociedad “espiritual” de tipo similar bajo liderazgo filosófico (y económico) judío.
La Sociedad Teosófica, una organización internacional que tenía los mismos objetivos secretos y el mismo liderazgo que la masonería (a la cual estaban también afiliados una enorme proporción de sus miembros), fue fundada en la segunda mitad del siglo diecinueve sobre la doble base de una doctrina sincretística arbitraria, parcialmente originaria de la India y presentada como “oculta”, y .... la creencia en los derechos iguales para “todos los hombres” con menosprecio de su raza —la vieja mentira judía para los no-judíos. Tiene hasta el día de hoy sus cuarteles generales en la India —en Adyar, cerca de Madras— y apoya una estrecha colaboración entre los así llamados hindúes “instruidos” y los no menos “instruidos” occidentales —occidentales supuestamente dispuestos a entender “el mensaje de la India”, pero que en realidad interpretan las Escrituras hindúes en la forma más ventajosa para los objetivos secretos de la Sociedad, y que (siempre que pueden) juegan un papel de peso en la política hindú1. Al igual que las organizaciones de hindúes “reformados”, productos de la influencia judeo-cristiana en la intelligentsia de la India, ha hecho cuanto a podido por negar la influencia de la raza en la Tradición Hindú, por combatir la interpretación de la palabra
1 Annie Besant, durante años Presidenta de la Socieda Teosófica, fue elegida Presidenta del Congreso Nacional Hindú en 1917.
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“Ario” en un sentido racial cuando quiera que ésta se encuentre en una escritura hindú y por robar el significado de la Violencia ejecutada con desapego —la enseñanza del Bhagawad-Gita— de su auténtico contexto; por dar a este libro sagrado —en contra del espíritu del mayor héroe de la India tanto “sobre” como “contra el Tiempo”, Krishna— un significado “estrictamente simbólico” que no pueda justificar esa violencia material en bruto que los luchadores “contra el Tiempo” (aun cuando sean igualmente luchadores “sobre el tiempo”, como necesariamente han de ser todos los grandes luchadores) han de desplegar hoy en día, próximos al fin de la Edad de las Tinieblas. Bien hizo el ortodoxo y realmente instruido Brahmán Lokomanya Tilak, consciente tanto de lo racial como de lo divino, y cuyo entero trabajo da fe de la unidad de la Arianidad oriental y occidental y del poder del genio Ario, al comparar a la doctora Annie Besant con la legendaria demonio Putna, cuya leche envenenada debía matar a Krishna, el Guerrero predestinado y Maestro de la Violencia ejecutada con desapego, cuando Este era todavía un niño.
Sin embargo, la Sociedad Teosófica posiblemente haya jugado sólo un papel secundario en la India (a pesar de las plegarias públicas que su presidente, el Dr. Arundale, iba a ofrecer allí por la victoria de las fuerzas antinazis durante la Segunda Guerra Mundial). Pero el espíritu encarnado en ella y en las demás organizaciones llamadas “espirituales”, que reclaman abandonar la desigualdad divina tanto entre hombres como entre razas humanas, así como la ley de la Acción violenta (ahora, en esta Edad Oscura); en otras palabras, el espíritu de todos los grupos que niegan o rechazan el eterno combate “contra el Tiempo”, ha corrompido una gran parte del estrato consciente del país. Ha enseñado a miles de hindúes a mentirse a sí mismos y al mundo, y a aceptar sólo las formas del Combate “contra el Tiempo” que usen la violencia moral como arma (llamándola “no-violencia, tal como hizo Mahatma Gandhi-de hecho, tenía que hacerlo, con vistas a su éxito en la India contemporánea), y a odiar
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todo reconocimiento tranco de la necesidad de la violencia material al servicio de la Causa de la Vida, y todo reconocimiento tranco de la desigualdad vital entre razas y también entre derechos humanos —incluyendo el así llamado “derecho” de “todos los hombres” a vivir.
Al final, sin duda, el Niño Divino —las Fuerzas crecientes de la Luz y de la Vida— matará, al igual que en la leyenda hindú, a la venenosa demonio de la falso. Pero mientras tanto, el veneno ha llegado demasiado lejos. Lenta, pero de forma continua, ha puesto de antemano a miles de hindúes “educados” contra toda encarnación viva contemporánea— de Aquél-Quien-regresa, una y otra vez, para combatir a las fuerzas de la decadencia y de la muerte, y para “establecer en la tierra el reino de la Justicia” a través de los métodos abiertamente aceptados de la Edad Oscura —los únicos adecuados en los tiempos en que vivimos. Les ha preparado para ingerir la inteligente propaganda judía moral y cultural de los años anteriores a 1939, y todas las mentiras de h subsiguiente campaña moral y política hasta el día de hoy contra el Nacional Socialismo y el Tercer Reich Alemán. Ha capacitado a los judíos a ganar para su causa, antes, durante y después de la guerra, fuerzas de pensamiento y de voluntad que de otro modo habrían trabajado en apoyo del despertar ario de Occidente, o que por la menos se habrían mantenido neutrales.
Los judíos procedentes de Alemania, que ya antes de la guerra estaban empezando a ganar crédito entre ciertos grupos de hindúes, no eran los mismos que aquéllos que se juntaban con los europeos ricos —y los armenios pro-británicos, y los judíos residentes en la India, todos ellos denominados como “británicos”— en los clubs y en las partidas de bridge. Tenían menos dinero. Algunos (o al menos eso decían) no tenían dinero en absoluto y rogaban a los hindúes benévolos que les ayudasen a encontrar trabajo, a ser posible en su propio sector. Ellos lo habían “perdido todo” —perdido, en cualquier caso, su anterior derecho a ejercer sus trabajos de doctores, abogados,
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actores, profesores o periodistas en la una vez tan tolerante “Tierra de pensadores y poetas”, que se había convertido de repente, a través de la victoria del Nacional Socialismo, en un vasto campo de batalla donde nada iba a escucharse salvo el pisoteo regular de las botas militares y las pavorosas repercusiones de las canciones de guerra; donde ya no había seguridad para su refinada intelectualidad o su sensible preocupación por la “humanidad”. Fueron perseguidos —o dicen que lo fueron— incluso más que los otros judíos. Y en contraste con éstos, la mayoría de ellos eran “cultos”, cuando no eruditos —o pretendían serlo—; tenían al menos un pequeño conocimiento de la filosofía y costumbres de la India del que extrajeron la máxima ventaja. Se les encontraba en localidades tales como Adyar, Shantiniketan o Sabarmati (y, posteriormente, Sevagram), todas ellas residencias de Gandhi, y en las que era más probable entrar en contacto con los hindúes “educados” o, lo que es más, con los hindúes influyentes: hindúes, por una parte lo suficientemente amplios de miras como para dar la bienvenida a la amistad (y admiración) de extranjeros “indianizados”, y por la otra, lo suficientemente ligados a la Tradición como para ser considerados por algunos (muchos o pocos) como auténticos campeones del Hinduismo. Algunos de ellos visitaron las tres y estuvieron allí durante una larga temporada, estableciendo posteriores conexiones para ellos mismos o sus amigos (como por ejemplo Margaret Spiegel, alias Amala Bhen, que pasó dos años a los pies de Gandhi, tejiendo torpemente hilo de algodón, estudiando a fondo a Gujurati y contando siempre que podía cuan rotunda negación suponía la nueva Alemania de Adolf Hitler a la doctrina del Mahatma; después, en 1935, fue a Shantiniketan a imbuir de odio al Nacional Socialismo a los estudiantes de los que era “maestra de alemán”, acabando como profesora en el Colegio Elphinston de Bombay). Otros se convirtieron en “hombres santos”: monjes budistas, devotos de Vaishnava, solitarios e inofensivos
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teosofistas entregados a la “forma hindú de vida”, no aspirando a otra cosa que espiritualidad; o —en el caso de que fueran mujeres— simplemente se aseguraron confortabilidad estableciéndose con maridos hindúes. Las mujeres judías que carecían de atractivo sexual también se convertían en santas, en caritativas, o en ambas cosas. Ofrecían su amor entusiasta (y, siempre que la tuvieran, su eficiencia técnica) a las organizaciones hindúes conectadas con actividades de ayuda social, convirtiéndose en personas populares como amigos de los pobres, consuelo de los enfermos, madres adoptivas y maestras de orfanatos —¡ángeles de piedad! Los huérfanos pertenecientes a las castas más apartadas fueron por supuesto educados a comer, trabajar y jugar junto con el resto, en contra de las costumbres de los hindúes ortodoxos, pero en concordancia con los objetivos de los líderes hindúes “reformados”. Y secretamente se confiaba en que algunos —tantos como fuera posible— se casaran un día entre ellos, rompiendo así con la costumbre largamente respetada y con la vieja aspiración a la pureza racial, gracias a la cual, seis mil años después del establecimiento ario de los días védicos, todavía hay arios en la India. Los peores enemigos de la moderna fe Aria desharían lo que los arios védicos habían hecho. Destruyeron, en la medida en que pudieron, el sello del dominio ario en Asia. Así, en el distante subcontinente de la India —que, lógicamente, debería haber sido un bastión de las fuerzas arias en contra de las maquinaciones de ambos—, los judíos menos ricos jugaron un papel tan importante como el de sus hermanos raciales aparentemente más influyentes. Silenciosamente —se podría decir que rastreramente—, pero de forma implacable, estuvieron contribuyendo a la formación de ese mundo bastardizado del que se espera que la conciencia de la “dignidad del hombre” sustituya al anterior orgullo racial; fueron arrastrando a ese mundo todo cuanto pudieron de la mejor sustancia de la India. Y se fueron haciendo populares entre los
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hindúes —o al menos entre ciertos hindúes— porque les ayudaban (o simulaban ayudarles) y les adulaban. Y cuando a partir de 1933, en especial desde 1935 en adelante —gracias a la prensa y literatura judía y a los esfuerzos de los “millones de amigos no judíos” del Sr. Untermeyer (masones y similares)—, se hizo cada vez más obvio de un extremo a otro de la esfera terrestre que Adolf Hitler estaba “persiguiendo a los judíos”, muchos hindúes entre aquellos que tenían una posición de influencia en los asuntos de la India estuvieron preparados para considerarle, si no —aún— “un monstruo”, sí al menos un peligroso tirano. ¡Judíos! -¡esa gente tan buena y amable como “Amala Bhen”, la devota discípula de Gandhi, cuya foto al lado del profeta de la no-violencia había sido vista por todos los lectores de periódico; o como Miss Gomparst, la eficiente trabajadora social de la Asociación de Ayuda a Bengala, que estuvo dirigiendo (y hasta donde yo sé, continúa haciéndolo) un hogar infantil y un dispensario para los barrios pobres de Calcuta; o como aquel monje de piel clara, Govinda, que escribía instruidos artículos sobre metafísicos budistas y que podía ser visto caminando a través de los céspedes de Shantiniketan vestido con ropas amarillas y bajo un impresionante parasol burmés!.... ¡o como aquellos amables “mem-sahib” que vestían con un sari y daban un nombre hindú a sus hijos mitad hindúes-mitad hebreos, y que adoptaron las costumbres hindúes hasta tal extremo que algunos de ellos se convirtieron incluso en miembros tolerables de “joint-families”!1 ¡Cómo podía ser que Adolf Hitler les persiguiese! ¡Cómo se atrevía....! Pudiera ser que los mismos británicos fueran unos tiranos (¿y qué hindú nacionalista podría verles como otra cosa?), pero sin duda estaban en lo cierto cuando llamaban al mundo —cada vez más alto— a “parar a Hitler”.
Por supuesto, no todos los hindúes fueron engañados por la inteligente adaptabilidad de los judíos a las costumbres de
1 En la India, una “joint-family” es una familia en la cual numerosos hermanos viven bajo el mismo techo junto con sus padres, esposas e hijos.
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la India, por su interés supuesto o real en la “filosofía Hindú” o por sus comentarios sobre la nueva Alemania. Millones, incapaces de leer y completamente indiferentes al mundo exterior, ni tan siquiera supieron de la campaña de odio antinazi. Otros la desdeñaron. Uno al menos —un digno Brahmán poco conocido por el público en general, y sin embargo, uno de los caracteres más puros de la moderna Aryavarta, Sri Asit Krishna Mukherji— luchó desde el principio contra ella con “uñas y dientes”, a través de la revista quincenal “The New Mercury”, que publicó en Calcuta desde 1935 hasta 1937 (en colaboración con el Consulado Alemán), y que posteriormente iba a probar (en el transcurso de la guerra y después de ella, hasta el día de hoy) su inquebrantable lealtad a la causa aria. Otros, gentes simples carentes de esa concienciación política ya menudo analfabetos, sintieron no obstante que el único mandatario occidental al que tantos sahebs parecían odiar era el único mandatario en el mundo que profesaba y vivía la doctrina de la Acción Desprendida predicada en el Bhagawad-Gita. Y ellos le admiraron. Relataron que él había venido para reemplazar entre los arios de Occidente la Biblia por aquel Libro sacro de la Sabiduría Aria. Pero la mayoría de ellos carecían de poder. Carentes de poder, al tiempo que aislados; desconectados de las revolucionarias fuerzas de la Vida presentes en Occidente. El apoyo dado al “New Mercury” representó prácticamente el único intento tangible hecho por las autoridades del Tercer Reich por colaborar en el plano ideológico con la minoría aria racialmente consciente de la India. Y no conozco a ningún nacional socialista europeo con excepción de mi misma que se propusiese golpear a los judíos en su propio terreno y que intentase ganar a la India —incluida su parte no-aria— para la causa pan-aria, predicando la moderna filosofía de la Swástica —la unidad de la vidadentro de la diversidad, la jerarquía divina de las razas; el ideal de la pureza de la sangre y de la lucha idealista por la creación de una humanidad
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superior; la sabiduría de Adolf Hitler y la de los antiguos Conquistadores arios de Aryavarta— bajo un ropaje hindú, en las lenguas de la India y desde el punto de vista de la Tradición hindú; presentando su esfuerzo como la determinación por liberar la India de la influencia de las doctrinas antirracistas e igualitarias, el escasamente extendido Cristianismo y el Islam: y el Marxismo (los tres, de hecho, enraizados profundamente en mayor o menor medida en el pensamiento judío).
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El judío internacional y omnipresente no restringió su perspicaz propaganda a los hindúes. También la propagó entre los mahometanos —a pesar de la vieja hostilidad entre hindúes y mahometanos (lo cual no era asunto suyo) y, lo que es más, a pesar de la tensión permanente entre árabes y judíos en Palestina y sus zonas limítrofes desde la famosa Declaración Balfour y de la natural simpatía de todo seguidor del Profeta por los árabes. La propagó —de una forma diferente y con ayuda creciente por parte de sus amigos los marxistas— entre los chinos y los anamitas y otros pueblos de h raza amarilla; entre los filipinos y los malayos, y entre los negros y medio negros “educados”, La propagó por doquier, y siempre concentrando sus esfuerzos sobre los hombres adecuados, es decir, sobre aquellos que eran, al mismo tiempo, lo suficientemente crédulos para dar por sentado todo lo que se les contaba sobre el Tercer Reich y su “odio racial”, y lo suficientemente influyentes para presentar como correcta cualquier opinión que ellos pudieran expresar. El slogan de la “humanidad” y de los “derechos del hombre” —el viejo slogan de la Revolución Francesa— actuó como un hechizo, Con su ayuda, el judío superó todas las dificultades, despertando, a partir de la indiferencia despreocupada, sentimientos de agresiva indignación que se acercaban cada vez más al fervor de las Cruzadas. Lo poco que
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se hizo por contrarrestar su juego (si es que se hizo algo) no tuvo un efecto duradero.
