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CAPÍTULO IX
LA ÉLITE DEL MUNDO
“El fuerte ha de dominar y no fundirse con el débil sacrificando así su propia grandeza. Sólo el hombre débil nato puede sentir miedo por ello, pero por eso es también simplemente un hombre endeble y limitado; pues no dominaría esta ley si fuera imaginable cualquier evolución superior para todos los seres orgánicos inimaginables”.
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Adolf Hitler
(Mi Lucha I, capítulo XI)
Alguien me preguntó una vez que había hecho tan atrayente para mi el Nacional-socialismo. Respondí sin vacilar un instante: “Su belleza”.
Hoy, después de muchos años, después de la prueba mediante la desgracia y la persecución, nuestro número ha disminuido pero nuestra fe se ha fortalecido; hoy desde la angosta celda en la que me han encerrado nuestros enemigos —como a miles de mis mejores camaradas— mientras florece el mundo libre y soleado y por doquier sonríe el fulgor de la primavera, soy feliz de repetir esas palabras; mi interpolador “anti-nazi” pudo sentirse extrañado durante un buen rato (me contempló con asombro, como si hubiera sido la última declaración que hubiese esperado como respuesta a su pregunta); también pueden parecer raras a todos esos que no comprenden la completa significación con que nosotros las empleamos o pueden parecer raras a los incultos que no pueden sentir la llamada de una filosofía tan sumamente noble como la nuestra; ¡son verdaderas y más no lo pueden ser!. No conozco nada en nuestro tiempo y desde una remota antigüedad, ni tampoco en el pasado que pudiera ser parangonado en belleza con la vida y la personalidad de Adolf Hitler, con la historia de su lucha o con la Weltanschauung nacional-socialista misma.
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A veces he subrayado en este libro y también en algún otro lugar la verdad de la doctrina nacional-socialista, los hechos indudables que le sirven de base, las leyes naturales sobre las que se basa y que son más antiguas que el mundo. La perfección estética es sin embargo la señal gloriosa y tangible de la verdad absoluta. Incluso antes de entender plenamente como eran las ideas razonables y sempiternas de Hitler, su sistema socio-político, capté para mi al artista. No conozco ningún otro sistema —exceptuando el inmemorial culto al sol—, lo reconozco una vez más, no sé de ninguna religión que de igual manera me pudiese agradar o a cualquier otra persona que como yo ame antes que nada la belleza, y especialmente la belleza visible; que ame esta tierra, esta vida aquí y ahora, que venere el cuerpo en toda su fuerza, su atractivo y viabilidad así como la naturaleza en su despiadada majestad, y sea un buen pagano.
Dos palabras aparecen una y otra vez como “leitmotiv” en las pocas páginas maravillosas de Heinrich Himmler que bajo el seudónimo de Wulf Sörensen consagraba a nuestra filosofía: “Nosotros paganos”1. Estas palabras nos proveen de la llave de nuestra visión global. Pues no solo yo, sino todo verdadero nacional-socialista es un pagano en el fondo de su corazón. Y lo que es aun más, todo verdadero ario pagano de nuestro tiempo debe ser un nacional-socialista (si se siente impedido por reservas humanitarias, no es un pagano auténtico).
No se llega a ser nacional-socialista. Sólo se descubre, antes o después, lo que se ha sido siempre —lo que por naturaleza jamás se hubiese podido ser otra cosa; pues ello no es ninguna marca política, ninguna “opinión” que se pueda tomar o dejar circunstancialmente, sino una fe que abarca todo nuestro ser, física y psíquicamente, espiritual y mentalmente; “no una consigna electoral nueva, sino una nueva “Weltanschauung” —un modo de vivir—como dijo nuestro Führer mismo.
1 Wulf Sörensen: “Die Stimme del Ahnen” (“La voz de los ancestros”).
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Es esencialmente el modo de vivir de esos a cuyos ojos el valor del hombre en su belleza universal está en su fidelidad a la naturaleza, lo que le obliga a superar su condición humana, y al que una felicidad de vivir así es mucho más importante que esa felicidad individual por la que el ciudadano, el “burgués”, mete tanto ruido; sobre todo es el modo de vivir de esos cuya felicidad individual depende del conocimiento de sus derechos y deberes como ario, de su valor en la jerarquía natural de los seres humanos.
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“. . . la hache a mutilé les bois,
L’esclave rampe et prie, où chantaient les épées,
Et tous les Dieux d’Erinnes sont partis à la fois”.
Leconte de Lisle
“Le Barde de Temrah” (Poèmes Barbares)1
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Hace treinta años leí por primera vez el corto y patético relato del crepúsculo del paganismo europeo que un poeta francés mandó cantar a un antiguo cantor irlandés (bardo), y suspiré desesperada porque —en 1919— nada podía hacer para devolver a los días pasados los Dioses orgullosos y bellos. Desde mi tierna infancia fui siempre una rebelde acérrima contra los valores cristianos; un alma a la que la ética cristiana jamás había significado otra cosa que tontería, absurdidad y “afectación”, a la que nada importó el mensaje cristiano. Amé a los Dioses del antiguo norte, así como a los de Grecia y del este ario con amor apasionado y nostálgico. Guardé en mi corazón el ideal sano y belicoso que personificaban, mientras despreciaba a
1 “El hacha ha mutilado los bosques,
el esclavo anda furtivamente y reza donde antaño sonaron las espadas,
y los Dioses de las Erinias han desaparecido . . .”
Leconte de Lisle
“Le Barde de Temrah” (Poemas Bárbaros).
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la humanidad lóbrega en la que vivía —esa humanidad que intentó imponerme su miseria y su malsana bondad, mediante la enseñanza del cristianismo y los principios de la Revolución Francesa.
Aún en aquella época y a tan solo algunos cientos de millas de mi ciudad natal, nada noté del auge del Nacional-socialismo en Alemania. Aún no sabía que algún día ella sería mi destino para aclamar en este Movimiento iluminado el despertar tanto tiempo retrasado de los Dioses arios dentro de la conciencia de la raza inmortal que los había engendrado.
Sólo diez años más tarde comencé a sentir un interés serio por él. Sin embargo ya era nacional-socialista en el fondo de mi corazón. Mi conflicto continuo con mi entorno y con los valores cristianos humanitarios y los democráticos —sus valores antropocéntricos e igualadores— no era otra cosa que el conflicto del nuevo Movimiento mismo con esos mismos valores, esas mismas tradiciones, esos mismos principios, productos de la decadencia durante siglos; el conflicto con el mundo deforme mismo que se pavoneaba de su incurable enfermedad e hipocresía bajo el nombre del “progreso moral”.
