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CAPÍTULO XV
DIOSES EN LA TIERRA
Hoy en día —diez años después del desastre de 1945—, cuando la mitad del mundo está temblando y estremeciéndose ante el llamado “peligro comunista”, nada parece más fuera de lugar que la antigua alianza de los Estados Capitalistas con la Rusia Soviética (y las fuerzas comunistas de todos los países) contra la Alemania Nacional Socialista. Personas que nunca tuvieron nada que ver con el Nacional Socialismo —católicos sinceros que al mismo tiempo son sinceros patriotas franceses, como el Profesor Maurice Bardeche— exponen la estupidez de la política antigermana de las democracias occidentales, que condujo a la guerra, y la iniquidad y majadería del Juicio de Nuremberg —esa glorificación de la traición—, así como la locura de un esfuerzo “desnazificador” que, de triunfar, sólo puede arrojar a Alemania en los brazos de la Rusia Soviética. Es más, un notorio antinazi como Sir Winston Churchill admitió públicamente, sólo un par de años después del final de la guerra, que los aliados occidentales habían “matado al cerdo equivocado”, dando a entender —en clara contradicción con sus anteriores palabras y acciones que habría sido más razonable para los enemigos del Comunismo ayudar a la Alemania Nacional Socialista a aplastar a Rusia, en lugar de ayudar a Rusia a aplastar a la Alemania Nacional Socialista para posteriormente “bolchevizar” media Europa y tres cuartas partes de Asia. La siniestra coalición mundial sin la cual Adolf Hitler, sin lugar a dudas, habría ganado esta guerra, aparece cada vez más como un mal negocio en el que los diplomáticos dirigentes de la Rusia Soviética —y Stalin (¡ese viejo zorro!) a la cabeza de todos ellos— “engañaron” con habilidad maestra a sus crédulos socios del campo capitalista. Y los políticos anglosajones que prepararon
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los Acuerdos de Teherán, Yalta y Postdam, y aquellos que los firmaron, y aquellos que les dieron la bienvenida, y los millones de ovejas-lectoras-de-periódicos que, bajo la intoxicación antinazi de la época (y la subsiguiente atmósfera de juicios de “crímenes de guerra” y “desnazificación”), los encontraron maravillosos, ahora se sienten pequeños y amargados ante la idea de haber sido “engañados” —más aún, tan absolutamente “engañados”— y están siendo llevados a odiar a la Rusia Soviética, la fortaleza del comunismo triunfante, tan violentamente —y tan poco inteligentemente— como nunca odiaron a la Alemania Nacional Socialista.
Muchos simpatizantes políticos del Nacional Socialismo dentro y fuera de Alemania contemplan este hecho con indisimulada satisfacción y proclaman: “¡La rueda está girando; cuánto más, mejor!”, Pero esto no es verdad, no es verdad, al menos, en el sentido que se quiere dar. No es verdad, porque es contrario a las leyes de la evolución en el Tiempo —a las leyes de la Vida— que un mundo, o incluso medio mundo, se detenga en su camino de perdición e intente volver atrás, en contra de la corriente de la historia. La rueda de la historia está girando. Nunca ha dejado de hacerlo. Pero no está girando hacia la aceptación general del Nacional Socialismo (la típica Sabiduría “contra el Tiempo”), y mucho menos hacia su glorificación en amplia escala. ¡Al contrario! Está girando en la misma forma que lo ha hecho desde la caída del hombre, es decir, desde el final de la distante última Edad Dorada, en el sentido de la corriente del Tiempo: hacia la falsedad; hacia el caos; hacia la degeneración y la muerte —cada vez más y más lejos de la Sabiduría de salvación encarnada, edad tras edad, en todos los auténticos Hombres “contra el Tiempo”, y en nuestros días, en Adolf Hitler y sus discípulos. No puede girar de otra forma, en tanto que el último Hombre “contra el Tiempo” —el Destructor-y-Creador victorioso, igualmente “Sol” y “Rayo”, Quien pondrá
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fin a esta humanidad y a su Edad de las Tinieblas, y abrirá el siguiente Ciclo de Tiempo— no se haya manifestado.
Lo que proporciona a tanta gente la ilusión de que el creciente anticomunismo de una amplia sección de la humanidad de la posguerra está necesariamente unido (o es susceptible de llegar un día a estarlo) a un cambio en la actitud mundial hacia el Nacional Socialismo, es una embelesada ignorancia sobre la auténtica naturaleza de la Weltanschauüng de éste último. Es, en particular, el error que consiste en tomarlo por una doctrina puramente política, mientras que es, en realidad, infinitamente más que eso; la ignorancia sobre su carácter “contra el Tiempo”, es decir, sobre su significado y lugar cósmico. Es, también, la ignorancia sobre la auténtica naturaleza de la coalición mundial antinazi que causó la Segunda Guerra Mundial y que finalmente rompió el poder del Tercer Reich. Esa coalición fatal de odio contra la fe de Hitler es también algo suprapolítico. Es, como he intentado mostrar en el capítulo precedente, la lógica alianza de todos los agentes de las Fuerzas Oscuras contra la única doctrina “contra el Tiempo” y el único Estado “contra el Tiempo” de nuestra época. Las Fuerzas Oscuras están tan vivas, tan activas, ahora, tras la guerra —tras su victoria—, como durante o antes de ella; de hecho, lo están más a medida que cada día nos acerca al inevitable “fin del mundo”. El hecho de que sus varios agentes hayan empezado a reñir entre ellos no significa que hayan dejado de ser lo que siempre fueron, a saber, agentes de desintegración y muerte —y mucho menos que alguno de ellos se haya convertido repentinamente en un agente de regeneración. Ahora, todos ellos se están haciendo ciegos a su profunda similitud, y están exagerando sus diferencias y olvidando su origen común y su propósito común, sólo porque el único obstáculo que se interponía en el camino —el Estado Nacional Socialista, con esa inasaltable Sabiduría “contra el Tiempo” que subyacía en todas sus
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instituciones, ha desaparecido. Sí se alease él de nuevo, ellos se unirían una vez más en su contra.
La alianza del mundo capitalista con la fortaleza del Marxismo puede parecer ahora, políticamente, un mal negocio para el “Occidente Cristiano”. De hecho —desde el punto de vista de la verdad cósmica—, era y continúa siendo un vínculo de lo más natural y razonable: el de todos aquellos que creen la vieja mentira judía contra aquellos que audaz y notoriamente la denuncian; el de aquellos que comparten la superstición del valor intrínseco del mamífero típedo frente a aquellos que proclaman, en desafío al espíritu tanto de ésta como de todas las Edades caídas, en contra de la tendencia de la historia —“en contra del Tiempo”—, la Doctrina implacable de la selección humana y de la Violencia Desprendida, liderando al reino de los dioses vivientes de la tierra. Más aún: fue, ideológicamente, por parte de los anteriores “gallardos aliados” de Rusia, un paso dictado por un infalible instinto de autopreservación. Ellos, cuya filosofía de la vida reside sobre la vieja y obsoleta forma del credo hecho por el hombre y centrado en él —sobre los valores cristianos, estén o no a su vez basados sobre la metafísica cristiana—, acudieron, para la protección de su misma raison d’ être, para la defensa de todo aquello que estaban acostumbrados a amar, a aquellos que sostienen, en su joven y nueva forma materialista, el mismo credo del hombre, sintiendo muy acertadamente que sólo ellos podrían ayudarles para que el credo y todo lo que éste significa para ellos —el amor al hombre; el culto del hombre: la piedad por el hombre, tal como éste es, con toda su debilidad; y la barrera artificial entre él y el resto de la Creación— pudiera sobrevivir. Acudieron a ellos de forma espontánea, tal como los hombres viejos acuden a los jóvenes y fuertes en busca de protección contra otros jóvenes y fuertes de un mundo distinto.
Ahora que tienen que pagar el precio por la ayuda de Rusia —el precio por la supervivencia de sus preciados “valores
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históricos”, a los que sólo Rusia (quien, en el fondo, los comparte) podría salvar durante un tiempo—, encontrándolo demasiado elevado, ven en ella al “peligro comunista”. Olvidan quién fue una vez su único aliado posible en contra de ese peligro; y lo que significó. Olvidan que el precio que habrían tenido que pagarle (a largo plazo) por ser liberados para siempre de la “amenaza de Asia” movilizada bajo el liderazgo de Rusia, era nada menos que una renuncia definitiva e irrevocable a esa escala de valores centrada en el hombre, que es más valiosa a sus ojos que cualquier otra cosa. Pues el Comunismo es el producto natural de la evolución de la Democracia Capitalista, mientras que el Nacional Socialismo es la lisa negación de la anterior —una rebelión contra su espíritu. Los valores marxistas —centrados alrededor del amor a todos los hombres con independencia de su raza (a todos los hombres como potenciales “trabajadores”)— son los valores cristianos en un mundo técnicamente avanzado en el que la noción de un “alma inmortal” está perdiendo rápidamente todo atractivo. Los valores nacional socialistas son la negación tanto de éstos como de los restantes valores centrados en el hombre.
Los aliados occidentales de 1945 creen que el Nacional Socialismo está muerto. Ese es el motivo por el cual se sienten libres para reñir con la Rusia Soviética y hablar de un “peligro comunista”. La más joven expresión de sus propios valores “en el Tiempo” les asusta, porque ahora ya no hay un Estado poderoso “contra el Tiempo”, portador de los valores eternos centrados en la vida y negador de los suyos, para recordarles, a través de su completa existencia, aquello que con seguridad es, desde su punto de vista, el peligro más grande de todos, a saber, el del advenimiento inevitable del último Hombre “contra el Tiempo” y el del amanecer de un nuevo Ciclo de Tiempo.
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En su remarcable libro “Warum? woher? aber Wohin?”, Hans Grimm, quien nunca fue un nacional socialista, pero que comprende, mejor que muchos alemanes que una vez se autocalificaron de esa forma, la naturaleza y grandeza de la misión de Adolf Hitler, escribe, entre otras cosas: “Y si él” (el Führer) hubiera podido decir, con plena conciencia, desde el principio: “Nosotros, a consecuencia de la fertilidad humana, a la que un falso ‘humanitarismo’ ha apartado de la interferencia restrictiva de la Naturaleza, nos enfrentamos a un ahogo de Europa bajo una inundación de masas invasoras del Este. Nosotros los alemanes somos los primeros en ser amenazados. Podemos y debemos alzar una presa contra esa inundación en masa. Para poder estar en situación de hacerlo, debemos una vez más buscar raíz en nosotros mismos y en nuestra raza, y poner fin a tontas disputas por el poder entre nuestro propio pueblo: después, se nos debe dar espacio vital de acuerdo a nuestro número y habilidades, tal como tienen otros, o deberemos conquistar ese espacio vital allí donde ninguna creación valiosa corra el riesgo de ser dañada. Y este debe convertirse ahora en nuestro aceptado objetivo moral, puesto que un crecimiento indiscriminado unido a una nivelación en masa significa el hundimiento acelerado en la decadencia. Mas el Creador ha hecho al hombre sano en cuerpo, espíritu y alma, y desea que este continúe siendo así, y toda mirada a la Naturaleza que nos rodea —a la naturaleza que no ha sido corregida por el hombre, en la que sólo se permite sobrevivir a los sanos y aptos para la vida- confirma este punto de vista......” Si él se hubiera atrevido a decir eso tras la victoriosa toma de poder ¿acaso entonces no se habría defendido el mundo entero aún más deprisa de lo que lo hizo, en contra de él, de sus instituciones y de nosotros?”1.
En estas palabras reside el secreto de la aparentemente extraña coalición que dio comienzo a la Segunda Guerra Mundial, que persiguió al Nacional Socialismo tanto como
1 Hans Grimm: “Warum? woher? aber Wohin?”, edic. 1954, pág. 155.
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pudo tras la derrota de Alemania, y que, pese a todas las declaraciones de”anticomunismo” por parte de las democracias occidentales, aún está persiguiéndolo; impidiendo, al menos, su libre expresión. En realidad, a través de la siniestra alianza de las Plutocracias Occidentales y el Imperio Marxista —la alianza del Cristianismo tal como éste ha llegado hasta nosotros (y también del Libre Pensamiento humanitario) y el Comunismo— contra la Alemania Nacional Socialista, el mundo caído de esta avanzada Edad Oscura simplemente se estaba “defendiendo”: defendiendo los principios erróneos que, de forma cada vez más completa, han estado desde hace siglos gobernando sus pensamientos, sus sentimientos y su vida: los valores erróneos —antinaturales— que su conciencia gradualmente ha desarrollado o aceptado desde el lejano día en que la decadencia empezó a establecerse, y que astutamente ha glorificado cada vez más, a medida que la decadencia crecía y se expandía; defendiendo su misma existencia como un mundo de la Edad Oscura “en el Tiempo”.
He intentado, en dos capítulos anteriores1, explicar lo que esto significa, insistiendo sobre el hecho de que el estado de la humanidad actual (incluyendo el de las razas más nobles) es el resultado natural e inevitable de milenio y milenios de un siempre creciente distanciamiento del primitivo patrón divino del Universo, en otras palabras, de la vida primitiva en la Verdad también he intentado mostrar la parte jugada en nuestra avanzada Edad de las Tinieblas por esa extraordinaria nación constituida por los judíos, quienes, históricamente, pueden considerar dicha Edad como su reino particular.
Al comienzo de nuestro Ciclo de Tiempo (tal como se nos muestra en el mito del Jardín del Edén, que los cristianos cogieron prestado de los judíos, y estos a su vez de inmemoriales fuentes no judías), el hombre —el hombre de la Edad Dorada, en toda su prístina salud y belleza— era una parte perfecta de una perfecta Creación, en
1 En los capítulos I y XIV.
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armonía consigo mismo y con ella; en armonía con todo ser viviente, al que al principio respetaba. “El pecado” —la causa de la degeneración— no consistió en la rebelión del hombre contra un “Dios” amante del hombre, distinto del Universo y “Creador” del mismo en la manera en que un artesano es el creador de una cerámica o de un reloj de bolsillo, sino en la rebelión contra esa divina Naturaleza viviente de la cual el hombre era y continúa siendo una parte y nada más que una parte. Consistió en la pretensión implícita del hombre por dominar e incluso por” cambiar” la Mturaleza para sus propios fines y, a medida que el tiempo pasó y la “civilización” se expandió, en el creciente desprecio por el silencioso ejemplo diario dado a él por especies vivas menos desarrolladas (pero también menos corruptas), todavía fieles al spíritu y propósito de la Creación en su deliberada transgresión de las leyes de la Vida en razón al placer, conveniencia temporal o simple superstición. En otras palabras, consistió —y consiste— en el sacrificio del todo divino a la parte, y del futuro al presente1; del Universo al “hombre”, y de toda raza humana al individuo; y de la propia inmortalidad del individuo en su raza y de su propia misión dentro del esquema universal, a un pasajero capricho o a una minúscula y egoísta “vida feliz”.
Es destacable que en esta Edad Oscura —la única de la que podemos seguir de alguna forma su evolución histórica— la religión misma se haya hecho (al menos en la práctica, cuando no también dogmáticamente), en todas partes, cada vez más centrada en el hombre y cada vez más individualista.
El Bhagawad Gita, decididamente centrado en la vida —Evangelio de la acción desprendida “en el interés de toda creación” (y no sólo en el del “hombre”)—, expresa, cualquiera que sea la época en la que fue escrito en su forma presente, tanto la Sabiduría “sobre el Tiempo” como “contra el Tiempo” de las Edades que preceden a la nuestra (la época en la que está insertado es situada significativamente, por la Tradición antes de
1 M.Edmond Goblot, el maestro francés de la lógica, solía definir todo pecado como “un sacrificio del futuro al presente”.
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nuestra Edad de las Tinieblas). Las grandes religiones de escape que nacieron en la India antigua —Budismo; Jainismo— están, sin duda, centradas en la vida. Pero son religiones de escape, doctrinas de pesimismo integral sin relación, de hecho, con esta tierra. En la práctica, sus devotos, dentro o fuera de la India, e incluso sus ascetas, tienen poco que ver con ese amor activo y auténticamente universal que impulsó al Bendito Buda, en una de sus muchas vidas maravillosas (según relata el Jatakas), a ceder su propio cuerpo para alimentar a una tigresa hambrienta; poco que ver, más aún, con la actitud moral detrás de esa leyenda. Basta con ver, en los países budistas, la indiferencia general hacia el sufrimiento de todas las criaturas, y la indiferencia de la mayoría de los jainistas o supuestos tales, ante la miseria de otros animales que no sean vacas, para quedar convencido de ello. Además, rechazan no sólo la forma tradicional, sino el espíritu mismo del Sistema de castas: la idea de la jerarquía natural de las razas humanas. Lo rechazan en perfecta lógica con su actitud de escape de la vida. El resultado de esto es, no obstante —tal como he intentado mostrar en otro libro1—, el descenso de la calidad biológica del grueso de aquellos que no están comprometidos con una vida monástica real. Y esta nivelación proporciona, a su vez, la base para el desarrollo en la práctica de una filosofía centrada en el hombre, aun cuando sea en contra de la lógica de la fe original.
Pero es en el Cristianismo y en el Islam, las grandes religiones igualitarias enraizadas en el pensamiento judío, donde la tendencia centrada en el hombre, característica de nuestro mundo caído (y más especialmente de la avanzada Edad Oscura), aparece en toda su fuerza. En ellas, lejos de ser un atributo del fiel, en contradicción con la filosofía que se supone que han de profesar, es afianzado por aquello que es, tal vez, el dogma fundamental de estas religiones (tan fundamental que,
1 Ver “Gold in the Furnace” (Oro en el crisol); edic. 1952, págs. 212 y siguientes.
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salvo en casos excepcionales, sobrevive como un postulado moral en los corazones de aquellos que han rechazado todos los “artículos de fe”), a saber: el dogma de la “dignidad humana”, es decir, la creencia incuestionable en el “hombre”, independientemente de su raza o valor personal, como la criatura puesta aparte de las restantes; la favorita de Dios, infinitamente valiosa. De hecho, es este dogma —expresión par excellence de la general tendencia humana “en el Tiempo”— lo que asegura a estas religiones su inmenso éxito en el Cercano Oriente y en Occidente (donde se expanden), así como en el resto del mundo, donde su influencia moral es innegable, incluso allí donde encontraron y siguen encontrando la oposición más fanática.