La visita de unos pocos miembros prominentes del Partido Nacional Socialista, encabezada por el líder de la Juventud Hitleriana, Baldur von Schirach, a Damasco en 1937, fue (por mencionar ese ejemplo) sólo un éxito parcial. Rompió por unos pocos días la tranquilidad de ánimo del Alto Comisario Francés en Siria, que no era nazi y que, más que darles la bienvenida, toleró a los honorables huéspedes. Y fue la ocasión para obtener valiosos contactos personales con muchas personalidades árabes, algunas de las cuales iban a ayudar a Alemania durante la guerra y, tal vez, también después de ella, si bien ninguna de ellas era lo suficientemente poderosa como para arrojar todo el peso del mundo musulmán al lado de Adolf Hitler —una tarea difícil desde el punto de vista del Islam, ya que ¿cómo pueden, después de todo, creyentes de una fe, incluso guerrera, que cualquier hombre puede profesar, apoyar de forma entusiasta el racismo ario (o cualquier otro racismo)? Lo máximo que pudo hacer el más sincero árabe antijudío —incluido el Gran Mufti de Jerusalem—, fue ser el aliado político de Alemania en contra de los judíos. Y por esa razón estaba —a pesar de la diferencia de raza— quizás un paso más cerca del Nacional Socialismo alemán del que jamás iba a estar ni tan siquiera el bien conocido nacionalista hindú Chandra Base o cualquier otro aliado político de Adolf Hitler en contra de Inglaterra1. -Pero esos miles de bien intencionados, aunque mal informados hindúes, mahometanos, chinos, indochinos, malayos, moradores alfabetizados de las estepas del Asia Central y negros “educados”, que fueron impresionados por el barato anticolonialismo que les predicaba el judío internacional y sus amigos (especialmente los marxistas) en nombre de los
1 Un acuerdo de última hora entre Adolf Hitler e Inglaterra en contra de Rusia había bastado para separar de su alianza a aquellos hindúes que eran antibritánicos sin ser arios conscientes.
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“derechos del hombre”, y que, en base a malas interpretaciones y falsas citas del “Mein Kampf”, tenían al Nacional Socialismo como una nueva forma de “imperialismo abominable”, estaban —por desgracia— más sólidamente sujetos a las siniestras fuerzas antinazis, que cualquiera de los amigos no-arios (más aún, que muchos de los amigos arios) de la nueva Alemania a las fuerzas de la Luz y de la Vida. Y que yo sepa, repito, nada o prácticamente nada se hizo por parte de los representantes oficiales del Tercer Reich o a través de la iniciativa privada de los entusiastas seguidores europeos de Adolf Hitler (salvo una excepción), por ganar a esos millones de seres tal vez embotados, pero en cualquier caso existentes, y por ello —en el Reino Invisible—, centros humanos hasta cierto punto efectivos de energía psíquica y de voluntad de poder (ahora, en alguno de los periódicos europeos —dos a lo sumo— que apoyan los intereses reales de la arianidad, y.... en las catacumbas de los alemanes nacional socialistas de 1955 —los genuinos que superaron la prueba de la derrota— se proclama por primera vez que el colonialismo en su anterior y aceptada forma es incompatible con una auténtica actitud “étnica” —völkisch— ante la vida y la política. En aquel entonces —veinte años atrás—, según mi conocimiento, era yo misma la única europea nacional socialista en la India que ponía énfasis en esa verdad, y que destacaba el pacto ideológico de Adolf Hitler con Japón como el primer paso hacia la colaboración entre la aristocracia racialmente consciente del mundo ario y la de las más nobles razas no-arias dentro del nuevo mundo que estaba adquiriendo forma bajo el signo de la Swastika).
De entre las naciones de raza amarilla, Japón, protegida por su inmemorial filosofía Sintoísta —la equivalente en el Este Asiático al culto nacional socialista denominado “Sangre y Suelo”— y por la actividad silenciosa pero amplia y perspicaz de Toyoma, fue, de hecho, la única que escapó más o menos
1 El Pacto AntiKommintern, firmado en 1936.
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enteramente de la infección de la propaganda antinazi. Japón no es, sin embargo, una nación aria. Su simpatía ideológica con esa forma aria de vida que un japonés caracterizó muy correctamente en 1941 como “Sintoísmo Occidental”, no le ligó a Alemania en la forma en que Inglaterra pudo haberse sentido ligada, con sólo haber sido capaz de desprenderse de la influencia de Sir Eyre Crowe, Sir Robert Vansittart, Winston Churchill, etc., y la de aquellos cientos de judíos ricos que desde Alemania “invadieron” conscientemente de 1933 a 1939 Londres y todas las voluminosas ciudades británicas. Japón siguió su propio camino —incluso aún habiendo firmado, el 25 de Noviembre de 1936, el Pacto Anti-Kommintern; incluso aún cuando posteriormente iba a firmar, el 27 de Septiembre de 1940, un verdadero Tratado de Amistad con Adolf Hitler. De gran valor, como realmente fue, su alianza permaneció como la “segunda mejor” después de que la largamente deseada “Alianza Inglesa” se hubiese revelado —gracias a la atmósfera creada en Inglaterra y en prácticamente el resto del mundo por los judíos y sus amigos— como una imposibilidad psicológica.
La otra aliada de Alemania, la Italia Fascista, no era digna de confianza, tal como la historia iba a probar trágicamente. Allí, a pesar del Fascismo, las Fuerzas Oscuras “en el Tiempo” —las mismas que están encarnadas en el judaismo internacional— estaban tremendamente activas a través de la Iglesia Católica: esa hermana gemela de la masonería (por muy chocantes que puedan sonar estas palabras a los católicos píos y en contra de lo que puedan creer todos los estamentos públicos acerca de la separación de ambas organizaciones, más aún, de su mutua hostilidad). El único hombre poderoso en Roma con cuya colaboración inquebrantable pudo contar siempre Adolf Hitler, Mussolini —su amigo personal—, no era la Italia Fascista; de hecho, era menos poderoso de lo que parecía. Y el Fascismo no era el Nacional Socialismo, al contrario de lo que parecen creer muchos de los que odian a ambos. El
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Fascismo era un sistema político —y económico—, no un credo suprapolítico; y él inspiró un Movimiento de significado práctico e inmediato —ligado al tiempo—, no uno de alcance cósmico. A diferencia del Nacional Socialismo, no acentuó toda la importancia de la idea de la raza y del ideal de la pureza racial.
En otras palabras, a pesar del Pacto Anti-Kommintern y la consiguiente alianza con Italia y Japón, la Alemania Nacional Socialista estaba prácticamente sola; sola, al menos, en el reino invisible de la calidad y de la determinación —de la aspiración, voluntad de poder y significado; en ese reino de “energía” en el que los acontecimientos materiales son determinados misteriosa pero matemáticamente (inevitablemente) —; era el único poder ario tan consciente de su misión natural como lo eran —y son— de la suya los agentes dirigentes de las Fuerzas Oscuras-los judíos—; el único Estado Ario “contra el Tiempo”. Más aún: el Führer y “sus fieles discípulos” — expresión ésta mejor que la de “los hombres de su entorno”, pues entre éstos había personas con diferentes matices de ortodoxia nacional socialista y también con diferentes grados de lealtad—, estuvieran éstos en su entorno inmediato o en cualquier otro lugar, estaban solos: eran una minoría dentro de la misma Alemania, a pesar de la inmensa popularidad de Adolf Hitler y del increíble pequeño número de revolucionarios consagrados en todo el mundo, dispuestos a luchar contra las características tanto obvias como profundas de este periodo final de la Edad Oscura.
Los judíos tenían, por otro lado —gracias a la falsedad en la que se había estado hundiendo desde hacía siglos tanto el Este como el Oeste; gracias a esa superstición tonta del “hombre”, que ha reemplazado en todas partes al sano respeto ala Divinidad que se manifiesta en toda vida, pero especialmente en la del “héroe que se asemeja a los Dioses”—, al mundo entero más o menos de su parte; “pasivamente” de su parte, cuando no “activamente”. Las Iglesias Cristianas y los masones anticlericales; los comunistas y todos aquéllos que todavía
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apoyan al capitalismo burgués; los crédulos pacifistas y los más inteligentes apologistas de la guerra; todos los internacionalistas y todos los nacionalistas antialemanes (o antieuropeos) cortos de miras, iban a unirse gradualmente a ellos en nombre de la “humanidad” y en contra de la Sabiduría suprahumana encamada en el Estado revolucionario “contra el Tiempo”.
Este éxito asombroso de las Fuerzas de la Oscuridad fue —parcialmente— debido sin duda a la flexibilidad de sus agentes, que, al igual que Pablo de Tarso —uno de los más destacados de entre ellos a lo largo de la historia—, actuaron “como griegos entre los griegos y como judíos entre los judíos” (se debe dar al diablo —el Señor de los Poderes siniestros— el reconocimiento que merece y admitir que es un hombre de negocios genial y que sus hijos han salido a él). Sin embargo, la causa principal y más profunda de su victoria reside en el hecho de que en este último periodo de la Edad Oscura, este mundo pertenece de forma cada vez más irredimible a las fuerzas del engaño; en el hecho de que este es su tiempo por excelencia —al que sólo puede poner fin el último hombre “contra el Tiempo” (a quien los hindúes llaman Kalki)— y su dominio, lentamente conquistado en el transcurso de los milenios a través de mentiras y engaños; dominio al que sólo Kalki puede vencer y devolver a los Poderes de la Luz y de la Vida; y al hecho de que Adolf Hitler no era “Kalki” —“el original”; el último. El lo sabía, siendo, sin embargo, el anterior a la última encarnación de Aquel-Quien-regresa. Y él mismo lo reconoció en una época al menos tan temprana como la del año 1928, en esa significativa conversación con Hans Grimm que ya he mencionado.
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En Noviembre de 1938, es decir, después del Pacto de Munich y antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Oswald Pirow, en aquel entonces Ministro de Defensa de la
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Unión Sudafricana, visitó, a encargo del General Smuts, tanto a Chamberlain como a Adolf Hitler. El iba a mediar con el fin de acarrear un entendimiento perdurable entre Inglaterra y Alemania. En el informe que publicó en 1951 acerca de su labor, con el título de “¿Fue inevitable la Segunda Guerra Mundial?”, se pueden leer estas frases extremadamente esclarecedoras: “Ya a través de mi primera conversación con Chamberlain se me hizo clara la razón por la que los dos gobiernos no se entendían entre ellos. No era por falta de buena voluntad por parte de Chamberlain; éste último había hecho depender todo su futuro político sobre la realidad de un entendimiento con Alemania y estaba dispuesto a hacer grandes concesiones a tal fin. Sin embargo, entre la buena voluntad de Chamberlain y la auténtica realidad se interponía, tan firme como una roca, la cuestión judía. El Primer Ministro Británico tenía que contar con un partido —el suyo propio, el Partido Conservador— y especialmente con una opinión pública que estaban influenciados hasta el máximo por la propaganda mundial judía. A menos que esta agitación pudiera enfriarse, toda concesión a Alemania era impensable para Chamberlain” .... “Los factores que se interponían a la paz de Chamberlain eran: la propaganda judía virulenta más allá de toda medida, el egoísmo político de Churchill y sus seguidores, la tendencia comunista del Partido Laborista y el deseo de los agitadores chauvinistas británicos en favor de la guerra, deseo alentado por parte de traidores alemanes. En Noviembre de 1938, esta extraordinaria coalición todavía no había tenido éxito a la hora de destrozar la posición política de Chamberlain, tal como iba a suceder después. Pero había convencido al público británico de que Adolf Hitler era el mayor perseguidor del hombre de todos los tiempos, y que cualquier pacto con él sólo podía conducir a una posterior humillación”1.
1 Oswald Pirow: “Was the Second World War unavoidable?” (citado por Hans Grimm en “Warum? Woher? aber Wohin?”, pág. 192).
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Y repito —pues esto nunca puede quedar lo suficientemente recalcado hoy en día—: hasta aquel entonces, los judíos todavía no habían sido perseguidos en el Tercer Reich. El mismo Eugen Kogon —ese enemigo fanático del Nacional Socialismo reconoce en el virulento libro —“El Estado SS”— que publicó en 1946 contra el régimen de Hitler, que hasta Noviembre de 1938 sólo habían habido en la nueva Alemania “muestras individuales” de molestias hacia los judíos. Y lo que es más, que Adolf Hitler no tenia intención alguna de “perseguir” —no digamos ya de “exterminar”— a los extranjeros que él sabia que eran los agentes de la derrota de Alemania en 1918 y los enemigos más mortales de su pueblo y de la arianidad en su conjunto. El había permitido —¡desafortunadamente!— a miles de ellos abandonar el país con todas sus propiedades. Y se disponía a preparar la salida de todos los restantes, llevándose consigo tanto de su dinero como el que repentinamente pudiera ser retirado de Alemania sin consecuencias trágicas para la economía del país1. El no era inconsciente del daño que podrían hacer a Alemania una vez fuera del país. La propaganda mundial que estaban financiando aquéllos que ya habían emigrado era demasiado obvia como para que él no hubiese sabido de ella. Pero él era generoso. Y creía en la lealtad de su propio pueblo, al cual amaba. Y confiaba en la fuerza de esa espléndida juventud alemana que estaba creciendo bajo sus ojos, llena de fe en él y en sus eternos ideales; llena de la voluntad de vivir como una elite consagrada al servicio de éstos últimos y dispuesta si es necesario a morir a fin de que la nueva Alemania pudiera vivir. El sabia que a condición de que se mantuviera tras él como un solo hombre y fiel a sus principios, el pueblo alemán nada tenía que temer del mundo exterior. Desconocía cuántos traidores con influencia estaban ya al servicio de las Fuerzas Oscuras —contra él y contra su propio pueblo—, y hasta dónde llegaba
1 Las propiedades judías en Alemania estaban estimadas en mil millones de libras.
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dentro de la misma Alemania la secreta y sutil (y todo lo eficiente que se pueda ser) influencia judía a través de las organizaciones ocultas que él había prohibido (la masonería y todas las sociedades afiliadas a ella) y a través de las Iglesias Cristianas. Sus constructivos planes —en la esfera biológica, social, económica y cultural, así como también en la religiosa—, que sólo podían conducir a la invencibilidad del Reich alemán, necesitaban tiempo para ser materializados. Las verdades eternas que él predicaba (después de milenio y medio de falsas doctrinas) necesitaban tiempo para convertirse una vez más, primero entre los alemanes, y después entre todos los pueblos de sangre nórdica, en incontrovertibles y patentes artículos de fe popular En cualquier caso, las Fuerzas Oscuras estaban determinadas a no dar tiempo a Adolf Hitler —ni paz. Trabajando desde todos los lados, dieron todo de sí para hacer imposible un entendimiento permanente entre Inglaterra y Alemania, en particular, para prevenir todo posterior contacto personal entre Adolf Hitler y Neville Chamberlain: la única vía que, de acuerdo a Oswald Pirow, podría haber cambiado, aun a última hora, toda aquella atmósfera (y eso contando con que Chamberlain lograse mantenerse en el poder). Pareció durante un tiempo que, a pesar de todo, no iban a tener éxito. Entonces, repentinamente, in incidente aparentemente inesperado —de hecho, inteligentemente preparado— vino en su ayuda: el 7 de Noviembre de 1938, un agregado de la Legación Alemana en Paris, von Rath, era asesinado por un judío sin una razón que lo justificara en absoluto.
