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CAPÍTULO V

LA DESNAZIFICACIÓN


Males al que te ataca.
Tu ciudad lo soporta. Pero quien te ataca, perece.
El sol del que te ama, no se extingue.
¡Oh, Amon!

(De un himno a Amon, que fue escrito para la sumisión de la religión solar y se encuentra conservado en el Museo Británico).


Todo intento de combatir una Weltanschauung con fuerzas coercitiva as fracasa al final mientras no logre para la lucha un nuevo principio universal”.

Adolf Hitler
(Mi Lucha I, Capítulo V)



En todos los tiempos —desde el final de la inmemorial Edad Dorada en la que predominaba el concepto recto de la vida y la auténtica religión de la verdad en todo el mundo— se han producido grandes disputas de fe, guerras de religión en una u otra forma. Una de las más antiguas de tales guerras conocida por nosotros es la lucha entre la eterna religión solar, la del faraón Ekhnaton que fue restablecida como religión del Estado, y la religión egipcia de Amon, en el siglo XIV a.C. Nuestra Guerra —la 2a Guerra Mundial— fue también una guerra de religión ligada a una guerra económica (todas las guerras que son examinadas y planeadas por gobiernos plutocráticos, deben ser necesariamente guerras económicas). Se combatió tan intensamente como en las guerras de religión de todos los tiempos. Y como era de esperar se presentaron (en ambos bandos) los mismos síntomas de las minorías del Pueblo hacia el propio país del que formaban parte, pugnando nuevamente por su

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propia ideología; en Inglaterra y hasta en Francia (lo que es aun más destacable) existían minorías nacional-socialistas que anhelaban la victoria de Alemania, porque luchaba por la causa aria (del mismo modo que hubo católicos en Inglaterra en el siglo XVI que desearon la victoria de los españoles, ya que España representaba el partido de la iglesia romano-católica). Por otro lado, hubo en Alemania en la última guerra una minoría de demócratas y comunistas que deseaba el triunfo de las naciones aliadas, y a ello contribuyó para lograrlo. Las ideologías se elevaron y se elevan siempre por encima de las fronteras y lo harán en el futuro. Pero en la 2a Guerra Mundial termina toda analogía entre el reciente conflicto de ideas y las otras guerras europeas en el Medievo o en tiempos más recientes. Este conflicto de las dos formas democráticas aliadas contra el Nacional-socialismo no tiene nada en común en el fondo con alguna guerra ideológica entre cristianos. Es al contrario, tras muchos, muchos años, la primera fase de la reanudada lucha entre el espíritu verdadero del cristianismo y el del paganismo inmortal; entre el culto a la humanidad enferma y el de la alegre, eternamente joven y dura filosofía solar; entre la Weltanschauung referida a la humanidad y la suscrita a la vida; entre el viejísimo espíritu internacional del judaísmo (que se impuso por su parte en el cristianismo, en la socialdemocracia y en el comunismo) y el espíritu ario. El espíritu ario en Alemania coincide casi con el espíritu nacional; pues está fraguado este último no en las fronteras nacionales, sino que se trata de la religión de la raza, la religión de la vida en todos los Pueblos de origen germánico. Había por tanto en la última guerra mundial más una guerra de creencias como algo trascendental, que una querella sobre dos interpretaciones contradictorias de la misma Biblia extranjera.

Mientras que las minorías que en ambos lados de acuerdo con su fe se encontraban contra su país en las guerras de religión entre los cristianos, podían ser acusadas de traición vistas desde el criterio nacional, ciertamente no podría ser el caso de las minorías arias que en Inglaterra, Noruega, Holanda, Francia y en algún otro sitio pugnaban

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por la victoria de Alemania durante esta guerra, pues habían erigido la orientación nacional tradicional; no una concepción confusa de un desconocido, sino la positiva, natural y viva realidad de la raza ante la que la nacionalidad misma pierde toda su sustancia. Desde el angosto pero inspirado punto de vista nacional no menos que desde el amplio punto de vista racial, ellos no eran los traidores en cada nación aria, sino traidora era la gran masa mal orientada que creyó la propaganda anti-alemana y sus dirigentes criminales que efectuaron este tipo de propaganda —la gente que tomó en consideración, arbitrariamente o involuntariamente, dejar en manos del judío la guerra contra los precursores de su propia causa, contra los defensores de su propia raza. En cuanto a los anti-nacional-socialistas de sangre alemana son naturalmente los peores de todos los traidores, y es la calificación mínima que pueden recibir ya que lucharon contra su propia raza en esta guerra; su crimen es tanto más grande, como cuanto que tuvieron una ocasión única para saber y comprender (simplemente con haberlo querido) que la esencia de su verdadera naturaleza estaba en juego.

Ahora bien, puesto que esta primera etapa de la antiquísima y revivida contienda ha terminado con nuestra derrota, ninguna otra cosa se podía esperar de los representantes victoriosos de ambos modelos democráticos, sino el que intentasen borrar toda huella de nosotros, e impedir nuestro resurgimiento. Y lo intentan realmente con toda dureza. Nunca en la historia del mundo se había producido un experimento como el suyo para acabar con una ideología —aparte tal vez de la persecución hace cerca de tres mil años de la religión solar bajo Tutankhamon, y particularmente bajo Horemheb, en Egipto. “Mal a tus enemigos, oh Amon”, coreaban los sacerdotes del dios egipcio en Kamak cuando maldecían solemnemente la evocación del iluminado rey Ekhnaton. “Mal a tus enemigos, ¡oh Amon!. Tu ciudad lo soporta, pero aquel que te ataca, perece”. El hombre que había pugnado por la filosofía solar contra la filosofía de los intereses ocultos, fue nombrado en lo sucesivo el “herético” o el “criminal”, e incluso en el plazo de pocos años sus partidarios dejaron de existir

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y su nombre fue olvidado por completo.