No se puede —más bien no se debe— creer que los dos profetas a quienes estas religiones exaltan como sus respectivos fundadores, implícitamente adheridos a ese ya viejo dogma, niegan la unidad de la Vida. He dicho en este libro (y en toda ocasión) que considero personalmente a Jesucristo, cuya raza, cuando menos, es incierta, y cuyo pensamiento es cualquier cosa menos judío, como un hombre “sobre el Tiempo”, y al Profeta Mahoma (quien, contrariamente a Jesucristo, soñó con un nuevo Orden de justicia en la Tierra, y usó la violencia para establecerlo) como un hombre “contra el Tiempo”. Realmente ningún gran Líder de ese tipo puede compartir con la humanidad caída una creencia en contradicción con la armoniosa indivisibilidad de la Creación. No es Jesucristo sino Pablo de Tarso quien dio al Cristianismo su impulso como religión triunfante, y a la Cristiandad su carácter histórico como comunidad “en el Tiempo”, explotando (desfigurándola y adaptándola a las condiciones de la Edad Oscura) una doctrina originariamente “sobre el Tiempo”, pensada para pequeños grupos de devotos espirituales, nunca para los dudosos “creyentes” de una Iglesia que abarca a millones. Y por lo que respecta al Hombre grande y guerrero “contra el Tiempo”,
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Mahoma, fundador de una teocracia de este mundo, la cual iba a establecer usando de forma franca los métodos de este mundo y, lo que es más, de esta Edad Oscura (y no, haciendo uso de ellos al tiempo que pretendiendo desdeñarlos, tal como hicieron las Iglesias Cristianas), yo ya he dicho de él que estaba dotado con más poder de “Rayo” que de “Sol” —la razón misma por la que, en nuestra Edad de las Tinieblas, fue capaz de triunfar en vida. Las enormes concesiones que hizo a las debilidades y supersticiones de la Edad Oscura —en particular a ese dogma de la “dignidad de todo ser humano” y a la corolaria concepción de una comunidad de fe, destinada a expandirse sobre toda la Tierra, destruyendo o absorbiendo todas las anteriores comunidades de sangre— fueron armas en sus manos: armas sin las que nunca habría superado al Cristianismo rival en el Norte de África y en el Asia Occidental, y que constituyeron las bases de la civilización islámica.
Tampoco se puede trazar un origen necesariamente judío al dogma hoy ampliamente aceptado. Libros religiosos que no tienen conexión alguna con el judaismo —el Popol-Vuh, de los Maya-Quiches de América Central, por ejemplo— ponen acento sobre él con no menos insistencia, e incluso tal vez con mayor candor infantil de la que la hace la Biblia. Chandidas y otros ciertos exponentes del Vaishnavismo bengalí de los siglos XIV y XV, se han adherido implícitamente —y a veces explícitamente— a él1. Y si el espíritu expresado en él es precisamente aquél que provocó, en la neblina de un inalcanzable pasado, la caída de la humanidad de la Edad Dorada (tal como debe creerse, en concordancia con la lógica de la evolución en el Tiempo), entonces es mucho más antiguo que los judíos mismos. Pero es cierto que se ha convertido en uno de los postulados más obvios del pens amiento judío, desde el mismo amanecer de éste en adelante, y que se ha afirmado cada vez más con el desarrollo de la especulación filosófica entre los judíos y con el
1 Ver nota del Capítulo XIII sobre el mismo tema.
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crecimiento evidente (o sutil) de la influencia del pensamiento judío en la avanzada Edad Oscura. El hombre, según la tradición judía, está hecho, independientemente de su valor racial o personal, “de acuerdo a la propia imagen de Dios”, mientras que otras criaturas, por perfectas que puedan ser como muestras de su especie, y aun cuando nobles, no lo están. Y la Cabala define al hombre —también independientemente de su capacidad o de su valor racial o personal— como “la criatura que a su vez crea”, en doble oposición a Dios —el No-Creado que crea— y a todo el mundo viviente no humano, “criaturas que no crean”. Y desde el tiempo en que los judíos aparentemente helenizados, establecidos en la Alejandría grecoparlante, empezaron a “mezclar” sistemáticamente ideas griegas con sus propias doctrinas “esotéricas” —es decir, desde el siglo IV antes de Jesucristo—, hasta el día de hoy, todo el desarrollo del pensamiento y de la religión podría definirse, al menos en Occidente, como centrado alrededor de una crecientemente tiránica creencia en la supuesta “dignidad del hombre” como opuesta a todas las otras criaturas vivientes.
Esa creencia es tanto el resultado de la mezcla fatal de razas que caracteriza a la humanidad caída en general, y especialmente a la humanidad de la Edad Oscura, como, por otra parte, la causante de la cada va más profunda degeneración física y moral, a través de posteriores mezclas —posteriores pecados contra la sangre de las razas superiores, en el nombre de una errónea concepción de la vida. Y a los ojos de cualquiera que estudie la historia bajo la luz de la Verdad cósmica, el siglo IV a.C. —comienzo del “Período Helenístico” en los anales del Cercano Oriente, que son inseparables de los de la Roma Imperial y del “Occidente Cristiano”— debería ser considerado como el inicio de la última parte de la presente Edad Oscura, de la que ahora nos estamos acercando a su fin Sin duda, la decadencia acelerada ya se había establecido entre el mundo griego (como en todas partes) antes de la fundación de Alejandría. Se había establecido, y se estaba expandiendo —un siniestro signo de los tiempos. Pero la confusión
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que comenzó en el año 323 a.C. —tras la repentina muerte de Alejandro— le dio un nuevo impulso (muy en contra del espíritu e intenciones del Conquistador).
Este último había entendido, mejor que cualquiera de sus contemporáneos más amplios de mente, la necesidad de trascender ese estricto patriotismo helénico —o pan-helénico—, esa acusada distinción entre griegos y no-griegos expresada en las palabras: “Pas men Hellen Barbaros”. Sin embargo, lejos de establecer el ejemplo del internacionalismo que a muchos ideólogos modernos les gustaría sin duda atribuirle, trazó una línea muy definida entre una clase de “no-griegos” y otra. Animó a sus macedonios puros de sangre a casarse con mujeres persas —arias, como ellos mismos, que simplemente hablaban otro idioma y tenían costumbres distintas—, pero —de forma bastante significativa— no con mujeres de otras razas. Y sus dos viudas extranjeras eran de sangre aria. En otras palabras, ya fuese porque actuó en este sentido con plena y clara conciencia, o a través de alguna vaga intuición —una intuición propia de un genio, por vaga que ésta fuera—, él parece haber sido, en nuestra avanzada Edad Oscura, uno de los primeros grandes precursores del verdadero racialismo como opuesto al estrecho patriotismo de Estado: un defensor práctico de la idea de que la similitud racial debería ayudar a romper las barreras artificiales entre los pueblos, siendo, además, la única realidad en cuyo nombre está justificada la supresión de dichas barreras largamente aceptadas. Uno no debería hacerle responsable de las impresionantes mezclas de razas que tuvieron lugar tras él en todo el Cercano Oriente en una proporción sin precedentes. Fueron algo fatídico —como he dicho, signos de los tiempos. Y consecuencias de una determinada actitud ante la vida caracterizada por estar centrada en el hombre y que se expandía rápidamente, siendo los judíos grecoparlantes de todos los centros comerciales y culturales del mundo helénico,
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especialmente de Alejandría, los mayores responsables de su generalización.
Abiertos racialistas con relación a su pueblo, pero promotores activos del internacionalismo antirracial entre otras naciones, son ellos, los eternos “fermentos de desintegración”, agentes escogidos de las Fuerzas de la Muerte en nuestra avanzada Edad Oscura, quienes prepararon, a través de diversas adaptaciones “esotéricas” de ideas hebreas a la filosofía griega (y al mismo tiempo, a través de la intensificada intimidad con mujeres de todas las razas en todos los puertos marítimos del Mediterráneo), la doble condición para el desarrollo de una gran religión internacional, centrada en el hombre, antirracial y antinatural, pensada, en el transcurso de los siglos, para entregar a lo que conocernos como Occidente —y a través del crecimiento de la influencia occidental, al mundo— en sus manos: abundantes masas bastardizadas y una intelligentsia totalmente ganada a una filosofía centrada en el hombre. Ya sea según su propio conocimiento o no —ciertamente según el conocimiento y bajo la presión de esos invisibles Poderes de la oscuridad que rigen el mundo visible de forma cada vez más absoluta a medida que un milenio sucede a otro en la Edad Tenebrosa—, hicieron posible la carrera de un hombre tal como Philo el judío, también llamado Philo el Platónico , quien preparó el terreno que posteriormente iban a pisar los Padres de la Iglesia, y tres ellos, muchos escritores cristianos. Su internacionalismo intelectual, enraizado en esa idea de la “dignidad del hombre”, que tan perfectamente expresada está en la Cabala judía, apartó más lejos aún a los intelectuales griegos de Alejandría y del Cercano Oriente, del ejemplo, los sueños y el espíritu del joven señor de la guerra de cabellos claros, a quien Grecia, en su orgullo colectivo, había rendido honores divinos, y lentamente reemplazaron su cada vez más obsoleto patriotismo de Estado, no por la conciencia y el
1 Philo enseñaba en Alejandría en la primera parte del siglo I d.C.
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orgullo de una más amplia hermandad de sangre similar que comprendiese a los helenos y a los persas (y, finalmente, a todos los arios), sino por la superstición del “hombre” en general —el “hombre” como distinto y opuesto tanto a la Naturaleza creada como a lo divino. Y de esta forma, sus descendientes, menos de trescientos años después de la muerte del héroe macedonio, estuvieron dispuestos a aceptar el nuevo texto de la vieja mentira judía —el mensaje de Pablo: “Dios ha hecho a todas las naciones a partir de una única sangre”1 al menos dispuestos a escucharla con la risueña ecuanimidad de la indiferencia, mientras que los hijos de sus nietos la aceptarían de pleno corazón.
La vieja mentira propia de las edades caídas —la superstición del “hombre”, de hecho más vieja que los judíos— corrompió la sangre y mató el espíritu no simplemente de los helenos, sino de muchas otras naciones arias, desde los romanos en adelante. Es la maldición del mundo moderno.
Tampoco el Cristianismo es la única expresión que ella adopta para expandirse a lo ancho y amplio de este mundo, tomando ventaja de la detestable vanidad e insuperable cobardía de la mayoría de los hombres: de su manía de quererse sentir personalmente importantes en una forma u otra —ante los ojos de alguien—, y de quererse “agarrar” a algo cuando se enfrentan con el misterio de la muerte. Muchas religiones orientales de “salvación”, en particular las nuevas formas de los muy antiguos cultos de Cibeles y de Mitra, centrados, al igual que el Cristianismo, alrededor del “infinito valor del alma humana individual” con independencia del cuerpo al que ésta anima, tuvieron, junto con la joven religión del crucificado Jesús, su continuación en el Imperio Romano. Pero ninguna poseyó ese fanatismo triunfante que la anterior debía a la tradición del “Dios celoso” de los judíos. Ninguna se autoproclamó, como ella, no ya como “una” vía entre otras, sino como “la” única vía
1 Hechos de los Apóstoles, Capítulo XVII, versículo 26.
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de salvación. Ninguna estaba, como ella, preparada para hacer uso de cualquier método de la Edad Oscura con el fin de elevarse, en el Imperio y más allá de éste, al status de la única fe. En otras palabras, ninguna se había convertido —o era susceptible de convertirse a la primera oportunidad— en una formidable organización “en el Tiempo” en la misma medida que ella. Y por ello es precisamente por lo que Constantino, ese político perspicaz, dio a los cristianos su protección imperial, puesto que semejantes buscadores de salvación tan bien adaptados a las condiciones del éxito en este mundo eran los más apropiados para dar, rápidamente, al Imperio al menos alguna clase de unidad de fe —mejor que ninguna unidad en absoluto. Y ese es también el porqué tantos reyes y señores de la guerra de la mejor sangre —personalmente, los últimos hombres de los que podría haberse esperado que se adhirieran, bien a la creencia “sobre el Tiempo” espiritual y amante de la paz tal como fue la fe cristiana en su origen, o a la religión igualitaria e innatural que Pablo hizo de ella— buscaron la amistad de la Iglesia, pidiendo ser bautizados y, lo que es más, imponiendo la nueva fe extranjera sobre las sanas naciones de la Europa del Norte, quienes al principio no la quisieron, pero que sin embargo la tomaron, y que más pronto o más tarde se acostumbraron a ella, puesto que también ellas tenían que ir por el camino de la decadencia, en concordancia con la ley de la evolución en el Tiempo y la voluntad de los Poderes oscuros, señores de nuestra Edad.
El más seguro factor moral de decadencia precisamente no es otro que la vieja superstición del “hombre” —ese amor enfermo por el hombre caído tal como éste es, tal como lo vemos por doquier; ese anhelo enfermo por “salvar” a cualquier coste incluso los crímenes más desagradables de la humanidad; en una palabra, esa creencia enferma en la “dignidad de toáos los hombres”, que los judíos posiblemente no inventaron, pero que proclamaron de forma cada vez más ruidosa y exaltaron de
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forma cada vez más sistemática ante todo el mundo, en todas las corrientes de pensamiento o religiones que ellos han iniciado o ayudado a iniciar, o influenciado, en particular, en el Cristianismo tal como éste ha llegado hasta nosotros. Esto es tan cierto que la superstición mencionada parece ser el elemento más fuerte e irradicable —el elemento realmente vivo— de la religión oficial de Occidente. Ningún dogma típicamente cristiano, ningún artículo de fe en el sentido teológico de la palabra, ha aguantado como él en la conciencia pública la prueba de los siglos—, es más, en los países supuestamente cristianos y en cualquier otro lugar —en todo el mundo—, con el tiempo ninguno ha sido aceptado como él como verdad autoevidente por los partidarios de las más variadas religiones y por hombres que no profesan religión alguna. Ha sido perdonado —más aún, fortalecido— por todas las tormentas sucesivas que agitaron el prestigio de la Cristiandad dogmática. Nunca ha sido cuestionado, no digamos ya rechazado, por los descarados “racionalistas” cuya misma profesión de pensamiento era la duda y la investigación imparcial (por el contrario, algunos de ellos, tales como Descartes, lucieron de ella la base de toda su filosofía). Era y es del mismo modo exaltada por los aborrecedores de la Iglesia Católica como por los teístas de la Revolución Francesa, y por los detractores de toda fe extraterrenal tal como son por ejemplo nuestros comunistas del siglo XX. En una palabra, es —de forma cada vez más consciente y absoluta— la fe común de prácticamente todos los hombres de la avanzada Edad Oscura: de aquellos que profesan algún credo originariamente “sobre el Tiempo” y de aquellos cuya filosofía es abierta e inconfundiblemente “en el Tiempo” (puesto que todos los credos originariamente “sobre el Tiempo” —o incluso “contra el Tiempo”—, aun cuando hayan tenido éxito, han dado a luz en esta Edad a Iglesias y civilizaciones asentadas sobre compromisos con las Fuerzas Oscuras).
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Sólo tres clases de individuos están libres de ella: una minoría de personas “en el Tiempo”, conscientemente autocentradas, del tipo de esos hacedores de dinero y buscadores de poder que sacrificarían a cualquier persona y a cualquier cosa —al mundo entero— para sus fines personales; una minoría de pensadores y santos contemplativos “sobre el Tiempo”, del tipo de aquellos que se han percatado de la unidad entre su más profundo ser y toda vida, y por último, una minoría de luchadores “contra el Tiempo”, devotos de un inquebrantable ideal centrado en la vida.
Las personas del primero de estos grupos esconden su cínico autocentrismo bajo una ruidosa adherencia de palabra al dogma de la “dignidad de todos los hombres”. Es más, ellos —mientras atareadamente causan, directa o indirectamente, el sufrimiento o la muerte de cualquier número de seres humanos con vistas a su objetivo personal— son los sustentadores más fuertes de ese precioso dogma; los promotores de una crecientemente amplia creencia en él. ¿Quién soñarla tan siquiera con atacarles en defensa de él? Los santos y pensadores contemplativos están, cualquiera que sea la verdad de la que se hayan percatado, demasiado lejos por encima del mundo —demasiado inactivos— para ser considerados peligrosos. Ellos saben que se ha de esperar a la venida Edad Dorada para ver una vez más a la Verdad eterna reflejada de forma integra en las instituciones de este mundo. Y a ellos no les importa esperar. Pero la minoría militante “contra el Tiempo”, que no sólo en pensamiento sino también en acción, niega, aquí y ahora, la base misma de todos los credos centrados en el hombre en el nombre de una sabiduría más verdadera, centrada en la vida, despierta automáticamente contra sí misma Y contra sus ideales la furia coligada de todas las fuerzas de desintegración. El mundo de la Edad Oscura deja (por un tiempo) de estar dividido contra sí mismo, para conducir contra ella —desde el punto de vista cósmico, su enemigo real— una guerra sin arreglo,
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sin la esperanza de una “paz honorable”; una verdadera guerra de exterminio. Tal era la naturaleza y el propósito de la coalición de comunistas y anticomunistas, judíos y cristianos, masones y católicos, hombres de todas las razas y de todos los credos, contra la Alemania Nacional Socialista: el Estado “contra el Tiempo” par excellence.
