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CAPÍTULO I
LA FILOSOFÍA DE LA CRUZ GAMADA
“Tú has puesto a cada hombre en su sitio. Tú has creado a los hombres diferentes en aspecto y lengua, y también en su color de piel. Como un divisor has dividido a los pueblos extranjeros”.
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Ekhnaton
(Largo canto de alabanza al sol, unos 1400 años a.d.C.)
“Mediante la corrupción de las mujeres progresa la mezcla de las castas; mediante la mezcla de las castas, la pérdida de la memoria; mediante la pérdida de la memoria, la falta de entendimiento; y mediante esto progresa todo Mal”.
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Bhagavad-Gita
“Todas las grandes culturas del pasado perecieron solo porque la primitiva raza creadora murió por septicemia”.
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Adolf Hitler (Mi Lucha, I, Cap. l)
Un movimiento como el Nacional-socialismo preparado para dirigirse a millones de personas, no obtiene a todos sus partidarios por la misma causa. Ello no tiene importancia mientras el movimiento se encuentre triunfante. Pues cuanto más obtiene, tanto mejor. Incluso el hombre que se adhiere al Partido por ventajas materiales puede ser de utilidad. Sus hijos —siempre que sean de sangre irreprochable— pueden ser mejores nacional-socialistas, así como él mismo puede ser adoctrinado para llegar a serlo.
Pero solo de aquellos solitarios que mantienen la idea nacional-socialista como algo fundamental y lleno de vida —de esos
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solitarios que encuentran en ella la expresión perfecta de su propia filosofía de la vida, solo de esos solitarios se puede aguardar que la conserven en cualquier caso. No pretendo que estos sean los únicos que probablemente se aferren a ella. Un sentimiento de obligación, un compromiso cortés frente a su glorioso pasado, una conciencia de agradecimiento frente a un régimen que les concedió grandes privilegios mientras existió, pudiera naturalmente inducir a otros miles de hombres a permanecer fieles al régimen en medio de rigores inimaginables. Y a estos miles se debe elogiar. Sin embargo ningún deber de respaldo es tan apreciado como el que se basa en la imposibilidad física de ser infiel a la propia persona. “No se puede causar un final por la fuerza a una Weltanschauung —una visión global, una filosofía— mientras el arma no lleve en sí una nueva regulación espiritual” (Mi Lucha, I, Cap. 5). Estas son exactamente las palabras del fundador del Nacional-socialismo. ¡Y hoy suenan como verdaderas después de veinticinco años! Los verdaderos nacional-socialistas —esos que pueden resistir, y que resistirán y que por fin unidos en una sola fuerza llegarán a destruir un mundo momentáneamente victorioso— esos que son no sólo el aspecto político del Nacional-socialismo, sino también en los que la concepción nacional-socialista sobre los hombres y la vida es tan natural, que ninguna otra Weltanschauung podría agradarles tanto —por mucho “don de gentes” que contenga, por muchos elogios que se le puedan hacer en el mejor entendimiento del arte de la propaganda.
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La concepción nacional-socialista del hombre y de la vida es del todo “nueva”. Sus primeros representantes en esta tierra fueron sin duda los antiguos visionarios de la humanidad, y los principios en los que descansa, son tan antiguos como la vida misma. Sólo el movimiento nacional-socialista es nuevo; no sólo nuevo, sino único en su clase. Él es, en la total evolución de Occidente, el único ensayo sistemático para construir un Estado —aún más, un Continente— en el diáfano reconocimiento de las leyes sempiternas, que dominan el
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devenir de las razas y la creación de la cultura, el único ensayo racional para poner término a la decadencia de una raza superior, y consiguiente y forzosamente a la oscuridad. Él es el movimiento “contra el tiempo” par excellence —el movimiento contra el viejísimo curso descendente de la historia— consciente del camino único, por encima de la corrupción y la fealdad de nuestra época degenerada, de regreso a la alegría y al esplendor de cada gran comienzo, por el que fue perseguida la más noble de las naciones de Occidente.
Pero para poder apreciar exactamente toda su nueva fuerza y bellezas innovadoras, se ha de llevar en el espíritu la eternidad de la filosofía que le sirve de base, es decir la filosofía que yo denomino, la filosofía de la cruz gamada.
Esta filosofía no la posee cualquier hombre. Es la conciencia lúcida de la verdadera grandeza; la de los que son capaces de sentir —la de los antiguos legisladores arios de la India védica y postvédica hasta Adolf Hitler hoy— la sabiduría del Cosmos; la filosofía del sol, que es a la vez padre y madre para la tierra.