El mejor ejemplo moderno, radical, sistemático y despiadado de esta contienda tan antigua (inclusive siendo sabedores de las persecuciones más moderadas de los primeros cristianos bajo algunos emperadores romanos) es la persecución a nuestra Weltanschauung en la actual Alemania ocupada: La “desnazificación”.

A pesar de los acontecimientos paralelos de la antigüedad egipcia y de la Alemania nacional-socialista de nuestros días1, no podían tener exactamente el mismo resultado final. Bien cierto es que el Nacional-socialismo es la misma filosofía eterna de la vida y de la luz que la del Egipto de Ekhnaton, y que los enemigos de ambas partes, en aquel entonces y hoy, fueron siempre los mismos: las influyentes potencias financieras; pero los perseguidos, los intrépidos, los verdaderos defensores del movimiento nacional-socialista de 1948/49 son totalmente diferentes a los de aquella época de los seguidores del antiguo culto oficial al sol de Tell-el-Amarna2. En efecto, los primeros están tan por encima de estos, como el oro puro sobre el barro de loza.

* * *

Hay un camino para desembarazarse a conciencia de una ideología, a saber: matar a todos los adeptos y criar a la nueva generación para que abandone su admiración y respeto a la ideología rival. E incluso entonces, no se está jamás del todo seguro si la Weltanschauung “maldita” no despertará de nuevo algún día de alguna parte, nadie sabe dónde. Con insuperable dureza el primero de los Shogun de la dinastía Togukawa en Japón tuvo éxito al erradicar


1 Es destacable que ambos regímenes perseguidos —modelo estatal de Ekhnaton de 1377 a 1365 a.C, en el cual la religión solar marcaba la pauta, y el Orden Nuevo de Adolf Hitler de 1933 a 1945 —sólo duraron doce años.
2 “Su Majestad me ha doblado sus regalos en oro y plata. ¡Oh, mi señor, que bienhechora es la enseñanza de la vida!” (inscripción en la tumba de Ay, cerca de Tell-el-Amarna).

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prácticamente el cristianismo en el siglo XVIII. Pero nadie aun así, pudo impedir a unos japoneses mostrar interés por esta religión en el siglo XX. Mucho antes, en el siglo IX Carlomagno había hecho todo lo posible para extinguir el paganismo, y con él, nuestro conocido barbarismo —y tuvo éxito en toda su estrategia. Pero no pudo impedir el despertar del eterno espíritu germánico pagano en el Nacional-socialismo de nuestro tiempo —y nadie lo pudo.

Más la gente que quiere extinguir las ideologías, no es por regla general tan profunda como el Carnicero de sajones en Occidente, o Iyeyasu e Iyemitsu con la “mano de hierro” en el Lejano Oriente. En primer lugar porque sobre todo actúa en nombre de su idea, es decir, la ideología del lado opuesto normalmente no les importa tanto; en segundo lugar porque en su vanidad son incapaces de reconocer que filosofías, religiones y regímenes sociopolíticos que ellos odian, puedan tener partidarios, para los que el concepto de la vida o la fe es más valioso que todo lo demás en el mundo —para los que la fe es mucho más valiosa que para los perseguidores eso en lo que aparentan creer. En todos estos casos se planea la extinción de una idea, que no alcance su meta, por muy horrible que pueda ser a veces este plan.

Como ya dije, no sólo del carácter del perseguidor depende el éxito —o fracaso— de la persecución. Depende en igual medida —y en la mayoría de los casos en medida aun más considerable— del valor, de la tenacidad y de la sinceridad de los perseguidos; también de su disimulo, de su habilidad para mentir descaradamente a sus enemigos, mientras permanecen fieles a sí mismos y a sus ideales en su corazón, lo que en tiempos de necesidad es también una virtud. Las gentes que llevan la estadística sobre el progreso de la desnazificación en Alemania desde 1945, y las gentes que ellos analizan —y especialmente las que llevan la farsa total— tienden a olvidar estas verdades que en todas épocas tuvieron validez.

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* * *

Desde que los enemigos del Orden Nuevo se han hecho cargo de la dominación sobre el territorio alemán, el Nacional-socialismo ha sido perseguido de forma sistemática en su patria por los rusos en nombre del comunismo, y por los aliados occidentales en nombre de la democracia; tal vez más radicalmente por parte de los rusos (¡permítase al Diablo su derecho!). Sólo porque el ruso es más celoso en su abominable Weltanschauung —el único adversario inflexible— nos toma más en serio a como lo hace Occidente con sus principios poco claros.

La meta de ambos lados es sofocar nuestra filosofía como fuerza vital. También sus métodos son en el fondo los mismos; métodos que fueron válidos para cualquiera en todas las épocas con los que se intentaba arrasar una ideología: utilización del temor y exigencias, terror y corrupción, también la explotación de la ignorancia y debilidad —“persuasión” que se emplea en los que casualmente son demasiado jóvenes, desorientados, o muy tontos por naturaleza, para poder formarse una opinión propia.

