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INTRODUCCIÓN


¡En toda época, cuando el derecho es pisoteado, cuando dominan malos gobiernos, entonces vengo yo otra vez nazco nuevamente en esta tierra, para salvar al mundo!

Bhagavad-Gita


Todo un Pueblo, toda una Nación se siente hoy fuerte y feliz, porque en ustedes este Pueblo no sólo ha resucitado el Führer, sino también el Salvador”.

Hermann Göring
(Discurso en Nürnberg, el 15 de septiembre de 1935)
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Dioses, es decir, Superhombres inspirados de lo divino —no nacen cada día, cada siglo. Y cuando efectivamente vienen y viven y obran de manera maravillosa, no los reconoce todo el mundo, cualquier nación. La nación así bendecida los conserva en su espíritu, siguiendo hasta el amargo final, tanto en la victoria como en la desgracia, a estos hombres divinos que en ella nacieron. Esta nación ambicionará en belleza, fuerza y alegría, y al final triunfará sobre los poderes de la muerte, mientras el resto del ingrato mundo desordenado permanecerá tendido a sus pies.

Hace treinta años se podía pensar que los días de los Dioses habían pasado para siempre; que la promesa que había sido dada al mundo en el libro de los libros —el Bhagavad-Gita— nunca más se cumpliría; esa humanidad se volvió, día tras día, degenerada, despreciable, necia, más enfermiza y más fea; se había vuelto un ser incapaz de servir a —para crear— la encarnación del nuevo envío divino a nivel internacional. En Oriente como también en Occidente, incluso las razas superiores estaban en completa decadencia; agotadas del todo;


1 Día de la promulgación de las leyes raciales.

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pero a pesar de su cercano final volvió aún a brillar.

El mensaje sobre el triunfo de la vida —promesa de Dios— nunca nos puede dejar parados. Las palabras que dijo el Eterno Conservador del mundo en Kurnkshetra1 —nadie sabe para que tiempo se dijeron—: “Vengo de nuevo . . .”, no fueron dichas inútilmente. Contienen lo mejor para cualquier época y país en los que todavía viva una raza noble y veraz que quiera dar testimonio del cumplimiento de estas palabras, que quiera admirar y adorar el retorno del Salvador, levantándose entorno a él (aún agotada y vencida por las tenebrosas sombras de la muerte). Cuando la justicia es pisoteada, cuando dominan los malos gobiernos —si toda esperanza está irrecuperablemente perdida— entonces brilla —ya está esperando— el Salvador, inadvertido por la muchedumbre, dispuesto a manifestar —se nuevamente.

Al término de la Primera Guerra Mundial, de la Alemania rota se alzó el hombre que estaba predestinado a infundir una nueva fuerza, un nuevo orgullo, con un nuevo soplo vital pleno de alegría, no sólo a su propio Pueblo, sino a la élite racial de todo el mundo; el más grande europeo de todos los tiempos: Adolf Hitler.

Sólo, sin riquezas, únicamente con el amor de su enorme corazón, una indomable voluntad y la inspiración de la eterna sabiduría; sin ninguna otra fuerza que el poder vencedor de la verdad; sin ninguna otra ayuda que la de los Dioses invisibles; de los que era el único elegido, realizó aquello que ningún otro hombre hubiera podido soñar. Levantó de nuevo a Alemania no sólo de la pobreza, esclavitud y corrupción —del polvo— a la altura de las grandes potencias, sino que se convirtió en el anunciador de una idea maravillosa, de una meta sempiterna y universal. Durante unos breves años —hasta que el judaísmo internacional consiguió soliviantar a las fuerzas de la estúpida mayoría de la humanidad contra él— pudo mostrar al mundo la obra maestra de su genio creador: una Supercivilización, una creación perfecta, en la que el hombre fue calado por una religión en los más altos valores, siendo totalmente


1 Campo de batalla en la alta India, donde fueron dichas las palabras del Bhagavad-Gita.

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consciente del verdadero sentido de la vida. Nunca se había hecho algo parecido, ni siquiera en la Antigüedad: el primer paso hacia el nuevo orden en Europa estaba dado; en la Alemania nacional-socialista él era el precursor encarnado de una nueva “Era de la Verdad” en la evolución del mundo.