No era el primer acto de provocación por parte de los enemigos jurados del Tercer Reich como poder dirigente de la arianidad regenerada. Algún tiempo atrás, Gustlow, Landesleiter del N.S.D.A.P. en Suiza, había caído también víctima de un asesino judío. Y estaban los insultos diarios de la prensa judía de todo el mundo en contra de todo lo que los alemanes tenían por sagrado. Y estaba la declaración formal de guerra de
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Untermeyer —sobre bases mendaces— ya en Agosto de 1933. Pero ésta fue “la última paja” que “rompió la espalda del camello”. Hasta entonces, las muchas y variadas expresiones —cada vez más ruidosas— de hostilidad judía hacia Alemania habían permanecido sin respuesta, a excepción de algunos artículos audaces (y elocuentes caricaturas) en “Der Stürmer”. Esta provocación elevó en todo el Reich un tumulto de indignación del que se aprovecharon algunos de los dirigentes más impulsivos de las formaciones de combate nacional socialistas, organizando, la noche del 8 al 9 de Noviembre, bajo la dirección nada menos que del Dr. Goebbels, lo que es conocido como la “Kristallnacht”: destrozo de comercios judíos; quema de sinagogas, con todo el duro trato a judíos individuales que uno pueda imaginar, desde el atardecer hasta la madrugada, una auténtica orgía de acoso al judío recorrió toda Alemania. Al día siguiente, el Führer ardió de justa indignación ante las noticias de esta inútil y para nada desapegada muestra de violencia, cuyas repercusiones él imaginaba. Ya he citado las palabras que dirigió al Dr. Goebbels1: “¡Su gente ha saboteado el Nacional Socialismo y echado a perder mi trabajo por muchos años, si no para siempre, a causa de esta tontería!”. Sin embargo, su clara desaprobación del progrom no impidió o disminuyó la explosión de odio que las noticias de él provocaron en todo el mundo. No era, ciertamente, la primera vez en la historia que el asesinato de un hombre —de hecho, el de dos— de alta posición a manos de un extranjero se hubiese convertido en la ocasión para duras represalias contra los compatriotas del asesino2. Hasta entonces, las naciones no implicadas se mantenían generalmente alejadas de tales asuntos. Pero esta vez, los compatriotas del asesino eran judíos. Y en
1 Ver páginas anteriores.
2 Por ejemplo, las escenas de violencia que tuvieron lugar en Lyon contra los italianos, después de que uno de éstos, Caserio, asesinase a Carnot, Presidente de la República Francesa en 1905.
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este mundo del final de la Edad Oscura bajo dirección judía, cualquier cosa hecha contra los judíos es asunto del mundo entero. No sólo los judíos, literalmente, “echaron espuma con rabia” (por citar las palabras de O. Pirow), sino que la población lectora de periódicos de las más variadas tierras reaccionaron como si el suceso más horrible de los últimos diez mil años hubiera tenido lugar justo bajo sus ojos. La opinión pública de Inglaterra y Estados Unidos —¡tan importante en las democracias!— se encolerizó en una ruidosa protesta antinazi y tronó contra toda colaboración con el Tercer Reich —¡ese exponente del “barbarismo” en mitad de nuestro siglo “civilizado”! El embajador británico en Berlín fue llamado a “informar acerca de los sucesos”. La posición de Chamberlain fue hecha añicos y los días de su carrera política estaban contados. La misión oficial en Berlín de Oswald Pirow como mediador estaba ahora fuera de lugar. Y el viaje no oficial que llevó a cabo allí —de acuerdo con Chamberlain— estaba sellado de antemano con el signo del fracaso. Una vez de regreso a Londres para comunicar al Premier británico la inalterable buena voluntad de Adolf Hitler y su predisposición a negociar con Inglaterra, “la posición de Chamberlain se había hecho tan difícil que no osó tomar la iniciativa de aproximarse a Hitler”1. Los dos hombres cuya colaboración podría, de acuerdo a Oswald Pirow, “haber salvado a Europa”, no volverían a verse jamás. Por otra parte, el embajador estadounidense en Berlín fue retirado el 13 de Noviembre de 1938 y se suspendieron las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Alemania. La Segunda Guerra Mundial —de la cual, tal como veremos, Estados Unidos corre con una responsabilidad al menos tan grande como la de Inglaterra, si no mayor —era ahora inevitable. Tal vez aún no estaba claro qué conflicto local se convertiría en la ocasión y pretexto para ella. Pero era ya seguro que nada podría evitarla.
1 Oswald Pirow: “Was the Second Word War unavoidable?”.
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Franklin Roosevelt, un masón excepcionalmente prominente1, había sido elegido Presidente de Estados Unidos en Enero de 1933, es decir, al mismo tiempo que la llegada al poder de Adolf Hitler. Con él, los agentes ocultos del judaismo internacional —y detrás de ellos, las eternas Fuerzas Oscuras “en el Tiempo” (las mismas que estaban consolidando en Rusia una Eurasia Marxista)— tomaron posesión del gobierno del país americano.
Sabiendo esto, es interesante seguir desde el principio las señales de la creciente hostilidad que Estados Unidos demostró hacia la Alemania Nacional Socialista: al principio, simples actos de enemistad —pleno apoyo a los pareceres de Francia en contra de los de Alemania en cualquier Conferencia de Desarme; el envío a Berlín como embajador americano de un notorio enemigo de Alemania, William Dodd—; después, el 5 de Abril de 1937, el bien conocido discurso de “Cuarentena” en Chicago en contra de los “agresivos” estados autoritarios: Japón, Italia, Alemania, pero no la Rusia Soviética; más tarde, a principios de 1938, su alegato en favor del rearme (para “defender al mundo” de un eventual “retorno al barbarismo”, tal como recalcaron los periódicos americanos); a continuación, la ruptura de relaciones diplomáticas con Berlín que ya he mencionado, y la ferviente actividad de los embajadores americanos en Londres y Paris para favorecer la guerra entre Inglaterra (con Francia a su lado) y el Tercer Reich —guerra a cualquier precio; guerra antes de que el Nacional Socialismo (la Sabiduría cósmica aplicada a la moderna política ya los problemas suprapolíticos) tuviera tiempo de hacer al Tercer Reich invulnerable.
1 Había alcanzado el “grado 32” de iniciación —el grado más alto que un hombre no-judío puede alcanzar en esa hermandad mundial—.
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“En Estados Unidos, fuerzas poderosas habían trabajado durante largo tiempo para incitar al país a hacer la guerra a Alemania”, escribe J. Von Ribbentrop en sus Memorias1. Y con toda la sencillez y claridad que es posible alcanzar, demuestra por medio de documentos capturados por los alemanes en Varsovia y París —en particular, por medio de los informes remitidos a su gobierno por el embajador polaco en Washington, el Conde Jezri Potocki, llenos de “detalles muy esclarecedores”— que, “en fecha tan temprana como la de la primavera de 1939, el Presidente Roosevelt ya había completado en buena medida sus preparativos con vistas ala participación americana en una venidera guerra contra Alemania”2, y que había decidido “no tomar parte en la guerra desde el principio pero sí conducirla hasta un final, una vez que Inglaterra y Francia la hubiesen empegado”3. William C. Bullit, embajador americano en París, y su colega en Londres, Joe Kennedy, tenían instrucciones de ejercer presión sobre ambos gobiernos (el francés y el británico) e insistirles en que debían “poner fin a cualquier política de compromiso con los estados totalitarios y no entrar con ellos en ninguna discusión sobre cambios territoriales”4. En adición a ello, iban a darles “la seguridad moral de que Estados Unidos había renunciado a su política de aislamiento y estaba dispuesto, en caso de guerra, a permanecer activo al lado de Inglaterra y Francia, poniendo a su disposición todo su dinero y materias primas”5.
A la luz de estos documentos y de otros no menos elocuentes y autorizados, se está obligado —con independencia de la actitud que se pueda tener hacia el Nacional Socialismo— a
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 165.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 165-166.
3 Informe del 16 de Enero de 1939 (del Conde Jezri Potocki). Informe 1-F-10, Feb. 1939 (de Lukasiewicz, emabjador polaco en París).
4 Informe 3/SZ tjn 4 del 16 de Enero de 1939, enviado desde la Embajada polaca en Washington.
5 Mismo informe que la nota anterior.
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ver en el desarrollo de los acontecimientos europeos del fatídico año 1939 el producto de una auténtica conspiración mundial contra la Alemania Nacional Socialista. Toda alusión a la “política de agresión de Hitler” es una mentira descarada y desvergonzada o una estúpida habladuría de mujeres. Adolf Hitler se mantuvo en sus relaciones con el mundo exterior —antes de la guerra y durante ella— en la misma línea que durante su combate contra la república roja de Weimar: “en la legalidad hasta el amargo final”. Y su política en una política de simpatía y protección activa hacia todas las comunidades nacionales autenticases decir, hacia todas las comunidades étnicas—, no de destrucción de las mismas. Y los líderes de los grupos minoritarios no-alemanes que fueron lo suficientemente inteligentes para comprender que el Tratado de Versalles era, debido a su desprecio hacia la etnografía, la historia y la geografía —su desprecio hacia la Naturaleza misma—, un insulto a la propia dignidad de sus pueblos al tiempo que un crimen contra Alemania, fácilmente vieron en el más grande de los alemanes al sustentador de todo sano y genuino nacionalismo. El Presidente Tiso apeló a él, en Marzo de 1939, para que diese protección al nuevo Estado Eslovaco que el 6 de Octubre de 1938 había proclamado su independencia de los checos. Un mes antes, el Profesor Tuka, otro líder eslovaco, le había implorado vehementemente su ayuda contra el gobierno de Praga: “¡Deposito el destino de mi pueblo en sus manos, mi Führer! Mi pueblo espera de Vd. su completa liberación (del dominio checo)”1. Y lo que es más, puestos ante el hecho de que el artificial Estado Checo se estaba rompiendo desde dentro, su Presidente, Hacha, su Ministro de Asuntos Exteriores, Chwalkowsky, y todo el gobierno checo, que había sido consultado por Hacha, estuvieron de acuerdo con la decisión de Adolf Hitler de declarar “Bohemia y Moravia” como un “Protectorado del Reich”, así como con el envío de tropas
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 148.
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alemanas para ocupar el mismo. “Ninguna palabra de protesta se elevó por parte de los checos, y Hacha dio instrucciones para que el ejército alemán fuese recibido con amabilidad”1.
La única protesta vino el 18 de Marzo .... de París y Londres —tres días después de que Chamberlain hubiese declarado claramente ante la Cámara de los Comunes que lo sucedido no era en ninguna forma una violación del Pacto de Munich y que Gran Bretaña no podía sentirse obligada a defender la existencia de un estado que se había roto en pedazos desde su interior. Los embajadores de Inglaterra y Francia en Berlín fueron llamados “a informar sobre la situación”. En Estados Unidos y en el resto de los países, vehementes artículos en los periódicos y comentarios en las radios recalcaban una vez más la necesidad de “parar a Hitler” en interés del “mundo libre”. La indignación sincera de millones de personas de todas las razas fue sistemáticamente incrementada y dirigida en contra del Tercer Reich Alemán, llevando al mundo otro paso más cerca de la guerra que estaban preparando las Fuerzas de la Oscuridad.
La larga tensión entre Alemania y Polonia —otra consecuencia de la absurda situación creada por el Tratado de Versalles— iba, finalmente, a conducir a la guerra. Podría habérsele puesto fin por medio de un acuerdo honorable. Y Adolf Hitler hizo todo cuanto estuvo en su mano para que así fuera. Las propuestas que hizo a Polonia a través de Lipski, el embajador polaco, con vistas a un pacto honesto de buena vecindad, no sólo eran razonables sino también generosas. De acuerdo en que él insistía en que Danzing —esa antigua ciudad alemana— debía ser reconocida como parte indiscutible del Reich alemán. Pero por otra parte estaba dispuesto a renunciar a toda reclamación sobre el “Corredor” que unía Polonia al mar a través del territorio alemán, a condición de que una autopista una vía de ferrocarril extraterritoriales asegurasen la conexión
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 150.
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de Prusia del Este con el resto del Reich. Y ofreció a los polacos una carretera y una vía de ferrocarril extraterritoriales en la región de Danzing, así como un puerto libre1. El único factor que se interponía entre él y el gobierno polaco (a pesar del fracaso de la misión de J. von Ribbentrop en Varsovia, en Enero de 1939) era la repentina “garantía” inglesa a la integridad de las fronteras polacas en la forma en que éstas habían sido fijadas por el Tratado de Versalles. A partir de un informe enviado a su gobierno por Raczynski, embajador polaco en Londres, con fecha del 29 de Marzo de 1939 y encontrado por los alemanes durante la campaña polaca de Otoño del mismo año, queda claro que la promesa inglesa de ayuda en caso de “ataque” a Polonia (es decir, la promesa inglesa de declarar la guerra a Alemania —y empezar una guerra mundial— en caso de que ésta fuese a ocupar Danzing) “le fue dada, al menos oralmente, en una fecha tan temprana como la del 24 de Marzo”. El 26 de Marzo —dos días después—, Lipski, embajador polaco en Berlín, entregó a J. von Ribbentrop un “memorándum” en el que rechazaba en nombre de su gobierno todas las sugerencias alemanas acerca de Danzing y el “Corredor”. “Todo intento posterior por materializar los planes alemanes, y en especial, por incorporar Danzing al Reich, significará la guerra con Polonia”, declaró Lipski2. El 6 de Abril, el Ministro de Asuntos Exteriores polaco, Beck, firmó en Londres un “acuerdo temporal” con Inglaterra y Francia, que pronto fue reemplazado por el Pacto permanente que todo el mundo recuerda.
Ese Pacto, dirigido sólo contra Alemania y no contra
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 155-156. La propuesta final de Adolf Hitler era la de un plebiscito que debía tener lugar en el “Corredor”, de forma que el Estado que saliese perdedor —ya fuese el polaco o el alemán— recibiría en compensación una autopista y una vía de ferrocarril extraterritoriales a lo largo del área en litigio.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 162.
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cualquier otro posible “agresor” de Polonia, fue la excusa moral de Inglaterra —y la ocupación alemana de Danzing, la ocasión escogida por Inglaterra— para declarar la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tal como prueban en realidad los numerosos documentos publicados tras la guerra, la “garantía inglesa a la integridad de las fronteras polacas” le había sido dictada (al igual que a los polacos su propia tozudez en la cuestión de Danzing) por la cuadrilla de judíos y esclavos del judaismo que habían estado dirigiendo a Estados Unidos desde la elección de Roosevelt como presidente1. No tenía otro sentido ni objetivo que el de ser el mejor pretexto imaginable para una Segunda Guerra Mundial contra Alemania. La causa real de la Segunda Guerra Mundial fue el odio de los judíos y de sus “millones de amigos no-judíos” —el odio de todo simplón que hubiese sido impresionado por las mentiras judías— al Hombre y al Estado “contra el Tiempo” que encarnaban el verdadero espíritu ario y que eran las señales premonitorias de un despertar ario a nivel mundial.
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Lo único que podía hacer Adolf Hitler para evitar el completo cerco de Alemania era pactar con Rusia (a pesar de las profundas diferencias que desde el principio habían opuesto al Nacional Socialismo y al Marxismo). No tenía otra alternativa.
Si no hubiese sido por la disparatada actitud de Inglaterra hacia él y hacia su pueblo, puede que Adolf Hitler “hubiera combatido contra Rusia sin ningún conflicto posterior
1 Ver el libro del Profesor Charles Callan Tansill “Back door to war” (Chicago, 1952). Ver también “The Forrestal Diaries” (New York, 1951), pág. 121.
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con Inglaterra”1, tal como parece haber creído el mismo Joe Kennedy, embajador americano en Londres. Digo puede, puesto que el joven Reich necesitaba espacio para su creciente población; y también porque no había —ni puede haber jamás—coexistencia posible entre el auténtico Nacional Socialismo y su despiadado y violento contrario, el auténtico Marxismo.