Pues el hombre no es ninguna otra cosa que un elemento del Cosmos —“un sol engendrado”— como lo expresa un excelente escritor inglés1. El hombre no se puede colocarse impune ante las leyes; contra esas leyes escritas y sempiternas que dominan la vida en su totalidad. Especialmente, no puede menospreciar las leyes que regulan la cría y desarrollo de las razas, esperando escapar de las consecuencias, que automáticamente, antes o después, llegarán. No puede cometer “ese pecado contra la voluntad del creador, que significa la degeneración moral y física” (Adolf Hitler).
La filosofía cristiana —mejor aún, la filosofía de todas esas religiones internacionales, para cuyos partidarios, toda persona puede llegar al mismo nivel de igualdad con todos sus semejantes— pone énfasis en el espíritu, en el “alma”, en el aspecto “no-material” del hombre (ya que este alma presuntamente eterna y remota es de mucho valor) a costa de la parte efímera, del cuerpo. Ella olvida que el único medio de traspaso por la vida: el cuerpo, también tiene parte
1 Norman Douglas: “How about Europe?”
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en la divina eternidad; que él no es sólo el templo del espíritu sagrado, sino también el creador pormenorizado de la descendencia de esa conciencia que es el espíritu sagrado en el ser individual, y en la raza en su sentido más extenso.
Las religiones más antiguas en el mundo —ninguna de ellas era internacional, sino que fueron todas reguladas por el pueblo, de cuyo centro nació una sabiduría sobrehumana— pusieron de relieve la importancia fundamental del cuerpo humano, el carácter sagrado del acto carnal; las obligaciones y responsabilidades del cuerpo, no sólo y de manera aislada frente al alma, para la cual el cuerpo era considerado como su medio de desarrollo, sino también frente a pasadas y futuras generaciones; frente a la raza, que es por así decirlo, frente al Cosmos, del que la raza es una parte. Mantenían, por todos, el culto privado a los antepasados, y el culto público al héroe de cada pueblo, prohibiendo matrimonios ilícitos como un pecado contra los muertos y los no nacidos —contra la Vida eterna. Ellas reconocían como una cosa natural la desigualdad determinante de las razas humanas y la perfecta heterogeneidad de los sexos.
No hemos imitado simplemente a los antiguos. Jamás cosa viva alguna puede ser sólo una imitación; y precisamente el movimiento nacional-socialista está en verdad lleno de vida; más aún: él es la única verdadera fuerza vital y el renacimiento del semimuerto mundo actual, pese a la momentánea victoria de los enemigos. No, no hemos imitado a los antiguos. Hemos llegado a ser otra vez conscientes de la sabiduría de todos los tiempos a la que la vida debe aspirar, gracias a la inspiración de ese Dios entre nosotros los hombres: Adolf Hitler; de que desde esa sabiduría paulatinamente olvidada se puede volver a perseguir el comienzo del pasado histórico hasta la creciente decadencia de la humanidad, y particularmente, hasta el ocaso de las naciones arias. De nuevo hemos llegado a ser conscientes del hecho de que “Dios sólo está en la sangre pura”1. Y hemos regresado de la religión creada por el hombre, de la moral construida por él, y que dominó en al menos los últimos mil quinientos
1 Wulf Sörensen: “Die Stimme der Ahnen” (La voz de los Antepasados).
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años la conciencia occidental, hacia una orientación casi religiosa relacionada con la vida, a una actitud moral basada en la desigualdad de los derechos y la diferencia de los deberes para cada uno: se basa en el ser individual y las razas, así como en una concepción política que proclama los derechos soberanos —y obligaciones— de las razas superiores y de las más altas personalidades de cada raza. Y nos lo hemos marcado como meta: primero, un lugar indiscutible en este mundo para los mejores —para la élite racial del género humano— y luego hacer un sitio estable para el resto de los vivientes bajo el amparo de los mejores.