Como cualquiera sabe, el primer paso de los nuevos amos de Alemania consiste en domar a la mayor parte posible de los nuestros considerados como “criminales de guerra”; sobre todo a los que habían jugado un papel muy importante en la organización nacional-socialista en la lucha contra los judíos o simplemente en el campo de batalla en defensa de Alemania. El Pueblo debía olvidarlos. Antiguos ministros, jefes de región, generales, gobernadores de los territorios ocupados por Alemania en el transcurso de la guerra —gente que, como correspondía, sólo había cumplido su deber de manera concienzuda y abnegada, fue ahorcada por un tribunal que procedió a administrar justicia o fueron condenados a una larga cautividad (a menudo de por vida). Pero en realidad estos tribunales no fueron otra cosa que tribunales de venganza que simplemente no tuvieron el valor para calificarse como tales. Era la venganza de los cobardes e hipócritas, vil y ruin, como deben ser las gallinas.

La misma “justicia” fue ejercida en la zona rusa, quizás con el matiz propio de que allí no se escondía bajo un manto grueso de absurdos

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humanitarios. La notoria bárbara venganza que fue perpetrada por primitivos sumamente organizados con su arrolladora supremacía, fue —en una palabra— brutal, vehementemente demoledora. Evidentemente, fue infligida sobre nosotros porque éramos nacional-socialistas —y no porque hubiésemos contravenido los derechos del hombre.

Aquellos alemanes que habían poseído cargo en la jerarquía nacional-socialista y sencillamente no habían tenido la fortuna de haber muerto, fueron conducidos nadie sabe dónde: a lugares como campos de esclavos en el corazón de la Gran Asia al otro lado de los montes Urales —para matarse trabajando allí bajo el látigo para el resto de la vida.

Eso pudo desnazificarlos tan poco como a sus camaradas en la zona oeste podían desnazificarlos mediante el envilecimiento, las durezas y brutalidades. Pero de todos modos, así se ha procurado por un período de tiempo considerable; los rusos confían que “para siempre”. Entienden que sus medidas y las de la zona oeste contribuirían de este modo a desnazificar Alemania y el mundo, retirando a la gente menos importante del influjo de los “más peligrosos”. Así se muestran los planes de nuestros perseguidores.

* * *

Junto al poder brutal, los abogados de la “desnazificación” utilizan otra arma: la presión económica. Expolian al mayor número posible de conocidos o presuntos nacional-socialistas toda posibilidad de ganarse el sustento necesario. Luego, poco a poco, ofrecen a la gente con un pasado nacional-socialista nuevos trabajos a condición de que se dejen desnazificar. Les ofrecen incluso colocarlos de nuevo en sus altos cargos —pero esto solo es posible en los casos más raros y si estos cargos no han sido ya entregados a conocidos anti-nacional-socialistas como premio por su traición de guerra.

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Ser desnazificado significa pasar por el proceso de un tribunal de desnazificación y pagar una cantidad de dinero —y así después entonces, se es contemplado desde las potencias de ocupación como si nunca se hubiera sido un nacional-socialista. Huelga relatar que toda la gente en las tres zonas del oeste que a pesar de su antigua cooperación con el Partido nacional-socialista, podían conservar un puesto de trabajo con fortuna insólita, eran directamente forzados a aguantar el trámite de la desnazificación, si en realidad daban importancia a permanecer en el cargo. En la zona oriental, se me dijo, no tiene lugar esto por la sencilla razón de que allí no hay personas con cargo, ni siquiera los que mantuvieron relaciones remotas con el Nacional-socialismo alguna vez en su vida1.

A veces el castigo que se administraba por ser miembro del NSDAP —o que alguien que había estado interesado en serio en la prosperidad social, es decir, por haber ejercido un cargo más o menos activo con un trabajo verdaderamente admirable, y por el que respondió el Partido en esa materia— no era tanto perder su trabajo, sino volver a situarse en su carrera profesional cobrando menos sueldo, con lo que por consiguiente no se tenía en cuenta para nada la antigüedad y el servicio bien cumplido. Entre millares de casos semejantes este es justo el de la señorita W., una mujer con treinta y cuatro años de servicio en una oficina del ferrocarril en algún lugar de la actual zona francesa. Fue rebajada a la categoría de una principiante con un salario mensual de 116 marcos en lugar de 360 marcos que ganaba antes. ¿Por qué?. Por la mera razón de que durante los días gloriosos había asistido a “reuniones femeninas” y había consagrado una pequeña parte de su tiempo a la puericultura en su tierra. Ni siquiera calificaría a esta señora como nacional-socialista —¡ni empleando mucha fantasía!. Es una cristiana en extremo piadosa como para ser digna de ese título glorioso.

La “desnazificación” no toma casi en consideración las graves consecuencias que acontecen en la vida de las personas adultas en Alemania. A modo de ejemplo, desde que se implantó es la razón del


1 Esto vale para 1948 y 1949, cuando escribí este libro; en 1952 ya no es así.

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descenso aterrador en el nivel de la educación. En cuanto las potencias de ocupación sometieron al país, fueron despedidos de su trabajo (y no se les consintió hacer nada relacionado con su profesión) todos los maestros de escuela que estaban en la lista del Partido o que eran reconocidos nacional-socialistas, hasta que pudieron demostrar que se les había obligado a hacerse miembros del Partido mientras seguían siendo “anti-nacional-socialistas”, como las mismas fuerzas de ocupación. Pero, con muy pocas excepciones, eran todos valiosos profesores, convencidos nacional-socialistas. Por lo tanto, fue que de repente no hubo más maestros de escuela en Alemania. Tras la capitulación los colegios y universidades cerraron durante todo un año largo. Eso no parecía preocupar a las fuerzas de ocupación. ¿Por qué los niños y los jóvenes tenían que sufrir por ello?. Sólo eran alemanes —herederos del Orden Nuevo que las Naciones Unidas tanto desearon extinguir. Un año sin enseñanza les vendría bien; las fuerzas de ocupación podrían abarrotarles de nueva propagan da democrática. Con posteriori dad y hasta el finales de 1947 —en algunos lugares hasta 1948— a los niños les podían impartir una o dos horas de clase a la semana por maestros nuevos (y se había preservado a, no importa cómo, algunos de los antiguos maestros de escuela cuyo pasado, a los ojos de las potencias de ocupación, no había sido del todo condenable, siéndoles permitido permanecer en la escuela después de algunas deliberaciones). A finales de 1948 y en el año 1949 —cuatro años después de la capitulación— la población escolar entre seis y catorce años de la zona británica (en la región de Hannover) recibe diariamente sólo una hora de clase. Ello es uno de los lados negativos de la “reeducación” en Alemania —y de la “desnazificación”.