Tal como estaban las cosas, el Führer estaba obligado a aceptar esa coexistencia por el tiempo necesario, de forma que pudiera intentar frenar en 1939 lo que estaba predestinado a tomar forma en 1941, es decir; la formidable coalición entre el Capitalismo y el Marxismo (o mejor, entre las plutocracias occidentales bajo dominio judío y los Estados soviéticos bajo igual dominio judío) en contra de Alemania, fortaleza del Nacional Socialismo y esperanza de un despertar ario. Es comprensible deplorar el hecho de que Adolf Hitler no pudiese aceptar dicha coexistencia o de que al menos ésta no durase un espacio mayor de tiempo: ninguna fuerza externa podría haber destrocado alpoderoso bloque formado por Alemania, la Unión Soviética y Japón. Como bloque económicamente autosuficiente, habría sido invencible de no haber estado abocado a romperse en pedazos tarde o temprano desde dentro, al ser el producto de una alianza antinatural. Es una tragedia que esta dislocación no pudiese ser pospuesta al menos hasta después de una victoria definitiva que pusiera fin a la guerra con Inglaterra (y probablemente también con Estados Unidos). El hecho de que Stalin y Molotov no fueran judíos; es más, el hecho de que ellos fueran —quizás— más rusos (y pan-eslavistas, en el viejo sentido de la palabra) que marxistas, hizo posible la firma del Pacto Ruso-Germano del 23 de Agosto de 1939. El hecho de que la influencia judía fuera tan poderosa (aun cuando no siempre tan obvia) en Rusia como en Inglaterra o Estados Unidos y de que se ejerciese dentro del entorno más inmediato de Stalin, es la
1 “The Forrestal Diaries” (New York, 1951), pág. 121. Ver asimismo “Zwischen London und Moskau”, pág. 168
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clave de la obstinada actitud que Rusia mantuvo desde el principio hacia las cuestiones territoriales, y explica su rotura del Pacto así como todas las señales de creciente hostilidad que iban a llevar al Führer a declarar la guerra a su aliado en menos de dos años. El pacto fue, políticamente hablando, un acto de inteligencia. Significa el reconocimiento realista de intereses comunes a pesar de contar con doctrinas ampliamente divergentes. Tenía que ser roto si es que los enemigos del Nacional Socialismo querían ganar la guerra. Y el judío finalmente explotó la vieja tendencia pan-eslávica de Rusia en contra del Tercer Reich —aparte de cualquier Weltanschauüng—, en la misma forma inteligente en que usó en contra del mismo al erróneo y confundido patriotismo británico, francés, noruego u holandés.
Pero mientras tanto, durante el tiempo que durase la alianza antinatural pero políticamente maestra, Adolf Hitler tenía un solo enemigo al que combatir: la forma occidental de antinazismo encarnada en la Inglaterra judía .... ya que el desagradable asunto polaco fue zanjado brillantemente en tres semanas, y Francia dobló sus rodillas seis meses después.
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Este capítulo no es una historia de la Segunda Guerra Mundial, sino un humilde intento de detectar y destacar, a la luz de la evolución cósmica, los factores invisibles pero ciertamente importantes —los reales— que están detrás de la sucesión de los acontecimientos. Muchos de los hechos mismos, que fueron ocultados deliberadamente por los aliados en la época del Juicio de Nuremberg, han sido mencionados desde entonces por militares y diplomáticos —alemanes y de otros países— en numerosas memorias técnicas sin una sombra de pasión. Todos van a apoyar la tesis que ya he establecido: la de que la Segunda Guerra Mundial, lejos de ser un “crimen” de Adolf Hitler o
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incluso el resultado de su política., es la consecuencia de una conspiración mundial de Fuerzas “en el Tiempo”, es decir, de las Fuerzas Oscuras, en contra suya y de sus ideales de la Edad Dorada; en contra de su esfuerzo consecuente por “establecer en la tierra el reino de la Justicia” con los métodos de esta Edad de Tinieblas, es decir, por constituir un Estado, y a través de ese Estado, un orden mundial “contra el Tiempo”.
Está ahora probado que los últimos esfuerzos desesperados de Adolf Hitler por evitar la guerra con Polonia —sus últimas propuestas generosas transmitidas a las 21:15 del 31 de Agosto de 1939 por todas las estaciones de radio alemanas, y conocidas como “Los dieciséis puntos”— fueron inútiles debido a la declaración británica al gobierno de Varsovia, en el sentido de que Inglaterra consideraría como “indeseable” toda visita ulterior del Ministro de Asuntos Exteriores polaco, Beck, a Berlín —es decir, toda negociación ulterior con Adolf Hitler1. Está ahora probado que sólo Gran Bretaña se interpuso en el intento de Mussolini de asegurar la paz aun a última hora, a través de una Conferencia Internacional sobre las bases de una revisión general del Tratado de Versalles, fuente principal de toda la tensión política2. Está ahora probado que la ocupación alemana de Dinamarca, el 9 de Abril de 1940, así como la de Noruega, no fueron sino medidas militares temporales y necesarias para prevenir y obstaculizar la previamente planeada ocupación de dichos países por tropas británicas, y que, por otra parte, Noruega y Dinamarca habían renunciado a su neutralidad antes del 9 de Abril por medio de la conclusión de acuerdos secretos con Inglaterra3. Está probado que el así llamado “ataque” alemán a Holanda y Bélgica no fue un “ataque” en absoluto, sino un completo acto de autodefensa habida cuenta que los dos Estados ya habían recurrido a “pasos
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 200.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 201.
3 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 213.
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de naturaleza militar” que significaban una ayuda descarada a Inglaterra y Francia en su guerra contra Alemania. Está ahora probado que no fue tomada ninguna decisión militar en nombre del Tercer Reich —ni la intervención alemana en Grecia, el 27 de Mano de 1941, con el fin de prevenir una reanudación de las tácticas de los aliados en 1915-1916; ni incluso el “ataque” a Rusia, el 22 de Junio de 1941— dentro de un espíritu de “agresión”, sino que todas ellas estuvieron motivadas (y justificadas) por señales previas y fácilmente visibles de gratuita hostilidad por parte de las “víctimas” de Alemania.
“¡Dios sabe que he pugnado por la paz!”, declaró el Führer ante el Reichstag en ese discurso memorable del 4 de Mayo de 1941, en el que no dejó dudas acerca de las razones que le obligaron a ocupar Grecia. “¡Dios sabe que he pugnado por la paz! ¡Pero cuando Halifax declara sarcásticamente que todo el mundo está de acuerdo en ello, y se jacta del hecho de que fuésemos forzados a la guerra como un triunfo especial de la diplomacia británica, no puedo hacer menos que responder a tal perversidad protegiendo los intereses del Reich por todos los medios que, gracias a Dios, están a nuestra disposición!”1.
Cualesquiera que puedan ser los comentarios de la propaganda al servicio de las Fuerzas Oscuras, la historia desapasionada —más aún, la implacable lógica de la vida misma, que subyace en esa interminable red de causas y consecuencias que la historia describe— confirmará un día esas palabras del “anterior-al-último” Hombre divino “contra el Tiempo”. Los Poderes eternos —los Poderes luminosos que trabajaban a través de él, y los mismos Poderes de la Oscuridad y la Muerte, los poderes “en el Tiempo” que él combatió— sabían que él tenía razón; sabían que los intereses de su joven Reich eran y siguen siendo los intereses de la más alta Creación. Mas, como he escrito antes, el mundo casi en su totalidad fue engatusado para considerarle a él como un farsante y un tirano. Y no
1 Discurso de Adolf Hitler ante el Reichstag, 4 de Mayo de 1941.
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simplemente el apocado hombre medio, que no piensa y que acoge todo lo que lee en su periódico como una verdad absoluta, sino también personas muy notables fueron embaucadas por la acusación contra Alemania de “injustificable agresión” y por la acusación más extensa (y vaga) de “inhumanidad” dirigida en contra del orgulloso nuevo Credo de la Swastika. Hombres tan sobresalientes como Ghandi —una rara mezcla de sagacidad mercantil y santa aspiración—, quien declaró al estallido de la guerra que “desde un punto de vista puramente humanitario” su simpatía estaba del lado de Inglaterra y Francia. Y en la resolución que el Comité del Congreso Hindú aprobó en Wardha, el 8 de Agosto de 1942, insistiendo en el fin del dominio británico sobre la India, se establecía que “una India libre aseguraría el éxito de la lucha contra el Nanismo, el Fascismo y el Imperialismo”, y que una “India libre” (cuyo gobierno provisional seria formado de forma inmediata en caso de no aceptarse la demanda de retirada británica) “sería una aliada de las Naciones Unidas”. Apoyadas en la autoridad moral de Ghandi, declaraciones como éstas determinaron la actitud de millones de hombres con respecto a Adolf Hitler y el Nacional Socialismo, causando un daño incalculable.
El milagro no es que menos de cinco años después de que la espléndida Leibstandarte —gloriosa anunciación de la humanidad de la Edad Dorada de sus sueños— hubiese desfilado a lo largo de la Avenue des Champs Elysées en París, la Alemania Nacional Socialista fuese forzada a capitular “incondicionalmente”. El milagro es que, afrontando prácticamente sola el odio frenético de toda la esfera terrestre, resistiese sus asaltos tanto tiempo como lo hizo. El milagro es que, a pesar de la abierta furia del enemigo y de sus secretas maquinaciones; a pesar del impacto del Ejército Rojo (tan fanáticamente convencido de su “verdad” como lo estaba cualquier soldado alemán de la suya); a pesar de los traidores del frente y de la retaguardia (todos, desde los diplomáticos,
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generales y príncipes de la Iglesia antinazis —los hombres del 20 de Julio; Dibellius; von Gallen, arzobispo de Münster, el siniestro teólogo Bóhnenhoffer y todos los líderes de la masonería— hasta la simple y escrupulosa anciana horrorizada por la dureza de sus nietos hacia los “pobres judíos”); a pesar de los dos bloques de poder gigantescos y hostiles —el mundo comunista y el mundo capitalista— cerrándose cada vez más estrechamente en torno a ella, la Alemania Nacional Socialista no capitulase antes. El milagro es que sus ejércitos marcharan tan lejos como lo hicieron por tantos países conquistados; y que ellos y el pueblo alemán mantuvieran su fe en Adolf Hitler hasta el final y —en una gran medida—, a pesar de diez años de “reeducación” sistemática, hasta después del final, hasta el mismo día de hoy.
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No sólo hizo Adolf Hitler todo lo posible por evitar la guerra, sino que también hizo cuanto pudo por detenerla. Una y otra vez tendió su mano a Inglaterra —primero en Octubre de 1939, inmediatamente después del victorioso final de la campaña polaca; posteriormente, el 22 de Junio de 1940, inmediatamente después de la tregua con la derrotada Francia—; no una mano suplicante y mucho menos temerosa, sino la de un vencedor con visión de futuro y generoso, cuya vida entera estaba centrada en torno a una idea creativa, cuyo programa era un programa constructivo, y que no sólo no tenía quejas de los desorientados hermanos de sangre de su propio pueblo, sino que veía en ellos, pese al odio que sentían hacia su nombre, a sus futuros amigos y colaboradores.
Y cerca de un mes antes de su segunda oferta de paz a Inglaterra, el Führer ya había dado a la nación hermana nórdica una muestra tangible de su generosidad —es más, de su amistad pese a todo en medio del combate más amargo—, tan
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extraordinaria que los historiadores no han dudado en calificarla como “un milagro”. Los ejércitos aliados —el Cuerpo Expedicionario Británico y parte del ejército francés— huían rápidamente hacia Dunquerque —es decir, en dirección al mar— ante el avance alemán. El Comandante en Jefe del ejército alemán, General von Brauchitsch, había dado el 23 de Mayo la orden de presionarlos por todos los lados y coger el mayor número de prisioneros antes de que tuvieran tiempo de reembarcar. Ello era lo adecuado desde el punto de vista militar —y desde el punto de vista político normal; desde el punto de vista del éxito inmediato. Pero Adolf Hitler apareció inesperadamente en el cuartel de mando del General von Rundstedt en Charleville y canceló las órdenes de ataque a Dunquerque. Las divisiones acorazadas alemanas —el Heeresgruppe “A” y el Heeresgruppe “D” al mando del General von Bock, que presionaban en torno a Dunquerque desde el Este— redujeron su velocidad y dejaron diez kilómetros de distancia entre sus columnas más avanzadas y el enemigo en retirada. Estas contraórdenes, “que frenaron el avance alemán durante dos días y dieron tiempo a los británicos a evacuar sana y salva a la sección más valiosa de su ejército”1, son absolutamente incomprensibles a menos que se admita audazmente que fueron dictadas por consideraciones que exceden en mucho tanto al dominio de la “política” como al de la estrategia; consideraciones que no son las de un hombre de Estado, sino las de un profeta.
Los generales no supieron que pensar, pero obedecieron; órdenes son órdenes.
A cualquiera que en nombre de una visión arianista de las cosas (o simplemente en nombre de los intereses de “Europa”) apoyó (y apoya) sin reservas a la Alemania Nacional Socialista, la tragedia de la situación fue —y sigue siendo—
1 Kleist: “Auch du warst dabei”, pág. 278 (citado por Hans Grimm, “Warum? Woher? aber Wohin?, edic. 1954, págs. 364-365).
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enloquecedora. La captura o destrucción de todo el Cuerpo Expedicionario Británico en Dunquerque, así como la inmediata invasión de Gran Bretaña —por tropas paracaidistas, si es que un desembarco en toda regla fuese imposible a causa de la flota británica— pudo haber puesto fin a la guerra: trituraría a las judías y podridas democracias occidentales europeas antes de que Estados Unidos tuviera tiempo de salvarlas, y uniría a toda Europa bajo la mano fuerte del más grande de lo europeos de todas las épocas. Y esa nueva unidad en el espíritu del Nacional Socialismo habría hecho de Europa el baluarte de la humanidad Superior, no en “contra de Asia”, sino en contra de las Fuerzas Oscuras “en el Tiempo” encarnadas en la forma última y más baja de la vieja superstición del “valor de todo hombre”: el marxismo; en contra de las Fuerzas Oscuras que con la ayuda de la doctrina marxista amenazan a Europa y Asia, así como al resto del mundo. Y el Führer mismo destruyó esa posibilidad con una palabra.
Esa es al menos la visión espontánea (y superficial) del ario medio racialmente consciente, discípulo, alemán o no, de Adolf Hitler. Pero esa no era la visión del propio Adolf Hitler. La intuición suprapolítica del Führer, que estaba más allá de toda estrategia, se extendía “más allá de cualquier paz temporal concluida rápidamente”1. Comprendía —estuviese él o no en posición de exteriorizar esa visión de las cosas— la única paz terrenal real que pueda existir: la paz de la Edad Dorada venidera, la de la anterior y ya lejana, y la de todas las sucesivas Edades Doradas; la paz de esta tierra cada vez que el orden mundial visible está en plena armonía con “el primitivo significado de las cosas”2, o lo que es lo mismo, con el Orden Cósmico invisible y eterno, que se manifiesta únicamente en todo gran Comienzo. Esa paz excluye el rencor que está condenado a surgir como consecuencia de la humillación de un
1 Hans Grimm: “Warum? Woher? aber Wohin?”, edic. 1954, pág. 367.
2 “Mi Lucha”, edic. 1939, pág. 440.
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gran pueblo. Adolf Hitler hizo pues todo cuanto pudo por evitar a Inglaterra la humillación de una derrota total. Las órdenes desconcertantes que dio ese fatal 23 de Mayo de 1940 —el día en que Alemania “empezó a perder la guerra”1— y las propuestas de paz asombrosamente generosas que ofreció un mes más tarde a Inglaterra, no tienen otro significado.
El muy malentendido vielo heroico y solitario de Rudolf Hess a Escocia, como autodesignado y desesperado pacificador, el 10 de Mayo de 1941, tampoco tiene otro significado. No fue por parte de Hess ni la acción temeraria de un hombre medio insano (tal como tuvo que ser descrita por el bien de la conveniencia, y tal como el mismo Rudolf Hess deseaba que fuese descrita en caso de fracasar), ni mucho menos un intento de rebelión contra la política del Führer; un esfuerzo de finalizar la guerra en contra de su voluntad. ¡Todo lo contrario! Sin duda alguna Rudolf Hess emprendió su largamente planeado vuelo sin el conocimiento de Adolf Hitler, tal como claramente muestran los detalles del suceso (y especialmente la propia carta de Hess al Führer). Pero él estuvo guiado desde el principio por la certeza infalible de que era la oportunidad suprema —si es que había alguna— de traer en contra de las más adversas circunstancias aquello que el Führer siempre había querido en vano: la paz duradera con Inglaterra —la nación hermana, a pesar de todos los insultos de su gobierno y prensa bajo dominio judío; a pesar de su traición a la causa Aria—; la colaboración constructiva con Inglaterra, primer paso hacia la colaboración constructiva de todos los pueblos de la mejor sangre nórdica.