Ello es tan cierto que los sabios y ortodoxos representantes de una parte del mundo fuera de Alemania —en la India hindú, donde la tradición aristocrática, aunque algo entumecida tras el paso de los siglos, nunca se extinguió— en más de una ocasión han juzgado al Nacional-socialismo con una comprensión más clara que la mayor parte de europeos. Les asombraría a muchos alemanes nacional-socialistas si supiesen con cuanto entusiasmo se daban gritos de júbilo en esa lejana tierra por las victorias del Führer en la última guerra. Sin duda alguna este entusiasmo venía como expresión, en gran parte, de la hostilidad hacia la dominación británica. Pero también se debía a otra cosa que aún había cimentado más profundo, mucho más profundo. Provenía como expresión de seis mil años de ser los antiguos e intrépidos súbditos leales a la clara, poderosa y verdadera raza superior de los arios, a los más nobles, a los adoradores del sol y de las auroras boreales, a los que antiguamente abandonaron hacía mucho tiempo su desértica Patria ártica1, los Vedas, y fundaron la civilización que todavía imprime su carácter en la India; era el reconocimiento de que el espíritu de esos antiguos sagrados arios había despertado en sus más legítimos y modernos descendientes y se encontraba triunfante, allá en la lejana Europa.
1 Lokamanya Tilak: “Die arktische Heimat der Veden” (La Patria ártica de los Vedas).
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La India pronto dejaría de ser “el último bastión de la cultura aria”, como algunos predicadores hinduistas de la resurrección la denominaron. La cultura aria conquistaría de nuevo Europa bajo el dominio de uno de estos hombres que surge solamente una vez en la historia del mundo. La victoria de este hombre —la victoria de los arios sobre la “Mlechha”1, el triunfo del Ideal de la jerarquía racial sobre la uniformidad democrática, la victoria del liderazgo inspirado sobre la vanidad del rebaño testarudo— sería también la victoria de la India; porque lo mejor de la tradición india fue el antiquísimo obsequio de la raza inmortal de este hombre. A pesar de que todo esto no se sabía exteriorizar, sin embargo así lo sentíamos muchos de manera más o menos confusa. Ya más de un hindú había entendió que la verdadera naturaleza del conflicto europeo no estaba entre Alemania e Inglaterra, sino entre el Nacional-socialismo y todas las formas de democracia, entre la auténtica organización aria y la de los judíos; ya más de uno veía, como antes dije, al artífice del resurgimiento occidental, Adolf Hitler, como a un “devata”2; es decir, un iluminado, un ser sobrehumano, la moderna personificación del Salvador aclamado periódicamente. Lo he oído decir así a algunos de ellos hasta en público.
Pero en la conciencia nebulosa de las masas analfabetas de la India se despertó en esos días notables inspiraciones. Pienso una y otra vez en lo que me dijo ese joven criado —un muchacho de unos quince años— en aquellos días gloriosos de los años cuarenta: “Admiro también a su Führer”. Y cuando le pregunté si sólo lo hacía por esa razón, porque el Führer se encontraba victorioso, el chico me respondió: “Oh no, le admiro y amo porque precisamente lucha para reemplazar en Occidente la Biblia por el Bhagavad-Gita”. Se había enterado de esta excepcional noticia en una conversación en el mercado de pescados de Calcuta. Me quedé estupefacta. Pues esta noticia, aunque estuviera llena de palabras fantasiosas, era en el fondo sin embargo del todo exacta.
1 Palabra empleada en el antiguo sánscrito para designar a las razas más innobles.
2 Divinidad.
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Y traje a mi pensamiento las palabras de la antigua leyenda sánscrita del Bhagavad-Gita: “Mediante la corrupción de las mujeres progresa la mezcla de las castas; mediante la mezcla de las castas, la pérdida de la memoria; mediante la pérdida de la memoria, la falta de entendimiento; y mediante esto, progresa todo Mal”. Expresado en lenguaje moderno: de la educación uniforme se desarrolla la progresiva mezcla de diferentes razas (siempre en detrimento de la raza superior). Mediante la mezcla llega la extinción de la memoria racial —la ignorancia sobre los propios antepasados y el propio yo— y por ello, la falta de comprensión para con los propios derechos y los deberes personales —para con el propio sitio natural en el mundo—, siendo sus consecuencias: “todos los males imaginables”, ruina y muerte.