¡Oh, si ya hubiese sabido todo esto en 1919!. No podría haber hecho nada; pues era tan sólo una muchacha de trece años. Pero habría secado mis lágrimas, y con esperanza y confianza habría levantado la vista lentamente hacia el Führer y el puñado de sus seguidores surgidos del otro lado del Rin. En vez de confiar sobre un pasado que nunca podía regresar, habría buscado esa eterna belleza que anhelaba en la viva actualidad y en el porvenir y me habría ahorrado diez años de amargura.
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Como ya he dicho, el Nacional-socialismo no es tan solo un moderno “ismo”, el cual es todo menos moderno; ni siquiera la única ideología política que es infinitamente más que política. Es el único sistema que se interesa por cuestiones sociales y cuyo gobierno se ocupa de problemas económicos y territoriales, de prosperidad nacional y relaciones internacionales de nuestro tiempo. Es —tal vez para siempre— el movimiento que, a toda persona que ama lo bello por encima de cualquier otra consideración, puede arrastrarla completamente con su encantamiento, y de hecho debió arrastrarla del todo.
Quien ama la belleza por encima todo, en muchos momentos debe comprobar forzosamente amargado cuando no francamente muy abatido, que en este mundo, visto a grandes rasgos, lo bueno y digno de ser amado está en todo menos en el propio género humano. Buscando ser exacta, para nuestro mundo esto pareció cierto incluso hasta hace bien poco, hasta que desde el desesperanzado fango general del mundo degenerado y por un prodigio se levantó poco a poco la nueva Alemania bajo la jefatura de Adolf Hitler. Ello representa una viva imagen de lo que hubieran podido llegar a ser de nuevo las razas arias —la élite del mundo— con solo haber estado dispuestas a seguir a su fiel amigo y salvador. Y lo que es más, ya en los últimos cuatro años la renacida nación ha soportado su terrible prueba de la desgracia. Sufrió; y hubo momentos en los que se hubiera podido creer que había alcanzado el límite en el que ningún ser humano, aún con fe en sí mismo y en el destino, hubiera podido soportar para sí. A pesar de la invasión, la ocupación incesantemente larga con todos sus resultados descorazonadores: hambre, humillaciones, “desnazificación”, etc., soportó todo esto y no perdió la fe. Los que valen entre el pueblo martirizado, son hoy más que nunca, un ejemplo brillante de lo que pueden ser las razas arias cuando se fortalecen de nuevo mediante la enseñanza adecuada de la pureza de sangre y del legítimo orgullo racial. Más que nunca puede el amante de la belleza admirarlos y sentirse feliz finalmente por haber encontrado un país en el que la belleza inalterable de la naturaleza,
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encuentra fuera del hombre un compromiso en el Superhombre; en una belleza total sólo en una pequeña parte de la humanidad; un país donde unos cientos de miles, cuando no algunos millones de hombres y mujeres, cumplen el sentido de su raza —para instituir una superhumanidad— tan seguros y sencillos como los bellos animales del bosque, los árboles o las estrellas más remotas en el firmamento llenan su sentido.
El nacionalismo ha llevado a cabo este portento. La nueva Alemania, que hoy está allí de pie en medio de ruinas espantosas, una imagen de belleza indestructible para siempre, es enteramente una obra de arte de Adolf Hitler; el resultado de ese amor que le condujo al conocimiento intuitivo de unas pocas verdades eternas y el empleo despiadado de ese conocimiento en la nueva formación total de una nación entera. Este prodigio es único. Porque nada, salvo el empleo por tan poco tiempo de la ideología nacional-socialista en gobierno y educación, parece de hecho haber detenido por un momento la inevitable decadencia de la humanidad, por no hablar del paso de la caída de una raza en el olvido hasta su cuasi-consumación, a su reedificación más avanzada —en total oposición a la omnipotente corriente del tiempo. Este resurgimiento fue tan decisivo que si el mundo occidental tuviera que ponerse nuevamente en pie algún día, debería fijar su nuevo levantamiento a principios del movimiento nacional-socialista o por lo menos el 30 de enero de 1933, en el día que Hitler llegó al poder. Si nunca más se levantara, entonces pese a ello, permanecerá como cierto que el único camino hacia un nuevo resurgimiento lo abrió en su día nuestro Führer.
¿Por qué es así?. ¿Cuántos otros cambios políticos, sociales y religiosos han tenido lugar en este y en otros continentes sin dejar una huella —a lo sumo en la vida externa?. La respuesta es simple. Los demás movimientos políticos, incluso las grandes religiones antiguas y modernas, han contemplado —o procurado esconder— el hecho trágico de la decadencia física de la humanidad como un asunto inevitable, como si de hecho no se pudiese hacer nada, y en verdad y a pesar de ello, se han esforzado en cultivar la personalidad
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del hombre para elevar su nivel ético y espiritual o sólo su nivel de vida material, lo que es absurdo y descabellado.
Todas las recetas para el desarrollo moral, intelectual, espiritual o meramente social de la decaída humanidad son absurdas. Como otros recursos-“tonterías” son a lo sumo apropiados para llenar los bolsillos de hombres que no sirven para nada, o en todo caso para dar a conocer los nombres de los que llevan adelante estos medios sin valor. Cuando la decadencia física es irremediable, cuando la raza, aunque sólo ligeramente debilitada, nunca más pueda erigirse de nuevo, incluso cuando sólo un poco de veneno no se pueda extirpar del cuerpo racial para siempre, entonces existe exclusivamente una solución para el problema humano: desapego; sólo entonces un ideal debe mantenerse en pie con todo vigor: el ideal religioso; sólo se debe ordenar una exigencia, dar un mandato a los hombres y mujeres antes de caer hasta el nivel de los monos estúpidos : “¡Escuchad niños para dar testimonio, y abandonad este planeta lo más pronto posible!. ¡Morid dignamente, mientras portáis quizás todavía suficiente grandeza de alma de vuestros antepasados para reconocer que la muerte se ofrece como el único porvenir admisible: Querida muerte como expiración infinita!”.