Rudolf Hess fracasó —al menos en el reino de los hechos visibles—, tal como el propio Adolf Htler estaba destinado a fracasar, y por la misma razón básica: porque era uno de esos idealistas incondicionales y hombres de acción cuya intuición de las realidades permanentes de la Tierra excede y oscurece la visión de incluso la más apremiante emergencia; uno de esos
1 Hans Grimm: “Warum? Woher? aber Wohin?”, edic. 1954, pág. 367
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hombres “contra el Tiempo” —“Sol” y “Rayo” al mismo tiempo— que tienen en su composición demasiado poco “rayo” en proporción a su enorme cantidad de “sol” (de hecho, de todos los paladines del Führer, ninguno —ni Hermann Goring, ni tan siquiera Goebbels, que era tan apasionadamente devoto suyo— parece haberse parecido tan profundamente a él como Rudolf Hess).
La respuesta inglesa a las repetidas propuestas de paz de Adolf Hitler fue, tras un categórico “no”, .... intensificación de su esfuerzo bélico y un endurecimiento de sus métodos de guerra1. La respuesta inglesa a la apelación suprema de Rudolf Hess a su sentido de la responsabilidad ante los muertos, ante los vivos y ante los todavía no nacidos, fue .... una celda en la Torre de Londres (más tarde en Nüremberg y finalmente en Spandau) para el autodesignado y atrevido mensajero de la paz. La respuesta inglesa a toda la comprensión y cordialidad que la Alemania Nacional Socialista le había brindado desde el principio; su respuesta a la sincera profesión de fe de Adolf Hitler en la colaboración anglo-germana; su respuesta a su inaudita muestra de generosidad en Dunquerque fue .... guerra hasta el fin: cientos y miles de bombarderos —cerradas formaciones en una ola tras otra— derramando noche tras noche —y a menudo a la luz del día— ríos de fuego y azufre sobre las ciudades alemanas, y —por otra parte— el envío entusiasta de ayuda a la Rusia Soviética. La respuesta inglesa al repetido alegato del Führer alemán en favor de una honesta solidaridad pan-europea y antibolchevique enraizada en la conciencia de una sangre aria común (o de al menos una alta proporción de ella), se encarnó en el júbilo de Churchill ante las noticias del “segundo frente” gracias al cual las fuerzas alemanas estaban ahora divididas. Churchill —el anticomunista, pero todavía más violento antinazi— declaró: “La causa de la Rusia Soviética es ahora la causa de
1 Está ahora probado que Inglaterra empezó sus bombardeos masivos sobre poblaciones civiles el 11 de Mayo de 1940; ver dicho extremo en el libro de Spaight, “Bombing vindicted”.
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todo ciudadano inglés”. La respuesta inglesa fue la firma en Agosto de 1941 de la Carta Atlántica —una abierta alianza con el instrumento principal de la judería en Estados Unidos, el Presidente Roosevelt, el cual ordenaba ahora disparar contra todo buque alemán que los americanos encontraran en alta mar (a pesar de que Estados Unidos no estaba todavía en guerra con Alemania). La respuesta inglesa fue, dos años después, los Acuerdos de Yalta y Postdam entre Churchill, Roosevelt y Stalin: la siniestra coalición de las plutocracias occidentales y del imperio marxista —de todas las fuerzas “en el Tiempo”— contra la Alemania Nacional Socialista: el despiadado plan de desmembrar Alemania y esclavizarla para siempre; y el implacable avance de los cruzados del odio del Este y del Oeste, hasta que sus huestes de cientos de miles de hombres, entre los cuales había ingleses, se hubiesen encontrado y unido sobre la Tierra martirizada. La respuesta inglesa fue, a través de la participación de acusadores británicos, la vergonzosa distorsión de la historia en el Juicio de Nuremberg, la condena del pacificador Rudolf Hess por “crímenes contra la paz” y la prolongación hasta el día de hoy de toda la infame propaganda en contra tanto de la doctrina nacional socialista como de la nación alemana.
Quizás, los Estados Unidos de América bajo dirección judía han jugado con el masón Franklin Roosevelt un papel incluso mayor que el de Inglaterra en la preparación, conducción y horrenda conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Pero Inglaterra es la nación a la que Adolf Hitler tendió una y otra vez su mano de la forma más sincera, en nombre de la hermandad natural de la sangre nórdica y en nombre de la pacifica regeneración de Occidente. Su crimen contra él, contra su pueblo, contra sí misma y contra toda la raza aria es, por tanto, mayor que el de cualquiera de los aliados de 1945. Y, nada —absolutamente nada— podrá jamás expiarlo.
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Como ya dije, es una tragedia que la alianza antinatural, aunque brillantemente concebida por el bien de la convivencia inmediata, entre Alemania, la Rusia Soviética y Japón, no durase al malos hasta que la guerra contra Inglaterra —y en caso necesario, contra Estados Unidos— fuese conducida hasta un final victorioso. Sin embargo, pese a lo que pueda creer mucha gente (en especial, los simpatizantes del Comunismo), no es culpa de Adolf Hitler que no fuese así. Fue Rusia —y no Alemania— la que rompió primero el Pacto de Agosto de 1939. Lo rompió en su urgencia por expandirse hacia el Oeste y hacia el Sur: hacia la costa Báltica y hacia los Balcanes y el Mediterráneo (hacia el Mar Adriático y Egeo); en otros palabras, en la reanudación de su vieja tendencia al pan-eslavismo, aun siendo a expensas de pueblos no eslavos. O quizás seria más apropiado establecer que las fuerzas coligadas del mundo judío, representadas en la Rusia Soviética de forma casi tan poderosa como en los Estados Unidos de América, usaron esa vieja tendencia rusa (como habían usado el chauvinismo corto de miras de Inglaterra y su celo comercial) para alcanzar su propio fin: el cero y destrucción de la Alemania Nacional Socialista —lo cual era la opinión personal de Adolf Hitler1.
La ocupación de los Estados Bálticos2 y su incorporación final a la Unión Soviética, el 3, 5 y 6 de Agosto de 1940, en contra del acuerdo de Stalin con J. von Ribbentrop de “no modificar la estructura interna” de dichas naciones una vez tomadas dentro de su “esfera de intereses”; la ocupación rusa de toda Besarabia —incluyendo el norte de Bukovina, de población mayoritariamente alemana—; posteriormente, las
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 242.
2 Lituania —incluyendo la parte designada en el Pacto como dentro de la “esfera de intereses” de Alemania—, en Junio de 1940, y poco después, Letonia y Estonia.
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condiciones exorbitantes que Molotov puso (durante su visita a Berlín en Noviembre de 1940) para la adhesión de Rusia al Eje1, y finalmente, aunque no por último, el apoyo que Stalin dio a Simovitch y a los otros miembros de la conspiración antialemana que tomó el poder en Yugoslavia en Marzo de 1941 y que pronto declararía la guerra a Alemania, contribuyeron a reanudar e incrementar gradualmente hasta el punto de ruptura la tensión que el Pacto firmado el 23 de Agosto de 1939 entre el Tercer Reich y los líderes del imperio marxista había suprimido temporalmente. La última interferencia, inmediatamente posterior a la firma en Viena del tratado que iba a convertir a Yugoslavia en un miembro del Eje, fue particularmente sentida por el Führer como un acto de hostilidad2, Fue ciertamente una flagrante violación, tanto en hecho como en espíritu, del Pacto de 1939.
Sin embargo, es el rechazo de Adolf Hitler a aceptar las condiciones de Molotov de Noviembre de 1940, lo que hizo posible la hostil interferencia comunista, cancelando todas las esperanzas de una colaboración más estrecha con la Rusia Soviética. Lo cierto es que tal colaboración sólo podría haber durado en tanto que las necesidades políticas (y más especialmente, las estratégicas) fuesen lo suficientemente apremiantes como para oscurecer la profunda oposición entre ambos regímenes, más aún, entre ambas creencias, la de la nueva Rusia y la de la nueva Alemania; el Marxismo y su contrario, el Nacional Socialismo. Apenas podría esperarse que durase más allá de un cono espacio de tiempo una vez concluida victoriosamente la guerra con los esclavos occidentales del judaismo internacional. El problema era como hacerla durar hasta entonces. Y la única forma práctica de conseguirlo era la de ceder —al menos por el momento— en toda la línea, aceptar las condiciones del embajador ruso sin discutirlas tan siquiera.
1 Ver el libro de Chester Wilmet: “The Struggle for Europe” (1952).
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 225.
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Exorbitantes como eran, esas condiciones —retirada de todas las tropas alemanas en Finlandia; conclusión de un pacto adicional entre Rusia y Bulgaria (es decir, la absorción gradual de Bulgaria dentro del imperio marxista); concesión para establecer bases estratégicas en el Bosforo y en los Dardanelos; reconocimiento del sur del Cáucaso como área de influencia soviética, y la renuncia de Japón a sus privilegios sobre el norte de Sakhalin— le pueden parecer hoy en día a cualquier observador, sea o no un nacional socialista sincero, ridiculamente suaves en comparación con las terribles consecuencias del desastre de 1945. Así pues, uno puede estar tentado a plantearse la siguiente pregunta: ¿hubiese sido preferible aceptar tales condiciones a correr el riego de abrir un segundo frente de dimensiones gigantescas?
La respuesta correcta —la única respuesta— a esa “cuestión es: desde un punto de vista puramente político (o militar) —desde el punto de vista de la necesidad inmediata, sin pensar en las futuras consecuencias—, sí, sin lugar a dudas; desde el punto de vista suprapolítico del profeta idealista —es decir, “en el de los intereses del universo”, por usar el lenguaje del Libro inmemorial de la Sabiduría Aria, el Bhagawad Gita, cuyo espíritu está encarnado en nuestros días por el genuino Nacional Socialismo—, no y mil veces no.
Es notable el hecho de que al escoger una guerra con Rusia en lugar de una alianza con ella a expensas de Finlandia, Bulgaria y todos los países amenazados por la indebida expansión del imperio marxista (finalmente, a expensas del mundo entero), Adolf Hitler actuó como ya lo había hecho en numerosas circunstancias importantes: en contra de las sugerencias de su entorno; y no simplemente las de la mayoría de sus generales, sino también las de su Ministro de Asuntos Exteriores, J. von Ribbentrop, quien había firmado el Pacto de Agosto de 1939. “Durante esos meses (los que precedieron a la declaración de guerra a Rusia)”, escribe este último en sus
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memorias, “no perdí oportunidad de intentar conseguir, pese a todo, una definitiva alianza germano-rusa. Creo que habría alcanzado su objetivo, superando todas las dificultades, de no haber sido por la oposición entre las dos filosofías, oposición que no permite conducir política exterior alguna. Primero, a partir de un punto de vista ideológico, y después, a causa de la actitud de Rusia, a causa de sus preparativos militares sumados a sus demandas, la visión de un enorme peligro se impuso en la mente de Adolf Hitler. En adición a ello, las noticias de las conversaciones anglo-rusas, con la visita de Sir Stafford Cripps y sus negociaciones con el gobierno del Kremlin, actuaron sobre él de una manera inquietante”1.
En otras palabras, el Führer asumió el riesgo terrible de un segundo frente, renunciando a convertirse en responsable —y junto con él, al pueblo alemán, en cuyo nombre estaba conduciendo la guerra— de semejante expansión de la influencia soviética que, incluso tras una completa victoria alemana en el Oeste, habría puesto automáticamente a la mitad del mundo bajo el control de la poderosa fortaleza del marxismo. El actuó con plena conciencia de la misión natural de Alemania como baluarte, tanto de la raza aria como de los eternos valores arios enraizados en la raza, contra toda posible amenaza de las Fuerzas de desintegración, ya sean del Este o del Oeste. Es admisible que tal amenaza era, en Junio de 1941, más aparente en el Oeste que m el Este; Rusia se estaba preparando para la guerra, pero Inglaterra ya estaba en guerra con el Tercer Reich. Es más, se estaba haciendo cada va más obvio que Estados Unidos pronto se unirla a la lucha del lado de Inglaterra, y el Führer sabía en qué peligro estaría Alemania cuando América y Rusia “arrojasen simultáneamente contra ella toda la mole de su poder”2. Sin embargo, él sabía también que una alianza con Rusia, sellada a través de su aceptación a la coexistencia de una
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 237.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 239.
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Alemania Nacional Socialista —una Europa Nacional Socialista— con un impresionante imperio marxista extendiéndose desde el Mar Egeo hasta los Estrechos de Bering, no sería a largo plazo ninguna garantía contra la absorción del hombre ario en esa fea subhumanidad carente de raza y de carácter típica del final de esta Edad Oscura. Lo sabía de forma precisa porque siendo él infinitamente más que un político, comprendió perfectamente el significado suprapolítico de la guerra que le fue impuesta: no era el choque habitual entre ambiciones rivales de naturaleza similar, sino una coalición mundial de todas las fuerzas que yo he denominado “en el Tiempo” contra un Estado moderno “contra el Tiempo”, el Estado Nacional Socialista. Sabía que el Marxismo —y no las formas diluidas (y por otra parte, obsoletas) del veneno judío para consumo ario conocidas como Cristianismo y Democracia Occidental— es la fe final centrada en el hombre al servicio de las Fuerzas Oscuras; la doctrina destinada a instar a la humanidad a acometer su último paso en el viejo camino que conduce de la Perfección Primigenia a la profundidad fatal de degeneración y, finalmente, de muerte. Ciertamente, no podía —ni puede— haber coexistencia definitiva entre un Orden Nacional Socialista poderoso y un Orden Marxista o uno Capitalista al estilo occidental. Pero de los dos, es el Orden Marxista, que de acuerdo a la dura lógica de la creciente decadencia es el joven y vigoroso sucesor del otro, el más peligroso. A alguien que fuese un hombre de Estado y sólo eso —por ejemplo, a un Winston Churchill alemán—, el fortalecer la posición de la Rusia marxista para comprar su alianza temporal contra el Oeste le podría parecer simplemente una desagradable necesidad política enmarcada dentro de un inteligente juego diplomático. A Adolf Hitler, el Profeta, el Hombre “contra el Tiempo” —Aquél-Quien-regresa en Su hábito moderno—, eso le parecería una traición a la misión de Alemania, más aún, la negación de la Alemania misma. Pues ninguna victoria espectacular sobre Inglaterra y Estados Unidos le habría
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ahorrado a la nueva Alemania, a la Alemania real —la fortaleza de la fe nacional socialista; la única nación moderna “contra el Tiempo”—, los asaltos de un imperio marxista volcado en una expansión política e ideológica, al que la posesión de posiciones clave en Europa y Asia habría hecho formidable. Un Winston Churchil alemán habría estado sin duda hipnotizado por los intereses inmediatos del Reich (o los que aparentaban ser tales) y habría perdido la visión del significado del Reich mismo. El hombre “contra el Tiempo” sabía que ambas cosas no debían separarse. Sabía que la alianza rosa, valiosa como era en el terreno práctico, no debía ser comprada al precio de excluir la posibilidad de poder aplastar al marxismo en el futuro, pues la regeneración del hombre ario implica la derrota en todos los frentes de los agentes de las Fuerzas Oscuras y el final de todas las formas de la vieja mentira judía.
Y aceptando la responsabilidad y los riesgos del doble combate, él tomó la decisión de declarar la guerra a la Unión Soviética el 22 de Junio de 1941. Esperaba, sin duda, someterla en unos pocos meses, tras los cuales habría estado libre para continuar, con recursos inagotables a su disposición, la lucha en el Oeste contra los esclavos del mundo judío. En cualquier caso, era consciente de la gravedad de su decisión. “Si nos vemos alguna vez obligados a echar abajo la puerta del Este, no sabemos qué poder vamos a encontrarnos tras ella”, le había dicho a J. von Ribbentrop1. Y aun así, dio la orden de “echarla abajo” —pues era lo único que podía hacer, de acuerdo a la lógica invencible de su personalidad suprapolitica, más aun, sobrehumana; de acuerdo a la lógica de su misión y la de Alemania, y de acuerdo a la lógica cósmica “contra el Tiempo” que ha determinado el crecimiento y el éxito del Nacional Socialismo, y que estaba provocando ahora este giro fatal en la historia.