En la misma dirección va —conforme al artículo 7 de la Ley n° 8 del Estatuto de ocupación— el impedimento de todo intento de mantener vivo el espíritu militar y nacional-socialista en la Alemania ocupada. Yo misma fui detenida en Colonia el 20-2-1949 por infringir esta determinación, y este capítulo como el final del anterior los escribí en prisión cuando esperaba mi juicio oral. Efectitivamente,

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no había hecho otra cosa desde que estaba en Alemania que arrojar propaganda nacional-socialista, lo que al final causó mi detención de una manera ciertamente ramplona. Esta manera tan simple y chocante consistió en que distribuí y pegué hojas que llevaban el sagrado emblema de la cruz gamada, y en que alentaba a los alemanes a permanecer fieles a la fe nacional-socialista —en la certeza de que serían los primeros arios en despertar de nuevo en la conciencia y el orgullo racial, y en merecer la libertad, la abundancia y el poder— en la certeza de que los agentes del poder de la muerte no los podrían someter para siempre. Había pegado algunos de tales carteles en una ciudad de la zona francesa en el decimosexto aniversario de la toma del poder nacional-socialista, y unos días más tarde había repartido octavillas similares en Colonia. Esto suponía un crimen a los ojos de aquellos que luchaban por la libertad del hombre —que a lo sumo era castigado con la muerte— que desde hace seis años mantienen en todo el mundo, y particularmente en Alemania.

Sí, por la “libertad del hombre”, cuando no es nacional-socialista —así lo hubieran debido expresar para ser sinceros. Pero supimos todos durante todo ese tiempo lo que significaba este “slogan” en realidad. Muchos alemanes que quizás no lo sabían entonces, lo habrán padecido seguro desde 1945.

Toda manera de autorrealización, todo arte —o forma literaria que constituya visiblemente la orientación nacional-socialista—, cualquier filosofía que pueda ser contemplada como una nueva —o antigua— reproducción de nuestra idea y que sobre todo justifique lo que hicimos en el pasado y lo que probablemente también haríamos en el porvenir, todo eso, a decir verdad, estará para ambos —para los demócratas como también para los comunistas—, para la gente que está ávida de “desnazificar” Alemania y el mundo, bajo “anatema”, —¡se debería decir sin embargo, si en verdad lo pudieran! —.

La proscripción de la literatura nacional-socialista no está sólo limitada a Alemania. Aunque no hay ley alguna que directamente prohíba sacar al mercado tal literatura, sin embargo así es de hecho

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punto menos que imposible publicar en cualquier sitio del mundo las claras verdades históricas que muestren sin comentarios la grandeza del régimen nacional-socialista, la rectitud de sus principios fundamentales o la grandeza de su inmortal fundador; por no hablar de los libros en los que, honradamente y de corazón, queda de manifiesto un personal afecto frente a Adolf Hitler y al movimiento nacional-socialista (espero, por ejemplo, que este libro jamás saldrá a la luz antes de que en el mundo tenga lugar un cambio fundamental).

Esta restricción no se refiere sólo a la literatura nacional-socialista. Se extiende también a libros que en nada tienen que ver con la política o filosofía, por ejemplo, de viaje —o libros de investigación que habían sido escritos mucho antes de que se supiera algo del movimiento nacional-socialista— si estos libros habían sido escritos por alguien que es conocido como nacional-socialista. Libros de Sven Hedin, por ejemplo, que ya habían sido escritos en 1908 sobre el Tibet y el Himalaya, caen en este destierro. No le permiten imprimir nuevas ediciones de ellos en la Alemania actual. Eso me contó el mismo Sven Hedin el 6/6/1948. Cuando se sabe esto se comprende que los libros de Friedrich Nietzsche —del padre espiritual del Nacional-socialismo— son tan difíciles de encontrar en el país lo mismo que las imágenes del Führer (naturalmente sólo si no se sabe un sitio concreto donde se pueden encontrar). Se me dijo lo peligroso que habría sido tocar la música de Wagner por lo menos uno o dos años tras la capitulación, . . . por la sencilla razón de que la había admirado el Führer1. Esto es el absurdo que denominan “desnazificación”. Todo esto son “signos de calidad” de ese mundo que se volvió contra sus propios salvadores.

Pero también tiene sus ventajas cuando se nos procura dejar caer en el olvido. Las potencias de ocupación no solo utilizan la fuerza. Emplean también su arte de persuasión, y lo utilizan de diversos modos. En las escuelas y universidades han establecido en


1 El mundialmente famoso pianista alemán Walter Giesekig no podía en 1949 tocar en los USA por la razón de que había sido el “ministro de la música” en el Tercer Reich.