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El ruidoso “anticomunismo” de un gran número de notorios antinazis, desde el Presidente Eisenhower y Sir Winston Churchill para abajo, no debería hoy impresionamos. Considerado desde el punto de vista de los intereses prácticos inmediatos, él puede ser perfectamente genuino. Considerado desde el punto de vista de la realidad permanente —y absoluta—, es superficial.
A los ojos de los políticos cortos de miras —y todos los políticos que no son más que políticos son necesariamente cortos de miras—, la distribución de las fuerzas presentes ha cambiado por completo desde que la coalición mundial antinazi, cuyas últimas obras fueron los Acuerdos de Yalta y Postdam, el Juicio de Nuremberg y la “desnazificación” impuesta sobre Alemania, empezó a romperse en dos, es decir, desde 1948 aproximadamente. Desde entonces —así se lo imaginan—, el Nacional Socialismo está “fuera de la foto”. Y los anticomunistas (miles de “antiguos nacional socialistas” y millones de decididos antinazis de todos los países) forman más o menos un bloque —el supuesto “mundo libre”— bajo liderazgo americano, contra los comunistas de Europa, Asia y África (y América) —el otro bloque— bajo liderazgo de Rusia. Parece como si así fuera. Y puesto que el “mundo libre” está más o menos dispuesto a absorber a los “antiguos nazis”, debe ser que éstos últimos —los anticomunistas de siempre— tienen más afinidad con él que con los comunistas. La lógica simple de todos
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aquellos que se habían convertido, hasta ayer, en los aliados del Comunismo en el nombre de los “derechos del hombre”, parece que apuntaría a tal conclusión.
Pero la conclusión es falsa, y la lógica demasiado simple, y aquellos que la profesan ignoran el gran hecho histórico de nuestra época: el crecimiento de una minoría militante “contra el Tiempo”, en guerra con el completo mundo de la “Edad Oscura” y con sus ideales —en guerra, en particular, con la vieja superstición que proclama la “dignidad de todos los seres humanos”.
Los políticos cortos de miras pasan por alto el hecho de que ni los Acuerdos internacionales, ni los tribunales de justicia, ni los impedimentos, ni las medidas de “reeducación” pueden matar una corriente de pensamiento que tiene sus raíces en la realidad cósmica; el hecho de que el Nacional Socialismo —o para ser más precisos, el Hitlerismo— continúa existiendo tras el desastre de 1945; más aún: que el desastre de 1945 —la inevitable derrota del Estado Nacional Socialista— ha depurado la comunidad nacional socialista; ha separado en ella al grano de la paja; la ha purificado, tal como el fuego purifica una mezcla de oro puro y metal base, y aisla al oro puro. Ellos pasan por alto el hecho de que no existen criaturas tales como “antiguos nazis”, incluso aún cuando haya abundancia —¡ay!— de antiguos miembros del N.S.D.A.P., más aún, abundancia de personas con anteriores altos cargos en el Estado Nacional Socialista, que nunca fueron nacional socialistas en absoluto. Tales personas, en los días en que aclamaban a Adolf Hitler, o bien eran inconscientes de lo que estaban haciendo, o bien conscientemente estaban jugando un doble juego para el beneficio de las fuerzas antinazis: o bien simplones o bien traidores. Los seguidores sinceros de Adolf Hitler, que sabían desde el principio lo que estaban apoyando y lo que querían, ni han negado sus principios ni han aceptado compromisos. Y si alguno de ellos parece haberlo hecho así —aparentemente—, es
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sólo para que puedan promocionarse deliberadamente en la maquinaria gubernativa de ambas mitades del mundo hostil, y ocasionar su colapso a la primera oportunidad. Ellos —los verdaderos, más flexibles pero no menos genuinos que sus silenciosos hermanos de fe— parecen tener afinidades con el “mundo libre” en una renovada “lucha contra el comunismo” que, esta vez, carece impresionantemente de sinceridad, o bajó diferentes circunstancias —cuando favorecen al único propósito sagrado— pueden simular tener afinidades con los disciplinados comunistas de la Alemania del Este, en una no menos sincera “lucha contra el poder monetario”. En realidad, ellos son aquello que siempre fueron; aquello que sus genuinos hermanos de fe han continuado siendo de forma abierta y tenaz, aquello que son todos los auténticos seguidores de Adolf Hitler: portadores de la perenne re de la Luz y de la Vida en su forma hoy presente; agentes entusiastas de las perennes fuerzas cósmicas “contra el Tiempo”. Ellos rechazan en sus corazones, tan inquebrantablemente como lo hicieron siempre, el dogma de patrocinio judío de la “dignidad del hombre”. Tanto comunistas como anticomunistas del tipo hoy presente rechazarían terminantemente tener algo que ver con ellos, con sólo poder leer en sus almas y conocer quiénes son. Y si ellos fueran a alzarse de nuevo al poder, con o sin la ayuda material de cualquier sección del mundo hostil de la Edad Oscura, de nuevo los comunistas y “anticomunistas” olvidarían sus antagonismos no-esenciales, y se coligarían contra ellos y contra el renacido “Estado Nacional Socialista”, exactamente como lo hicieron durante la Segunda Guerra Mundial. De nuevo el mundo entero, sellado con las cada día más claras características de la avanzada Edad Oscura, se “defendería” —defenderla su humanidad fea, cansada, enferma y crecientemente bastardizada, y los prejuicios profundamente enraizados sin los que ésta no podría sobrevivir— contra los desafiantes detractores de toda debilidad y de toda enfermedad; los aborrecedores de
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toda forma de decadencia. De nuevo se elevaría en una unánime “cruzada” para aplastar a los hombres que aman, no al hombre tal como éste es, sino a la orgullosa aristocracia humana en la forma en la que ésta un día será, una vez que haya superado la prueba de la Edad Oscura; los hombres que están preparados, aquí y ahora, sin una pizca de piedad o pesadumbre, a sacrificar al hombre del presente a esa raza de los dioses vivientes en la que se va a convertir la más joven y audaz de las razas de esta tierra —la aria—, a través del combate incesante de su elite natural contra la corriente del Tiempo. De nuevo reaccionaría tal como lo hizo sólo unos pocos años atrás, puesto que otra vez más o menos oscuramente, se percataría de que las fuerzas reales que se enfrentan en el plano material son (siempre han sido, y siempre serán) las mismas: las fuerzas “en el Tiempo” y las fuerzas “contra el Tiempo” (serán las mismas hasta el triunfo definitivo de las últimas, y el final de la Edad Oscura).
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Tal como he establecido anteriormente, todos los movimientos históricos originalmente “contra el Tiempo” que tienen éxito —que, al menos, parecen como si “estuvieran aún perdurando”, tras siglos de expansión—, deben éste a algún compromiso ideológico con las fuerzas de decadencia, es decir, a alguna corrupción interior, alguna desviación irremediable de su inspiración y propósito; alguna infidelidad a su naturaleza “contra el Tiempo”. En otras palabras, se han hundido al nivel de los movimientos “en el Tiempo”; o han dado a luz Iglesias y civilizaciones “en el Tiempo” —negándose a sí mismas— con el fin de perdurar nominalmente.
El Nacional Socialismo rechazó todo compromiso con el espíritu de cualquier fe “en el Tiempo”. Esa es la razón por la que no triunfó —por la que no pudo triunfar—, materialmente,
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ahora. Esa es, sin embargo, la razón por la que triunfará, materialmente, un día —sobre las ruinas de todas las creencias “en el Tiempo” y de todas las civilizaciones centradas en el hombre.
Su crimen, a los ojos de los estadistas extranjeros cortos de miras, fue que había hecho a Alemania autosuficiente y poderosa, y que en una o dos generaciones la habría hecho invencible. Y los políticos celosos se coligaron contra ella para impedir ese logro extraordinario. En opinión de las Fuerzas Oscuras de esta Edad, que permanecían tras ellos y tras los señores de la guerra de las Naciones Unidas, y que los usaron como un asesino usa su cuchillo, y a los ojos de todos sus enemigos que sabían lo que estaban haciendo, ya sean extranjeros o alemanes, el crimen del Nacional Socialismo fue que rechazó la superstición de la “dignidad del hombre” en favor de la eterna Sabiduría “contra el Tiempo” centrada en la vida, y lo que es más, que pretendió remodelar el mundo ario de acuerdo con esa Sabiduría; que proclamó los derechos (y deberes) de los fuertes y hermosos —de la elite sana y pura de sangre— en lugar de los derechos indiscriminados del “hombre”, y que hizo todo cuanto pudo por gobernar “contra el Tiempo”, dentro del espíritu de esa orgullosa fe de los mejores: en una palabra, que elevó lo que yo llamo “actitud SS de la vida” (no puedo encontrar una expresión más elocuente para caracterizarla) en lugar del amor judeo-cristiano (y comunista) por el “hombre”.
Ciertamente no es mera coincidencia que, de todas las organizaciones estrechamente conectadas con la defensa del Estado Nacional Socialista, la SS sea precisamente la que ha sido (y todavía es) odiada de forma más amarga por los enemigos de la fe de Hitler: primero y principalmente por los judíos, cuya aversión por ella está bien cercana a la patología; después por los comunistas y por los católicos, y finalmente por las llamadas “personas decentes” de toda clase de mediocridad
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—incluso por tales nacionalistas estrechos de mente de países distintos a Alemania que normalmente (dada la trayectoria personal de alguno de ellos1) deberían ser los últimos en censurar a cualquier defensor de la dureza en la guerra o en la coacción. Los más amargamente odiados y los más ampliamente difamados—, y los más despiadada y salvajemente perseguidos—, el único cuerpo del que centenares de miles de sus miembros han muerto martirizados en los campos antinazis de exterminio de prácticamente todos los países de Europa —y de sus colonias— y de la Unión Soviética, o en las celdas y cámaras de tortura de las prisiones aliadas después de la guerra; miles de cuyos miembros están aún presos por supuestos “crímenes de guerra”, en Siberia, sin duda, pero también en cualquier otro lugar —en Holanda, en Francia, en Grecia—, incluso diez años después de la rendición incondicional de Alemania; cuyos miembros en su totalidad fueron colectivamente marcados por los jueces del Tribunal Internacional de Nuremberg como “pertenecientes a una organización criminal”, y están todavía hoy, después de todos estos años, más o menos en todas partes (salvo en Alemania mismo), considerados como tales por las amplias y crédulas masas que han vivido (o les han contado) la Segunda Guerra Mundial.
No es mera coincidencia, y en absoluto es tampoco un hecho al que los llamados “crímenes contra la humanidad”, que de forma correcta o equivocada, o intencionadamente errónea, han sido atribuidos a miembros de las SS por los jueces de Nuremberg, bastarían para explicar satisfactoriamente. Ningún ejército, antiguo o moderno —y el del frente unido anti-nazi menos que ninguno—, ni ninguna organización policial es inocente de los llamados “crímenes contra la humanidad”: actos de violencia que las obvias necesidades militares (o necesidades de Estado) no pueden .justificar en su totalidad La historia del
1 Por ejemplo la del “resistente” francés Jacques Soustelle, como Gobernador de Argelia en 1955.
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mundo entero es suficientemente elocuente —y la de los grandes poderes coloniales del pasado y del presente, particularmente elocuente— a este respecto.
¿Pero por qué mencionar los poderes coloniales y los diversos horrores conectados con la represión de movimientos de resistencia en las tierras tropicales —o con la conquista de esas mismas tierras— por parte de codiciosos cruzados de credos amantes del hombre? ¿Acaso no han sido los mismos gallardos “cruzados de Europa” de Esenhower furiosamente censurados por no-nazis e incluso anti-nazis —por Maurice Bardeche, un cristiano sincero; por Frida Utley, una comunista o al menos la esposa de uno— por su repugnante comportamiento en Alemania durante y después de 1945? ¿Y acaso el Juez americano van Roden, que fue enviado para investigar las atrocidades perpetradas por sus compatriotas sobre alemanes (de hecho, sobre hombres SS) en conexión con el muy notorio “caso de Malmédy”, no declaró en 1948 en forma clara que, si se estuviera seriamente deseoso de detectar y castigara los “criminales de guerra”, se debería enviar a casa a “todas las fuerzas de ocupación americanas”, de forma que pudieran ser procesadas legal e imparcialmente?
Es verdad que los vencedores de 1945 nunca tuvieron el más mínimo deseo de ser “imparciales”, no digamos ya “justos”. Aparentemente, lo que habían decidido castigar era sólo a los “criminales de guerra” alemanes —no a los suyos propios. Pero incluso esto no es rigurosamente cierto. Al menos, no basta para explicar por qué trazaron una línea tan definida entre soldados alemanes de la Wehrmacht y soldados alemanes de la Waffen SS, y no trazaron línea alguna entre esta última y los miembros de la organización más antigua conocida como “Allgemeine SS”: la única a partir de la cual eran reclutados los miembros del Servicio de Seguridad, la Policía Secreta del Estado (comúnmente conocida como Gestapo1), y del personal de los campos de concentración, es decir, todos los hombres
1 Geheime Staatspolizei.
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entregados a la defensa interior del Estado Nacional Socialista. No basta para explicar por qué los regimientos alemanes (y durante la guerra, también no-alemanes) clasificados como Schutz Stafeln —SS—, ya fuesen unidades de policía o de primera línea, fueran, como un todo, y sin discriminación alguna, etiquetadas como unidades de una “organización criminal”, mientras que no lo fueron sus formaciones parejas de la Wehrmacht, la Marina, la Luftwaffe, etc; por qué los victoriosos aliados, y junto con ellos, la industria de la prensa, radio, literatura y cine de la posguerra —todas las fuerzas del mundo antinazi—, persiguieron, humillaron y ultrajaron a todo hombre SS, con independencia de lo que pudiera o no haber hecho, al tiempo que, en su mayor parte, perseguían individualmente a oficiales y soldados de la Wehrmacht y de otras fuerzas armadas alemanas, y presentaban sus ocasionales “crímenes de guerra” como casos individuales de violencia injustificada. No basta para explicar esa reputación de fría barbarie que todas las SS —la Waffen SS no menos que la “Allgemeine”— han adquirido durante y después de la guerra, y el horror unido a su nombre hasta el día de hoy entre las masas crédulas de prácticamente todos los países, con la excepción de Alemania (y de Austria, que con independencia de lo que se pueda decir , es una parte de Alemania), de España y probablemente de Japón, donde, espero, ninguna cantidad de estupidez democrática puede matar la innata admiración del hombre hacia cualquier soldado fiel.
Lo cierto es que la que despertó —y todavía despierta— en casi todos los países el odio y la furia del “hombre común” —y los muy comprensibles temores de los inteligentes cabecillas antinazis, especialmente de la elite judía, auténtica dirigente del mundo presente— fue (y es), no tanto los supuestos “crímenes de guerra” alemanes, sino la particular concepción de la vida, la particular escala de valores de algunos de esos hombres que están acusados de haberlos cometido u ordenado. Pues aquello a lo que casi todo el mundo de esta avanzada Edad Oscura hizo
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frente para combatirlo y aplastarlo, con un más o menos expresable pero no obstante preciso sentido de autodefensa, no fue, en realidad, la “violencia”, ni el “crimen” —ni tan siquiera el “crimen contra la humanidad”, en el sentido material de la palabra—, sino el Nacional Socialismo, o de forma más precisa, el Hitlerismo: la última expresión de la perenne Sabiduría cósmica “contra el Tiempo”; el Hitlerismo, el credo de lo sano, fuerte y hermoso, en su lugar a la cabeza de una creación de la que el “hombre” no es sino una parte; el credo de la Vida triunfante —de la Naturaleza— como opuesta al credo comúnmente aceptado del “hombre”. Y aquello que distinguió a toda la SS —la “allgemeine” y la otra— del resto de las fuerzas armadas alemanas, y justificó, a los ojos del mundo de nuestra Edad (desde los jueces de Nuremberg y los dirigentes judíos tras ellos, hasta los especímenes más irresponsables de mamíferos bípedos a los que la propaganda antinazi pudiera alcanzar), el nombre de “organización criminal” aplicado a ella de forma indiscriminada, sigue siendo el solo hecho de que fue, o se pretendió al menos que fuera, el cuerpo nacional socialistapar excellence; la elite física y moral de la arianidad recobrada: el núcleo vivo y consciente a partir del cual y en torno al mismo iba a tomar forma y alma la raza aún por nacer de los dioses en la tierra —la arianidad regenerada.
En otras palabras, la SS en su conjunto tenía, en la nueva Alemania, el significado que la nueva Alemania misma tenía entre los pueblos de la amplia familia aria: el de ser la fortaleza más íntima y elevada de la sabiduría “contra el Tiempo”; el fermento de regeneración determinado a superar milenios de decadencia. ¿Es pues un milagro que los agentes de las fuerzas de la decadencia la trataran en la forma en que lo hicieron —y siguen haciendo?
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Una pocas citas del libro de Georges Blond “L’Agonie de l’Allemagne” ayudarán a afianzar lo que acabo de exponer. El autor francés puede haber sostenido como acertada la política de colaboración de Pétain con Alemania, dentro de los intereses de Francia, pero nunca fue y nunca pretendió ser un devoto de la fe de Hitler. Sus palabras no son por tanto ni las de un enemigo ni las de un admirador, sino las de un informador cuyo solo deseo es dar una imagen precisa de lo que sucedió.
“Los hombres SS”, dice él —y aunque habla sólo de la Waffen SS, ello se aplica también a la “allgemeine”—, “tenían que medir al menos un metro ochenta (cerca de seis pies) y pasar por un examen físico y médico extremadamente severo. No debían tener ni un solo diente que hubiese necesitado la atención de un dentista”1. Me impresiona como una remarcable coincidencia el que esta misma condición (de no tener ni un solo diente enfermo) era impuesta, entre otras, a aquellos que deseaban convertirse, en la antigua Grecia, en sacerdotes de Apolo, el dios de la Luz. Debo añadir también que, aparte de revelar en el examen médico una agudeza de vista y oído superior a la media, todos los hombres SS tenían que ser posibles donantes de sangre. La letra indicando su grupo sanguíneo particular —A, B, u 0— estaba tatuada bajo el brazo derecho de cada uno de ellos, para facilitar las cosas en caso de emergencia. No es necesario acentuar que todos los hombres SS tenían que ser de una irreprochable sangre aria. La genealogía de todos y cada uno de ellos era estudiada varias generaciones atrás2 con el máximo cuidado antes de su admisión.