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 240.
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La campaña rusa presentaba innegables dificultades naturales. Se debía contar, entre otras cosas, con las terribles condiciones creadas por el clima ruso —el crudo invierno que ha protegido a Rusia contra todos los invasores (salvo los mongoles). Y el poder humano inagotable que la Unión Soviética podía permitirse lanzar a la batalla sin consideración alguna por las pérdidas —ese fanatizado Ejército Rojo compuesto de todas las razas del Asia del Norte y Central (y de la misma Rusia) bajo el muy eficiente comando ruso—, fue sin duda una fuerza tremenda. También lo fueron los centenares de miles de partisanos que, llenos de una fe inamovible en la ideología marxista, o simplemente en la “Madre Rusia”, dirigieron una guerra implacable contra las tropas de ocupación alemanas.
Sin embargo, durante el invierno particularmente severo de 1941-1942, el ejército alemán superó victoriosamente la prueba de penalidades inauditas: temperaturas extremadamente bajas —35 y 40 grados bajo cero— unidas a las muy primitivas condiciones de vida en las isbas llenas de parásitos. Y aunque se frustró la captura de Moscú debido a la climatología hostil, alcanzó, a lo largo de 1942, una línea de frente tan lejana como ningún invasor europeo había alcanzado jamás en esas latitudes. La Bandera de la Swastika ondeaba sobre las nieves perpetuas del Cáucaso, en la cima del Monte Elbruz, a ambos lados del Volga y en las costas del Mar Caspio. La actividad de los partisanos rusos todavía no se había convertido en una amenaza seria. Una evolución normal de la campaña la habría reducido a la nada y habría asegurado a Alemania una completa victoria sobre el imperio marxista, así como un control duradero sobre las extensiones sin límite del Este, fuente de inagotables materias primas para la creciente industria del gran Reich.
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Por otra parte, Japón —que el 7 de Diciembre de 1941 había dado el paso para introducirse en la guerra mediante el conocido ataque a Pearl Harbour— había conquistado las islas del Pacifico y del Sureste asiático: Indochina; Malasia; Singapur —el baluarte inglés en Oriente—, y Birmania, dirigiéndose e incluso sobrepasando la frontera de Assam y Bengal. Y durante un tiempo, la esperanza de que los dos ejércitos en avance, portadores de los dos estandartes del Sol, se encontrasen y saludasen sobre el suelo hindú, y de que Adolf Hitler pronto recibiese en la vieja Indraprastha —hoy la Delhi imperial—, sede de los legendarios Reyes Arios, la solemne lealtad de todo el mundo ario (la Europa y la Asia aria), al tiempo que dejaba en manos de los japoneses la organización del Lejano Este, esa increíble esperanza, repito, ese sueño soberbio de gloria, no pareció injustificado. Aparentemente, ninguna muestra de desesperada eficiencia por parte del fanático y disciplinado, pero insuficientemente equipado Ejército Rojo —ni, ciertamente, ninguna de las resoluciones enfermizas del Congreso Hindú condenando “al nazismo, fascismo e imperialismo”, así como tampoco la buena voluntad de la “India libre” por convertirse en aliada de las Naciones Unidas1— podría haberse interpuesto en el camino de su materialización.
En realidad, sin embargo, la espléndida esperanza tuvo una corta vida. En lugar de una victoria rápida y definitiva sobre el imperio marxista, que habría permitido a Alemania concentrar todo su esfuerzo de guerra sobre el frente occidental, vino, en Enero de 1943, el desastre de Stalingrado, donde el Sexto Ejército Alemán y millares de tropas auxiliares (veintidós divisiones en total) fueron atrapadas y destruidas pese a actos de heroísmo sobrehumano. A continuación, tras este trágico cambio en la evolución de la guerra en Rusia, una sucesión de reveses: la inmovilización de las fuerzas alemanas ante Leningrado; la paralización de la ofensiva alemana en el
1 Ver la resolución del Comité del Congreso Hindú de Agosto de 1942.
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Cáucaso, y la reconquista por parte de los rusos de Kursk, Belgorod, Rostov, Kharkov, Krasgorod y Pavlogrado, en el transcurso del mes de Febrero de 1943.
Con la sinceridad y objetividad que le caracterizaba, Adolf Hitler no pudo menos que ver en esa reacción violenta y victoriosa de los peores enemigos de Alemania, una prueba evidente de “lo que un solo hombre puede significar para toda una nación”. “Cualquier pueblo”, declaró a su Ministro de Asuntos Exteriores, J. von Ribbentrop, “se habría derrumbado tras derrotas semejantes a las que el ejército alemán infligió a los rusos durante 1941 y 1942. Las presentes victorias rusas son el trabajo de una personalidad férrea, Stalin, cuya voluntad inquebrantable y coraje han llevado a su pueblo a una renovada resistencia”....”Stalin”, dijo él, era “el gran oponente”, “tanto en el plano ideológico como militar”. Y añadió, con la caballerosidad natural de un guerrero auténtico, que si alguna vez ese irreductible oponente cayera en sus manos, “le respetaría y le asignaría como residencia el castillo más bello de Alemania”1 (uno no puede dejar de comparar el trato reservado a Stalin en el caso de una victoria nacional socialista, con el que los líderes coligados de la democracia y el marxismo —los cruzados del judaismo internacional— infligieron a los miembros del gobierno alemán tras la guerra, sin mencionar las formas no menos atroces con las que habrían tratado al mismo Adolf Hitler de haber logrado capturarle. Tal vez en ningún ejemplo como en éste aparezca con mayor claridad el contraste entre el Hombre inspirado “contra el Tiempo” y los hombres ruines y cortos de miras “en el Tiempo” del final de esta Edad Oscura).
Hay verdad —y bien grande— en el generoso homenaje del Führer a la grandeza de Stalin como factor determinante en la evolución de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, esa grandeza no basta para explicar el fatal cambio de fortuna del que la tragedia de Stalingrado no es sino uno de los primeros
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 263.
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signos. Ni tampoco las inagotables masas humanas de la Unión Soviética sumadas a las duras condiciones climatológicas. La explicación completa y cínica de ese cambio ha sido dada en numerosas ocasiones, y entre otras, en el “Día de la Independencia Americana” del 4 de Julio de 1950, por parte del mismo Mr. (desde entonces, Sir) Winston Churchill: “Sólo —América e Inglaterra impidieron a Hitler que empujara a Stalin más allá de los Urales”1.
En otros palabras, ninguna masa humana organizada en un espíritu de desesperada resistencia podría haber impedido la conquista de Rusia a manos del ejército alemán (y proseguir su marcha triunfante a través del Asia Central y Afganistán, más allá de los límites orientales del Imperio Alejandrino), de no haber sido por la ayuda directa e indirecta de América e Inglaterra a los comunistas; de no haber sido por la cantidad fantástica de armas, municiones y equipo que envió Estados Unidos y que hicieron a los partisanos rusos (y de otros países) cada vez más peligrosos y al Ejército Rojo irresistible—, de no haber sido por una colaboración cada vez más estrecha y efectiva entre las dos herramientas siniestras del judaismo internacional en Occidente —Roosevelt y Churchill— junto con sus pueblos engañados y el imperio marxista, en el plano político, estratégico y psicológico: la intensificación del bombardeo sobre la población civil alemana por parte de aviones británicos y americanos, y la intensificación de la propaganda financiada por Inglaterra y Estados Unidos (y más especialmente por los judíos de ambos países) en todos los países ocupados o no por el ejército alemán, llamando al mundo entero a tomar parte en la “Cruzada” contra el Nacional Socialismo; el desembarco británico en Libia, el desembarco aliado en Sicilia y, un año más tarde, en Normandía, y el rechazo inamovible de las democracias occidentales a poner fin a la guerra hasta que
1 “Discurso de Churchill del 4 de Julio de 1950. Está citado por Hans Grimm en su libro Warum? Woher? aber Wohin?”, pág. 385.
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Alemania no se hubiese rendido “incondicionalmente”; en una frase, de no haber sido por la presteza con la que Inglaterra y Estados Unidos —y prácticamente toda la tierra, bajo la influencia de su tremenda propaganda— aceptaron —y ejecutáronla declaración radiada de Winston Churchill ante las noticias de la guerra entre Rusia y Alemania (con todo lo llamativo que pueda ser el hecho de que el Primer Ministro británico fuese conocido universalmente como un anticomunista): “La causa de la Rusia Soviética es ahora la causa de todo ciudadano inglés, más aún, la de todo el mundo amante de la libertad”.
Los acontecimientos históricos en el desarrollo de la “cruzada” combinada contra la Alemania Nacional Socialista —la hipócrita Carta Atlántica, firmada en una fecha tan temprana como la de Agosto de 1941; y más tarde, los sucesivos y bien conocidos acuerdos de Casablanca, en Enero de 1943; de Teherán, en Noviembre del mismo año; de Yalta, en Febrero de 1945, y finalmente el de Postdam, en Agosto de 1945, destinados a estrechar la garra de las fuerzas de la muerte sobre el mundo entero— son las consecuencias inmediatas y lógicas del espíritu de esa frase. Y así lo son los no menores hombres históricos que iban a tener lugar, en suelo alemán o en cualquier otra parte después de que las dos olas de destrucción —el Ejército Rojo y los “cruzados por Europa” de Eisenhower (y de sus satélites británico, francés, belga, polaco, checo....)— se hubiesen encontrado y confundido sobre las ruinas humeantes del orgulloso Tercer Reich: el asesinato en Dresde, superpoblada con refugiados, de medio millón de hombres, mujeres y niños bajo las bombas anglo-americanas en aquella lúgubre noche del 13 de Febrero de 1945; el lamentable éxodo de dieciocho millones de alemanes —también hombres, mujeres y niños— de las provincias orientales del Reich que iban a pasar a manos de polacos, rusos o checos, con la aprobación plena de los aliados occidentales de la Rusia Soviética; las atrocidades del Ejército Rojo y de los soldados de las democracias capitalistas de
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Occidente en Alemania, y de los partisanos antialemanes en todos los países de Europa el arresto, tortura y asesinato (o larga condena) de miles de nacional socialistas, desde los mártires de Nuremberg hasta los más humildes seguidores de Adolf Hitler, por haber cumplido total y fielmente con su deber, y hasta 1948, el intento criminal de asesinar la industria alemana y matar de hambre a su pueblo o forzarlo a emigrar, y hasta el mismo día de hoy —aunque ya no con ese nombre—, esa siniestra farsa conocida como “desnazificación” y “reeducación” del pueblo alemán; el sistemático intento por aplastar el orgullo, más aún, por matar el alma, de la nación más espléndida de Occidente.
Poco después del ataque japonés a Pearl Harlbour, que había impulsado la declaración de guerra alemana a Estados Unidos, es decir, algo más de un año antes de que la guerra fuese a entrar en su fase critica y decisiva, J. von Ribbentrop le dijo a Hitler: “Todavía tenemos un año de tiempo para cortarle a Rusia los suministros que recibe de América a través de Murmansk y el Golfo Pérsico, al tiempo que Japón debe tomar Vladivostock. Si ello no se pudiese conseguir y tuviésemos que enfrentarnos al mismo tiempo al poder humano ruso y a los armamentos americanos, la guerra entraría en una fase en la que nos seria muy difícil ganarla”1. El Führer “acogió estas observaciones en silencio y no hizo comentarios”2. No hizo comentarios porque no había ninguno que hacer. J. von Ribbentrop había dicho la verdad —una verdad trágica, y Adolf Hitler lo sabía. Y sabía también que nada podría alterarla.
J. von Ribbentrop había visto y descrito la situación desde un punto de vista político y estratégico. Adolf Hitler la vio, o mejor, la sintió, intuitivamente, como el resultado de la interacción de fuerzas infinitamente más que políticas. Es ridículo pensar que habría podido evitar las dificultades que el
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 260.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 260.
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diplomático le estaba señalando, con no declarar la guerra a Estados Unidos. Estados Unidos ya le había declarado la guerra de hecho, cuando no oficialmente, en 19371, y habían estado ayudando al esfuerzo bélico inglés de forma abierta y creciente desde 1939. Ellos ja eran aliados de Inglaterra —y de Rusia— antes de que la declaración formal de guerra de Adolf Hitler llegara como respuesta a esa alianza y como un acto de solidaridad con Japón. No había nada que el Führer alemán pudiera hacer, salvo afrontar el gran evento de nuestra época con toda su determinación —y la de su pueblo— y luchar hasta el amargo final una guerra en la que la existencia de Alemania estaba en juego. Por “el gran evento de nuestro época”, me refiero a la coalición de las fuerzas de la Oscuridad del mundo entero —de esas fuerzas que he llamado “en el Tiempo”— contra el único recuerdo vivo de todos los grandes Comienzos del pasado y el único heraldo viviente del venidero: el Estado “contra el Tiempo” justo al final de esta Edad de las Tinieblas.
Y Adolf Hitler, el Profeta, el Hombre “contra el Tiempo” —el creador, más aún, el alma de ese Estado extraordinario— sabía que esta coalición, de la que los judíos eran sin duda los instigadores terrestres, pero nada más que los meros instigadores, era y continúa siendo un hecho cósmico; un signo de los tiempos. Y ese es el motivo por el que la afrontó en la forma en que lo hizo: rechazando hasta el final todo compromiso con la Rusia Soviética, a pesar de las repetidas sugerencias de J. von Ribbentrop2, y rechazando todo compromiso con los agentes occidentales del judaismo internacional, a pesar de las repetidas sugerencias de otros importantes miembros del Partido Nacional Socialista y, lo que es más, de sus generales; y tratando de forma cada vez más implacable —a través del Reichsführer SS Heinrich Himmler, a quien dio crecientes poderes— a todos los enemigos reales o potenciales del Nuevo Orden, y entre éstos
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 164.
2 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, págs. 236-239.
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(aparte de los traidores alemanes, cuando se tenía la suficiente fortuna de poder detectarlos), a las dos variedades principales de esclavos morales del judaismo —los cristianos y los comunistas— y a los judíos mismos. “A medida que la guerra seguía su curso”, establece J. von Ribbentrop, “el Führer se anclaba cada vez más en su visión de la misma como el resultado de una conspiración internacional judía contra Alemania”1. Yo diría más: no sólo vio Adolf Hitler en los judíos como nación a los instigadores secretos tanto de esta guerra como de la pasada guerra mundial, sino (y sus escritos y toda su carrera van a probarlo) que comprendió totalmente su significado profundo y real en la historia mundial; su significado cósmico como hereditarias encarnaciones de las fuerzas más oscuras “en el Tiempo”, agentes principales de la creciente corrupción y decadencia de las razas naturalmente superiores, más impresionante a medida que se acerca el final del presente Ciclo de Tiempo.
Y ese es el motivo por el que supo —y proclamó en toda oportunidad desde el principio— que la lucha que estaba conduciendo en nombre de Alemania era, para el pueblo alemán y para la humanidad aria en general, una lucha a vida o muerte.
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Se demostró materialmente imposible impedir en el plazo de un año que llegasen los suministros americanos a Rusia, y lejos de capturar Vladivostock, Japón ni siquiera declaró la guerra al oponente más irreducible de Alemania (con el que había firmado el 13 de Abril de 1941 un pacto de no agresión). Japón, como he dicho al principio de este estudio, siguió su propio camino —el camino que consideró más apropiado para asegurar su dominación sobre el Este y Sureste Asiático, y
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 211.