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calidad de profesores, solo a aquellos alemanes que todo lo odian, para que nos sustituyan, y estos docentes hacen todo lo posible para persuadir a los jóvenes de que todo lo que hicimos durante nuestra época de poder había sido falso; que los principios con que conquistamos nuestro poder, son falsos — “anticientíficos”, “no según los hechos”—; que nuestra escala de valores falsa, es inhumana y está en contraposición a la moral de pueblos decentes. Las iglesias —los enemigos mortales del Nacional-socialismo— respaldan lo más ampliamente posible esta propaganda, mientras una y otra vez hacen alusión a los valores cristianos, que están totalmente en contraposición a los nuestros, esencialmente paganos. En el sentimiento y en la conciencia de los jóvenes alemanes, que en otros tiempos se habían entregado con todo el corazón al Nacional-socialismo, despiertan más dudas mediante los predicadores cristianos (que al actuar en la misma dirección los hace más eficaces) que a través de la propaganda oficial democrática en las tres zonas.

En las librerías se exhibe una hilera de libros en los que se critica la política del Führer —o del Führer mismo—, y las fuerzas de ocupación responden de la venta de estos libros. Publicaciones —no solo en Alemania sino en todo el mundo en casi todas las lenguas civilizadas— que atacan sin restricciones el régimen nacional-socialista su filosofía, su relación con el extranjero o también su liderazgo mismo en Alemania, o bien los tres puntos a la vez. Son propagadas abiertamente por los gobiernos locales que directa o indirectamente están prescritos al dinero judío, sin posibilidad alguna de interpretación por nuestra parte ante los intelectuales o entre las masas de hombres simples pero de buen corazón, para poder despertar sus simpatías cuando llegasen a saber del dolor que nos han causado los que no se dieron por satisfechos por tener un continente entero demolido y aplastado, y de la persecución y calumnia que se produjo en los cuatro años de postguerra siguientes.

Nuestro enemigo ha decretado que el mundo jamás pueda saber todo aquello que llevamos a cabo y de lo que somos responsables; que nada pueda saber de todo lo bello que creamos. Los trabajadores

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del mundo nunca deben llegar a saber todo lo que Hitler hizo por la salud y por la dicha de los trabajadores alemanes, ni las madres en todo el mundo lo que hizo por los niños alemanes —por miedo a que le pudiesen querer. La intelectualidad del mundo ha de aprender a mirar como obras maestras las producciones de un arte decadente que condenamos —sólo por eso, porque nosotros las despreciamos— y no llegan a conocer la creación de un artista como Arno Brecker que pone de manifiesto en todo su esplendor el alma verdadera del Nacional-socialismo. Millones de personas del mundo, en el este y el oeste han de fijarse en nuestros adversarios sólo porque les combatimos y jamás deben enterarse de heroísmo y martirio alguno de nuestros soldados.

Sí, de nosotros, nacional-socialistas, el mundo no puede oír nada más que de espanto y pavor, solo puede ver la imagen exagerada del poder al que debimos recurrir para vencer los obstáculos que nos pusieron en el camino esas naciones que precisamente ahora nos acusan. El mundo debe creer las mentiras incontables que inventaron esos que nos odian, o creen tener un interés para calumniarnos. Esto es la desnazificación en su dimensión más extensa posible —el brebaje inteligente de verdades contadas a medias y mentiras directas, combinadas con el perfecto silencio de todos los hechos que pudieran anunciar francamente la gloria del Nacional-socialismo.

¿Es esta el arma con la cual esperan extinguir nuestra “Weltanschauung”?. Las mentiras nunca matan la verdad —en todo caso, no a la larga. Y ni siquiera por un tiempo corto, cuando los paladines de la verdad pueden poner remedio.

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* * *

Ya lo he dicho: la más radical persecución de la verdad en la historia es tras la del Nacional-socialismo, acaso la persecución de la religión del sol bajo el faraón Horemheb en el Antiguo Egipto. En el plazo de pocos años no quedó vestigio de aquel maravilloso culto solar y del rey Ekhnaton mismo (su fundador) —ni un signo sobre la tierra de ese corto tiempo. Durante treinta y tres pesados siglos no supo el hombre de su existencia—menos aun de su filosofía. El triunfo del sacerdote de Amon brilló por completo. ¡Y sin embargo!. A pesar de todo, de sus maldiciones y de su brillante éxito —pese al interminable lapso de tiempo de tres mil trescientos años en que nada hizo tambalear su victoria— en el año 1887, no pudieron impedir a una sencilla campesina que descubriese casualmente la famosa tablilla de Tell-el-Amarna. ¿Pudieron impedir a Sir Flinters Petric y su sucesor la excavación del lugar donde se encontraba la capital destruida de los tiempos de Ekhnaton? ¿Pudieron impedir que hombres y mujeres de nuestro tiempo en países de cuya existencia entonces nada se sabía, leer en lenguas que en sus días aun no se conocían la traducción que de sus himnos al sol ha quedado y que admiren dos cosas: la belleza literaria de estos cantos, así como la rectitud de los pensamientos eternamente perpetuos que en ellos se manifiestan?

Aun cuando los agentes de los poderes oscuros pudieran deshacerse de nuestra existencia, no podrían sin embargo apagar de semejante modo y manera la sempiterna verdad sobre la que está cimentada nuestra ideología sociopolítica. Ni siquiera si nos matasen a todos por doquier podrían desnazificar la tierra a largo plazo; no podrían impedir que la vida se desarrolle, ahora y por siempre, en este y en todos los planetas del Universo, según las férreas leyes que regulan el auge y ocaso de las razas como Adolf Hitler lo diagnosticó y recalcó en sus discursos, escritos y totalidad de datos biográficos. No pudieron desnazificar a los “Dioses”.