Sí, es cierto lo que se expresa en este texto inolvidable en contraposición a todas las religiones e ideologías de la igualdad, de que el “Nuevo Orden en Europa” significó el restablecimiento de la organización aria; la victoria de la filosofía de la cruz gamada sobre la de la cruz, de la media luna o sobre la de la hoz y el martillo, y a fin de cuentas sobre la fuente de propagación del deshonor y de “todo Mal”. Ciertamente fue Adolf Hitler quien condujo la guerra para defender este nuevo orden en contra de los cómplices de la desintegración que tenían planeado aniquilarle. Se tenía la certeza de que desde hacía siglos no había vivido un hombre tan notablemente activo en el este y oeste que combatiese con tanta abnegación y fidelidad por las enseñanzas del Bhagavad-Gita como él lo hizo. Es un milagro, que un Pueblo tan remoto llegase a exteriorizar un juicio tan sencillo y enérgico sobre esta verdad.
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La idea capital del Nacional-socialismo es la de que sólo en la nobleza natural de la sangre, en el primitivo fundamento de las cualidades innatas de la raza se sitúa el secreto de lo Grande. Es absurdo preguntar porque una raza está dotada de más facultades que otra; porque una raza tiene personalidades creadoras y la otra
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no. Es lo mismo de tonto que asombrarse de porque un plátano no es un roble. El sol mismo, que es el responsable de todas las desigualdades entre los hombres y entre todas las especies vivientes, tiene establecido desde la eternidad cual debía ser la raza creadora —par excellence— sobre este planeta. Es por esta razón que se ha equiparado el emblema solar —la Swástika—, que existe desde tiempos inmemoriales, con el movimiento nacional-socialista. Tras Adolf Hitler estaba la voluntad divina del Sol, que así lo había decidido.
Es realmente asombroso apercibir como todas las declaraciones de Hitler que conciernen a la superioridad de los arios en todo el mundo y en todos los tiempos, son históricamente acertadas —y más aún cuando, en la época en que el Führer escribió su célebre libro, nada había visto del mundo fuera de Alemania (sin contar los campos de batalla de Y pres y otros lugares donde él había luchado como soldado en la 1a Guerra Mundial) y nunca tuvo mucho tiempo para estudiar.
Escribió con su corazón. Pero en el otro extremo de mundo, bajo el firmamento exótico, monumentos extranjeros que erigían sus majestuosas líneas en medio de bosques de cocoteros, himnos y poesías en lenguas extranjeras, atávicas conmemoraciones y tradiciones consagradas de pueblos extranjeros —quizás, algunos de ellos le eran desconocidos en 1923— anunciaban la verdad sobre la cual escribió. Pinturas y esculturas en templos indios del sur, danzas sagradas de dramas a lo largo de la costa de Malabar, frisos en muros derruidos de Angkor-Vat, historias que hasta el día de hoy son narradas una y otra vez por toda la India, Java y Bali, perpetúan la gloria del luminoso héroe Rama, cuyas proezas antaño colmaban con admiración al este y al sur, y al que hoy mismo veneran como un Dios los descendientes de las razas subyugadas. Cuando se recuerda la inspiración divina tras esas obras de arte y tradiciones, entonces uno no se puede extrañar de la precisión de esa audaz síntesis sobre la totalidad de la humanidad que había escrito el moderno paladín de las razas arias en la fortaleza de Landsberg (cerca de la población de Lech): en once capítulos de la primera parte
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de “Mi Lucha”. En efecto, siempre se admire los vestigios palpables de una gran cultura (suponiendo que se tome el trabajo de retroceder lo bastante lejos en el pasado) se llega a la compresión de que esta cultura proviene de la gloriosa raza creadora del Norte, y pertenece a ambos: los rubios combatientes que eran venerados en las epopeyas sánscritas (y fueron representados por el arte de sus admiradores meridionales en las paredes de los templos dravídicos y palacios camboyanos), y el autor mismo de “Mi Lucha” y su amado Pueblo.
Todo el Asia debe más o menos su cultura a la influencia del ideario indio. Y este ideario —ideas sánscritas— no es nada más que el florecimiento del alma aria o nórdica en un entorno tropical. Y si como algunos eruditos creen, también se puede probar que las mismas influencias engendraron las culturas de la antigua América, para las que la Swástika era asimismo sagrada, y que el mismo hecho, sobretodo “la paulatina desaparición de la originaria raza creadora” mediante la mezcla de castas ha ocasionado su ocaso, entonces sólo por esto se tiene la prueba de cuan extraordinaria es la inspiración histórica de Hitler y cuan firme como la roca, basándose sobre él, el Nacional-socialismo.