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resolver así su propio problema de “espacio vital”—, sin darse cuenta de que su contribución activa a la derrota de Rusia, en coordinación con el nuevo esfuerzo de guerra alemán, le habría llevado a largo plazo más cerca de su objetivo que todas sus victorias espectaculares en los Mares del Sur, Malasia y Birmania. Por lo que respecta a Italia —cuya asociación había sido desde el principio para Alemania una responsabilidad más que una ventaja—, menos de seis semanas después de que Mussolini fuese apartado del poder, traicionó a su gran aliado en su “hora más critica”1, tal como había hecho en la Primera Guerra Mundial. La formación de un nuevo gobierno fascista en el norte de Italia (tras el dramático rescate de Mussolini por Skorzeny) no tuvo utilidad práctica. Al final de 1943, la Alemania Nacional Socialista estaba sola —presionada entre las dos mitades coligadas de un mundo en rebelión contra la Idea eterna que ella había encarnado, más o menos conscientemente, a lo largo de la historia, y que ahora proclamaba de forma más alta y desafiante que nunca a través de la voz de Adolf Hitler; sola para luchar, no en “dos” frentes, sino en miles de ellos— contra los ejércitos regulares y contra los partisanos en Rusia, Grecia, Italia, África, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega —en todas partes—, y en Alemania, contra los bombardeos cada vez más destructivos de los anglo-americanos y contra los cada vez más activos y arrogantes traidores alemanes, antinazis de todas las descripciones; sola para interponerse ante el poder de pensamiento, voluntad y odio de millones y millones de hombres, mujeres y niños de todas las nacionalidades y de todas las razas; para enfrentarse a toda la humanidad de la Edad Oscura, volcada en su propia degeneración y ruina; una humanidad marcada con el signo de la perdición, y por esa misma razón, ciega y enloquecida; una humanidad que exalta a
1 Mussolini fue apartado del poder en Julio de 1943; Italia capituló y entró en la guerra del lado de las Naciones Unidas (bajo el gobierno de Badoglio) el 8 de Septiembre de 1943.
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sus enemigos y abomina de sus auténticos salvadores. Y es difícil decir cuál de los factores hostiles —los “cruzados” del Este y del Oeste; los traidores alemanes en la retaguardia y en todos los frentes, los despiadados ríos de fuego que hombres de sangre anglo-sajona arrojaban noche tras noche sobre los indefensos ciudadanos alemanes, matando cerca de tres millones de ellos, o la tonta pero sincera (y por tanto eficaz) indignación de millones de personas de todos los países, aparentemente carentes de poder, cuando oían repetidamente en la radio noticias acerca de los “monstruos nazis”— jugó la parte crucial del desastre de 1945.
En la medida en que los acontecimientos del reino invisible determinan los del visible, se puede establecer con seguridad que el odio incansable es, desde el punto de vista cósmico, tan eficiente como el poder de las armas. Los Aliados victoriosos —o mejor los judíos, que fueron quienes animaron todo el espectáculo— iban a emplear después de la guerra, durante el Juicio de Nuremberg, el principio de “responsabilidad colectiva” y (por extraño que esto pueda sonar al provenir de alguien que ha descrito al famoso juicio como una de las infamias más grandes de la historia) llevaban en ello, de nuevo desde el punto de vista cósmico, toda la razón. Todo aquél cuyo corazón y voluntad ha llevado a Adolf Hitler al poder, cuya voz le ha aclamado como el Fundador y Líder de un nuevo mundo, fue y sigue siendo responsable moral de todo lo que ha sido, es y será hecho en su nombre y en el de su espíritu. Yo soy la primera en aceptar este hecho, y lo acepto gozosa, con orgullo, en la medida que a mí me corresponde. Por otro parte, el principio de responsabilidad colectiva no puede restringirse a un grupo particular de personas con la exclusión de otros grupos. Es válido para todos aquellos que admiten tener un compromiso de solidaridad con los hermanos de fe —o hermanos de odio—, y particularmente, para todos los antinazis, estén éstos bien informados o no, sean o no
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inteligentes, capaces o no de juzgar al completa libertad. Un niño de diez años de Calcuta o Shangai, que se sentó junto a sus padres a escuchar la radio y se alegró ante las noticias del desembarco aliado al Norman día —el 6 de Junio de 1944—, es responsable del desastre mundial de 1945. Un niño de diez años que en Sydney, Melbourne o San Francisco uniese su voz al coro de odio hacia los acusados de Nuremberg, es responsable de la muerte (o larga condena) de esos hombres y carga con su parte de la infamia del histórico juicio. Como he dicho antes, la Segunda Guerra Mundial no es sino un monstruoso crimen del que prácticamente el mundo entero es colectivamente responsable —un crimen colectivo del mundo entero contra su Salvador, Adolf Hitler, contra la Alemania Nacional Socialista, contra el Hombre Ario y las posibilidades que en él residen. Es el crimen del mundo entero —que se ha rendido completamente a la ley del Tiempo, es decir, a la ley de la decadencia y de la muerte— en contra de la última —la anterior a la última— expresión a gran escala de la ancestral reacción “contra el Tiempo”, que la aristocracia natural de sangre y carácter —la elite de la raza aria— ha estado encarnando, cada vez más conscientemente, desde hace ya siglos.
Entre los millones que cargan con la culpa de todo ello, los alemanes antinazis —desde aquellos altos oficiales que atentaron el 20 de Julio de 1944 contra la vida de Adolf Hitler, hasta los menos importantes y más inactivos oponentes al régimen nacional socialista— ocupan un lugar especial, o mejor aún, tienen un significado especial. Siendo alemanes —los propios compatriotas del Führer, a quienes él amaba—, representan mejor que nadie la perdición al servicio de lo falso de las virtudes naturales arias; la garra de la Edad Oscura incluso sobre las razas más puras de esta tierra: la contaminación de la mente aria a través de falsas enseñanzas de “humanitarismo” y de principios en contradicción con las leyes de la Vida y el propósito de ésta Y se debe añadir que, junto
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con ellos y en un grado apenas menor, todos los antinazis de estirpe nórdica —noruegos, daneses, holandeses o británicos (o americanos de origen nórdico, como el mismísimo siniestro “Cruzado por Europa”, Dwight Eisenhower)— representan lo mismo. Pues la Alemania Nacional Socialista no estuvo luchando la guerra que se le impuso sólo para sí misma, sino para el conjunto de la humanidad superior; para la reafirmación de los eternos valores naturales y de la jerarquía humana natural, es decir, para el dominio de esta tierra por parte de la auténtica humanidad superior (independientemente de la “nacionalidad”, en el sentido estrecho de la palabra).
Hablando de la Europa futura de sus sueños, y de la espléndida elite aria que la iba a dirigir, Adolf Hitler dijo que “importaba poco” si un miembro de esa elite era “austríaco o noruego”1, Todo lo que contaba a sus ojos era el hecho de que la aristocracia gobernante fuese física, moral y culturalmente aria. La misma idea, de la que la Alemania Nacional Socialista no era sino el primer paso hacia la regenerada Europa Nacional Socialista, está más claramente expresada en el último texto conocido dictado por el Hombre “contra el Tiempo”: su “Testamento político”2. Y se debe añadir que una Europa Nacional Socialista es, lógicamente, un primer paso hacia un arianismo racialmente consciente y legítimamente orgulloso, organizado de acuerdo a los principios de Adolf Hitler —aceptándole como su eterno líder— y ocupando en el mundo el puesto que la naturaleza le ha asignado.
Como he escrito en otro libro3, toda persona de sangre aria —ya sea él o ella de pura sangre europea o de una alta casta hindú— que luchase contra Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, impidiendo así la materialización de ese glorioso
1 “Tisch Gespräche” (Conversaciones de sobremesa de Adolf Hitler), publicado después de la guerra.
2 Publicado por L. Battersby.
3 “Pilgrimage”, escrito en 1953-1954 (introducción).
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programa, es, casi tanto como los propios alemanes antinazis, un traidor o una traidora a su propia —a nuestra común— raza.
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Otros han descrito —o tratado de describir— mucho mejor de lo que yo (que no estaba en el lugar) nunca podría hacer, los últimos días del Tercer Reich: el avance irresistible de los dos frenéticos ejércitos invasores (y los de sus respectivos auxiliares) hacia el corazón de la tierra en la que años de bombardeos inauditos no habían dejado otra cosa que ruinas; el temor de los últimos y más salvajes raids aéreos que desorganizaban todo, al tiempo que ríos y ríos de refugiados se dirigían en dirección al Oeste (dándose cuenta de que tenían, a pesar de todo, menos que temer de los americanos —enemigos del Nacional Socialismo sin ninguna fe que poner en su lugar— que de los rusos, que estaban combatiendo con plena consciencia de su lealtad a la fe contraria); el horror de las últimas batallas desesperadas, intentando inmovilizar por un tiempo a un enemigo que se sabía vencedor, y la crisis moral —la desesperación confusa y terrible, el amargo sentimiento de haber sido burlado y estafado— de millones de personas en cuyos corazones la fe en el Nacional Socialismo había sido inseparable de la certidumbre de la invencibilidad alemana, “ruinas morales” todavía más trágicas y duraderas que las materiales. Otros han descrito o tratado de describir el horror de los últimos días de Berlín bajo el fuego despiadado de los cañones rusos —Berlín, que visto desde arriba “parecía como el cráter de un inmenso volcán”1.
En medio de la capital en llamas, permanecían los anchos y aún intactos jardines de la Cancillería del Reich. Allí, rodeado por unos pocos de sus fieles, en su “bunker”
1 Estas son las palabras de la célebre aviadora alemana Hanna Reitsch, que así lo vio.
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subterráneo, Adolf Hitler, el Hombre “contra el Tiempo”, vive el fin aparente del trabajo de toda su vida y el de todos sus sueños, y el principio del largo martirio de su pueblo. Informes más o menos precisos han hecho llegar al mundo exterior sus últimos gestos y palabras de los que se han tenido conocimiento. Yo acabo de mencionar la publicación de su “Testamento político”. Pero nadie ha descrito en toda su grandeza sobrehumana la fase interior última y real —el trágico fracaso, y sin embargo (considerado desde un punto de vista que con mucho excede al político), la culminación— de su vida consagrada.
A lo largo de la guerra y antes de la misma, durante dos décadas y media, Adolf Hitler había conducido la lucha de Alemania (y la del hombre ario) —el aspecto moderno del eterno Combate por el triunfo de la Luz y de la Vida— contra las fuerzas coligadas del mundo entero. Y no había perdido la fe en la victoria ni siquiera cuando todo parecía volverse en contra suya y de su pueblo: ni siquiera después de Stalingrado; ni siquiera después del desembarco aliado en Normandía; ni siquiera después de que los rusos y los americanos, junto con sus satélites, se hubiesen adentrado en Alemania tanto desde el Este como desde el Oeste y estuviesen avanzando cada día más profundamente hacia el corazón de la tierra desgarrada y destrozada, a pesar de la resistencia desesperada y de inútiles contraataques. “El vivía en un sueño”1, ha escrito un autor francés en un angustioso libro. Y es verdad, en cierta forma —en parte porque traidores le mantenían deliberadamente mal informado acerca de la situación real de cualquier frente, de cualquier país ocupado y prácticamente de cualquier servicio esencial en la patria (tal como aparece claramente en algunas de las más francas memorias escritas sobre la guerra), y en parte porque él mismo era más un Profeta que un político. El sabía que era engañado y traicionado— “¡Mire cómo me mienten, y
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”.
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desde cuánto tiempo ya!”, declaró en 1944 al héroe de la Luftwaffe Hans-Ulrich Rudel, después de una conversación en la que éste último le había dado la imagen correcta de un sector del frente donde él mismo había luchado. Pero no supo hasta muy tarde —demasiado tarde— hasta qué punto se le traicionó (así lo admitió él en su último discurso). La confianza que ponía en todo alemán que parecía enteramente devoto de la Idea Nacional Socialista era completa. Y los traidores tornaron ventaja de ello.
El también “vivía en un sueño” en la forma en que todo gran Profeta lo ha hecho desde el principio de las edades. Consciente como él era de la absoluta verdad de su doctrina y de la absoluta legitimidad de su misión y la de su pueblo, y sabiendo como él sabía que a largo plazo la verdad está avocada a vencer, estuvo tentado de subestimar el poder de las fuerzas de la muerte que, de acuerdo a la ley de la evolución en el Tiempo, van a arrastrar al mundo a su perdición antes de que la nueva Edad Dorada (y con ella, un nuevo Ciclo de Tiempo) pueda amanecer. La clara visión de la realidad terrenal eterna e infinitamente más que política (la realidad terrenal “en armonía con el primitivo significado de las cosas”), por la que él pugnó a lo largo de su vida, le hizo ciego, durante años, a los terribles signos del desastre inminente. La certidumbre de que el Reich alemán, tal como él lo había querido, fundado de nuevo y organizado en el final de esta Edad Oscura, era el primer paso hacia el glorioso Reich terrenal de reconquistada Perfección —la arianidad regenerada de la esperada Edad Dorada—, y que el advenimiento de ese Reino de dioses en la tierra era un hecho tan matemático y definitivo como la salida del Sol después de cada noche, le hicieron olvidar, al menos durante años, que el Tercer Reich Alemán —el Estado “contra el Tiempo”, su propia creación— tenía que desaparecer antes de que pudiera alzarse de nuevo, transfigurado en el Estado de la Edad Dorada.
Con el transcurso de la guerra él se hizo sin duda cada vez más consciente de la atrocidad de las fuerzas dirigidas en su
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contra, tanto en el exterior como en la retaguardia; cada vez más consciente de la acechante y ampliamente extendida traición, y especialmente, se convenció cada vez más del siniestro papel jugado por el judaismo internacional en la dirección de los acontecimientos1. Desde 1942 en adelante, afrontó y abordó —con la colaboración cada vez más estrecha de Heinrich Himmler— la cuestión judía —¡por fin!— con una cierta parte de la dureza con la que ésta debería haber sido abordada años atrás. Pero era demasiado tarde. Esa tardía inmisericordia —ese retardado despertar del justo lado “rayo” de su naturaleza, en cuya composición, como ya dije, hay más “sol” que “rayo”— no pudo salvar al Reich. La liquidación en masa de aproximadamente 750.000 judíos2 de Alemania y de otros países europeos en las cámaras de gas de Auschwitz y de un par más de campos de concentración no impidió a los judíos influyentes, que vivían a salvo en Estados Unidos, Inglaterra, Rusia, India, Palestina —en cualquier parte del ancho mundo—, dirigir la furia de toda la humanidad, incluyendo a las naciones arias, contra la nueva Alemania (después de la guerra, cuando se hizo público en los países extranjeros el destino de los pocos
1 J. von Ribbentrop: “Zwischen London und Moskau”, pág. 273.
2 Esta cantidad me fue dada por un oficial SS. La publicación judía “Shem” —escrita para lectores judíos— establece sin embargo sólo la mitad de esa cifra. NOTA DEL TRADUCTOR: Debe llamar la atención al lector el hecho de que Savitri Devi, al contrario que la inmensa mayoría de escritores nacional socialistas, dé como cierta la existencia de un plan destinado a exterminar al pueblo judío. Hay que tener en cuenta sin embargo la fecha en la que este libro fue escrito (año 1956), en la que el Revisionismo histórico empezaba a salir tenuemente a la luz tras años de férrea censura por parte de las autoridades aliadas, y lo hacía precisamente poniendo en duda la cantidad oficial de “seis millones de judíos gaseados”. Posteriormente y de forma progresiva, los archivos y documentos de la época pudieron ser examinados por investigadores independientes, dando así paso no sólo a la negación en cuanto a la cantidad de “judíos exterminados”, sino a la negación misma del “exterminio”. En cualquier caso, el respeto que sentimos hacia la autora nos determina a dejar intacto el original.
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judíos ejecutados —que, desafortunadamente, no eran necesariamente los más peligrosos—, de la noche a la mañana la cifra de 750.000 se convirtió en 6.500.000 e incluso en 8.000.000, con el objeto de dar una excusa a los aliados victoriosos, “cruzados de la humanidad”, para torturar y matar a tantos seguidores de Adolf Hitler como pudieran. Sin embargo, miles de los judíos más notorios habían abandonado Alemania antes de la guerra gracias a la generosidad asombrosa del Führer).