¿Pero podrían desnazificar Alemania como los sacerdotes de Amon (también adoradores de intereses ocultos de su época) arrastrar lejos la religión solar de dieciocho dinastías egipcias?. Esto es ya una tarea demasiado grande para su aptitud mental. No es que estén

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faltos de astucia —en el metódico arte de la amenaza, del chantaje y de la corrupción— para valerse de la disposición a la mayor bajeza del espíritu de la humanidad que en la mayoría de los hombres está escondida, aun junto al odio que antaño distinguía al viejo clero. Pero no somos los frívolos cortesanos de Tell-el-Amarna. Estamos preparados a resistir todas las pruebas para destruir nuestro espíritu con la misma fuerza entusiasta como la que encontramos entre los primeros cristianos en defensa de su Weltanschauung, de una Weltanschauung que no es tan hermosa y eterna como la nuestra. Miles de nosotros lo hemos demostrado. Además miles lo demostrarán en el futuro —y al final venceremos.


# # #

La totalidad del aparato de desnazificación es impotente contra los que, frente a Adolf Hitler no conocen apegos —sea cual fuere su nivel de vida—, ningún afecto personal excepto a Él y sus partidarios; sin intereses fuera de los del movimiento y la idea que Él representa. Tales hombres son libres hasta entre rejas. Son fuertes incluso cuando sus cuerpos han sido destrozados. Están más allá del alcance de la amenaza y corrupción. Pero son naturalmente la minoría de la minoría. El oro puro es siempre escaso.

Pero también gran número de nuestros camaradas, los nacional-socialistas de término medio (por emplear dos palabras que juntas se me revelan como incompatibles), hombres y mujeres que participan de nuestra filosofía pero que casualmente también tienen ligazones personales, se oponen de otro modo a los planes “culturales” y al programa de reeducación de las potencias de ocupación. No afirmo que parezcan muy gloriosos. ¡Cualquier cosa menos eso!. Rellenan los formularios y añaden así superficialmente que han cesado de creer en la idea de Hitler. Pasan por todo el trámite de la

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desnazificación en sus más degradantes detalles, pagan la suma de dinero que se les solicita (veinte marcos como mínimo) y vuelven a casa con una especie de certificación escrita por la que no pueden ser tachados ya de nacional-socialistas, especialmente para no estar sometidos por más tiempo a las restricciones que económicamente habían soportado (junto con a sus familias) hasta ese día. Pero todo esto no les impide por ello ser tan buenos nacional-socialistas como antes. ¡Y como se mofan acerca del fenómeno de la desnazificación!. “Este juego necio” —así lo nombran de hecho. ¡Si pudiesen oírnos reír los representantes de las potencias de ocupación cuando estamos entre nosotros!. ¡Eso les sentaría bien!. Destruiría su demente imaginación y asestaría un golpe a su vanidad. Les mostraría el desprecio de todo el país hacia sus absurdos esfuerzos de desnazificación. Les haría ver cuán ligeramente tomamos todo lo que ellos se toman con tanta molestia; y en definitiva con ello les haríamos comprender que toda la cuestión, naturalmente menos la suma de dinero que cobran por ello, no es otra cosa que una pretendida farsa.

Pero a lo mejor aman tanto la cobranza que el saberlo ni si quiera les llevaría a poner término al disparate de la desnazificación. Yo misma he contado a algunos de ellos que cumplimos con su desnazificación, no con la esperanza de que un día acaben con ella, pero si por el placer de herirlos en su vanidad insoportable. Sin embargo la pena es que no puedo seguir haciéndolo sólo por la absurda satisfacción de humillar a nuestros enemigos en su vanidad, pues pondría en peligro a nuestros amigos cuando evidenciase estos hechos claros. Si no estuviese obligada al silencio justamente por la clase de adhesión que mantengo hacia el Pueblo, hubiera podido relatar a los presuntuosos reformadores políticos algunos de los casos que, ya cada uno de por sí, hubieran sido suficiente para sacudir la fe de un demócrata hacia la desnazificación; por ejemplo, el caso de la señorita S. (toda la gente que menciono en este libro son personas vivas que conozco realmente. Francamente me abstengo de escribir todos sus nombres y datos en aras de su seguridad. Sus iníciales

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por medio de las que los señalo aquí y también en otros capítulos, no son precisamente las verdaderas).

La señorita S. es una joven nacional-socialista muy simpática, menor de treinta años, que está empleada por el gobierno militar francés en su zona en no importa que parte. Di con ella en una estación uno o dos días después de mi segundo regreso a Alemania, y desde entonces la resulté siempre muy querida. Después que la hube informado de mi intención de escribir un libro sobre la Alemania actual, sus primeras palabras en mi presencia fueron: “¡No crea todo lo que esta gente le contará sobre nosotros, los alemanes. Observe y júzguenos usted misma! ¡Esta es mi única súplica!”. ¡Yo, figúrense, no debía creer nada de lo que me relatasen los enemigos del Orden Nuevo sobre el Pueblo de Hitler! ¿Pero cómo podía pensar esta muchacha eso de mi?. La contemplé con el rostro afligido de una persona que se siente acusada de una cosa que nunca hubiera podido llevar a cabo ni en sueños. “Usted no sabe quién soy”, respondí, “de lo contrario jamás me diría una cosa así”.