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Algunos dicen que la grandeza de Hitler está en el hecho de que evocó el patriotismo alemán como jamás antes ningún otro lo había hecho. Los que odian a Alemania, esos que tienen un interesado afán por tener a Alemania en el fondo o que opinan por cualquier medio tener tal interés, odian precisamente a esta tierra. Pero en realidad su grandeza está situada aún más allá. Pues el patriotismo alemán que Él despertó no es aquel en el que se educa tradicionalmente siempre a todo rey europeo desde que existen estados independientes en Europa. Es una visión especial de una muy amplia, profunda —y natural— sensibilidad. Es la expresión de la conciencia universal aria en el Pueblo alemán —es Alemania, la que ante todo, debe recuperar su privilegio en Occidente— y que sobrepasa por encima de todas sus fronteras; es también la expresión del orgullo conjunto de todos aquellos que ahora desean, aún viviendo
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muy alejados de su original tierra nórdica natal, reclamar el derecho de pertenecer a esa raza ciertamente noble y bella, a la que el mundo debe agradecer lo mejor de su cultura.
Jamás hasta ahora nación alguna había experimentado un progreso como este —un nuevo despegue triunfante de la juventud; en Alemania se vivieron de hecho las alegrías y cantos de libertad bajo la magia de la personalidad magnética de Hitler, y ello incluso a pesar de una influencia perniciosa por más de mil quinientos años. Pero no sólo en esto se encuentra la totalidad del “milagro alemán”. Está asimismo —Incluso tal vez más— en el hecho de que arios de todo el mundo (siendo pocos, pero los mejores entre todos ellos) aclamasen a Hitler y con ello a Alemania, como paladines de sus derechos y como los elegidos por el destino para colmar por fin sus antiquísimos anhelos. Se encuentra en el hecho de que durante la guerra los ingleses fueron dichosos de sufrir por la idea nacional-socialista en K.Z.’s 1 de su propio país, en que hombres de diversas nacionalidades se mantuvieron en pie junto a Alemania durante la guerra —incluso franceses2— y muriendo por ello; que en 1942 en la remota India algunos hombres y mujeres esperaron con alegría ver marchar al ejército alemán de Rusia a través de Afganistan por la senda de la victoria, que ya habían recorrido seis mil años antes los primeros conquistadores arios —por el Paso de Khyber— para encontrarse en Delhi a sus aliados japoneses; y en que tras esta guerra aún una exigua minoría de arios no alemanes permanece firme y sufre hoy todavía, estando preparada para mirar cara a cara al suplicio y la muerte en la satisfacción de desafiar a los perseguidores del Nacional-socialismo en el suelo de la Alemania ocupada.
Esta fama universal de Adolf Hitler indica bastante claro que la doctrina nacional-socialista sobrepasa Alemania, aún cuando se originó en Alemania, y como en ninguna otra parte hubiera podido surgir esta doctrina tradicional en su forma moderna. Como ya dije, esta doctrina es la verdad perpetua sobre las leyes de la vida y la evolución
1 Campos de concentración.
2 Como Robert Brasillach, que fue fusilado el 6 de febrero de 1945.
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Mapa de la India
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de las razas humanas, desde el punto de vista de la raza nórdica.
No existe duda de que la raza nórdica presenta una nobleza natural. Al mismo tiempo que una nobleza física. Sólo se necesita contemplar a sus representantes para asegurarse de ello, especialmente a los más puros tipos germánicos entre los alemanes y suecos; tal vez físicamente los hombres más bellos del mundo. Además constituye como conjunto, una aristocracia del carácter. Quien convivió una vez con escandinavos, alemanes y verdaderos hombres ingleses o de otras nacionalidades, le bastó para descubrirlo del todo. Nobleza en la afectuosidad es también un signo en muy atrayente de esta superioridad. Y que de hecho perdura en este caso. El mejor argumento de esto consiste en que podemos observar a los niños de pura sangre nórdica con un afecto natural muy marcado hacia los animales, incluso ya antes de que fueran estimulados para ello. ¡Comparesé esto con la crueldad natural de los niños de otras razas, con escasas excepciones! Un niño alemán o inglés de cinco años detiene un gato para acariciarle, o quisiera ofrecer un poco de comida a un perro en la calle. Una niña de cinco años de la zona mediterránea o de Oriente Medio arroja una piedra al perro o arrastra al gato de la cola, o hace a veces todavía algunas cosas peores. La insensibilidad de los adultos frente al sufrimiento de los animales —en todas partes del mundo, excluidas unas pocas tierras en las que predomina la sangre nórdica— es realmente espantosa, por no hablar de la innata falta de atención de la mayor parte de los niños.