Similarmente, la severidad con la que fueron tratados, cerca del final de la guerra, los conspiradores contra el régimen nacional socialista que habían sido detectados —los hombres del 20 de Julio, por ejemplo—, no impidió a otros, no detectados, seguir con sus actividades traidoras. Ni tampoco pudo deshacer todo el daño forjado desde el principio del régimen por esos hombres de alta posición que estaban secretamente volcados en su destrucción a cualquier coste, incluso al de la destrucción de la Alemania misma. La dura represión ejemplar de tales elementos también llegó demasiado tarde. Más aún: la desconfianza de Adolf Hitler hacia todas las clases de su propio pueblo, salvo la honesta clase trabajadora, fiel a él hasta el día de hoy1, llegó demasiado tarde. Y ello porque, repito, al contrario que Mahoma, al contrario que Krishna y que todos los Hombres “contra el Tiempo” —“Sol” y “Rayo”— que murieron victoriosos, nuestro Führer tuvo en su composición personal demasiada luz solar en proporción a su poder de “rayo”.
Y ahora, el final había llegado. Adolf Htler ya no vivía por más tiempo “en un suelo”. Sabía que la contraofensiva siprema —la ofensiva de las Ardenas— había fracasado al no frenar el avance de los aliados occidentales. Sabía por otra parte que los rusos habían
1 Esa desconfianza hacia todos excepto las clases trabajadoras está expresada a menudo en las conversaciones de sobremesa (“Tisch Gespráche”) del Führer —publicadas tras la guerra.
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irrumpido y cruzado por el rio Oder y se acercaban en masa hacia Berlín. En un desesperado esfuerzo de esperanza contra toda esperanza, siguió mencionando al Ejército del General Wenck —que de hecho ya no existía— y esperándole para liberar la capital del Reich. Pero en el fondo de su corazón sabía que el General Wenck no vendría; que la guerra estaba finalizada —y perdida. Y bien se imaginaba las atrocidades que su pueblo iba a experimentar ahora a manos de los agentes de las Fuerzas Oscuras —enemigos tanto de su pueblo como de él mismo.
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Los cañones rusos siguieron disparando sin cesar. Y Berlín continuó en llamas. Había estado ardiendo desde hacía días. Se había convertido en un completo infierno.
En la profundidad de su “bunker”, bajo los todavía intactos jardines de la Cancillería, Adolf Hitler podía escuchar el estruendo de las explosiones y sentir las convulsiones mortales de su capital a través de la tierra desgarrada y destrozada. Y sabía que era el fin.
Dentro del “bunker”, unos pocos fieles —EvaBraun, que nunca había estado a la luz pública, pero que le amaba y era ahora su esposa; el Dr. Goebbels con toda su familia; el General Krebs; el Almirante Vosz, Martin Bormann y algunos otros— estaban dispuestos a suicidarse junto con él a la aparición de los rusos. A la entrada de los jardines y del “bunker” —en el margen de ese infierno ardiente y rugiente que estaba rodando cada vez más cerca, como un irresistible océano de lava— hombres SS se mantenían en guardia, dispuestos a morir. Allí permanecían con la misma impasibilidad, con el mismo respetuoso desprendimiento, que aquellos guardias romanos de la antigüedad que en el año 79 después de Jesucristo habían permanecido a las puertas de Pompeya —donde sus oficiales les habían ordenado que permanecieran— bajo la lluvia de polvo
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ardiente del volcán repentinamente en erupción; con la vista puesta hasta el final en los ríos de roca fundida: hasta que habían perdido la conciencia y se habían hundido en la tierra bajo sus armaduras mientras la lava les arrollaba. Pero el río que iba a arrollar los cuerpos de estos últimos defensores del Tercer Reich Alemán y a sumergir la mitad (y quizás pronto la totalidad) de Europa, era el inagotable Ejército Rojo, el instrumento humano más formidable al servicio de las fuerzas arrasadoras. Tras su paso no quedaría ninguna huella visible del Estado heroico “contra el Tiempo” —la creación de Adolf Hitler. Y esos mismos hombres de sangre nórdica traidores a su raza, esos “cruzados por Europa”, que ahora le estaban dando la bienvenida y ayudándole en su avance, también un día —pronto— serían barridos por él.
Inconscientes de esa atmósfera de desastre cósmico (porque eso era), que ha sido comparada con un ejemplo vivo del “Crepúsculo de los Dioses”, los seis hijos de Goebbels —Helga, de doce años, Hilde, de once; Helmut, de nueve; Holde, de siete; Hedda, de cinco, y Heide, de tres—, vestidos de forma tan linda como en tiempos de paz gracias a su heroica mache, jugaban al escondite en los pasillos de la última fortaleza por conquistar de la Alemania Nacional Socialista. Algunas veces, el Führer o algunos de los hombres SS que no estaban de servicio jugaban con ellos o les contaban cuentos. Uno o dos días antes del final, la famosa aviadora Hanna Reitsch pilotó el avión que condujo al General von Greim al “bunker”, estando allí durante unas pocas horas. Magda Goebbels le dijo entre ctras cosas: “ellos creen en el Führer y en el Tercer Reich; cuando éstos dejen de existir, ya no habrá lugar en el mundo para mis seis hijos”. Y añadió: “¡Confio en que el Cielo me conceda suficiente valor para matarlos!”. Y la admirable mujer así lo hizo. Y tras ello, ella y el Dr. Goebbels se suicidaron.
De acuerdo al escrito que ha sido publicado como su “Testamento político” y al testimonio de numerosas personas que estaban presentes en el “bunker” casi hasta el final, Adolf
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Hitler y su esposa, Eva, hicieron la mismo. De acuerdo a otras suposiciones igualmente plausibles, ellos abandonaron el “bunker” a tiempo —no para salvarse, sino con el fin de continuar un día la lucha—, y el Fundador de la fe Nacional Socialista todavía respira en algún lugar de esta tierra muchos años después de la destrucción del trabajo de su vida, listo para inspirar la nueva subida al poder de sus fieles y a presidir el nuevo triunfo de la Swastika, al que nada puede refrenar. No hay ninguna prueba en un sentido o en otro, pero sí una creciente y fuerte probabilidad —a medida que los años pasan sin traer ningún signo de que esté vivo— de que el Führer no sobreviviese al sacrificio total de Alemania.
Esto puede ser, sin duda, un hecho depresivo para sus discípulos, más aún, un hecho angustioso para aquellos de entre ellos que nunca tuvieron el honor y la dicha de verle. Desde el punto de vista cósmico, importa poco; pues el significado de Adolf Hitler permanece exactamente igual esté él, en persona, visible o invisible, vivo o muerto. Vivo o muerto, él sigue siendo el héroe que, en nuestra atroz época —muy cerca del final de la Edad Oscura del presente Ciclo de Tiempo—, permaneció en solitario, a la cabeza de su privilegiado pueblo, contra la cada vez más salvaje corriente decadente del Tiempo; contra el mundo entero que se ha convertido (como en cada sucesiva Edad Oscura) en el dominio de las fuerzas de disgregación y muerte, exaltando y obedeciendo a sus agentes al tiempo que odian a todo genuino Mensajero de la Vida. Vivo o muerto, se ha sacrificado por su pueblo; y su sacrificio (y el de todo su pueblo por la raza aria) es exactamente igual de completo en ambos casos —es más, si está vivo, su vida debe haber sido todos estos años muchas veces peor que la muerte. Vivo o muerto, él es Aquél-Quien-regresa “edad tras edad, cuando la justicia es violada y el mal triunfa, para establecer sobre la tierra el Reino de la Justicia”1; el Hombre “contra el Tiempo”, quien una y
1 El Bhagawad Gita, IV, versos 7 y 8.
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otra vez en el curso de la historia, y siempre con los métodos de la edad en la que aparece, lucha por ese ideal de Perfección integral —de salud absoluta— que ninguna Edad salvo una Edad Dorada —una “Edad de la Verdad”— puede vivir a escala mundial, en toda su gloria. Vivo o muerto, él es eterno, y regresará, porque él es El: Aquél que habló para siempre a través del discurso más antiguo de la Sabiduría Aria, el Bhagawad Gita.
Dictó su “Testamento político” en el “bunker” bajo los jardines de la Cancillería —el último bastión material del Nacional Socialismo en medio del Berlín en llamas. Es difícil decir si el texto que de él poseemos es el verdadero o no. Si tal como dicen algunos, el Führer sobrevivió al desastre, la mera mención de su “muerte voluntaria” en el documento sería suficiente para hacerlo inexacto. Pero, sea o no el texto, sean los que sean los hechos debatidos, el espíritu del último mensaje conocido de Adolf Hitler y la serenidad que se respira de él —la calmada e inamovible certidumbre, incluso en la hora más oscura, de que pese a todo al final vencerá la verdad—, son auténticos. La gloriosa visión de “una Europa unida y Nacional Socialista”, cuya formación representa “el trabajo de los siglos venideros”, es auténtica. La conciencia y el orgullo de la misión histórica de Alemania, en particular, la misión de esa espléndida juventud alemana que lleva el nombre de Adolf Hitler, como precursor, inspirador, líder y organizador de una humanidad aria regenerada, dentro y más allá de las fronteras geográficas del Reich, son auténticos. Auténticos, y para nada nuevos, pues la Idea del Reich, en un sentido suprapolítico, siempre había ocupado el lugar principal de la vida de Adolf Hitler.
En la biografía de su juventud escrita por August Kubizek, hay un pasaje demasiado significativo para mí como para no citarlo in extenso. Es la descripción de una caminata al Freienberg (una colina que domina Linz) en mitad de la noche, justo después de que el futuro Führer y su amigo hubiesen
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asistido juntos en la Opera a la representación de “Rienzi”, de Richard Wagner.
“No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla”.
“Como impulsado por un poder invisible, Adolfo ascendió hasta la cumbre del Freienberg. Y ahora pude ver que no estábamos en la soledad y la oscuridad, pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas”.
“Adolfo estaba frente a mi. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaron rudas y roncas. En su voz pude percibir cuan profundamente le había afectado esta vivencia”.
“Lentamente fue expresando la que le oprimía. Las palabras fluyeron más facilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo”.
“Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo en esta hora”.
“En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera él mismo tanto como a mí. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro, con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía de su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que había vivido en “Rienzi”, sin citar directamente
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este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del “Rienzi”. Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen salían ahora las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo”.
“Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también maestro de obras o arquitecto. Pero en esta hora no se habló ya más de ello. Se trataba de algo mucho más elevado para él, pero que yo no podía acabar de comprender.... Ahora, sin embargo, hablaba de una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la libertad..... Habrían de pasar muchos años antes de comprender lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había significado para mi amigo”1.
Es frustrante recordar, a la luz del “Testamento político”, ese extraordinario episodio de cuando Adolf Hitler tenía diecisiete años. La serenidad del último mensaje conocido del Führer, dictado bajo el fuego de los cañones rusos, es impresionante. Es la serenidad de aquella brillante noche estrellada que le había rodeado y penetrado cuarenta años atrás, cuando, por primera vez, tornó plena conciencia de su misión. Entonces, la grandeza de su destino le había sobrecogido. Y el Yo misterioso y superior que se lo habla revelado, se le había aparecido como “otro Yo” distinto al suyo. Ahora él sabía que los dos eran el mismo. Ahora, el destino se había cumplido. El Camino de gloria y tristeza había llegado a su fin. En unas pocas horas —quizás en unos pocos minutos—, el enemigo estaría allí, y
1 August Kubizek: “Adolf Hitler, mein Jugendfreund”, edic. 1954, págs. 140-141.
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el último bastión simbólico de la Alemania Nacional Socialista —el “bunker” en los jardines de la Reichskanzelei— sería sumergido.
Y sin embargo más tranquilo ahora, entre el estruendo de las explosiones y el ruido de los edificios desmoronándose —las llamas y las minas de la Segunda Guerra Mundial—, que entonces, en la cima del Freienberg bajo las estrellas—, libre de la violenta desesperanza que le embargó al recibir las noticias del avance ruso al Oeste del rio Oder, Adolf Hitler contempló el futuro. Y ese futuro —el suyo propio, el del Nacional Socialismo y el de Alemania, que se había convertido para siempre en la fortaleza de la nueva Fe— era nada menos que la eternidad; la eternidad de la Verdad, más firme (y más dulce) en su majestuosidad que incluso aquélla de la Vía Láctea.
Los rusos podrían venir, y sus “gallardos aliados” de Occidente podrían reunirse con ellos y regocijarse sobre las cenizas del Tercer Reich (tal como hicieron Winston Churchill y su hija Sarah, que fueron vistos pocos días después riéndose entre dientes junto con oficiales rusos ante el esqueleto del Reichstag); Berlín podría ser borrado del mapa —o “bolchevizado”— y Alemania, cortada en dos o en cuatro, podría sufrir durante años una prueba tan severa como ninguna nación haya sufrido jamás en la historia. Pese a todo, el Nacional Socialismo, la moderna expresión de la Verdad cósmica aplicada a los problemas socio-políticos y culturales, aguantaría y vencería. “El heroísmo de nuestros soldados, que han mantenido hacia mí sentimientos de inquebrantable camaradería, es garantía de que un día nacerán una Alemania Nacional Socialista y una Europa unida Nacional Socialista”, escribe Adolf Hitler en su “Testamento político”. “¡Que mis camaradas tomen conciencia de que el trabajo de los siglos venideros es establecer una Europa Nacional Socialista, y que pongan siempre los intereses colectivos sobre los suyos propios!.... Que cumplan —alemanes y no alemanes (todas las fuerzas de la Europa Nacional Socialista)— las leyes raciales y
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resistan sin debilidad al veneno que está apunto de corromper y asesinar a todas las naciones: el espíritu de ljudaísmo internacional”1.
El trágico Estado “contra el Tiempo” que se había establecido como el único dique posible contra las eternas fuerzas de la decadencia y que ahora yacía en el polvo, se elevaría un día de nuevo en una escala pan-europea (o incluso pan-aria), con todo el vigor y el esplendor de la juventud recobrada. Se elevaría bajo el liderazgo de Aquél que ha de poner fin a esta Edad Oscura; de Aquél-Quien-regresa, bajo su último aspecto —“Sol” y “Rayo” en igual proporción, en tanto que Adolf Hitler, más “Sol” que “Rayo”, es Su Encarnación anterior-a-la-última. Se elevaría de nuevo como la teocracia de la Edad Dorada por venir —una teocracia desde dentro; el reino terrenal de los dioses arios en carne y sangre.
¿Y el final atroz? ¿La agonía del orgulloso Tercer Reich Alemán? No fue sino el principio de la Vía dolorosa2 que conduce al grandioso Nuevo Comienzo. Todo el horror del presente y del futuro inmediato pasaría. El infierno en el que el pueblo alemán iba a vivir durante años, pasaría. El Nacional Socialismo se elevaría de nuevo porque es fíela la Realidad cósmica, y porque lo que es fiel no fenece. La Vía dolorosa3 alemana fue, precisamente, el Camino de la gloria venidero. Tenía que tomarse, si la Nación privilegiada había de cumplir su misión de forma absoluta, es decir, si iba a ser la Nación que murió por el bien de la más alta raza humana, que ella encarnó, y que se elevaría de nuevo para tomar la dirección de esos arios supervivientes que van —¡por fin!— a entender su mensaje de vida y llevarlo junto con ellos hacia el esplendor de la amaneciente Edad Dorada.
1 Adolf Hitler: “Testamento político”.
2 En español en el original (Nota del traductor).
3 En español en el original (Nota del traductor).
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¡Oh, cómo ahora —ahora, bajo el fuego incesante y el estruendo de la artillería rusa; ahora, al borde del desastre— el Hombre “contra el Tiempo” lo entendió claramente!
Sobre él y sobre el humo de los cañones rusos y de la ciudad en llamas, sobre el ruido de las explosiones, millones y millones de millas más allá, las estrellas —las mismas que cuarenta años atrás habían esparcido su luz sobre el primer éxtasis profético del adolescente— centelleaban con toda su gloria en el vacío sin límite. Y el Hombre “contra el Tiempo”, que no podía verlas, sabía que su sabiduría nacional socialista, fundada sobre las mismas leyes de la Vida: su Sabiduría que este mundo condenado había maldecido y rechazado, era, y seguiría siendo, pese a todo, tan inasaltable y eterna como el eterno Baile de las estrellas.
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