Si Alemania hubiera salido victoriosa de la Segunda Guerra Mundial y se hubiese extendido la visión de Hitler sobre toda la esfera terrestre, —o no se hubiera producido ninguna guerra y la Idea hubiese ganado terreno lenta y constantemente mediante la mera fuerza a la llamada por la nobleza natural del mundo, ¡qué clase de lugar tan maravilloso hubiera llegado a ser este planeta en menos de una o dos generaciones!. Habríamos presenciado entonces la inteligente dominación de los mejores sobre un mundo que hubiera sido ordenado precisamente en el mismo espíritu que dispusieron los luminosos, fuertes y sabios conquistadores —los arios o los nobles— de la India desde hace tiempos muy lejanos, cuando el orgullo nórdico aún viviente en su corazón, se unía con el recuerdo a su Patria ártica y lejana.

Entonces habríamos observado la jerarquía natural de las razas humanas —e individuos—, como un componente de la jerarquía natural de todos los seres. Esta jerarquía, fijada por el sol, sería entonces otra vez implantada allá por doquier donde según las palabras del Bhagavad-Gita: “la corrupción de las mujeres ha provocado el caos de las castas”, conservada y puesta de relieve gracias a la ley, en una de nuevo instituida religión natural; en efecto “una nueva tierra y un nuevo cielo”; el renacimiento del mundo bajo el símbolo del sol.

Los hombres fueron demasiado necios y vulgares para comprender la belleza de esta visión. El mundo —las razas arias mismas en su mayor parte— rehusó el regalo de amor y genio de Hitler y le pagó con el desagradecimiento más lúgubre. Pocos Grandes han sido injuriados tan despiadadamente por sus indignos contemporáneos. Nunca un Único de la historia fue tan completamente mal entendido, tan sistemáticamente engañado y sobre todo tan propagadamente odiado.

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Ahora, se ha impuesto externamente la voluntad de los instrumentos de la descomposición en todas sus formas. La orgullosa y bella Alemania nacional-socialista yace en ruinas; cientos de los más fervorosos colaboradores de Hitler están muertos. Y los millones que le vitoreaban todavía hace un par de años con entusiasmo —que se elevó casi a la adoración— están ahora enmudecidos. “Es la tierra del miedo”, fueron las palabras que en 1948 en Saarbrücken me dirigieron, como expresión de la entera situación en la Alemania ocupada. Y nadie sabe donde se encuentra Hitler, en el caso de que él deba estar aún con vida.

Sin embargo la religión nacional-socialista que se basa en la verdad y es tan antigua como el sol, nunca podrá extinguirse. Vivo o muerto, Adolf Hitler nunca puede morir. Y antes o después su espíritu debe vencer.

Este libro está dirigido a todos sus verdaderos seguidores, dentro y fuera de Alemania; a todos aquellos que en 1948 estaban adheridos a los ideales nacional-socialistas del mismo modo inquebrantable a como lo hicieron en 1933 y 1940.

Pero está especialmente dirigido a los alemanes que preservaron la fe en nuestro Führer bajo lluvias de fuego y bombas de fósforo, que los aviones anglo-americanos hacían caer sobre ellos, noche tras noche, durante cinco años; durante los cuales, le veneraron y amaron en medio de espantosas condiciones de vida de postguerra, que les fueron impuestas por sus enemigos, bajo humillaciones de toda índole, bajo persecuciones y pasando hambre; en campos de concentración o en la desoladora miseria de sus viviendas deshechas —a pesar de todos los locos ensayos para desnazificar; a los hombres de oro y acero, no desalentados por la derrota, no sometidos mediante terror y tortura y que no pudieron ser comprados con dinero; a los verdaderos Nacional-socialistas, mis Camaradas, mis jefes, que como ellos lo hicieron, no tuve el honor material de sufrir por nuestro Ideal, a los únicos entre mis contemporáneos, por los cuales moriría alegre.

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Doy gracias a todos los amigos de dentro y fuera de esta tierra, que me han ayudado a preparar junto con ellos al resurgimiento de nuestro Orden Nuevo.

No puedo nada más que dar las gracias también a aquellos de nuestros enemigos, que sin saber lo que hacían me posibilitaron la venida a Alemania. También —excepcionalmente— obraron como herramientas de esas potencias invisibles, que desde ahora mismo preparan el camino para la definitiva victoria de la cruz gamada.


¡Un saludo brazo en alto!
Savitri Devi Mukherji
a, 3 de octubre de 1948, Alfeld an der Leine (Baja Sajonia)