El ideal de limpieza física y de salud absoluta —la base natural de pureza suprafísica— era exaltado entre ellos hasta el grado supremo; exaltado en su adiestramiento como elite consciente y en su vida diaria dentro de los barracones y fuera
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 103.
2 Al menos hasta el 1600 d.C.
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de ellos. “Las habitaciones en las que vivían y todos los objetos que ellos usaban tenían que ser limpiados y fregados, pulidos y abrillantados cada día. Los hombres SS estaban habilitados para tener uniformes y equipos de la mejor calidad, pero las obligaciones impuestas a ellos con respecto a la presentación y limpieza eran increíbles. A la hora de la inspección diaria se esperaba que el soldado pareciese como si hubiera recién salido ‘nuevo de una caja’..... Como resultado de la inspección más severa de todas —la que tenía lugar antes del día de permiso semanal—, un hombre de cada tres era desautorizado a consecuencia de alguna omisión insignificante”1.
“Un hombre SS que contrajera una enfermedad venérea era castigado. El castigo consistía en suplementarios ejercicios militares (Aufmarsch: en pie, cuerpo a tierra, marchando, corriendo, reptando, con todo el equipo, durante una hora), en reclusión, o en la expulsión de la comunidad SS”2.
Y junto con una eficiencia mecánica y mortal, llevada, a través de la instrucción intensiva, a los limites de la perfección, eran cultivadas entre los hombres SS esas cualidades excepcionales de carácter —llevadas, también, a su grado más alto— cuyo resultado es la valía personal y también la eficiencia: un completo dominio sobre los nervios; una serena indiferencia ante el propio destino individual; un absoluto desprendimiento dentro de la máxima minuciosidad y máxima destreza. En otras palabras, siendo ya la elite física y racial, se esperaba que la SS fuera, al mismo tiempo, una perfecta organización y una perfecta aristocracia de carácter y profunda inteligencia; un instrumento infalible de guerra (o de coacción) y una hermandad de auténticos superhombres; la completa elite consciente de nuestra Edad: héroes “contra el Tiempo” que aceptan todas las condiciones de su extraordinaria misión; que aceptan la mecánica tiranía del adiestramiento —doce horas al día
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 104.
2 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 104.
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del más exacto ejercicio militar1—, no con “resignación”, sino con comprensión y alegría” sabiendo que ello era un medio para la invencibilidad, al menos un medio para la más terrible eficiencia en el cumplimiento del deber, y que amaban el deber —su deber, su acción por el triunfo de la verdad en la tierra; su lucha “en el interés del Universo”— por encima de todo.
Los ejercicios militares eran llevados a cabo bajo las condiciones reales de la guerra moderna, con todos los peligros que ello implica. “El peligro de accidentes alimentaba la vigilancia, y era un elemento de la educación SS”2. Los jóvenes futuros oficiales eran sometidos a pruebas incluso más duras que los soldados. “Una de esas pruebas, pensada para desarrollar el autocontrol, era la siguiente: el joven oficial, erguido en posición de ‘atención’, tenía una granada en su mano derecha. A la orden, tenía que activarla y a continuación..... colocarla encima de su casco y, permaneciendo en la posición de ‘atención’ —erguido e inmóvil, en perfecta calma—, esperar la explosión”3. Un hindú pensaría probablemente: un bello ejercicio en el adiestramiento de los “Karma Yogis” occidentales. Y estaría en lo cierto.
Todo esto, sin embargo —el hecho de ser una elite física y, lo que es más, una elite racial, así como un instrumento de acción de eficiencia letal (una fuerza de policía implacable y, en el caso de la Waffen SS, la más recia de todas las recias tropas del Ejército Alemán)—, a duras penas habría sido suficiente para elevar a la SS por encima de los mejores cuerpos militares alemanes de todos los tiempos—, para situarla en una clase diferente de guerreros; y para hacer descender sobre ella, indiscriminadamente, el odio del mundo de la Edad Oscura.
1 En el segundo grado de entrenamiento de la Waffen SS, tras el juramento de los jóvenes reclutas. Ver: Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 106.
2 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 105.
3 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 106.
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Pero permítaseme una vez más citar a Georges Blond “Los reclutas SS tenían un curso de educación política tres veces a la semana: lecturas sobre la persona del Führer y sobre su vida; sobre la doctrina nacional socialista y la historia del partido; pero ante todo sobre la enseñanza racista. Los dos libros básicos eran “Die Rasse”, de Walter Darré, y “Mythus des XX Jahrhunderts”, de Rosenberg.
“En la solicitud que había rellenado solicitando su admisión, el futuro hombre SS casi siempre había escrito, frente a la palabra ‘religión’, la contestación de Gottglaubig —creyente en Dios. No se trataba de escribir ‘ateo’, o ‘luterano’ mucho menos ‘católico’. Gottgl äubig. Esa ‘creencia en Dios’ —hablando religiosamente, o mejor aún, dogmáticamente— no implicaba mucho. Lo importante era estar convencido, o estar dispuesto a dejarse convencer, de la necesidady de la excelencia del advenimiento de una ‘aristocracia de sangre’ que iba a gobernar en solitario sobre el resto de la humanidad. La sangre superior era la aria, y más particularmente la germánica o nórdica. Los pueblos latinos no eran tenidos por ser muy interesantes. Los judíos eran vistos como lodo y parásitos. El Cristianismo era una religión empapada en judaismo e incluso una operación conducida bajo inspiración judía, con vistas a ultrajar al hombre inculcándole un sentimiento de pecado.
“Es un error creer que la crueldad era cultivada sistemáticamente. La cordialidad y la bondad hacia los niños y hacia los animales’era recomendada a los hombres SS. Pero el árbol de la aristocracia de la sangre y del Estado deificado no podía portar frutos de docilidad y humanidad. El orgullo siempre trae consigo la semilla de la crueldad”1.
A través de este libro de un no-nazi —y nadie salvo un no-nazi, más aún, nadie salvo un claro oponente de la fe de Hitler en su esencia (es decir, un oponente a ella no necesariamente en el plano político, pero sí en el plano filosófico), podría escribir una frase como la última, que yo he
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemgne”; págs. 102-103.
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citado expresamente— se puede, hasta cierto punto, entender el significado histórico de la SS y explicar de forma satisfactoria el odio mundial del que ha sido y sigue siendo objeto esa organizada aristocracia guerrera aria.
En la raíz de ambos está ese repudio explícito e inquebrantable, no solo del “Cristianismo”, sino de lo que he denominado “valores comunes al Cristianismo y a toda fe centrada en el hombre”; a toda le “en el Tiempo”, ya sea mundana o extramundana; el repudio de los valores que atraen a las masas bastardizadas (y de forma mayor a medida que éstas están más bastardizadas); está el rechazo arrogante a ese dogma de la superexcelencia del “hombre”, resultado de la inmensurable vanidad humana y, de forma cada vez mayor, desde los últimos dos mil quinientos años, del sofisma judío. Eso, y sólo eso, es lo que este mundo de la Edad Oscura no pudo, ni puede, ni nunca será capaz de perdonar a la SS: eso, y no los supuestos “crímenes de guerra” o “crímenes contra la humanidad” (la “gente decente” y sus líderes cometen, animan o toleran horrores mucho peores); eso, y no su terrible eficiencia, ni el hecho de su pureza de sangre, ni siquiera su orgullo alemán y su sed de expansión.
Los famosos Caballeros Teutónicos de la Edad Media eran alemanes de pura sangre y guerreros implacables; conquistadores de nuevas tierras para el Reich alemán que estaba ya empujando hacia d Este con toda la fuerza de su juventud. Eran la espada que preparaba el camino para el arado de los colonos alemanes exactamente lo que habría sido la SS, de haberse concluido victoriosamente la Campaña del Este, es decir, si los aliados anticomunistas occidentales hubieran abandonado a su suerte a Rusia. Con todo, ellos no fueron “criminales de guerra” o “criminales contra la humanidad”, fuera cual fuera la violencia que pudieran haber ejercido, puesto que ellos lucharon y conquistaron en nombre del Cristianismo, con la bendición de la Iglesia Católica —era la única forma de
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llevar a cabo con éxito una Ostpolitik alemana en los siglos XII, XIII o XIV. Y si la más dura entre las modernas fuerzas armadas alemanas —la SS— hubiera hecho lo mismo, o lo que hoy en día pudiera ser considerado como equivalente, a saber, hubiera luchado y conquistado con la misma violencia, la misma intransigencia, más aún, el mismo fanatismo nacionalista, pero en el nombre de los “derechos del hombre” contra el “peligro bolchevique”, considerado como una amenaza a la “dignidad del hombre” y a la “libertad individual”, nunca habría sido etiquetada colectivamente como una “organización criminal” por un Tribunal Internacional —nunca; ni tan siquiera si Alemania finalmente hubiese perdido la guerra (en ese caso, en primer lugar, es probable que Alemania la hubiese ganado, puesto que no habría tenido lugar la coalición mundial de comunistas y anticomunistas en contra de ella).
Pero hay más: con independencia de lo que pueda decir la gente, ahora que poderosos intereses materiales han roto en pedazos el frente de Yalta, yo dudo que las unidades más duras y fanáticas del Ejercito Rojo —cuyo fanatismo puede igualar al de la SS, y cuya brutalidad, ya en esta guerra, ha superado con creces a la suya—, incluso tras un conflicto entre el así llamado “mundo libre” y la Unión Soviética que acabase con la rendición incondicional de ésta última, sean selladas colectivamente como grupos de una “organización criminal”. Lo dudo, porque por mucho que el así llamado “mundo libre” declare odiar al Comunismo, el Comunismo no declara atacar la profundamente asentada superstición del “hombre” que es la fe implícita de la Edad Oscura. ¡Al contrario! Esa misma superstición reside en la raíz del Marxismo incluso de forma mayor que en la raíz del Cristianismo histórico o del ateísmo humanitarista, del que el Marxismo no es sino la prolongación lógica en un mundo crecientemente dominado por la “técnica”. La única forma en nuestra Edad Oscura de conducir una
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Ostpolitik (o Westpolitik) nacional con éxito, es haciéndolo bajo el manto de una forma u otra de esa superstición internacional
La Alemania Nacional Socialista condujo la lucha por su existencia contra esa superstición contralor acumulados prejuicios morales de la humanidad de la Edad Oscura; repito: “contra el Tiempo”. Luchó por su existencia, siendo ella misma la fortaleza de la fe de Hitler. Y la SS —indiscriminadamente, ya fuese la Waffen SS o la “allgemeine”— fue y continúa siendo la consagrada gran Orden Caballeresca de la fe de Hitler. Pues no es por ningún otro motivo que el mundo de la Edad Oscura la haya perseguido con tal odio elemental.
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Tras todo eso que ha sido escrito antes, durante y después de la guerra en relación con la alegada “carencia divina” del Nacional Socialismo, es impactante leer en el libro de Georges Blond que la palabra que un joven generalmente escribía en respuesta a “religión”, en el formulario que debía rellenar con vistas a su admisión en la SS, no era “ateo”, sino “creyente en Dios”. Es importante leer que “no se trataba” de escribir “ateo” —“ateo” o, dicho sea de paso, “luterano”, y aún menos “católico”; en otras palabras: “ateo” o “cristiano”, y sin embargo, allí reside quizás una alusión a la diferencia fundamental entre la Weltanschauüng nacional socialista, o mejor, la actitud nacional socialista ante la vida, y la de los antinazis. Puesto que el “ateísmo” que aquí nos concierne —ese “ateísmo” que “no es la filosofía a profesar” por parte de un hombre del que se espera sea ejemplo de la ortodoxia nacional socialista— no tiene nada que ver con la sabiduría de las varias escuelas de pensamiento “ateístico” de la India antigua. Es simplemente el usual “ateísmo” europeo moderno: la negación irreflexiva de “todo aquello que uno no puede ver”, o al menos su total ausencia de interés en hombres que han rechazado el Dios
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personal de las Iglesias Cristianas mientras continúan siendo tan fieles como siempre a los valores cristianos, es decir, a lo que he denominado la acción del hombre”.
¿Acaso no es el “hombre” en su conjunto la más evolucionada de todas las criaturas visibles de este planeta? Cierto: las enormes diferencias en belleza, en nobleza y en inteligencia que distinguen a las razas humanas entre si son asimismo tan obvias —tan visibles—, que apenas debería necesitarse de alguna metafísica precisa para reconocerlas, y considerar, no al “hombre”, sino sólo al hombre superior —al hombre de las razas superiores— como la pieza maestra del paciente talento artístico de la Vida tal como la vemos. Sin embargo, el noventa y nueve por ciento de las veces, personas que se autocalifican como “materialistas” —como “ateos”, creyentes en los “hechos consistentes”— están, a este respecto, tan ciegos como aquéllos que postulan la existencia de un “Dios” invisible y trascendente, aún cuando personal y amante del hombre. Su “ateísmo” tiene todas las características éticas del Cristianismo histórico. Está íntimamente entrelazado con los mismos prejuicios morales que aquél en favor de “todos los hombres”, independientemente de las diferencias personales y raciales; con la misma parcialidad feroz en favor del “hombre” en general, como opuesto al resto de las criaturas vivientes. Como aquél —y como toda fe centrada en el hombre de cualesquier principio metafísico y cualesquier origen—, coloca al humano débil más idiota o perverso, y feo, de cualquier raza, por encima del espécimen más perfecto de la Creación no-humana: por encima de un león o un tigre espléndido y saludable; por encima de un árbol hermoso y sano. O, para hablar de forma más precisa, el típico europeo “ateo” o materialista, empapado subconscientemente en morales judeo-cristianas, ama a cualquier repulsivo humano débil (o demonio humano) más que al más majestuoso de los callados animales de la tierra; más que al más adorable y hermoso gato, perro o caballo, y que a todos los árboles de todos los bosques. Al igual
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que el cristiano medio, cree que la Naturaleza está ahí para que el hombre la explote para su máxima ventaja. Y las formas más abominables de esa siempre intensificada explotación —vivisección; circos; peletería, etc.— no perturban su conciencia moral; al menos nunca la han perturbado lo suficiente como para provocar su supresión. El “hombre” es, a sus ojos, cualquiera que sea su valor objetivo como criatura viviente, y su lugar individual y racial en el esquema general de la vida, la única criatura (o en cualquier caso, con mucho la primera criatura) a ser amada, ayudada y salvada. Por despreciable que sea, individual o racialmente, desde un punto de vista cósmico, es, en su estima, digna siempre de ser salvada —ya sea al coste de cualquier cantidad de sufrimiento, desfiguración o destrucción del resto de las criaturas vivientes; digna siempre de ser salvada simplemente porque resulta ser “un hombre”.
Para esos escasos creyentes sinceros de Adolf Hitler que han entendido correctamente y aceptado de pleno corazón los principios básicos de su Enseñanza con toda sus implicaciones lógicas, nada es tan repugnante como esa actitud moral y metafísica. Todas las ramas del Cristianismo la entrañan. Esa es la razón por la cual ninguna de ellas fue, por parte de cualquiera de los admitidos a convertirse en un modelo de la ortodoxia nacional socialista, “aquello que había que escribir” en respuesta a la pregunta de: “¿religión?”. El ateísmo —repito: no el ateísmo absoluto de ciertas escuelas de pensamiento ario de la India antigua, sino el ateísmo occidental medio de hoy en día; el de las asociaciones comunistas de “ateos” en Rusia; el del noventa y nueve por ciento de aquellos europeos que se han apartado de toda Iglesia Cristiana sin darse cuenta al menos del absurdo de toda ética centrada en el hombre— está, de hecho, estrechamente conectado con ella, aun cuando, filosóficamente hablando, pudiera no implicar nada por el estilo. Ese es el motivo por el cual el nacional socialista ortodoxo, o aquél que de forma
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sincera deseaba abrir su corazón a la influencia de la ortodoxia nacional socialista, no podía ser “ateo”.
No podía —ni puede— ser seguidor de ninguno creencia centrada en el hombre, puesto que todas ellas son creencias “en el Tiempo”; creencias de decadencia; creencias que expresan, en una forma más o menos ingenua o más o menos sofisticada, esa permanente vanidad blasfema del hombre tal cual es —esa rebelión del hombre contra el Orden Cósmico— y por la que se dio comienzo a la decadencia, milenios atrás. Debía —y debe— ser un “creyente en Dios”; no en el “Dios” personal, trascendente y “demasiado humano” de los cristianos (y de tantos “teístas”); no en un “Dios” hecho a la imagen de cualquier hombre —y mucho menos a imagen de los judíos—, sino en esa Fuerza Creativa inmanente que se manifiesta en todas las obras maestras de la Vida a todos los niveles de su esfuerzo sin fin: en el hombre perfecto y en todo espécimen perfecto de creación no-humana. En otras palabras, debía ser un creyente en la reintegración del hombre en el Esquema cósmico, de acuerdo al original modelo divino de éste último, que implica la natural jerarquía racial de los seres humanos y su desigualdad individual, no su “dignidad” indiscriminada y sus “idénticos derechos”. Pues su “creencia en Dios”, que a los ojos de Georges Blond “no implicaba mucho”, implicaba al menos eso —o la disposición a aceptar eso mismo como verdad incuestionable. El mismo Georges Blond lo dice al instante, desconectando extrañamente este asenso de su anterior afirmación. Permítaseme repetir la cita de sus palabras: “Lo importante era estar convencido, o estar dispuesto a dejarse convencer, de la necesidadj de la excelencia del advenimiento de una ‘aristocracia de sangre’ que iba a gobernar en solitario sobre el resto de la humanidad. La sangre superior era la aria, y más particularmente la germánica o nórdica”1.