En otro caso —cuando aún exista esperanza para los hombres— no se debe procurar una elevación social, económica, moral o espiritual de los degenerados —los cuales son así— sino antes quenada se ha de buscar un freno a la decadencia, un regreso a la salud, sin la que no hay moral, espiritualidad ni belleza, en suma, no hay nada más en la vida que sea digna de ser vivida. La salvación debería comenzar con una política sistemáticamente universal de nacimientos sanos y de vida sana; pero sobre todo se debería emplear esta política de nacimientos sanos y de vida sana en las razas dirigentes del mundo por naturaleza, en los arios, para los que si la decadencia debiera ser inevitable, significaría la mayor desgracia desde el punto de vista humano. Nuestro Führer expresó todo esto mucho mejor que yo o cualquier otro que pudiese hacerlo, en el formidable capítulo XI de la primera parte de “Mi Lucha”, que contiene el punto
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esencial de nuestra eterna filosofía. Con la excitante oratoria de la verdad clara y objetiva y un firme convencimiento, ha defendido sin cuartel la política de la conservación pura y fortalecimiento de las razas arias —la regulación de la vida sexual del hombre con miras al nacimiento de niños sanos de sangre pura. La gloria del régimen nacional— socialista es haber realizado todo esto. Es la única política razonable, suponiendo que no viniese al caso el desapego sistemático. Es la única política que puede y debe tener como resultado una nueva creación del género humano —que puede admirar y querer sin reservas al verdadero artista.
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Persiste en mis ojos dentro de la historia de las religiones un hecho singular, un hecho muy importante, un hecho que nadie aparte de mi y hasta ahora, que yo sepa, parece haber observado. De las dos religiones más importantes de la India: el brahmanismo y el budismo —ambas productos típicos del espíritu ario en un entorno tropical— es la primera nada más que la fe eterna en la pureza de la sangre y en la jerarquía racial —nuestra fe— aplicada en un país de muchas razas; y la última es la más lamentable religión existente de la decadencia que el hombre jamás ha adoptado, a la vista de la degeneración irremediable en la que ha nacido.
Mientras se intentó una y otra vez suprimir desde fuera —o deformar desde dentro— la política racial que se encarna en el inmemorial sistema de castas, se ha conservado en la India, de hecho hasta el día de hoy, una aristocracia de sangre extremadamente pequeña pero aun valiosa —la avanzada más meridional y oriental de la humanidad aria en el mundo. La política del desarraigo ha fracasado lastimosamente. Porque solo o casi solo llevaron a cabo esa política racial esos representantes de las razas más elevadas —esos a los que les era conveniente— hasta el final con todo el valor y la profundidad
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que le son propias1. Para los millones de “untermenchsen”2 que paulatinamente permitieron inscribirse como budistas en la extensa Asia, la mayor religión de la no violencia y castidad pronto significó nada más que un mero ritual y una mitología sin referencia alguna sobre su vida. Ninguna filosofía puede enseñar a los “Untermenschen” a detener la procreación de criaturas. Donde quiera que su número deba disminuirse, lo que se ha de originar es una operación de esterilización, no de religión. La innumerable cantidad dey las cualidades miserables de los seguidores confesionales del Budismo, de la religión del desapego más lógica del mundo, lo prueban hoy muy bien tras 2500 años. La consecuencia principal de los sermones de una filosofía del desapego sería reducir el número de las razas superiores para hacer sitio al incremento desenfrenado de las razas inferiores y su dominación sobre todo el mundo; dicho de otro modo, rebajar el nivel humano, y no para una minucia sino para engendrar fealdad; no un mundo en el que bellos animales salvajes en los otra vez extensos bosques sobre el polvo de ciudades olvidadas buscarían solitarios su presa, sino . . . barrios chinos de mala reputación (barrios bajos) y “bustees” indios . . .
La filosofía del desapego puede expresar solo por eso la actitud individual de esos hombres y mujeres que han perdido toda esperanza de posibilidades de vida y todo interés en la “materia” humana. Es solo resultado de la determinación personal de no contribuir a la continuación de este mundo condenado a muerte; de no permitir a su propia sangre perderse en la corriente general de la descomposición. Esta filosofía no contempla ninguna solución práctica para el problema humano, que en definitiva representa el problema de la supervivencia de las razas superiores. La lucha por el restablecimiento y la conservación de la pureza de sangre —nuestra lucha— sigue su propio camino.
1 Es destacable que en el antiguo mundo romano fueron la mayoría de las veces esclavos y judíos, por tanto en lo esencial no arios y solo algunos elementos completamente arios, los que se convirtieron al cristianismo, mientras en la India, los primeros y mejores de la población —brahmanes y representantes de la casta de los Kshatriyas, por consiguiente arios— fueron los que aceptaron el credo budista.
2 Subhombres, homúnculos.
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Que yo sepa este camino solo dos veces ha sido recorrido seriamente en la larga historia de nuestra raza: en la antigua India hace seis mil años aproximadamente cuando asentados los nuevos invasores arios por el norte, los portadores de una cultura totalmente distinta de la de los civilizados indígenas, se apercibieron del peligro de la mezcla de sangre e inventaron el sistema de castas1 o —cuando este ya existía, como algunos eruditos entienden— lo transformaron como fundamento racial para mantenerse puros ellos mismos y ser dignos de su recién adquirida supremacía del subcontinente meridional; y en nuestro tiempo en la Alemania nacional-socialista. En el primer caso se trataba de la conservación excepcional de la sangre aria y de la cultura aria en un descomunal país tropical —casi tan grande como Europa— densamente poblado por cuatrocientos millones de seres humanos de diversos troncos no arios, desde las tribus primitivas negroides o mongoloides2 hasta los muy desarrollados “dravidias”.
En el segundo caso se levantó de la desesperada Alemania de los años 1919-1920 una aristocracia de la sangre plenamente consciente, la autentica élite del mundo que ni siquiera en la desgracia de la 2a Guerra Mundial ha podido ser sometida y corrompida en tan gran medida a como lo fue en la 1a Guerra Mundial . . .
El primer caso no representa un acto sin importancia en la historia del mundo. Quizás hay que haber vivido en un país de muchas razas —y especialmente en tiempos como el nuestro, en los que doctrinas “igualitarias” han envenenado toda la tierra para comprender del todo la grandeza del Nacional-socialismo. Para la mayor parte de los europeos que no poseen conciencia racial, el capítulo XI de “Mi Lucha”, si en realidad lo han leído, significa nada más que la expresión de los “prejuicios de Hitler”. Para muchos de nosotros apenas significa más que bellas, sublimes páginas, cuya verdad sólo puede ser demostrada en la antítesis del ario y del judío. Para mi significa indudablemente mucho más. Despierta recuerdos
1 Las palabras sánscritas para casta son color y raza.
2 Como los vedas de Ceylan (Sri Lanka), los santals de Chota Nagpur, los nagas, kashias, kokis, mishmis y otras tribus de las colinas de Assam.