Esto sólo bastaría ya para confirmar la creencia en la superioridad de los verdaderos arios, y despertar la firme confianza en que después de tres o cuatro generaciones de buena educación y una bien calculada reproducción, podría desarrollarse una raza de Superhombres; los artífices de la civilización de la nueva Edad de Oro, que se correspondería con los sueños de Nietzsche y del apreciado amor de Hitler. Esto sería suficiente para afirmarnos en el convencimiento de que la misión quela Alemania nacional-socialista se había planteado —el fortalecimiento sistemático de la raza de señores para sostén de una inigualable supercivilización en Europa—
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era ya un esfuerzo realmente impagable, y hoy todavía lo es.
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Esta misión, como sabe cualquiera, comenzó en Alemania mediante la promulgación de un cierto número de leyes naturales que aspiraron a crear en todo el mundo una inmejorable cría final (y de este modo prevenir la decadencia física y moral de la raza) y a inculcar una nueva educación consciente. Cuando se trae a la memoria que en 1933 Adolf Hitler tomó las riendas del poder y que Inglaterra, como dócil instrumento del judaísmo internacional, le declaró la guerra en 1939, uno ha de asombrarse de los logros extraordinarios conseguidos en el corto plazo de seis años. Ningún Dios habría podido conseguir más en tan corto espacio de tiempo.
No obstante las medidas tomadas no habrían sido suficientes para mantener al Pueblo por siglos en el camino ambicionado sin una nueva —y muy antigua— perspectiva religiosa, expresión del alma nórdica renacida. Esta nueva visión sacra —que despertaba— se habría desarrollado junto a otros ajustes nacionales del Estado. El hombre más importante del movimiento —Adolf Hitler-era consciente de ello más que cualquier otro. Y no meros teóricos, como Alfred Rosenberg1 y profesores del nuevo ideario, como Ernst Bergmann2 y otros, sino pensadores audaces, prácticamente alineados, como el Dr. Joseph Goebbels, que han subrayado una y otra vez la necesidad de preparar un final a la influencia de las iglesias cristianas de cualquier tendencia cuando el Nacional-socialismo alcanzase un triunfo permanente.
En efecto, el hecho de que no se dedicase la atención necesaria, debido a la guerra contra los agentes extranjeros del judaísmo, a la lucha contras las iglesias —en particular la lucha contra la iglesia católica, el más amargo de todos los adversarios del Nacional-socialismo
1 Autor del célebre “El Mito del siglo XX”.
2 Profesor en la Universidad de Leipzig bajo el régimen nacional-socialista; autor de: “25 tesis de la religión alemana”.
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en el interior del país— se ha de contemplar como la causa principal de la pérdida de la guerra. Tras la guerra las iglesias han expresado claramente su postura frente al vencido Nacional-socialismo, manifestando que tuvieron responsabilidad en su derrota y que esperaban conseguir un vasto poderío de sus ruinas.
Pero en el odio instintivo que todos sentimos contra las iglesias cristianas, está aún más presente en la medida en que él nos permite tomar conciencia de nuestra propia responsabilidad. Las iglesias como instituciones “de este mundo” con intereses económicos y apetencias de poder, son bastante ruines. La misma “Weltanschauung” cristiana es el peor de los enemigos de Nacional-socialismo. No sirve de nada querer olvidar este hecho “para no asustar” a la gente; no se puede al mismo tiempo ser nacional-socialista y cristiano de cualquier confesión. Es absurdo que se comporte así aquel que lo sepa. Sería un desperdicio de tiempo poner de relieve ejemplos concretos de hombres y mujeres, que así lo hicieron. Gente así, bien son malos cristianos, bien malos nacional-socialistas, o bien ambas cosas; serios, pero hombres ilógicos que se engañan asimismos, o canallas inteligentes que procuran engañar a otros.