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’AUemgne”; pág. 102.
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Es un hecho que esta concepción de un mundo naturalmente jerarquizado, con una aristocracia de sangre natural —ordenada por Dios: no escogida arbitrariamente por el hombre— en su lugar a la cabeza de él, es incompatible con toda fe que exalte al “hombre” en bloc, al hombre como una alegada especie privilegiada (con independencia de las enormes diferencias entre una raza humana y otra, más aún, entre un individuo humano y otro) a expensas del resto de lo viviente. Es un hecho que es incompatible con toda fe y toda filosofía cuya escala de valores descanse sobre el dogma de la “dignidad del hombre”. Sobre la idea del valor infinito del “alma humana” (con la exclusión de todas las otras almas vivientes) y con toda filosofía que proclame, entre otras cosas, que “todos los hombres” tienen el “derecho a vivir” y que “todos” son dignos de ser salvados.
De acuerdo a esa sabiduría orgullosa e implacable —tanto esencialmente ascética como guerrera—, que fue y sigue siendo la de la SS, la suprema aristocracia de sangre de la humanidad (la elite militante de la raza aria) no tiene que “salvar” a sus inferiores, sino seguir perfeccionándose, de acuerdo al propósito de la Naturaleza no tiene que “amar a todos los hombres” y sacrificar al resto del bello reino de la Vida en favor de los fines del “hombre”, sino amar la perfección —la salud en toda su gloria—, tanto en sus propios miembros como en los deliciosos y sanos representantes de telas las especies naturales (incluyendo la de las más nobles razas humanas no-arias), y sacrificar, siempre y en toda lugar, lo enfermo y lo deficiente en favor de lo sano, lo débil en favor de lo fuerte, lo imperfecto en favor de lo perfecto; ha de ser la Legión privilegiada que prepara “contra el Tiempo” —con independencia de la tendencia general del mundo de hoy a ir en la dirección de la decadencia— la Perfección divina de la venidera Edad Dorada; la minoría escogida que, ya ahora, en el periodo más oscuro de la Edad Oscura, anuncia, a través de su misma existencia algo de la inimaginable belleza de la
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Edad Dorada, igual que el primer rayo de luz m el horizonte oriental anuncia, aún en la noche, el esplendor del amanecer venidero. Ha de ser la vanguardia de aquellos a los que un Destino matemáticamente justo, enraizado en sus virtudes heredadas, impulsará a cruzar el “puente” que Nietzsche menciona —el puente entre la animalidad y la superhumanidad—, al tiempo que hombres de menor dinamismo y menor desprendimiento caerán desde él en la fosa primigenia. Ha de poseer la impiedad del guerrero nietzscheano —no la del tonto, que no sabe por qué mata; ni la del apasionado, que cree saber por qué, pero que se equivoca y deplora su propia violencia cuando ésta ha pasado, sino la del sabio, consciente de la necesidad de su violencia, no en el interés del “hombre” caído, sino “en el del Universo” (por usar de nuevo las palabras del Bhagawad Gita); la impiedad del sabio, en el interés de la perfección que él representa y prepara la del sabio que sabe estar al servicio de las fuerzas de la Vida, y que no se arrepiente de nada. Ha de poseer, también, la benevolencia del guerrero nietzscheano, que es un signo de entendimiento y serenidad, y un tributo a la divinidad de la Vida. Georges Blond no puede evitar mencionar el hecho (aun cuando no le dé su significado pleno) de que “la cordialidad y la bondad hacia los niños y hacia los animales era recomendada a los hombres SS”1.
De hecho, era recomendada no sólo a los hombres SS, sino a todos y cada uno de los nacional socialistas. Pues ello está en concordancia absoluta con toda la filosofía de la Swastika, la cual es una filosofía típicamente centrada en la vida. Está en concordancia con aquellos mandamientos simples y hermosos contenidos en eso que los jueces de Nuremberg han condenado como el “Catecismo Nazi” de Alfred Rosenberg: “Sé valiente. Nunca hagas nada indigno. Contempla y ama a Dios en todas las criaturas vivientes, animales y plantas. Guarda tu sangre
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 103.
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pura....”1 (nada es más cobarde ni más indigno que la indiferencia ante el sufrimiento de las calladas criaturas, no digamos ya la crueldad hacia ellas). Puede decirse que los hombres SS, siendo la elite de las fuerzas nacional socialistas, iban a establecer el ejemplo de una escala de valores claramente centrados en la vida, con todo lo que ello implica.
Personas que por el contrario tienen una escala de valores enraizada en aquello que yo he denominado “la superstición del hombre” —es decir, más o menos toda persona de esta Edad Oscura—, están desconcertados ante la idea de esa “bondad hacia los niños” tan fuertemente acentuada por la ética nacional socialista y, debe añadirse, tan absolutamente practicada por el Führer mismo. “¿Y qué hay de los niños judíos, que no fueron tratados de forma mejor que sus mayores por parte de los hombres de Himmler?”, replican. “¿Y qué hay de los niños deficientes de todas las razas, que fueron “liquidados” como consumidores inútiles de valiosa energía?”2. “¿O acerca de esos bebés que ni tan siquiera eran deficientes —ni judíos— y que, a pesar de todo, fueron ‘dormidos de forma indolora’ bajo la supervisión de doctores nacional socialistas porque, en medio de las condiciones atroces que prevalecieron en Alemania al final de la guerra, no era posible alimentarlos por más tiempo?”3. La reacción del mundo ante la actitud nacional socialista, particularmente la de la SS, hacia los animales es bastante distinta, aunque incluso quizás más característica de la humanidad de esta Edad Oscura —incluso más instructiva. Ha sido expresada claramente por todos aquellos que, habiendo oído que la vivisección había sido
1 Citado por Maurice Bardéche en “Nuremberg II ou les faux-monnayeurs”; pág. 88.
2 AQUÍ ES IGUALMENTE APLICABLE LA NOTA SOBRE REVISIONISMO HISTÓRICO QUE SE INTERCALÓ EN EL CAPÍTULO ANTERIOR (NOTA DEL TRADUCTOR).
3 Véase el caso de Frau Schmidt en mi libro “Defiance”; págs. 330-342 (edic. 1951).
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declarada ilegal en el Tercer Reich por orden del Führer, encuentran “extraño” que en el mismo Estado “contra el Tiempo” los campos de concentración fueran tolerados como una necesidad. Ello ha sido claramente expresado por el Conde Robert d’Harcout en su prefacio a la traducción francesa de las “Tisch Gesprache” de Adolf Hitler, publicadas en 1952: “Humanidad hacia los animales, bestialidad hacia los seres humanos —hemos visto ese misterio de coexistencia En Dachau, en Buchenwald, los torturadores que solían empujar a sus víctimas a las cámaras de gas.... eran esos mismos hombres que sanarían la pata herida de un perro con el tierno cuidado de una enfermera de hospital”1. En el primer caso: desconcierto e indignación. En el segundo: también desconcierto, pero una indignación de una naturaleza aún más ruin; una indignación enraizada en la amargura de la vanidad herida; en los celos del mamífero bípedo que no puede soportar la idea de que alguien pueda tratar a una criatura cuadrúpeda mejor que a él, o al menos mejor que a ciertos especímenes de su clase. En ambos casos, por parte de los alegados defensores de la “libertad”, una completa falta de entendimiento hacia cualquier escala de valores que sea la negación de la suya propia; en ambos casos, por parte del hombre medio, empapado en su superstición centrada en el hombre —acostumbrado desde hace milenios a considerar a su descendencia crecientemente decadente como el centro de todas las cosas—, odio; odio salvaje por esa férrea Legión de hombres “contra el Tiempo” que aman a la Perfección cósmica, no al “hombre”; o en todo caso, al hombre y a todas las criaturas, en la medida en que reflejan y anuncian la Perfección cósmica.
Lo que un devoto de la auténtica fe SS podría contestar —lo que, de hecho, ningún nacional socialista osa contestar, precisamente porque de forma más o menos oscura siente en esta controversia de valores la causa real de la coalición mundial
1 Traducido bajo el título de: “Libres props sur la guerre et la paix; pág. 23.
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contra todo lo que él ama y reverencia— es lo siguiente: “¡Desde luego, nosotros, al contrario que vosotros, no amamos a todos los niños simplemente porque sean ‘hombres’ en su estado más joven! Nosotros, gracias a nuestro privilegio natural de sangre superior, estamos destinados a construir, paciente e imperturbablemente, la superhumanidad colectiva. El ‘hombre’ —el hombre caído; el hombre malsano o bastardizado, destinado a la perdición, es decir, perdido para esta tierra— no nos interesa. Amamos, sin duda, a los niños hermosos, sanos y puros de sangre de nuestra propia joven y bella raza aria: aquellos que pueden convertirse y se convertirán en superhombres —quienes, al menos, engendrarán y parirán superhombres en el curso del tiempo. Amamos a los niños sanos y puros de sangre de otras razas nobles: son hermosos en su propio nivel y de acuerdo a su propio modelo; hermosos, cuando sanos; y confiamos hacer de ellos, tarde o temprano, nuestros aliados en la lucha que estamos llevando a cabo. ¿Y qué hay de los mocosos judíos —y más en tiempo de guerra, cuando se estaba agudizando el problema de la comida para nuestro propio pueblo; cuando los británicos y los americanos estaban vertiendo ríos de fuego sobre nosotros, para complacer a sus amos judíos? ¡No, amigo mío! A fin de cuentas, un judío de dos años es un judío. Y en veinte años tendrá veintidós y trabajará en contra nuestra y en contra de nuestro objetivo. Es su ‘raison d’ être’ convertirse en nuestro oponente, dentro del juego natural de las fuerzas. ¿Por qué demonios deberíamos atenderle cuando está en ciernes? ¿Sólo por qué ‘Dios le creó’? ‘Dios’ creó toda clase de parásitos: moscas, chinches, piojos .... ¿Acaso les atiendes? ¿O a sus huevos? Los jainitas —o algunos de ellos— tengo entendido que lo hacen. Ellos son tan lógicos e inquebrantables como nosotros, pero sirven a un ideal distinto: un ideal totalmente ‘sobre el Tiempo’, que dirige a sus ascetas directamente hacia el pío suicidio a través de la obstinada inanición. ¿Pero por qué nosotros, cuyo reino es de esta tierra, deberíamos atender a lo
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que se interponga en nuestro camino? Un parásito humano —o posible parásito, es mucho más peligroso que uno de seis patas, un ‘fermento de descomposición’ humano, mucho más peligroso que un mildiu.
“Por supuesto, él ‘es humano’. Esa puede ser una razón para que vosotros le confiráis ese “derecho a vivir” que de forma tan categórica negáis a millares de inofensivos y callados animales que sacrificáis diariamente al ‘hombre’. Esa no es razón para que nosotros hagamos lo mismo. Estamos libres —siempre lo hemos estado; siempre lo estaremos— de la superstición del ‘hombre’. Digo: superstición, pues tu idea del ‘hombre’ es falsa; contraria al dictado de la Naturaleza que hizo al hombre una criatura a ‘superarse’ o perecer a través de la decadencia; falsa, y peligrosa, pues paraliza el sano impulso de los hombres que, de otra forma, podrían seguimos a lo largo del áspero y sangriento camino hacia la superhumanidad colectiva.
“Y por lo que respecta a los niños deficientes —o, dicho sea de paso, a los adultos deficientes—, ¡vamos! Estamos en el mundo para ayudar a la Naturaleza suprimir todo lo que es deficiente; todo lo que es irremediablemente deficiente; y también todo aquello que quizás pudiera ‘ser salvado’ —parcheado— con mucha paciencia y cuidado, pero que no es digno de ser salvado. Vosotros creéis que ‘todos los hombres’ son ‘dignos de ser salvados’; dignos de ser parcheados. Nosotros no. Creemos que el tiempo, el dinero y la energía que ahora se desperdicia en prolongar la mayoría de las vidas enfermas estaría mucho mejor empleado en promocionar la creación de las condiciones sociales que favorecieran el nacimiento de personas sanas. ¡Dejemos que las debilidades incurables sean extirpadas desde el principio, como entre los espartanos, como entre nuestros antepasados nórdicos, vikingos y otros! ¡Sitio para lo sano! ¡Sitio para lo fuerte —para las plantas que crecen victoriosas entre el viento y la tormenta, no en el calor uniforme y artificial de los invernaderos!
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“Esos niños que nosotros ‘pusimos a dormir’ de forma indolora porque ya no los podíamos alimentar por más tiempo, después de que tus bombas habían reducido a átomos nuestros servicios de transporte, eran un problema diferente. Encontramos amargamente irónico que ‘humanitarios’ —y es más, humanitarios tales que tomaron parte activa en la salvaje ‘cruzada’ mundial contra nosotros— nos reprochen semejantes actos de piedad ¿Acaso no es mil veces mejor una muerte indolora que la muerte por hambre —una vez que en cualquier caso la muerte iba a ser la solución inevitable? ¿Qué debíamos hacer, de acuerdo a tu código moral ‘superior’? ¿Mirar la agonía de los niños durante días y días, mientras tú continuabas echando fuego a nuestros suministros y bombardeando nuestras estaciones ferroviarias —y los hogares de los niños? Como poco, es extraño que semejantes personas de corazón tierno tal como sois vosotros no pensaseis en los ‘pobres niños’ antes, y os abstuvierais, por su bien, de bombardear nuestra tierra. Con seguridad, los niños estarían ahora aún vivos si no nos hubiéramos enfrentado con el más trágico dilema del hambre.
“Y ahora, hablamos de la contradicción alegada entre lo que tú llamas nuestra ‘humanidad hacia los animales y bestialidad hacia los seres humanos’. Te parece una contradicción, porque nos juzgas con tu escala de valores. Pero nosotros no tenemos tu escala de valores. No tenemos tu tonto encaprichamiento por el ‘hombre’ —pues el hombre no es otra cosa que una especie homogénea de la que se puede hablar en un santiamén. Nosotros no amamos sistemáticamente a todos y cada uno de los mamíferos bípedos en forma mayor que a los más nobles. ¡Al contrario! Amamos, más aún, respetamos un espécimen perfecto de la vida animal —un caballo, perro o gato hermoso, o una bestia salvaje con toda su majestad— infinitamente más que a un hombre personalmente deficiente o racialmente despreciable; una supuesta ‘criatura pensante’ que
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no piensa, o cuyos pensamientos son indignos, o peligrosos; especialmente si, en adición a ello, la criatura se interpone en nuestro camino en el campo político, tal como hicieron en forma mayor o menor, todas nuestras alegadas ‘víctimas’. Nosotros no veneramos al ‘hombre’ tal como es —el hombre en rebelión contra la Naturaleza y contra la sabiduría inspirada en la Naturaleza—, ni nos inclinamos ante ningún ‘Dios’ personal antojadizo y amante del hombre, concebido a la imagen del más indigno de los hombres—, ante un ‘Dios’ que ‘salva’ únicamente al hombre entre todas las criaturas vivientes (y ello, de forma más gozosa cuanto más pecaminosa es la criatura amada). Veneramos esa Divinidad impersonal e implacable que reside en todos los seres en la medida en que son sanos y bellos —perfectos; esa Divinidad que está más viva e infinitamente más cercana a nosotros en la magnífica aristocracia cuadrúpeda (en una negra pantera aterciopelada; en un tigre real de bengala), en los pájaros nobles, es más, en los árboles nobles, que en la mayoría de los hombres del mundo degenerado de hoy en día, incluyendo muchos engreídos ‘intelectuales de constitución enferma y cuestionable estirpe aria. El tigre real o d león, el águila, el inquebrantable roble, son, en cierta forma, nuestros iguales; nuestros iguales, o mejor nuestros equivalentes en un plano diferente —tal como el perfecto guerrero japonés o el caballeroso aristócrata árabe puro de sangre son nuestros equivalentes humanos fuera de la raza aria. Las masas decadentes de Menschenmaterial de distintos grados de bastardización que nosotros usamos (cuando pueden ser usados) o eliminamos gradualmente (cuando se demuestran inútiles) no son nuestros iguales ni nuestros equivalentes en forma alguna.
“En adición a esto, no olvidemos un punto importante: los animales, sea cual sea su descripción, no pueden interponerse nunca en nuestro camino en la lucha por el triunfo del Nacional Socialismo. Las personas —incluyendo Dios sabe
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qué millones de hombres de sangre aria extraviados o criminales— pueden; y lo hicieron, y lo hacen, y lo harán de nuevo a la siguiente oportunidad. No esperes que nosotros (cuando estemos en el poder y nos las arreglemos para ponerles la mano encima) las tratemos tan suavemente como a nuestros fieles caballos de parada y a nuestros perros policía. Una vez más: nosotros somos veneradores de la Vida jerarquizada; luchadores por el gobierno de los Mejores, en el interés, no del ‘hombre’, sino del esquema conjunto de la Vida. Nuestro objetivo no es ‘salvar al hombre’ (¡dejemos que el hombre perezca, si no puede convertirse en un dios sobre la tierra, o integrarse en nuestro mundo, regido por dioses sobre la tierra!). Nuestro objetivo es reconstruir, conscientemente, en contra de la corriente de milenios y milenios de decadencia, ese orden terrenal de la Verdad en el que el hombre perfecto sea de nuevo el rey sabio y benévolo de un mundo donde no habrá lugar para la enfermedad; reconstruirlo, o al menos preparar su próximo e irresistible retorno.
“Todos vosotros, que nos perseguís en el nombre de la ‘humanidad’, poned esto en vuestras pipas y fumadlo”.
Tal respuesta dejaría absolutamente clara la posición filosófica del Nacional Socialismo. La haría, no obstante —y junto con ella a Alemania, la Tierra privilegiada de su nacimiento—, más impopular que nunca en este amplio mundo de la Edad Oscura.