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en los pocos puestos avanzados de las razas arias, ubicados lejos, fuera de Europa; en escenas insólitas; en un lugar sencillo e impecablemente limpio, recién lavado, en una choza en algún pueblo de Bengala (o en el sur de la India, donde la oposición entre arios y no arios es aún más ostentosa), y en ese lugar veo un hombre vestido de blanco, uno de los pocos brahmanes del pueblo, apenas oscuro, y a veces más blanco que un italiano o que muchos franceses, con los ojos generalmente marrones pero algunas veces también grises o garzos, y con los mismos rasgos fisonómicos a los de un ario puro cualquiera en Europa. Este hombre me recita versos del Rig-Veda, de los cantos que los bardos arios cantaron antaño en honor de los Dioses de la luz y de la vida, de los “blancos” ya antes de que la raza viniese a la India; Las canciones que hacen alusión a esa maravilla de la amada patria ártica, de la luz nórdica1.
El lenguaje moderno que habla es una nueva lengua sánscrita, pariente íntima por sus raíces con el alemán e inglés, con el griego y latín —una lengua aria. Siente que los ritos de su religión son los de los sagrados habitantes del norte, y la legítima altivez, que él como brahmán, como miembro de la más elevada casta hindú, es el orgullo racial ario que sobrevivió en medio de un entorno extraño gracias a la angosta pero incesante corriente de sangre pura durante seis mil años. Me acuerdo también del ambiente extraño alrededor de la pacífica cabaña: de los hombres y mujeres de oscuros tipos raciales con rasgos fisonómicos totalmente heterogéneos y diferentes a los del brahmán, yendo a lo largo del camino polvoriento y ardiente con pesos en la cabeza . . . o trabajando en el arrozal . . . o recogiendo los desperdicios del pueblo. Son de los niveles más variados de una humanidad en jerarquías, de las castas más honorables, iguales entre los brahmanes, hasta abajo, a los más abyectos “intocables”; son escalones que no responden a la riqueza material sino sólo dependen de si más o menos (efectiva o presuntamente) circula sangre aria en las venas de los seres humanos (de la que están completamente exentas las castas inferiores).
1 Véase: “La patria ártica de los Vedas” de Lokamanya Tilak (ya mencionado).
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La cultura que se refleja en los cantos del Rig-Veda y en la filosofía combativa del Bhagavad-Gita que han recibido viva los brahmanes, es la única cultura aria antigua que victoriosa hasta la fecha ha resistido al cristianismo y al Islam, al embate de ambos, a los dos religiones de la igualdad humana (¡no existe!) que tienen su origen en el judaísmo. El ario que ha traído su cultura a los trópicos la ha conservado, no, la ha grabado para siempre en los diversos pueblos de la India gracias a que el mismo —su sangre— se conservó limpia contra todo lo distinto, mientras amenazó con los castigos más duros —no con la pérdida de la vida más si con la pérdida de la casta, con todo lo que esto supone en la India— al que se hiciese culpable del pecado de la mezcla de razas. En la misma medida en que por evitar este pecado mortal fracasó, sobrevino el “entumecimiento” en la cultura, por utilizar la expresión de nuestro Führer en la capítulo XI de “Mi Lucha”; se puso en evidencia y estaba muerta a todos los efectos prácticos. ¡Cuántas veces he recordado pasajes completos del célebre libro de Hitler en mis muchos años en la India, a la vista de la realidad viviente que dejaba ver la existencia de una minoría aria en un hormiguero de sectores no arios de la población!. Así como a la vista del respeto tradicional de los no arios por los arios en esa tierra marcada por las castas. Respeto que se traduce en las cosas pequeñas de la vida diaria y en el espíritu del lenguaje corriente; así por ejemplo, una piel relativamente blanca supone de hecho una muy buena perspectiva matrimonial para toda muchacha india de la casta que sea. Así tienen en todas las lenguas de la India las palabras “arya” y “anarya” una significación racial y moral; aria significa noble y anarya, innoble, vil, común, de mala reputación, infame.
Cuantas veces me he quedado maravillada por el respeto al idolatrado héroe Rama en la mayor parte de los habitantes de todas las razas hasta hoy. Cuantas veces estando sola apoyada en una columna de piedra de un grandioso templo del remoto sur, sobre mi, incienso, tambores exóticos y música de flauta, he cerrado mis ojos y he dejado viajar atrás mis pensamientos a la lejana Europa, donde
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Adolf Hitler había llegado al poder y edificado una nueva civilización sobre la antiquísima idea de la supremacía aria. Observé como las graciosas mujeres indias caminaban a lo largo de los interminables paseos flanqueados por columnas portando ofrendas en grandes recipientes de latón y su cabello negro ataviado de jazmines. ¿Aprenderán de nuevo algún día las hijas de cabellos dorados del norte a venerar a los Dioses arios?. A lo largo de toda mi vida he deseado que ellas lo hiciesen. De todas maneras ya aprendieron otra vez a respetar la divinad impersonal de su raza en sí mismas y en los bellos hombres de sangre pura de su tierra. Esto era lo principal. Lo demás vendría después.
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El segundo acontecimiento histórico de la inmortal “Weltanschauung” de la pureza racial, en especial, la creación de la nueva Alemania —o mejor, la formación del fundamento de un nuevo arianismo— es quizás incluso más grande que el primero. Más grande, digo, pues es más arduo hacer revivir los sentimientos de un pueblo después que un nocivo y extraño sistema de creencias religiosas, una filosofía y ética ajenas les ha viciado durante un millón y medio de años, que mantenerlos vivos en medio de muchedumbres extrañas y que por lo menos respetan y veneran los valores aceptados —los valores que estos sentimientos han engendrado—, también es más grande porque esta maravilla ha sido llevada a efecto por el genio, la fuerza de voluntad sobrehumana y el amor de un hombre: Adolf Hitler.
Es cierto que el Nacional-socialismo en su bien conocida forma política es más vieja de lo que piensan la mayoría de los hombres; ya que en 1904 —cuando Hitler tenía sólo quince años— Hans Krebs había reunido a los mejores elementos germánicos del país que más tarde bautizaron las democracias occidentales como
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Checoslovaquia, en un partido que hacía rumbo a los mismos apremiantes objetivos y llevaba el mismo nombre que el inmortal N.S.D.A.P. con él que finalmente los fundió. Pero permanece y permanecerá la sempiterna gloria de Hitler ante el mundo ario moderno por haber acentuado los contenidos filosóficos —estoy tentada de decir, muchos que de momento pueden parecer tan singulares— y religiosos del Nacional-socialismo, por haber captado y proclamado la “Weltanschauung” de la actitud pura de la sangre no sólo desde el punto de vista de la trágica necesidad, sino desde el de la eternidad. Es por esto que saludamos en él al iluminado fundador de la resurrección occidental, no, al salvador de todas las razas arias.