Estábamos en medio de las ruinas. En la figura atlética y de gran estatura de la muchacha, en su saludable cara, en su cabello rubio cenizo, metálico y brillante en el resplandor del sol de la mañana, vi el símbolo de Alemania, energía vital invencible. Evoqué en mi mente el espectáculo de toda la tierra que había sido devastada por las bombas aliadas y pensé: “Mortero y piedra —ella puede ser construida otra vez. Mientras esta juventud maravillosa viva, en realidad todo carece de importancia”. En contraposición al fondo oscuro de los fríos edificios destruidos me figuré el desfile de las nuevas tropas de asalto en el renacido Estado nacional-socialista —el irresistible futuro—, y sonreí. ¿Sería la señorita S. la conductora de cientos de jóvenes muchachas hitlerianas en esos días venideros por los cuales soñaba?. Deseaba que lo fuese. Entonces por fin pregunté a la chica: “¿Ha permanecido fiel a los ideales que un día se cumplieron aquí en Alemania?” “¿Quiere decir aquellos ideales?”, dijo refiriéndose a esos ideales que presuntamente ningún extranjero admira hoy en Alemania. “”, contesté, “quiero decir los ideales nacional-socialistas”.

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Algunos entre nosotros aun están de corazón adheridos a ellos a escondidas”, dijo. “¿Lo hace usted?”, pregunté. “Conteste lo que conteste nada tiene que temer de mi”. Vaciló un instante y dijo entonces que probablemente no habría hablado con tanta franqueza con ella si hubiera sido un agente enemigo. Contestó firme: “Estoy adherida a ellos”. Mi rostro se iluminó y tomé sus manos. “Venga y tome una taza de café conmigo”, dije, “le contaré quien soy y porque he venido”.

Fuimos a un Café, y allí en un rincón tras una conversación de media hora le di un puñado de octavillas. “¿Usted las escribió?”, me preguntó cuando leyó una y al mismo tiempo tapó cuidadosamente la cruz gamada. “Sí, yo”. “¿Y cruzó con éxito la frontera llevándolas encima?”. “Sí, con unas 6.000. Fui afortunada”. “¿Y si hubiese sido detenida?”. “Estaba preparada para lo peor. Es lo único que ahora, en 1948, puedo hacer por mi Führer y por vosotros, su Pueblo al que amo”.

La muchacha me miró excitada. Se levantó. “Venga”, dijo, “venga conmigo a casa. Es la primera nacional-socialista extranjera que jamás me encontré. Pero por favor, por amor de Dios, ni palabra de política en casa de mis padres”. “¿Por qué? ¿Están contra nosotros?” “¡Oh, no!. Al contrario. Pero se in quietarían por mi al pensar que pudiese estar en contacto con usted. Ahora bien, puesto que se todo, deseo mucho que nos mantengamos en contacto. Haré todo lo que esté en mi poder para ayudarla —o mejor, para ayudar a Alemania a través de usted, su fiel amiga. Soy tan afortunada de haberla encontrado”. En el camino a casa me contó que sus padres dependían de ella para poder vivir. Tenía un buen trabajo en una oficina del gobierno militar francés.

¿Por qué precisamente usted entre esa gente?”, la pregunté. “Debemos vivir”, respondió, “y no es sencillo encontrar trabajo. ¿Por otra parte no es mejor que yo tenga el puesto en vez de uno de nuestros adversarios?”. En este punto debía darle la razón. Aun así me era un poco desagradable ya que yo por naturaleza estoy contra los compromisos y también porque era una recién llegada a la Alemania ocupada. “¿Conocen ellos sus ideas?”, pregunté. “Pienso que no. ¿Cómo habrían de saberlo?. Les conté la habitual historia de que se me había obligado a ello, como a casi todos los demás a ser también miembro del Partido. Creen todo

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aquello que contribuye a mostrarles que su pretendida idea es buena a los intereses alemanes. ¿Qué nos importa en resumidas cuentas lo que crean?. Todo lo que necesito es un trabajo bien pagado para poder economizar. Esta gente estima que me han convertido. Yo pienso que me valgo de ellos”.

No podía ser otra forma, estaba obligada a reconocer que se debía contemplar como correcto el comportamiento de la chica. ¿Qué debía hacer si no para que sus padres no sufriesen?. Fuimos buenas amigas. Si se presentaba la ocasión la señorita S. me ayudaba considerablemente y además mucho de hecho —y de esta forma puso a si y a sus padres en peligro, en aras del movimiento nacional-socialista. Sólo esto, a mis ojos, era la prueba de que era honrada. Nadie hubiera hecho lo que ella hizo, si no se hubiera entregado sinceramente a nuestra ideología. Con todo, sólo uno o dos meses antes de mi detención la muchacha me informó que debía ser desnazificada. Me preocupé a propósito de esta noticia. Soporté este trago como una vergüenza personal. Para mi la idea de que una camarada debía pasar por este humillante proceso, era casi tan insoportable como si una joven hermana hubiese sido violada por un hombre indeseable. “¿Por qué?”, dije, “¿debe hacerlo realmente?”. “Debo”, respondió, “o de no ser así debo dejar morir de hambre a mis padres. No tengo elección. Forma parte de nuestra vida cotidiana. Todos, los antes miembros del Partido y que ahora están al servicio del gobierno militar francés, deben aguantar esta formalidad o perder su trabajo”.

Me citó las preguntas que debía responder por escrito y comprometerse con ellas de que no estaba ya adherida a nuestros principios nacional-socialistas y a nuestra filosofía de la vida —ella— ¡la señorita S, precisamente ella!. “”, agregó, “cuanto le repugna todo este asunto —también a mi, créame. Supone escribir una serie de mentiras chillonas y firmar. ¿Pero de no ser así que puedo hacer en estas circunstancias?”. “¿Qué ocurriría si escribiera valientemente la verdad?”, me hizo esa pregunta y sabiendo ya que la respuesta sería: “Del lugar del trabajo sería sencillamente puesta de patitas en la calle, y no lograría la autorización para comentar un trabajo de mi propia elección; y sería sustituida por otra persona que estuviera dispuesta a mentir —o por una verdadera anti-nazi,

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lo que además sería peor”.