* * *
Este es el lugar para recordar a un gran alemán y a un gran ario, cuyo nombre se ha convertido, después de 1945, en los corazones de la mayoría de los no-alemanes (y diría que también en los de un número considerable de alemanes), gracias
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a la propaganda judía mundial, en el símbolo de toda abominación: el Reichsführer SS Heinrich Himmler. He dicho: de todas las organizaciones nacional socialistas, la SS es aquélla a la que los antinazis de los más variados matices odian al máximo. Ahora bien, de todos los hombres SS, Heinrich Himmler —“Jefe de todas las fuerzas de policía de Alemania, y posteriormente, Ministro del Interior, Reichskommissar para la ‘Consolidación de la Nacionalidad Alemana’; Jefe del Ejército de la Reserva; Jefe del Departamento de Prisioneros de Guerra, y durante un corto periodo de tiempo (en el final mismo de la guerra), jefe de una sección del ejército”1—, es al que todo el mundo odia al máximo. Esta vez digo “todo el mundo”, y no simplemente “los antinazis”, puesto que conozco bastantes nacional socialistas sinceros que en absoluto reverencian la memoria del Reichsführer, y ello lejos de cualquier razón personal que pudieran tener para que él les desagradara. Estiman que fue “demasiado duro”; en palabras de Georges Blond, demasiado “indiferente a las realidades humanas”. Así me lo ha dicho más de un antiguo guardián (o guardiana) de campo de concentración —tras haber sufrido durante años en las cárceles aliadas por haber ejecutado sus órdenes. Personas que sienten que ya es hora de hacer algo por llamar la atención sobre cualquier aspecto que pueda conducir a Adolf Hitler y al Tercer Reich a ser admirados por un Occidente crecientemente “anticomunista”, intentan, las más de las veces, en esa laudable intención, cargar en la cuenta de Himmler todos los “horrores” ampliamente comentados del régimen nacional socialista. Si no hubiera sido por ese “fanático glaciar”, el Movimiento de Hitler, originalmente tan sano y bello, nunca se habría “desviado”; nunca se habría convertido a Alemania en un “Estado policial”; y el mundo nunca habría tenido que afrontar atrocidades tales como las que fueron descubiertas en 1945 y que habían tenido lugar en los campos de concentración alemanes. Eso es lo que dicen ellos. ¡Uno
1 Paul Hausser: “Die Waffen SS in Einsatz”.
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creería que fue culpa de Himmler si los millones de tozudos y estúpidos del mundo creyeron en la propaganda de Roosevelt —y de Untermeyer— en lugar de las repetidas advertencias de Adolf Hitler, y prepararon —antes de 1945— la victoria de la Rusia Soviética!
Tal vez no sea particularmente “diplomático” rendir justicia al jefe de la Gestapo y destacar que su muy mal entendida dureza adquiere todo su significado a la luz del hecho de que él —él más que ningún otro, aparte del Führer mismo, actuó “contra el Tiempo”. Quizás tampoco sea particularmente “diplomático” recordar a la gente que Adolf Hitler le había otorgado su favor desde el principio, y precisamente —tal como bien afirma Georges Blond— “no tanto porque le encontrara destacadamente eficiente, uno porque reconocía en él al perfecto creyente nacional socialista”1; y que nunca retiró del Reichsführer SS esa confianza absoluta que había puesto en él —nunca, al menos, hasta la última semana misma de la guerra; hasta el 29 de Abril de 1945, cuando repentinamente le fue entregada la traducción de un mensaje del Servicio Nacional de la BBC relatando el intento de Himmler de negociar, sin sus órdenes, algún tipo de armisticio con los aliados occidentales. Ahora —ahora, cuando el mundo occidental, el mundo “libre”, el mundo de las “personas decentes”, debería ser dirigido sistemáticamente a olvidar la Gestapo y los campos de concentración alemanes, y el “antisemitismo” (o mejor anti-judaísmo) salvaje y elemental que es inseparable de la historia del Nacional Socialismo, y a recordar sólo la lucha de Adolf Hitler “por Europa”—, quizás no sea exactamente el deber de un nacional socialista acentuar que, aunque seguramente no conociera (no podía conocer) todas las medidas que Himmler (o cualquiera de sus subordinados) tomó en conexión con casos individuales, el Führer estuvo, y siguió estando hasta el final, en completo acuerdo con él en relación alespírituy líneas generales de su
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 182.
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actividad coercitiva: que, de hecho, cuando finalmente le retiró su favor1, no fue por haber sido “demasiado duro”, sino, por el contrario, por no haber sido suficientemente duro —no lo suficientemente inquebrantable— en una línea de acción diferente aun cuando paralela, es decir, en la última fase de ese desesperado combate “contra el Tiempo” que los dos hombres habían llevado a cabo juntos durante tantos años.
Yo sentiría de esa forma, y no mencionaría al Reichsführer SS en absoluto, si estuviera escribiendo un panfleto político, pensado para ser leído el día de hoy, y arrojado al fuego el día de mañana, tras haber servido a su único propósito de contribuir a llevar de nuevo al poder a mis camaradas alemanes. Yo estoy totalmente de acuerdo en que, en el tiempo en el que estamos, la memoria de muchos de aquellos que han rendido los más grandes servicios a la causa del Nacional Socialismo —si es necesario, incluso la de un hombre como Heinrich Himmler— debiera ser sacrificada a las exigencias de la política más inteligente posible, dentro del interés inmediato de la Causa. Pero es libro no es un panfleto político. Y ocultar esta particular verdad histórica relativa a Heinrich Himmler no serviría a los intereses del Hitlerismo a largo plazo. Su franco reconocimiento conduce en cualquier caso a una mejor compresión filosófica de la nueva gran fe “contra el Tiempo” (y también de la coalición mundial contra ella). Esta verdad debe, más pronto o más tarde, ser expresada. Pues no es otra cosa que la consecuencia de un dato fundamental, que la explica (e incluso explica el abrupto final de la colaboración larga y estrecha de Himmler con el Führer), y que es el siguiente: Heinrich Himmler fue lo que yo llamaré, por el bien de la conveniencia del discurso, el equivalente “rayo” del Führer —un hombre igualmente “contra el Tiempo”, a pesar de la enorme distancia que le separa a él, el discípulo bienintencionado, de Adolf Hitler, el Hombre “contra
1 En la medida en que sea genuino el documento publicado como “Testamento Político” de Adolf Hitler.
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el Tiempo”; un hombre igualmente idealista, tal como tantos sostuvieron que era en los primeros años del Movimiento y tal como algunos (que entienden su fe nacional socialista mejor que otros) aún se atreven a considerarle hoy en día, y no ese sujeto desleal y sin escrúpulos, devorado por el ansia de poder personal, que una propaganda perniciosa ha intentado hacer de él (en cualquier caso, no se tienen motivos para creer tal propaganda). Pero un idealista con apenas alguna de las cualidades “Sol” que el Führer poseía de forma tan eminente, y con todas las características “Rayo” —todos los rasgos de un hombre destinado a actuar de forma exitosa “en el Tiempo”— de las que él parcialmente carecía; un hombre “contra el Tiempo” mucho “más Rayo” que “Sol”, en claro contraste con Adolf Hitler.
El no fue —ni nunca pretendió ser— un Maestro. El carecía de esa tremenda intuición que dio a Adolf Hitler esa penetración en las realidades cósmicas. El careció de ese tipo estético de inteligencia que distingue a todos los creadores y a la mayoría de los profetas. El careció de ese tipo particular de sensibilidad que traza inequívocamente la línea recta entre el espíritu y la letra de una doctrina verdadera; y también de esa flexibilidad particular que le permite a uno evitar las generalizaciones precipitadas. Pero era un discípulo admirable —uno de los mejores que tuvo Adolf Hitler; un hombre de fe, quien no sólo se adhirió a la doctrina nacional socialista, tal como millones hicieron, en razón a los horizontes políticos que ella abría (porque era el único credo que podía salvar a Alemania), sino que la aceptó en su esencia, y ello, porque le impactó por ser verdadera: capaz de salvar Alemania, sin duda; pero, aparte de ello, absolutamente verdadera, eterna, independientemente de su éxito o fracaso en el plano material; un hombre que aceptó su idea básica de una jerarquía racial natural y de la eminente superioridad de la sangre aria; su escala de valores morales, totalmente enraizados en esa idea, y su
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negación categórica de la vieja superstición del “hombre” de patrocinio judío. Y un hombre de acción, que una vez que había abrazado ese credo (lo cual hizo de forma entusiasta, y muy al prinápio —cuando se tenía todo que perder y nada que ganar por proclamar la propia lealtad a él), iba a seguirlo con todo el fanatismo de un cruzado del siglo XI; a defenderlo con toda la dureza, el método, la sangre fría y la meticulosa minuciosidad de un Gran Inquisidor del siglo XVI. El aplicó, con desprendida exactitud y con mano de hierro, el principio expresado por Adolf Hitler en “Mein Kampf” —el principio firmemente aplicado, en el transcurso de la historia, por hombres “contra el Tiempo” o “en el Tiempo” que han triunfado a la hora de extirpar una vieja fe y forzar una nueva sobre naciones dinámicas—, la regla de todo luchador “en el Tiempo” y a fortiriori “contra el Tiempo”—: “El veneno sólo puede ser vencido a través de un contraveneno.... “La tiranía sólo puede ser rota a través de la tiranía, y el terror a través de un terror mayor”1. Pocos hombres famosos del Tercer Reich —aparte, por supuesto, del Führer mismo y también del Dr. Goebbels— estuvieron convencidos tan absolutamente como él de esta necesidad práctica. Pocos —aparte de los anteriores (y de Julius Streicher)— fueron tan intensamente conscientes como él del siniestro papel histórico de los judíos, más aún, del hecho de que ellos, desde hace siglos, han sido y continúan siendo, directa o indirectamente, el fermento de desintegración —los agentes naturales de las Fuerzas de la Muerte— en medio de todas las naciones arias.
Lo único lamentable es que a Heinrich Himmler no le fueran dados inmediatamente —el 31 de Enero de 1933— los plenos poderes que de todas formas iba a adquirir gradualmente (y a disfrutar, prácticamente sin control, sólo unos años más tarde —durante la guerra). En ese caso, muchos peligrosos “intelectuales” judíos que, a través de la palabra hablada y
1 “Mein Kampf”, edic. 1939; pág. 507.
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escrita, agitaron al mundo entero contra la Alemania Nacional Socialista, habrían sido enviados tranquilamente a Auschwitz sin billete de vuelta (o despachados de una forma menos espectacular pero igualmente segura) en lugar de ser autorizados a coger el barco (o el avión) que los llevó a Londres, Nueva York, Bombay, etc. En ese caso, ningún judío rico habría podido abandonar Alemania. Habrían trabajado duro —cavando canales, construyendo carreteras o picando piedras durante el resto de sus días— bajo la vigilante supervisión de hombres SS, en lugar de financiar, en todo el mundo, artículos periodísticos, libros, conferencias y movimientos de carácter antinazi. Y no sólo a los judíos, sino también a muchos alemanes enemigos del régimen les habría sido negada la oportunidad de convertirse, en los años posteriores, en los cómplices ocultos de Gran Bretaña, Estados Unidos y la Rusia Soviética en su lucha por aplastar el nuevo orden ario. Ese hermoso Orden Nuevo habría tenido, gracias a los métodos de Himmler aplicados a tiempo para su defensa, una oportunidad de vivir.
Estos métodos —y el espíritu tras ellos— están, en relación a su aplicación en la guerra, definidos en el bien conocido, y más vehemente criticado, discurso del Reichsfürer en Posen, en 1943: “..... Lo que le suceda a un ruso o a un checo no me interesa lo más mínimo .... Que naciones hostiles sean prósperas o que mueran de hambre me interesa sólo en relación con el número de sus ciudadanos que necesitemos como esclavos. Por lo demás, no me interesa. Que diez mil mujeres rusas puedan morir de agotamiento cavando una fosa antitanque sólo me interesa en la medida en que la fosa esté completada para Alemania ..... Cuando alguien viene y me dice: ‘Yo no puedo tener esa fosa cavada por mujeres y niños; ello les mataría, y sería por tanto inhumano’, yo respondo: “¡Eres tú el asesino de tu raza alemana! Pues si la fosa no está cavada a tiempo, soldados alemanes perecerán; y éstos son hijos de madres alemanas: hombres de tu propia sangre ....”.
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Este discurso ha dado, después de la guerra, toda cantidad de molienda al molino de la propaganda antinazi. Se ha olvidado de forma deliberada que es un discurso ce guerra, dado en uno de los momentos más críticos de una lucha a vida o muerte. También se ha olvidado deliberadamente, que el equivalente mismo de lo que Himmler dice aquí abiertamente ha sido practicado una y otra va en el transcurso de todas las guerras y revoluciones de la historia, sin que apenas haya sido redactado alguna va en forma tan áspera. Ningún luchador está precisamente interesado en lo que le pudiera suceder a sus enemigos—, todo lo que desea es derrotarlos. Y por lo que respecta a las mujeres y a los niños, se está obligado a usarlos como mano de obra esclava cuando ninguna otra está disponible y cuando el trabajo a realizar es urgente. Ni tampoco puede permitirse uno el lujo de ajustar el trabajo a la fuerza de cada persona cuando el trabajo ha de estar listo dentro de un plazo muy corto y preciso. Pretender lo contrario es una tontería. Ni uno solo de esos “humanitarios” a los que el discurso de Posen llena de indignación —¡eso dicen ellos!—, se sentaría a observar como los tanques enemigos arrollan a su propio pueblo, en lugar de tener cavado a tiempo por quienquiera que sea, incluyendo mujeres y niños si no hay mano de obra masculina disponible, una fosa antitanque que se cruce en su camino. Una vez más, tal como di cuenta en uno de los primeros capítulos de este libro: no se tata de la violencia, sino de la honestidad en la violencia, que decrece rápidamente en el final de la Edad Oscura; no se trata de la falta de piedad, sino de la admisión franca y honrada de su necesidad en cualquier lucha revolucionaria, más aún, en cualquier lucha sea del tipo que sea, si es que se desea tener una victoria duradera; la admisión de que “el veneno sólo puede ser vencido a través de un contraveneno” —en el presente caso, vencer al Marxismo a través del Nacional Socialismo, su único antídoto— implica, en la guerra, exactamente lo que Himmler aquí menciona, y en el
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dominio de la actividad coercitiva, campos de concentración y cámaras de gas (o su equivalente)1.
La razón por la que Heinrich Himmler es odiado de forma tan amplia y amarga no es en realidad porque él actuó de la forma implacable que se conoce —de esa misma forma implacable que, repito, ha caracterizado la decisiva acción histórica de todos los grandes luchadores “en el Tiempo” o “contra el Tiempo”: de aquellos gobernadores europeos que en su día forzaron el Cristianismo sobre sus subditos o sobre los pueblos que ellos conquistaron; de los primeros guerreros del Islam; de los mongoles en todas sus campañas; de los agentes de la Santa Inquisición que defendieron la Iglesia de Roma en contra de la herejía; de aquellos primeros Shoguns de la Dinastía Tokugawa que defendieron Japón contra el Cristianismo; de los hombres de la Revolución Francesa, y finalmente, de los colonialistas europeos que, voluntaria o involuntariamente (por irónico que pueda parecer en el caso de alguno de ellos), ayudaron a expandir la infección judeo-cristiana —y su consecuencia inesperada pero lógica: la posterior infección marxista— sobre todo el mundo. No se trata de que él hiciera esto o aquello (o mejor, que provocara que fuera hecho). Se trata de que admitió, más aún, proclamó, en tales palabras ásperas y brutales, la necesidad de su acción. Se trata, de forma más especial, de que su acción no fue realizada ni en apoyo de cualquier credo ya existente centrado en el hombre (ya fuese el Cristianismo, la Democracia “humanitaria” o el Marxismo), ni en el nombre de uno nuevo, sino por el triunfo de Alemania vista como la fortaleza de una inquebrantable fe “contra el Tiempo” centrada en la vida, por la gloria de esa fe cósmica (y no meramente humana); por la preparación del advenimiento y gobierno de los superhombres arios: dioses en la tierra.
1 Aquí es igualmente aplicable la nota sobre revisionismo histórico que se intercaló en el capítulo anterior (Nota del Traductor).
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El mundo de la avanzada Edad Oscura odia a los superhombres y es crecientemente anti-ario. Ama al “hombre” —al hombre medio; ¡cuánto más mediocre, mejor!—; al “hombre como el alegado favorito de “Dios” (y el favorito real de todas las filosofías enraizadas en el pensamiento judío o mezcladas con él); ama a la “pobre y sufriente humanidad”: a los enfermos incurables; a los tullidos; a los degenerados, y a los débiles viciosos de todas las razas, por quienes sacrificarían gustosos a todas las sanas bestias de la tierra. Cree en la “solidaridad humana”. Y cualquier desafiante negación a ésta última, como la contenida en el discurso de Posen, lo “conmociona” profundamente (lo que me conmociona profundamente es que, de entre todos aquellos que se sienten “indignados” por lo “monstruoso” del discurso de Posen, apenas ninguno —si es que hay alguno, haya permanecido en vela, aun cuando sólo sea durante media noche, pensando en los sufrimientos de las incontables criaturas sensibles e inocentes torturadas en las cámaras de vivisección del mundo entero con el fin de satisfacer la curiosidad criminal del hombre, o de ayudarle a “salvar” —o prolongar— las vidas de personas que no son dignas de ser salvadas, o por lo menos, de ayudarle a comercializar su diabólica capacidad tanto como sea posible, a expensas de esos pacientes. Esto no me anima a “amar a la humanidad”).