Otros patriotas alemanes han fundado partidos con la clara visión de las realidades políticas mismas. Él creó la juventud de la nueva Alemania, despertó a los mejores elementos del país a una nueva conciencia; de hecho hizo digna a Alemania de tomar la dirección del mundo ario; la hizo más valiosa, más valiosa que nunca en cuanto que entonces siguió fiel a él y a sus principios todos esos años de persecución. Los más fieles los tenía entre los arios extranjeros que eran racialmente los más conscientes, obligados por ello a dar la bienvenida al liderazgo de Alemania, y cuando la tomaron en serio de verdad, a luchar por Alemania; como ya he dicho una vez con anterioridad, hizo a Alemania una tierra sagrada a sus ojos. Exceptuando algunos, muy pocos, de la minoría nacional-socialista, los alemanes mismos parecen no haberlo entendido suficientemente.
He mencionado a la excelente juventud de la nueva Alemania. Todos los grandes movimientos dan gran importancia a la educación de la juventud. “¡Cogerlos jóvenes!”, dicen los jesuistas. El Nacional-socialismo no solo los ha tomado jóvenes sino ha aspirado luego a crearlos; a prepararlos no solo desde la infancia o el nacimiento, sino desde el momento de la concepción para ser en todos los conceptos la personificación de la idea de la perfección humana —de salud y belleza física, plenos de carácter; con inteligencia razonable
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y clara, unidos firmemente a la vida como un todo; para ser la élite humana desde cualquier punto de vista. Ningún otro movimiento ha insistido con tal perseverancia sobre el hecho que toda educación es mero desperdicio de tiempo sin la importante construcción física de un cuerpo noble, y esta nobleza es intencionadamente divina, no creada por el hombre; nobleza situada de hecho en la descendencia, no necesariamente en un antepasado altamente titulado, sino sin duda en descendientes sanos de un tronco ario sin mezcla. Ningún movimiento político y apenas religión alguna —a excepción de la antigua religión aria que aun está viva en la India— ha enseñado jamás a sus seguidores con tal energía que el acto de la vida está muy lejos de ser un placer (diversión), sino que es una cosa sumamente importante, sumamente seria, un rito sagrado en el que dos seres, el eslabón real de unión entre todo pasado y fu turo de la raza, devienen sacerdote y sacerdotisa de la vida permanente, un acto que los fuertes, sanos, valiosos, sólo los hombres y mujeres sin defecto debieran poder consumar para que de él no resulte una burla o una maledicencia.
Es mérito de Adolf Hitler el haberse arriesgado a dar tales leyes que se consideran enteramente esta verdad. Lo hizo en un mundo en el que esta verdad había caído en el olvido en los últimos dos mil años. Tuvo el valor de proclamar la unión de dos jóvenes seres humanos, sanos, de sangre pura en belleza, ya consagrados o no por una ceremonia, como algo loable mientras que el matrimonio de un ario con una cónyuge de otra raza o la alianza de cualesquiera razas (incluso de arios puros) con enfermedad de uno o de ambos cónyuges era contemplado como un crimen por la ley racial, aun cuando los disculpase el cristiano o el representante de cualquier otra fe “igualadora”, individualista u ordenadora de la otra vida (una religión “igualitaria” predica el dogma de la igualdad de los seres humanos a los que pertenecen a esa religión; como por ejemplo, es el caso del cristianismo). Por haber insistido en esto como un principio de primer orden para el gobierno de un gran estado, por haber llevado adelante la esterilización de los ineptos, el exterminio
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sin dolor de la hez de la humanidad y la prohibición estricta de todas las uniones impúdicas por causa de fundamentos higiénicos o raciales, digo que es algo por lo que un mundo sano debiera estar siempre agradecido al Nacional-socialismo.
La vergüenza universal que experimentamos en contraposición por la derogación de estas medidas y el correspondiente concepto de la vida, demuestra en qué grado de vileza está hundido el mundo entero —y en particular las razas arias— bajo el largamente extendido influjo de tal orientación de la fe “antropocéntrica” (man-centred) que es el cristianismo; lo mismo es aplicable a la influencia de las ideologías de “libertad” e “igualdad” que a veces están de hecho y según dicen contra el espíritu cristiano, pero sin embargo le fortalecen y extienden en su eficacia en esa dirección. Que la gente se sublevara contra las medidas drásticas para el renacimiento de la salud de la propia raza, lo que sólo puede ser la ruina entre naciones enfermas, demuestra la dimensión de la decadencia física como también moral del mundo occidental.
Esto me recuerda las palabras que uno de los mejores ingleses que conozco —un nacional-socialista sincero que justamente tras unos seis años de internamiento bajo el acta 18-B, fue puesto en libertad en 1946 —me dirigió1.
“¿Qué se puede esperar de esos millones de imbéciles?”, dijo el señor cuando habló de la mayoría de sus paisanos, “¿quiénes son ellos que pudieron actuar y pensar de otro modo?. La mayoría de ellos son el resultado de una voluptuosa noche de domingo de hombres embriagados; y el resto son un número de bastardos entremezclados con judíos. ¿Qué se puede esperar de ellos?. Cuando se quiere tener realmente una élite hay que criarla sistemáticamente, como lo hicieron en Alemania”.
Sí, cuando la mayoría de la gente de nuestro tiempo habla de una élite, entonces entienden una élite denominada “moral” o “intelectual”. Nosotros estimamos una élite “completa” del todo y antes que nada, una élite corporal. Sabemos que no hay una cosa tal
1 El acta 18-B era un “decreto de urgencia” que en Inglaterra desde el principio de la guerra permitía la detención e internamiento de todo aquel que estaba bajo sospecha de simpatizar con el Nacional-socialismo o Fascismo.
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como una élite “moral” o “intelectual” que no sea al mismo tiempo corporal. Hay sin duda alguna hombres excepcionales que físicamente no son sanos y fuertes pero por otra parte pueden ser útiles, muy útiles si detentan el recto espíritu, el espíritu del sacrificio por alguna cosa que es más grande que ellos mismos. Pero estas serían excepciones y nunca podrán tener la autorización para dañar el sano nivel medio de la comunidad. Especialmente nunca tendrían la autorización para engendrar criaturas por muy inteligentes y virtuosos que sean, si no son físicamente sanos y racialmente puros.
Si no se hubiese producido la guerra o no la hubiéramos perdido, todavía perduraría libre el régimen nacional-socialista desde 1933 y ahora estaría extendido sobre toda Europa. Una apenas puede imaginarse que clase de mundo bello hubiese nacido de occidente tras cincuenta o cien años, suponiendo que los sucesores de nuestro Führer hubieran permanecido tan firmes en los principios exactamente como él. De la nueva política de población, con la visión sobre la nobleza de nacimiento natural —pureza de sangre, salud, fuerza— hubiesen nacido generaciones que hubieran encarnado cada vez más el ideal nietzscheano del Superhombre: seres humanos pero con cuerpos olímpicos y un espíritu que sobrepasaría con mucho el del hombre medio de hoy, que presumiblemente está apenas sobre el de un chimpancé; El género humano en su perfección original o —estoy tentada de decir— un nuevo género: un género de Dioses vivos sobre la tierra.