Hizo una pausa un momento. “Se cuanto detesta esta vergonzosa conducta”, reiteró. “Pero usted es libre. Verdaderamente puede permitírselo. Puede permitirse desafiar a todos. Nadie depende de usted al que tenga que proporcionarle una subsistencia. Nadie sufrirá, si usted sufre. De este modo puede hacer lo que usted piensa —que todos pensamos— yo no puedo. Muy pocos de nosotros podemos. Esta es la tragedia de nuestra situación. Tenemos la alternativa de mentir o morir. Esto es la democracia, como usted misma conoce”. “Odio de todo corazón esa elección que usted y otros miles representan”, dije. Lo creía verdaderamente. La señorita S. me contempló con una sonrisa benévola. “Pensamos todos así”, dijo. “Pero no podemos tomar en serio a nuestros gobernantes y a sus disparatadas reglamentaciones”. De todos modos no estarán aquí para siempre. Alemania no puede ser reprimida por tiempo ilimitado. Ellos lo saben tan bien como cualquier otro. ¿Quién se preocupará de su desnazificación una vez que estén ausentes?. Mientras tanto debemos someternos —aparentemente para simular el juego con ellos: ¡el juego de necios!. Esta es, en efecto, en todas las lenguas la palabra exacta para ello.

Que yo sepa es la única persona, ahora desnazificada, que me habló de esta manera en estos casi dos meses. Las autoridades que han asumido la educación de los alemanes creen que han logrado una victoria, que les ha salido bien esta conversión especial a su detestable democracia —mientras que en realidad, debido a la amargura que ya prevalecía en todo el país aun la han agravado más y han recogido un poco más de desprecio de esta persona extraordinaria.

La historia esta señorita es en modo alguno la única. Ella es prácticamente la historia de todo alemán desnazificado, ya hombre o mujer. He narrado su historia desde el principio y con todo lujo de detalles, solo para mostrar que no se puede precipitadamente marcar a fuego como renegados a la mayor parte de esos alemanes que se declararon conformes de tomar parte en la maldita comedia que les fue impuesta para así no tener que morir de hambre.

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Diosa Kali

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Los únicos casos —muy pocos, así lo espero— en los que la desnazificación no ocasiona amargura alguna se encuentran entre la gentes que jamás fueron nacional-socialistas, si bien un día formaron parte —externamente— del NSDAP.

Años antes era lo bastante ingenua para no creer en la existencia de tales seres. Sabía bien —de mi misma y de algunos pocos arios no alemanes que mantenían en pie con todo el corazón los ideales de Adolf Hitler— que era posible ser nacional-socialista sin pertenecer al Partido. Pero no había venido a Alemania para saber que lo contrario también era posible: es decir, que la gente podía ser miembro del Partido —y lo eran demasiado a menudo— sin ser nacional-socialista (Me parece ahora que fue demasiado fácil ser miembro del Partido. Todos estos esclavos del tiempo que afirmaron ser nacional-socialistas, y que sólo lo fueron porque entonces valía la pena, han tenido una no pequeña parte en la desgracia de 1945. De sus filas venían los más peligrosos traidores difíciles de localizar y por consiguiente, los que causaron el ocaso de Alemania y aplazaron por mucho tiempo el triunfo del Nacional-socialismo en el mundo).

Gente así puede llegar a ser desnazificada sin remordimientos. Mañana pueden ser comunistas, y si no algo que no vale la pena. No son de utilidad para Partido alguno y no ayudan en cosa alguna. Permitámosles tranquilamente molestar a la democracia. Un poco más o menos de escoria en el conjunto no supone gran cosa. Es también más seguro para ellos que ser comunistas. Allí seguramente no les sería dada la posibilidad de cambiar otra vez sus ropas. Los jefes de nuestros más enconados adversarios conservan limpio su Partido. Nuestro generoso Führer puso confianza en exceso en los alemanes que venían a Él; les amó demasiado para sospecharlos de traición. No “limpió” el Partido a menudo y de forma lo suficientemente drástica como requería su seguridad. Ahora le limpian los Dioses en su lugar. La variada presión que fue ejercí da sobre nosotros mediante la maquinaria de la desnazificación, entre otras cosas, es algo ridículo, una cuasi-persecución, un detalle en el implacable plan de los Dioses.

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Tras estos terribles años jamás podrá levantarse otra vez el viejo Partido, tal como fue. No. Los partidarios de Adolf Hitler supervivientes —sin duda en número reducido— deben provenir de la prueba, pero acrisolados y fortalecidos en sus cualidades; y pueden ser sólo nacional-socialistas genuinos cien por cien y no otra cosa. Esa es la voluntad de los Dioses. Esta es la única gran enseñanza de una derrota causada por una larga traición, y la única gran esperanza —la única promesa gloriosa que ilumina nuestra vida en estos días de degradación.

Mientras tanto no importa si sobre el papel aceptamos o rechazamos la desnazificación; si mentimos algo a nuestros opresores y los burlamos, o les desafiamos públicamente. Lo que entretanto es realmente importante para nosotros es la invariable adhesión a nuestros principios, la fidelidad constante a nuestro Führer, la invariable inaccesibilidad frente a todas las influencias anti-nacional-socialistas encubiertas o no, hasta que despunte el día de nuestra insurrección y de la reconquista.