Pero hay más: el mundo de la avanzada Edad Oscura, cuya fe unificante es, cada vez más, la superstición del “hombre”, sintió, y todavía siente (aun cuando sea de forma oscura), que si Heinrich Himmler hubiese gozado desde el comienzo del régimen nacional socialista de los plenos poderes que tuvo en 1943, o mejor, si Adolf Hitler, quien realmente era más “Sol” que “Rayo”, hubiese poseído, junto con su visión divina, dinamismo y poder de síntesis —junto con todas la virtudes, energía y conocimiento de un gran creador “contra el Tiempo”, que también es, tal como ya establecí, un Hombre necesariamente “sobre el Tiempo”—, la destructividad fría,
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abstracta, exacta e indiscriminada —mecánica— de Heinrich Himmler, dirigida de forma incansable contra cualquier cosa o persona que se interpusiera en el camino del Nacional Socialismo; si hubiese poseído el distanciamiento del policía de Himmler a las “realidades humanas”, su desprecio hacia toda forma de matices y distinciones entre judíos y medio-judíos (o con una cuarta parte de sangre judía), por una parte, y entre antinazis de sangre aria de “mayor o menor” peligro, por la otra, la gloriosa fe de la Swastika habría triunfado. Y una gloriosa nueva humanidad aria, una aristocracia de dioses sobre la tierra, se habría alzado, apartando (y dejando morir de forma natural) o eliminando a los millones bastardizados que conocemos muy bien. Y habría gobernado la tierra en la justicia y en la verdad —de acuerdo a la escala de valores naturales eternos, que nada tiene en común con la moral cristiano-demócrata, social-demócrata o marxista.
Pero entonces, Adolf Hitler no habría sido Adolf Hitler: el anterior-al-último y más trágico de toda esa serie de hombres “contra el Tiempo” que se extienden desde el principio de la legendaria y lejana “Edad de Plata” hasta el final de la Edad en la que estamos viviendo. Habría sido, en nuestro Ciclo de Tiempo, la última encarnación de Aquél-Quien-regresa, edad tras edad, “para establecer en la tierra el Reino de la Justicia”; el último y plenamente exitoso, a Quien la Tradición sánscrita llama Kalki. Pues sólo El poseerá, matemáticamente balanceadas, y todas hasta el grado supremo, las virtudes que parecen incompatibles. Sólo El será, no meramente “tanto ‘Sol’ como ‘Rayo’”, sino igualmente “Sol” y “Rayo”.
Considerado bajo la luz de la verdad cósmica, el odio de este mundo de la avanzada Edad Oscura por Heinrich Himmler no es sino una expresión inconsciente de su tenor al invencible Destructor divino —Kalki— Que ha de venir. El Este y el Oeste
1 La Tetra Yuga de las Escrituras Sánscritas; la edad inmediatamente posterior a la “Edad de la Verdad”.
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—los marxistas y los antimarxistas, o los supuestos tales— sintieron de forma vaga (y todavía sienten) que, de haber tenido un poco más de poder “Rayo” —un poco más de “fría inhumanidad” como la que Himmler poseía—, Adolf Hitler habría sido El .... habría puesto fin a este Ciclo de Tiempo.
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Esto es tan cierto que, de todos los antínazis, los más justificados —los más naturales—, los más conscientes, los más determinados, y los que, con diferencia, mejor entienden la naturaleza política del Nacional Socialismo, a saber, los judíos, parecen haber sido conscientes de ello. En Diciembre de 1942, tras ruidosas manifestaciones en las calles de Jerusalem y tras un día de ayuno, se reunieron en el famoso Muro de las Lamentaciones y allí “invocaron la maldición judía del Antiguo Testamento”1 contra Adolf Hitler y tres de sus más estrechos colaboradores. ¿Cuáles? No Rudolf Hess, el idealista caballeroso; el hombre que había arriesgado su vida y perdido su libertad con el fin de intentar detener una guerra fratricida. Hess se parecía demasiado profundamente al Führer, poseía, como él, más “Sol” que “Rayo” en su composición psicológica, y por tanto no era temido; además, estaba, desde hacia ya año y medio, preso en la Torre de Londres. Tampoco Julius Streicher, aunque pocos fueron tan demostrativamente “antijudíos” como él. Pues los judíos son gente práctica —al menos cuando actúan sistemáticamente como nación. No ponen objeciones a que la gente sea antijudía; simplemente ponen objeciones a que sean peligrosos (desde el punto de vista de los judíos), y Streicher era precisamente demasiado demostrativo y demasiado impulsivo para ser peligroso. Incluso las historias que publicó en “Der Stürmer” estaban demasiado toscamente relatadas como para
1 Ver “Los diarios de Goebbels” (Nueva York, 1948); apunte del 18 de Diciembre de 1942, pág. 250.
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ser la última palabra en propaganda antijudía (¡de todas formas, los horrores judíos presentados como cosa corriente por los judíos mismos en el Antiguo Testamento sobrepasan a las anteriores!). No; los tres grandes alemanes que los rabinos de Jerusalem se tomaron la molestia de maldecir a través de inmemoriales sesiones de magia negra, fueron, junto con el Líder y Profeta del despertar ario,.... el Dr. Goebbels, Hermann Goring y Heinrich Himmler1: todos ellos idealistas; hombres “contra el Tiempo”, al servicio del mismo ideal que aquél, pero hombres que poseen, en un grado aún mayor que el suyo, las cualidades o ventajas que aseguran el éxito “en el Tiempo”: dureza unida a flexibilidad; una elocuencia conveniente y adaptable, que puede mentir convincentemente cuando es en el interés de la Causa; o ese extraordinario encanto personal —los modales, el intelecto hábil y la extravagancia principesca— que hizo el contacto de Góring con plutócratas extranjeros tan fácil y provechoso2; o la resoluta falta de piedad de Heinrich Himmler dondequiera que fuese necesario defender al nuevo Reich alemán, centro y fortaleza de una nueva y regenerada arianidad. Hombres que no eran precisamente como el Führer, pero cuyas capacidades completaban a la suya y seguían su creación, en la que todos ellos creían; hombres que a menudo podían, mejor que él, derrotar a las fuerzas de la Oscuridad con sus propias armas, ya sea con la amistosa sonrisa diplomática y las irresistibles palabras del engaño, o con la irresistible presión policial sobre los conspiradores hasta que éstos se desmoronaban y traicionaban los nombres de otros conspiradores y los detalles de la conjura —o morían. Hombres peligrosos, desde el punto de vista judío; hombres como los que Adolf Hitler necesitaba; personalidades tales que, si pudieran haber estado entrelazadas armoniosamente en la suya, le habrían hecho el Ser temido a Quien él sencillamente precede y
1 Véase la nota inmediatamente anterior.
2 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 290.
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anuncia: el último Hombre “contra el Tiempo”, Destructor de este mundo de la Edad Oscura.
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No es que Adolf Hitler careciese de elocuencia o que no pudiese, cuando quisiera, estar lleno de encanto. Más que ninguna otra cosa, su discurso inspirado y la fascinación que ejercía sobre las masas le llevaron al poder. Y su encanto personal le ganó muchos amigos. Pero la suya era la elocuencia devastadora y la fascinación genuina e hipnótica de un Profeta, no la astuta persuasión de un diplomático o de “un hombre de mundo” —o de ambos en uno. Las masas —las masas alemanas, que son genuinas y primitivas, fundamentalmente en la búsqueda de justicia— y la elite real —la aristocracia de sangrej de carácter, los hombres “contra el Tiempo”— le siguieron sin pestañear. Pero él no era el hombre adecuado para negociar con los taimados líderes de esta avanzada Edad Oscura, ya fueran de la rama capitalista o comunista. El lo intentó (¡cuántas veces extendió su mano a Inglaterra en un espíritu de paz!), pero fracasó. Y se abría un abismo entre todos los astutos diplomáticos profesionales y él; más aún, entre todos los hombres que aceptaban los “valores” de su Edad y él: un abismo que él (al igual que ellos) sentía infranqueable, pero que no existía (o que al menos no era tan obvio) entre esas mismas personas y Hermann Goring, por no mencionar a J. von Ribbentrop y otros hombres del Tercer Reich. Había momentos en los que el Führer era particularmente consciente de esta diferencia y de su aislamiento en medio de un mundo hostil que había desatado el infierno alrededor de él. Fue en uno de esos momentos cuando se dice que declaró —el 22 de Abril de 1945, en presencia del General Keitel y del General Jodl—: “Si llega la hora de negociar, Góring lo hará mucho mejor que yo”1.
1 Citado por Georges Blond en “L’Agonie de l’Allemagne”.
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Tampoco se puede decir que Adolf Hitler no pudiera ser despiadado, cuando se le colocaba ante circunstancias excepcionales. El probó serlo, de forma creciente a medida que la guerra se acercaba a su trágico final. Nada afianza esta afirmación de forma más precisa que las palabras que dirigió a todos los Gauleiters del Reich el 24 de Febrero de 1945, ordenándoles alzar al pueblo a una “marea de furia teutónica” contra los invasores del Este y del Oeste, de forma que el conjunto de la nación alemana pudiera perecer espada en mano, en lugar de rendirse. “Si el pueblo alemán cede”, dijo, llevando la lógica de la doctrina nacional socialista a sus conclusiones supremas, cualesquiera que éstas sean, “ello sólo mostrará que no tiene un vigor digno de su misión, en cuyo caso merece la destrucción”1.
No es una simple coincidencia que estas palabras fueran dichas en el vigésimo quinto aniversario de la fundación del Partido Nacional Socialista. Ellas expresan la reacción lógica y natural del Hombre “contra el Tiempo” ante la imposibilidad material de su sueño en esta Edad Oscura. La terrible política de “tierra quemada” que él ordenó en un nuevo comunicado remitido a los Gauleiters apenas tres semanas más tarde —el 16 de Marzo de 1945—, es un resultado de la misma. En esa orden, el Führer decretaba que todas las centrales eléctricas, plantas de gas, toda clase de centros de producción, minas, vías ferroviarias, canales, suministros de agua, existencias de ropa o comida, etc. fueran totalmente destruidas. Por otra parte, los generales recibieron órdenes de transformar en desiertos las regiones que tenían que defender hasta la muerte del último de sus soldados. Tenían que destruir no sólo los puentes, y todas las obras enumeradas en la orden dirigida a los Gauleiters, sino también los tanques de agua, los graneros plenos de grano .... cualquier cosa necesaria para vivir —cualquier cosa que pudiera
1 Citado por Georges Blond en “L’Agonie de l’Allemagne”.
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ser útil al enemigo. ¡Qué importaba si la gente que sobreviviese a los bombardeos y a las batallas muriese de hambre y de sed!1.
Estas órdenes nunca fueron llevadas a cabo. Albert Speer, Ministro de Industria y Armamento, hizo que nunca lo fueran. Y aunque llegó a saber esto, el Führer nunca hizo arrestar a Speer, ni insistió en la ejecución de sus propias órdenes. El posterior combate desesperado absorbió toda su energía. He citado los mensajes del 24 de Febrero y del 16 de Marzo de 1945 simplemente para dar cuenta de la luz que derraman sobre su reacción espontánea a un estado de cosas que no permitía esperanza alguna. Un episodio posterior es igualmente instructivo. Cuando se le informó, el 29 de Abril de 1945, que los rusos estaban avanzando hacia el corazón de Berlín a través de un corredor del metro situado por debajo del río Spree, Adolf Hitler ordenó que el corredor fuese inundado de forma inmediata. Había soldados alemanes heridos en él: soldados alemanes que habían luchado y estaban muriendo en razón a su amor por él y por su sueño del orgullo y poder ario. Así se lo dijo el General Krebs. El constructor del Tercer Reich, dominando sus sentimientos, replicó que no había más remedio, y mantuvo su orden, la cual esta vez fue llevada a cabo. Los alemanes heridos murieron ahogados junto a todo un batallón de rusos2 —sacrificados a la lógica implacable de la guerra total aun cuando, visto desde un punto de vista práctico, el sacrificio era inútil; aun cuando, de todas formas, la guerra estaba ahora perdida.
Hay más: parece que fue precisamente por no haber guardado hasta el final ese desapego suprahumano ante “los frutos de la acción” —esa actitud del guerrero que sabe que está derrotado, pero que sin embargo lucha y muere espada en mano—, por lo que finalmente apartó a Hermann Goring (el hombre que “habría negociado” mejor que él mismo; quien
1 Citado por Georges Blond en “L’Agonie de l’Allemagne”.
2 Episodio citado igualmente por Georges Blond.
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—sugieren algunos— estaba deseoso de negociar con los aliados occidentales) y descartó y condenó a Heinrich Himmler (quien, en el último momento, intentó realmente concluir un armisticio con ellos). Mandó fusilar a Fegelein —Gruppenführer SS, casado con la propia hermana de Eva Braun)— por haber intentado, sin permiso alguno, irse a su casa y sobrevivir así a la ruina del Reich. Aparentemente no hizo distinción entre Himmler, que había intentado negociar con los aliados para que Alemania pudiera vivir, y Fegelein, quien simplemente había intentado salvar su propia vida. En los últimos días de ese combate titánico contra las fuerzas coligadas del completo mundo de la Edad Oscura, toda discriminación y toda proporción perdieron su significado. Alemania y un alemán se convirtieron en lo mismo —o en aproximadamente lo mismo—, tal como un simple año o una simple hora son lo mismo en la eternidad del infinito.
Adolf Hitler condenó a Himmler precisamente porque él, “el perfecto creyente nacional socialista”, que le había seguido hasta tan lejos y durante tantos años —ya en la época en la que el Partido era pequeño e ilegal—, es más, que en muchas circunstancias había ido más lejos que él en el camino de la dureza indiscriminada, no le siguió hasta el final; no pudo, al parecer, entender como él, como Goebbels y como la admirable Magda Goebbels, la necesidad matemática de la Pasión de Alemania con vistas a la salvación terrenal de la raza aria y al restablecimiento último del Orden mundial divino (no importa cuándo y cómo); no pudo entender, como él, la necesidad del sacrificio de Alemania “en el interés del Universo” (Albert Speer tampoco lo “entendió”. También él se había resistido a la determinación del Führer de luchar hasta el final. Había impedido la ejecución de sus órdenes de “tierra quemada”. Y sin embargo, el Führer le perdonó. Cierto es que Albert Speer se había unido al Partido en 1933, tras su ascenso al poder, no como Himmler, diez años antes, cuando el éxito del Nacional Socialismo parecía incierto. Ni tampoco era ese defensor
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fanático de la doctrina nacional socialista que Himmler fue. Por otra parte, torturado moralmente por el pensamiento de haber roto su juramento de fidelidad a Adolf Hitler, Speer fue a él, y arriesgándose, le abrió su corazón. Es difícil determinar si el Führer habría perdonado el intento de Himmler de negociar con los poderes hostiles de haber acudido el Keichsführer SS a él y haber hecho lo mismo. Adolf Hitler esperaba más de él que de Speer o de cualquier otro).
La verdad es que la impiedad del Führer y la de Heinrich Himmler no eran de la misma calidad, o repitiendo lo que ya he acentuado de forma tan enfática, que Adolf Hitler era uno de esos heroicos pero infortunados Hombres “contra el Tiempo”, “más Sol que Rayo”, quienes, en tanto dure esta Edad Oscura, están avocados a perder, mientras que Himmler había ganado, de haber poseído algo del genio de Adolf Hitler. Himmler habría sacrificado desde el principio —cuando el sacrificio había tenido su mayor justificación práctica— a quien fuera y a lo que fuera al único objetivo. El no se habría preocupado por las pérdidas. Y habría ganado. Pero no habría sido “Kalki” —el Ultimo— a causa de todo ello; ni tan siquiera teniendo genio, puesto que carecía en una medida demasiado grande de las cualidades “Sol”. Entonces, el Nacional Socialismo, al igual que el antiguo orden ario en la India —o como el Islam primitivo—, se habría roto en pedazos al cabo de unas pocas generaciones, debido precisamente a esos compromisos con las Fuerzas Oscuras que son implícitos a toda victoria “en el Tiempo”.
Adolf Hitler no quiso una victoria semejante.
La única victoria que quiso era la definitiva —la única definitiva; la única que sólo El, el último Hombre “contra el Tiempo”, la última Encarnación del eterno Sustentador del Mundo con cuerpo humano (Kalki), puede conquistar.
Y sin embargo —pues tal es la ley de toda lucha sincera y genuina “contra el Tiempo”, que se afirma de forma cada vez más apremiante a medida que el tiempo avanza, y a medida que
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la Edad Oscura se acerca a su final—, él fue consciente desde el principio de la necesidad de esas cualidades “en el Tiempo”; de esas cualidades “Rayo” que todo nacional socialista implacable, y en especial Himmler, poseía de forma eminente”, que él mismo poseía en un grado muy alto, aun cuando no suficiente. El era consciente de su necesidad si, en sus propias palabras, “el veneno” debía ser “superado a través del contraveneno, la tiranía a través de la tiranía y el terror a través de un terror mayor”. El ha comparado más de una vez el ascenso del nuevo Movimiento con el de la primitiva Iglesia Católica, reconociendo de esa forma las sólidas capacidades mundanales de sus organizadores y luchadores —incluso las de sus luchadores espirituales— como una condición sine qua non para su desarrollo y triunfo a corto ya largo plazo. Puede parecer algo inesperado —por no decir irrelevante, cuando no absurdo— mencionar en esta relación una cosa tal como .... el simbolismo inmemorial de los colores. Todavía .... en esa Iglesia, la más poderosa de la Edad Oscura, que el Nacional Socialismo está dispuesto a combatir y a aplastar, pero cuya larga experiencia mundanal le iba a servir como objeto de meditación y de la que a su vez iba a hacer uso —tanto en el pasado como en el presente y en el futuro—, cada color ritual tiene su significado. El Papa, Cabeza de los fieles, está vestido de blanco, recordando así la pureza y lucidez espiritual del Iniciado —el Hombre “sobre el Tiempo”, cuya verdad extraterrenal ha sido distorsionada y explotada por el Cristianismo histórico. El escarlata, púrpura y dorado de los altos Dignatarios de la Iglesia también simbolizan estados de espiritualidad avanzada —el ideal al que se supone que aspira la Iglesia. Pero la Iglesia es una organización de este mundo —una organización en el Tiempo. Es la jerarquía militante que actúa bajo la inspiración y las órdenes del “Gran Inquisidor” de Dostoiewski, “para la mayor gloria de Cristo”, pero ciertamente de forma no acorde a la sabiduría de Cristo, la cual “no es de este mundo”. Y sus fuerzas combatientes reales —todos sus
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sacerdotes y casi todos sus monjes y monjas, que constituyen su fuerza en la lucha diaria contra todo poder contrario (o rival) y sus testigos obvios entre el pueblo —están vestidos de negro, el color de esta Edad: a lo sumo (en el caso de los dominicos), de negro y blanco —el color de esta Edad Oscura y de la Luz “sobre el Tiempo”.