¿Este resultado glorioso no era merecedor de protección mediante una cierta dureza en las etapas del comienzo de la lucha?. Él lo era para nosotros —él lo es para nosotros. Estamos dispuestos a reanudar el mismo camino en la próxima ocasión en aras del mismo ideal.
Lo que logró nuestro Führer en Alemania no lo realizó en cincuenta, sino en seis años (desde 1933 a 1939) cuando la guerra interrumpió toda planificación constructiva. Fue muy poco el tiempo disponible como para poder contemplarse los resultados de una política de crianza noble y sana que él persiguió tan consecuentemente.
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Solo se pudo ver la influencia de la enseñanza nacional-socialista en la gente que ya había nacido —y de la que la mayoría ya había pasado la infancia— en la época que Adolf Hitler subió al poder. Pero esto solo ya era algo por lo que asombrarse. Esto era ya el comienzo prometedor de un nuevo mundo, la formación de una élite auténtica.
Permanecerá siempre como el gran pesar de mi vida el no haber regresado a tiempo a Alemania para ver las paradas de la Juventud Hitleriana en las calles de las ciudades alemanas y en los grandes días del Partido anuales —por ejemplo, el día del Partido de 1935 en Nürnberg— para haber estado cerca y haber presenciado la emoción de esos días gloriosos. Solo he visto imágenes de esos días. Pero conozco gente que lo vivió. Hablé con hombres que en esa época tenían entre quince y veinticinco años, que estuvieron entre los estandartes del Partido en las ocasiones solemnes y saludaron al Führer cuando pasaba en medio del entusiasmo de las multitudes exaltadas; hombres que todavía hoy lo darían todo, harían todo para llevar otra vez el Nacional-socialismo al poder. Conversé también con sus más viejos fieles camaradas que en esa época tenían entre treinta y cuarenta años o aún mayores. El hecho de que todos han conservado sus convicciones hasta este día demuestra que esto no fue efecto de una pasión juvenil además de una sugestión masiva como sostienen nuestros enemigos, sino el resultado de algo más profundo. Lo prueba el que se puede confiar en esos partidarios de Adolf Hitler. Personalmente nunca y en ninguna parte encontré hombres distinguidos semejantes, vistos desde el punto de vista físico y de carácter. Son la verdadera élite del mundo y aunque a muchos de mis lectores pueda parecer extraño y difícil de creer, una élite reconocible externamente en la mayoría de los casos.
He recordado a menudo su presencia gracias a esas palabras —dignas de un griego antiguo— que un SS me sentenció en 1948 en el territorio del Sarre, no importa dónde: “El primer deber de un nacional-socialista es ser bello”. ¡Palabras singulares cuando se las oye por primera vez pero que se saben verdaderas cuando se comienza
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a reflexionar sobre todo lo que encierran en sí!. Pues ningún ser humano, hombre o mujer, puede ser realmente “bello” sin salud y fuerza; estas son las virtudes que en el fondo se esperan de cualquiera que participe en nuestra ideología. Jamás encontré un representante de Alemania de la minoría nacional-socialista que no mostrase un grado considerablemente alto de belleza masculina. Encontré muchos cuyo aspecto físico me recordaba a los antiguos Dioses griegos o —lo que sería en nuestros días— a las estatuas de Arno Brecker, llenos de energía, equilibrio y gracia natural. Comprendí como toda la creación de este gran escultor expresa perfectamente el nuevo mundo que se moldeó en torno a él, con sus nuevos objetivos, su alma nueva; a modo de ejemplo su “Heraldo”, que es de veras un heraldo de nuestro Orden Nuevo, una imagen de la juventud viviente de Alemania en bronce inmortal.
Esta juventud no está muerta. Solo ha madurado durante estos cuatro años horribles; más que nunca ha sido dura, invencible y consciente de sí misma. Tal vez mira con más desprecio aun a los hombres más inferiores, a esa descomunal mayoría de la humanidad (inclusive a millones de arios) que aún contaba con la suficiente inteligencia para pensar y reconocer por sí mismos que nosotros “obrábamos bien”, pero que prefirió tragar cualquier propaganda de la que cuentan los judíos y sus agentes en la prensa, en la radio y en las películas contra nosotros, y traer ellos mismos el caos; algo que es conocido por todos. La minoría nacional-socialista observa y espera digna en silencio; sabe que cuando los tiempos sean propicios se levantará y dominará de nuevo.
Dicho exactamente, no es solo la apariencia física de sus representantes lo que atrae la atención del observador perspicaz que por ejemplo está sentado en un banco frente a un café o en una sala de espera. Es la radiación de su personalidad, el signo de su valor como hombres y mujeres más elevados lo que tienen en el semblante y en la actitud; el aspecto de inteligencia y valor en sus ojos. Esto se confirma entre los adultos como también entre los que eran todavía adolescentes en 1933 y pasaron por el magnífico adiestramiento físico
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de la nueva Alemania.
Como ya dije, cuando ya no vale la pena llamarse nacional-socialista, sólo los solitarios, cuya filosofía personal y metas todas no podían ser otras que las nuestras a largo plazo, permanecen hoy firmes y confiadamente fieles a nuestros ideales: son los moral y no menos físicamente sanos, los fuertes y constantes, los impávidos —los mejores de todo el país. Son estos caracteres junto a la salud y raza, los que otorgan a su cara tal belleza y los que nos dan la impresión de que en su círculo se encuentra en compañía de hombres que están a gran altura por encima del resto de la humanidad. En los días que el Nacional-socialismo aun triunfaba, un gran número de alemanes no alcanzó esta dimensión, ni siquiera los que poseían una consideración elevada dentro del Partido; si no hubiese sido así, todo hubiera terminado bien y la guerra nunca se hubiese perdido. Ahora, solo aquellos que se encuentran sobre ese nivel elevado siguen preparados para formar mañana el Partido real e invencible que valdrá para dominar por siempre toda la tierra bajo la jefatura de Hitler.
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Algunos de mis más hermosos recuerdos los debo a mi corta experiencia en la lucha nacional-socialista que hace bien poco comenzó lentamente otra vez. Son recuerdos de la gente con la que entré en contacto; gente de todas las capas sociales —estudiantes, dueños de un negocio, obreros, hombres de profesiones liberales— y de todos los niveles culturales en el sentido estrictamente literal de la palabra, pero que a mis ojos representa una auténtica aristocracia, la aristocracia natural de la sangre y del carácter, predestinada para desalojar a la nobleza artificial del dinero, de la posición y del saber en nuestro nuevo mundo. ¡Cuánto les quiero!.