Se necesita sólo cinco minutos para reflexionar sobre esto, para comprender que una enseñanza que gira en torno a la raza y la personalidad, es imposible que pueda ir cogida de la mano de una enseñanza que proclama que todas las almas humanas son igual de valiosas a los ojos de un dios que odia el orgullo. Quizás algún día las iglesias consideren la oportunidad de concertar con nosotros algún compromiso, siempre que lo viesen favorable. Pero no puede haber compromiso alguno entre el cristianismo (o dicho de otro modo, religión referida a la igualdad entre hombres cualesquiera) y la filosofía de la Swástika. Cuando triunfemos al fin, el cristianismo estará obligado a desaparecer, tanto si gusta o no a todos esos amigos nuestros que todavía hoy portan en sí el carácter de una formación cristiana. El cristianismo debe irse de tal modo que el alma nórdica, devastada hace más de mil años, pueda nuevamente vivir y ambicionar
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en la fuerza y en el orgullo de su recobrada juventud, de manera que Alemania y todas las tierras en las que la sangre aria está aún viva, puedan desarrollar su propia conciencia religiosa (la conciencia que habría vivido, si Roma y Jerusalem no hubieran tomado contacto con ellos).
La religión del ario renacido debiera tener mucho en común de manera natural, la del norte europeo precristiano con aquella que en la India es de origen y espíritu semejantes, y que hasta la fecha ha mantenido la tradición viva de los Vedas. La religión debe ser sobre todo de un Pueblo sano, orgulloso y consciente de sí mismo, que está acostumbrado a combatir y preparado para morir, que sin embargo entretanto es feliz de vivir, y que tiene la certeza de vivir para siempre en su raza inmortal; una religión cuyo punto central es el respeto por la vida y la luz y con ello el culto a los héroes, el culto a los antepasados y el culto al sol, en la que el sol es venerado como manantial de toda alegría y fuerza en este mundo. De hecho tiene que ser la religión de la alegría y de la fuerza, y también del amor; no ese amor morboso de la humanidad enfermiza y pecadora a expensas de la más maravillosa naturaleza, sino un amor hacia toda belleza viviente, a los bosques y los animales; a los niños saludables; a nuestros leales camaradas en cada campo de acción; a nuestros Jefes y Dioses, sobre todo a la sublime Divinidad, la cual es fuerza vital personificada en el sol (el “disco conteniendo calor y luz”, a fin de citar las expresivas palabras del más grande adorador del sol de la antigüedad1. La religión de los renacidos arios debe ser tal que el pensamiento cristiano de la “concepción pecaminosa” deje paso a la “concepción del honor y la alegría” dentro de la noble raza, en la que el único “pecado” (además de todas las formas de cobardía y traición) es el pecado de la inmoral procreación —el pecado contra la raza—.
El conflicto entre el Nacional-socialismo y las iglesias cristianas de nuestro tiempo no es otra cosa que un fenómeno de la lucha durante siglos éntrelos credos de la vida, que presuponen la jerarquía
1 Faraón Ekhnaton de Egipto, 1400 años aproximadamente a.d.C.
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natural de las razas humanas y de los individuos (lo mismo que la de las especies animales) y que tratan al hombre como un componente de la naturaleza viviente, y los credos “antropocéntricos” que deniegan las intransformables diferencias de las cualidades entre una raza humana y otra, mientras por otro lado presuponen un falso abismo entre la humanidad como un todo y la restante creación. La actual dirección de la fe “antropocéntrica” “par excellence” —el comunismo— no es ninguna otra cosa que la natural y lógica consecuencia de la democracia occidental, que se basa en la “voz de la mayoría”, como varias veces demostró el propio Adolf Hitler. Pero la democracia occidental por su parte no es otra cosa que la natural y lógica consecuencia de una enseñanza cristiana secular. Toda la verborrea sentimental de Rousseau y el posterior absurdo de la “igualdad de derechos” para todos los seres humanos (absurdo al que la Revolución Francesa tiene que agradecer su prestigio dentro y fuera del país), habría sido inimaginable en una Europa pagana. Desde el comienzo de los desatinos judíos originarios sobre el absurdo de la “igualdad de derechos” de todas las almas humanas, se va deduciendo la “dignidad para todos los hombres” a los ojos de un dios filantrópico que habría permanecido imparcial.
Esa que entre nosotros comprendemos perfectamente y a la que me referí como la filosofía de la cruz gamada —expresión tomada de su aspiración más profunda— es la única filosofía satisfactoria que puede afrontar con serenidad las adversidades inmediatas y futuras. Ninguna propaganda democrática humanitaria o cristiana, ya sea directa o encubierta, puede cambiar a estos hombres. Ellos constituyen esa minoría elegida de verdaderos nacional-socialistas, que a su alrrededor, algún día, —tras un cercano derrumbamiento— se agruparán los últimos intrépidos de las razas arias, para comenzar un nuevo ciclo histórico bajo las ideas inmortales de Hitler.
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