Me impacta como un hecho extremadamente elocuente que la Swastika, símbolo de vida y salud1, y símbolo del Sol, a la que Adolf Hitler escogió para situarla en el centro de la bandera alemana —por no decir la bandera pan-aria, puesto que Alemania ha de seguir siendo, a la luz de la fe de Hitler, la cabeza de un Movimiento pan-ario—, era negra sobre un fondo blanco, más aún, negra sobre un disco blanco, en mitad de una superficie escarlata. Y esto es extraordinariamente remarcable si se asume que el Führer tomo su decisión de forma intuitiva, sin ser consciente de su significado (lo cual, sin embargo, personalmente no creo).
También es remarcable que, aunque las exigencias de la guerra impusieron el uniforme verde grisáceo (feldgrau) en las Waffen SS, la organización SS mayor —la “Allgemeine” SS, responsabilizada de la defensa interior del régimen— vestía de negro —el negro, repito, es el color que simboliza par excellence las Fuerzas Oscuras, que sólo pueden ser aplastadas a través de fuerzas de una naturaleza similar, el color que simboliza las ásperas cualidades “en el Tiempo” que los hombres SS iban a poner al servicio de un ideal de perfección de la Edad Dorada.
Lejos de considerar a la Swastika negro y a la indumentaria negro de los Caballeros de la nueva Fe como una “equivocación desde el punto de vista de lo Invisible” —menos aún como una “prueba” de “magia negra”—, veo en ellos signos de un conocimiento infalible de las leyes de la acción en el Tiempo; un conocimiento al menos tan profundo como el de los constructores de la Iglesia Católica; un reconocimiento del hecho de que sólo a través de cualidades “en el Tiempo” —a
1 Swasti, en sánscrito.
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través de esas cualidades “Rayo” que conducen al éxito a todos los agentes de las Fuerzas Oscuras y a la grandeza a todos los grandes hombres “en el Tiempo”— puede un Movimiento triunfar aquí y ahora, en esta Edad Oscura, especialmente cuando se está próximo a su final, y especialmente cuando se trata de un Movimiento en contra de su espíritu.
Y, repito —puesto que no puede quedar suficientemente repetido—: si todas estas capacidades y tendencias simbolizadas en la Swastika negra sobre la bandera alemana, y en el uniforme negro de los más duros defensores del Nacional Socialismo, hubiesen sido desplegadas al máximo, desde el principio, por el Hombre “contra el Tiempo”, Adolf Hitler (y no sólo las cualidades de impiedad y fanatismo, características de todo movimiento revolucionario en su juventud, sino también cualidades tales como astucia, engaño y desvergonzada carencia de escrúpulos, las únicas que pueden competir y derrotar a la astucia, el engaño y la egoísta carencia de escrúpulos de la humanidad de esta avanzada Edad Oscura); si, ante todo, hubiese sido solventada a tiempo la cuestión judía, no sólo con toda la impiedad de Himmler, sino también con toda la diplomacia necesaria, es decir, si los judíos —todos los judíos; especialmente todos los peligrosos, hubiesen sido neutralizados de forma silenciosa, sin que el mundo supiera de ello o fuera capaz de probarlo; si incluso hubiesen sido atraídos de alguna forma los judíos influyentes de países extranjeros, ya desde antes de la guerra, y, confiados, llevados a su perdición; por otra parte, si la cuestión de la colaboración de ciertos técnicos, capitalistas y funcionarios de alto rango cuyas convicciones nacional socialistas eran más que dudosas, pero cuyas capacidades necesitaba el Tercer Reich, hubiese sido atajada de forma a la vez más ruda y más flexible —tal como fueron manejados problemas similares por los comunistas en Rusia a su llegada al poder—; si Adolf Hitler también hubiese resultado ser más implacable y más flexible al mismo tiempo en sus
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negociaciones con el mundo exterior; si él, en lugar de mostrar, en los últimos días de la guerra, una impiedad materialmente inútil hacia su propio pueblo, hubiese aplastado a Inglaterra sin vacilación, sin pena, sin remordimiento, en 1940, y hubiera hecho a Rusia las más amplias concesiones posibles a costa de Inglaterra, con independencia del número de europeos (hermanos arios) que habría sacrificado a la conveniencia de Stalin (exactamente los mismos que Roosevelt y Churchill iban a sacrificar dos años más tarde, pero esta vez en contra del Reich alemán); en un palabra, si hubiese sido más el hombre extraordinario “en el Tiempo” que podría haber engañado a Stalin y aplastado a Inglaterra y Estados Unidos (o engañado a Roosevelt y Churchill, y aplastado a Rusia, en el caso de que ello fuera más ventajoso a largo plazo), es más que probable que el Estado Nacional Socialista todavía existiera.
Pero no iba a ser, por la sencilla razón que yo ya he dado —la razón que el mismo Adolf Hitler expresó, a su manera, a Hans Grimm en 1928—, a saber, que él, el Líder del Movimiento Nacional Socialista no era “el Líder Que ha de venir” —es decir, el último Hombre “contra el Tiempo”—, sino sólo el Anterior-al-último; el que iba a hacer “el trabajo preparatorio” (die Vorarbeit) pare Aquél que vendrá tras él.
El sintió —al no ser Aquél, igualmente “Sol” y “Rayo”— que si permitía a los hombres implacables (y astutos) a su alrededor actuar desde el principio en la forma en que éstos querían, el Estado “contra el Tiempo” que él deseaba construir degeneraría muy pronto en sus manos (o muy pronto tras él y tras ellos) en un Estado ordinario “en el Tiempo” —tal como el noble y guerrero Estado Islámico primitivo rápidamente degeneró en el triste y corrupto Califato, más aún, Califatos, de los que nos habla la historia, tras el gobierno del santificado Ali.
Antes que una victoria semejante —la única posible para cualquier gran Hombre “contra el Tiempo”, salvo el Ultimo—, él prefirió el terrible riesgo (y pronto, la terrible realidad) de la
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derrota heroica. Y afrontó la derrota, plenamente consciente de su significado, en el espíritu de la acción obediente y desapegada (aparentemente inútil, y con todo espiritualmente necesaria), que es la de ese otro Hombre divino “contra el Tiempo” Que habló en el Campo de Kurukshettra, miles de años atrás.
Sus hombres SS —al menos aquellos que eran dignos del nombre— la afrontaron en el mismo espíritu. Era natural a ellos. Leemos, en uno de los libros extranjeros más imparciales escritos sobre los mismos —en ese libro de Georges Blond ya citado—, la siguiente afirmación: “La guerra, la guerra moderna, con su poder de muerte y su inhumanidad esencial, era para ellos un placer. O si no exactamente un placer, sí al menos la forma de vida más interesante, la única realmente interesante. La mayoría de los hombres de la Waffen SS ni tan siquiera se plantearon en sus mentes la cuestión del posible resultado de la guerra: todo lo que les interesaba era que esta continuase”. Y el autor francés añade: “Tal era el resultado del fanatismo nacional socialista unido al adiestramiento”1. Nosotros vemos en la actitud de los hombres SS ante la guerra el resultado de la gloriosa Sabiduría Aria de la Acción desprendida, que es tanto la suya como la del Bhagawad Gita. Nos recuerda los versos del Libro de los Libros: “observando tu propio deber, no debes temblar; pues no hay nada más grato a un Kshattriyaque una guerra justa”2; “Felices los Kshattriyas que alcanzan semejante lucha, ofrecida de forma inesperada como una puerta abierta al Cielo”3; “Matando, tú obtendrás el Cielo; victorioso, tú disfrutarás la tierra; por tanto, ¡levántate, hijo de Kunti, resuelto a luchar!”4; “Tomando por igual placer y dolor, ganancia o pérdida, victoria o derrota, cíñete a la batalla; de esta forma no incurrirás en
1 Georges Blond: “L’Agonie de l’Allemagne”; pág. 106.
2 “El Bhagawad-Gita”, II, verso 31.
3 “El Bhagawad-Gita”, II, verso 32.
4 “El Bhagawad-Gita”, II, verso 37.
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pecado”1. Ello nos recuerda que los hombres SS —los auténticos: la elite de la Nación privilegiada a partir de la cual Adolf Hitler intentó hacer una Nación “contra el Tiempo”— son guerreros arios: “Kshattriyas” de Occidente. Y si “el fanatismo nacional socialista unido al adiestramiento” fortaleció o creó en ellos semejante actitud, deberíamos decir que “el fanatismo nacional socialista unido al adiestramiento” hizo genuinos “Karma Yogis” a partir de ellos.
Por otra parte, alrededor de ellos y tras ellos, el grueso del pueblo del Führer, que tenía que seguir viviendo y cumplir sufriendo su largamente emplazada misión histórica, tuvo, más o menos, la misma actitud e hizo lo mismo. Todo auténtico discípulo de él hizo —y hace— la mismo, de acuerdo a su conciencia; todos, desde los mártires de Nuremberg —aquellos que fueron colgados y aquellos quienes, hasta el día de hoy, están presos—, hasta el alemán leal más humilde; hasta el ario leal más humilde de otras tierras que cree en él; todos, empezando por los tres hombres que tuvieron el honor de ser maldecidos, junto con él, por los rabinos de Jerusalem en Diciembre de 1942 —los tres, dos de los cuales habían sido, desafortunadamente, arrancados de él en la fiebre de los últimos días de la guerra (el Dr. Goebbels, junto con su esposa e hijos, murieron en el histórico “bunker” en la forma heroica y voluntaria que es conocida; Heinrich Himmler fue asesinado —tiroteado, y posteriormente, arrojado ignominiosamente a un pozo negro por soldados británicos2— unos pocos días más tarde, y Hermann Goring se autoenveneno en la noche del 15 al 16 de Octubre de 1946, tras haber pasado todo el infame proceso en el banco de los acusados, y haber justificado ante sus jueces, y ante la posteridad, en un espléndido discurso final, a Adolf Hitler y al Tercer Reich Alemán, así como al aristocrático ideal supragermano y suprahumano que ambos encarnan para siempre).
En las cárceles y campos de concentración aliados, tras la
1 “El Bhagawad-Gita”, II, verso 38.
1 La propia viuda de Heinrich Himmler me ha dado personalmente la confirmación de este hecho.
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guerra, y en medio de las condiciones atroces bajo las que toda Alemania iba a vivir durante años, empezó la purga inclemente. Las Fuerzas impersonales de la Luz y de la Vida, cuyos caminos son misteriosos, usaron a los torturadores judíos y a los verdugos aliados —y a los políticos y hombres de negocios cuyo interés era oprimir a Alemania durante todos estos años— para clasificar y separar, dentro de las filas nacional socialistas o en las supuestas tales, el trigo de la paja.
Hubo meses y meses de salvaje persecución, durante los cuales una multitud de mártires sellaron con su sangre su lealtad al Hombre “contra el Tiempo”. Debo recordar a uno —a uno entre miles: el camarada digno y portavoz de millares: un joven SS, guardián en el campo de concentración de Belsen, a quien los británicos y sus acólitos judíos torturaron en Abril de 1945, con la esperanza de obtener de él una información que desconozco. Una tarde, él fue llevado a la enfermería, irreconocible: con la mirada perdida: su mandíbula colgando; sus huesos rotos; su cara y cuerpo en carne viva, sangrando abundantemente a través de la carne desgarrada. Fue colocado sobre una cama. Y un oficial británico dijo a los doctores alemanes: “Aseguraros de que dure hasta mañana por la mañana: hemos de intentar una vez más hacerle hablar....”. A mitad de la noche, el joven llamó a la enfermera que estaba a cargo. El no podía moverse; a duras penas pronunció una palabra. Ella se inclinó sobre la cama. El suspiró: “¡Heil Hitler!” y entregó su alma. No conozco su nombre, pero he pensado a menudo en él —y en otros— y he recordado el verso de la Canción de Horst Wessel: “Camaradas asesinados por la reacción y el frente rojo” —por todos los agentes de las Fuerzas Oscuras— “marchan en espíritu junto a nosotros en nuestras filas”.
Incontables episodios semejantes han tenido lugar en Alemania (en Schwabisch Hall1 y en cualquier otro lugar) y en todas las tierras de Europa y Rusia. Y están los mártires que
1 El lugar en el que fueron torturados los hombres SS implicados (o acusados de estar implicados) en el notorio “caso Malmedy”. Ver el informe del juez americano Van Roden publicado en 1948.
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murieron, y quedan aquellos que sobrevivieron —quienes, hasta el día de hoy, están esperando en las prisiones de Alemania Occidental y Europa Occidental: en Werl; en Wittlich; en Landsberg; en Breda; en Fresnes, etc....., en Spandau y en los campos penitenciarios de Rusia y Siberia; trabajando como esclavos en las minas de los Urales; en los helados yacimientos de oro de Kolyma, y esperando; esperando una liberación que nunca llega. Quedan los miles de civiles que no están —o que ya no están— en prisión, pero que no tienen sitio en un mundo en el que la fortaleza de toda esperanza “contra el Tiempo” —el Tercer Reich Alemán— ha desaparecido.
Algunos de ellos —cada día más— ceden; cambian gradualmente; se dejan absorber en el mundo antinazi, feo y triste de posguerra. Unos pocos resisten y siguen siendo —más fuertes a medida que la riada se expande y brama a su alrededor— rocas victoriosas —rocas invencibles— en mitad de la siempre creciente riada. No hacen ruido; no se habla de ellos; no son mencionados. Trabajan y viven; aparentemente “al igual que otras personas”; en realidad, como nacional socialistas. No olvidan, no perdonan, y aprenden todo cuanto pueden. Guardan en el interior de sus corazones, y viven acorde a ellos, los mandamientos de la nueva fe del orgullo ario y la Verdad cósmica, expresados por Alfred Rosenberg, el mártir: “Se valiente. Nunca hagas nada indigno. Ama a Dios en todas las criaturas vivientes, animales y plantas. Guarda tu sangre pura ....”. Se reúnen de cuando en cuando, en cuanto pueden —y leen los trabajos de Nietzsche, de Rosenberg y de Fremsen, pero en especial el “Mein Kampf” de Adolf Hitler. Y comentan entre ellos las palabras eternas. Recuerdan y cuentan a sus hijos el mensaje de esperanza —el secreto de lo invencible; la llamada al poder— de una de las últimas frases del libro del Führer: “Un Estado que, en la Era de la contaminación racial, se consagra al
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cuidado de sus mejores elementos raciales, está avocado a convertirse un día en el señor de la tierra”1.
Trabajan. Esperan. Viven. Son, en esta entenebrecedora Edad Oscura, el elemento irreductible “contra el Tiempo”. Toman gradualmente plena conciencia de sí mismos, de su significado y de su misión, dentro de un pequeño número de iniciados tal como aquél que me dijo, el 28 de Octubre de 1953: “Plasta 1945 éramos un partido. A partir de 1945 nos hemos convertido en el núcleo de una nueva gran fe. Hemos descubierto quiénes somos, y Quién es nuestro Führer”.
Viven. Se casan con arios puros de sangre de la misma fe que ellos. Tienen hijos —puesto que la Raza privilegiada debe continuar existiendo, y el Reich, su fortaleza en Occidente, debe reconquistar su poder. Educan a sus hijos en la misma fe de Hitler, a pesar de todas las dificultades. Les enseñan a estar orgullosos de ser, ellos también, miembros de la pequeña comunidad pura y sana —indestructible. Los dan en matrimonio a otros jóvenes dignos, quienes, junto con ellos, llevarán a la comunidad una generación más allá en su camino hacia el poder y la gloria final.
Son, por supuesto, mayormente alemanes; es más, hay una muy alta proporción de antiguos hombres SS entre ellos. Pero también hay unos pocos no-alemanes —de forma que se cumplan las palabras del Führer: “En el nuevo mundo que estamos construyendo, importará poco si un hombre procede de Austria o de Noruega, a condición de que sea un ario puro de sangre”2 (hubo durante la guerra divisiones SS no-alemanas —incluyendo una hindú— combatiendo por el Tercer Reich Alemán y por la Causa Aria). Y los no-alemanes respetarán a la Tierra de Hitler como la Tierra Sagrada de Occidente.
El conjunto de la fiel comunidad es ya una comunidad pan-aria. Pero una comunidad pan-aria consciente del lugar y significado de Alemania en la historia de Occidente y
1 “Mi Lucha”, edic. 1939, pág. 782.
2 Adolf Hitler: “Tisch Gespráche”, publicado tras la guerra.
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especialmente en la historia de estos últimos años; consciente de la deuda de la raza aria al Reich —Nacional Socialista— el Estado “contra el Tiempo”. Sus miembros están dispersos por toda la Tierra. Pero la joven fe “contra el Tiempo”, la fe de Hitler —esa que ningún esfuerzo de desnazificación puede matar, puesto que es la expresión moderna de algo eterno—, es el vínculo entre ellos, dondequiera que estén.
Viven y trabajan en silencio, recordando a Adolf Hitler.
Viven, y esperan. Siendo o no conocedores de ello, están esperando a Kalki; Kalki, el último Hombre “contra el Tiempo”, Aquél a Quien Adolf Hitler predijo en 1928; el Vengador Que les dará a ellos —o a sus hijos— el mundo.
15 de Febrero de 1956.
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