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Nos entendíamos mutuamente cualesquiera que hubieran sido nuestros estudios de antaño, porque las cosas que nos habíamos de decir no están de ordinario en los libros, y además porque había unos pocos libros fundamentales que todos nosotros habíamos leído. Naturalmente ni estábamos de acuerdo hasta en el más mínimo detalle, ni cada uno de nosotros era la copia exacta de todos los demás —como es a menudo el caso entre los comunistas; de todos modos llegué a saber esto de los no-rusos— pues cualquiera pensaba por sí mismo; ni habíamos llegado todos por las mismas razones al Nacional-socialismo; cada uno de nosotros hacía hincapié en aquello que le parecía más atrayente de la “Weltanschauung” o de su realización. Pero la totalidad de sus pocos seguidores que coincidíamos en todo lo esencial, como ya dije, éramos todos —somos todos— paganos en nuestro corazón (hubo en otro tiempo un elevado número de gentes inconsecuentes que creyeron que podían ser ambas cosas al mismo tiempo: verdaderos cristianos y nacional-socialistas. La derrota —y la subsiguiente propaganda intensiva de parte de las iglesias— ha ayudado así poderosamente a discernir la incompatibilidad de ambas filosofías y a decidirse. Si nuestra “Weltanschauung” no se hubiese hundido permaneciendo victoriosa, nunca se les habría ocurrido pensar cuan inconsecuentes eran —o sentir aquello de “¡no tenemos razón!”, visto desde el criterio cristiano).
Recuerdo —con ese anhelo que se siente al pensar la pérdida de las oportunidades propias— a un notable joven alemán de 23 o 24 años, un estudiante de física que encontré en el tren un mes antes de mi captura. Admiraba la lógica, la sabiduría y la conciencia de sí con la que discutía con otro sobre algunos problemas de “corrientes” contrapuestas, y me inmiscuí en la conversación después de haber pedido perdón (yo misma fui antaño estudiante de ciencias naturales, como también había sido estudiante de arte). Pronto hablamos sobre otros asuntos más allá de la electricidad, y encontré de nuevo al joven hombre aprendiendo a conocerle mejor. Era un joven serio de pocas palabras pero de muchas ideas, sentimientos profundos y
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un buen nacional-socialista, con todos el valor que encierra una alabanza así. Encontré a su madre, una mujer alemana sumamente encantadora que también compartía nuestros ideales, y la envidiaba porque había obsequiado con un hijo así al movimiento. Su nombre es señor F.
Cierta vez recorrimos un escarpado camino abajo que conducía desde su casa al Rin, y una gran parte de la ciudad se extendía ante nosotros. “Hubiera debido ver este lugar en nuestros días”, me dijo el joven (la mayor parte de la ciudad se encontraba en ruinas). “Sí”, contesté, “entonces fue toda hermosa, ¿verdad?”. “Así fue. Entonces teníamos algo por lo que era digno vivir. Éramos felices”.
Me contó que cuando tenía dieciocho años ganó el primer premio en la competición de esgrima que se disputó en todo el distrito. Pero el deporte no era sólo deporte para nosotros. Era una parte de un entrenamiento más extenso, más avanzado, de un entrenamiento como alemanes y como arios. Juntos para competir en fuerza, destreza y perseverancia, fuertes y buenos para trabajar, para salir de merienda al campo cerca de cien jóvenes o más y ver salir el sol sobre las colinas y bosques de nuestra patria; para marchar por las calles y cantar nuestras canciones viriles, “así llegamos a ser un Pueblo nuevo, lo sabíamos y sentíamos. Éramos muy felices. Luego llegó la desgracia y todo pareció perdido, irrecuperable . . . No fue nuestra culpa. Si hubiera dependido de nosotros, el Führer ya hubiera sido hace tiempo el Führer del mundo. Pero durante la vieja generación hubo traidores”, dijo.
“Lo sé de sobra. ¿Pero no cree que todo está irreparablemente perdido, verdad?”.
“¡Por Dios, no!. Ningún poder sobre la tierra puede matar a una nación sana que está firmemente resuelta a vivir”.
Sus ojos oscuros centellaban cuando habló. Le tendí la mano y dije: “¡Deseo que todo alemán, no, todo ario pensase como usted!”. “Usted más que parecer pensar, lo hace”, contestó.
Le pregunté que experimentaban la mayoría de sus camaradas entre los estudiantes sobre ambos peligros, democracia y comunismo.
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“¿Quién cree seriamente en ambos?”, respondió, “los únicos defensores de la primero son los que alimentan la esperanza de poder sacar algún provecho de la ocupación —los inútiles— y esos que castigamos en nuestros días y ahora buscan un pretexto para devolvérnoslo. Los únicos defensores del segundo son aquellos que nunca vivieron en la zona rusa”.
El señor F. había vivido hasta hace poco en la zona rusa. Concluimos que me ayudaría a cruzar oculta la frontera con uno de sus amigos y hacer una visita a la parte este de Alemania. Tras mi regreso me quiso presentar a un grupo de estudiantes de nuestras opiniones, y luego tal vez prudentemente hubiésemos podido poner alguna cosa en movimiento.
Fui detenida antes que esos importantes planes pudieran ser llevados a efecto.
Me acordé de una vendedora mayor, la señora E. —que parecía mucho más joven de lo que era en realidad— a la que también encontré durante un viaje, con una cara muy expresiva que dejaba ver una gran determinación, amabilidad (que raras veces se encuentran juntas) e igualmente ensimismamiento. Ojos azul pálido que son sumamente fríos y distantes o que podían relampaguear como un rayo de sol, según lo que la señorita E. oía, decía o pensaba. Caminó un par de pasos conmigo cuando las dos salimos de una estación cualquiera de la zona francesa. Cuando le dije que estaba en Alemania para escribir un libro, se detuvo y me contempló.
“¿Tiene la intención de escribir la verdad?”, preguntó.
“Seguro”.
“Ahora bien, en ese caso . . .”, dijo y paró en seco.
“¿En ese caso qué?”, pregunté.
Me miró atenta. “Sé que no debí decirle eso”, prosiguió; “De todos modos la he encontrado justamente ahora mismo. No sé quién es. Pudiera ser muy ingenuo por mi parte hablar —y peligroso para mi. Pero parece como si se pudiese confiar en usted. He estado toda mi vida en el comercio y conozco caras. Pues bien, le digo: ¡no escriba en su libro cosas de las que no esté absolutamente segura! . . . ¡no sea injusta frente al Nacional-socialismo!”.
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Sentí como mi cara se iluminaba. Pero procuré dominarme. “¿Qué la in duce a decirme eso?”, pregunté. “¿Piensa que proyecto ser injusta con cualquier cosa o con alguien?”.
“No”, dijo. “Pero alguna gente es injusta sin proponérselo, y a que se encuentra dominada por muchos prejuicios. ¡Y ha sido arrojada ya tanta porquería contra nosotros —tanta— por todos los escritores del mundo!. Solo deseaba decírselo ya que es extranjera. ¡No lo haga usted también!”.
Admiré la intrepidez de la mujer pues aún no me conocía. Solo había visto mi pasaporte británico-hindú cuando lo hube mostrado a un revisor en el tren.
“¿Es usted nacional-socialista?”, la pregunté (ella es la única persona en Alemania a la que hice la pregunta en forma tan abierta). Su habla valiente me había motivado a hacerlo. Su respuesta no fue menos atrevida. “Sí, lo soy”, dijo.
“Yo también”, respondí. “Por consiguiente no tema usted que pudiera estar impresionada por mentiras contra el Führer y contra nosotros. He oído contar hasta ahora un montón de ellas y a los “escupidos” que cuentan tales mentiras. Mi libro debe ser la acusación contra nuestros enemigos”. Estaba emocionada más allá de todas las palabras cuando hablé.
“¿Puedo realmente creerla?”, dijo la señorita E. tan admirada que se paró y me contempló una vez más. “Usted, una extranjera, ahora cuando todo el mundo está contra nosotros . . . ”
“No tengo tiempo para ese mundo de los monos y para su pretendida opinión”, respondí. “Seque es difícil de creer mis palabras. Pero creerá mis escritos”.
Extraje una de mis octavillas del rollo, la acompañé a un rincón solitario en medio de las ruinas (estábamos en una ciudad donde había muchos rincones así) y la exhibí. “Yo la escribí”, dije.
Me creyó finalmente y estaba visiblemente conmovida, cuando me cogió mi mano y me dijo: “Soy feliz por haberla encontrado, más feliz de lo que pueda exteriorizar. ¿Pero mi pobre y querida niña, cómo se arriesga a circular con todo ese peligroso chisme?”.
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“Ningún alemán me ha traicionado hasta ahora”.
“Ningún verdadero alemán lo hará jamás”, respondió. “Pero aun así ¡sea cauta!. Pudieran sin embargo descubrirla. Probablemente la observan todo el tiempo. De todas maneras, es inútil, reflexionar antes sobre ello. Venga ahora, y le presento a algunos de mis buenos amigos que estarán contentos de conocerla”. “Cuénteme algo de los grandes días”, dije cuando íbamos a lo largo de un paseo medio destruido. “Deseé haber venido entonces”. “Pin aquella época hubiera sido/eliden Alemania. ¡No se puede imaginar que magnífico fuel. Ahora vea lo que han hecho nuestros enemigos cristianos que vinieron aquí para reformarnos, para 'reeducarnos', como dicen ellos”. Y me mostró una de las calles en que no había quedado en pie una sola casa (como en más de una de la misma ciudad). “¡Contémplelo!”, dijo ella. “Pero algún día vendrá la venganza. Entonces Alemania se pondrá en pie otra v ensobre las ruinas y volverán los grandes días!”.
Una vez más, la millonésima vez que admiraba el invencible espíritu nacional-socialista.
La mujer me enseñó las ruinas de su antiguo país en la esquina de una avenida frente a una iglesia. La vista de la iglesia le recordó a un hombre y a un accidente. Pero antes que me contara acerca de ello me preguntó si era cristiana.
“¿Yo?. Dios mío, no. Seque nada hay que sea tan contrario a nuestra filosofía como la fe cristiana, y veo a la iglesia como nuestro mayor enemigo”.
“¡Cuánta razón tiene!. Yo lo he dicho siempre también aunque muchos no están conformes conmigo. Fuera de eso le contaré de mi amigo W.: era el clérigo, pero de una clase completamente especial —un pastor y a la vez un luchador por el movimiento, si puede llegar a imaginar una simbiosis con estas contradicciones; un hombre que cuidaba de ponerse su vestido de sacerdote por encima de su uniforme pardo (sobre bota alta, pistola y de todo), y correr a la iglesia justo aún con la debida antelación para pronunciar un breve sermón. El discurso siempre era pronunciado con un espíritu nacional-socialista de parte a parte; la palabra ‘amen’ era en cambio prácticamente la única señal que era pronunciada desde el púlpito. ¿Qué sucedió un día?. Otro predicador habló desde abajo del púlpito y mi amigo, esta vez sin el vestido
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eclesiástico, estaba sentado entre la comunidad. Por ser el predicador un cristiano genuino que preparaba a los feligreses a los tiempos modernos, comentó por eso a soltar no una, sino varias alusiones contra el régimen. Mi amigo W. siempre con un bloc de notas y una estilográfica en la mano apuntó exactamente lo que decía aquel hombre. Luego tras el culto divino le esperó en la puerta de la iglesia y le detuvo en su camino”.
“¿Hizo estas afirmaciones?”
“Ciertamente las hice”.
“¿Insinúa que la política de nuestro gobierno es atea?”. “Mire, anoté estas frases que manifestó”.
“Lo reconozco. Eso hice. Pero . . . ”
“Aquí no hay ‘pero’. ¿Lo hizo o no?”.
“Lo hice”.
“¿Y la gente a la que osó aludir como indeseable sin ser claro del todo, eran como supongo, el Führer y sus colaboradores?”.
“¡Si usted quiere saberlo a toda costa, ciertamente que lo fueron!”.
“¡Bien! . . . esto es lo que es usted, . . . un cerdo!”.
Mi amigo W. dio al individuo tal manotazo que la gente pudo oírlo al otro lado de la calle. Y otro más. Y otro —¡zas, zas!— y alguno más, hasta que finalmente con una patada le hizo rodar sobre el polvo de la calle: “¡Esto es la lección por alguna que otra cosa que dijo contra el Führer, gandul, canalla!”.
Rompí en una risa convulsiva que no pude parar por uno o dos minutos. No me había reído a carcajadas así desde hacía mucho tiempo. “¡Magnífico!”, exclamé; “¡no pudo ser mejor!. ¡Me gustaría haberlo visto!. ¿En qué año fue eso?”.
“En 1942, si no me falla la memoria”. “Estaba entonces en Calcuta. Sé que desaproveché mucho. ¡Más esto!. Sólo esto hubiera hecho valioso el viaje. ¡Me hubiera entretenido mucho!. ¿Cómo lo acogió la gente?”.
“¿La gente que justamente venía de la iglesia, quiere decir?. Pues bien, también se entretuvieron. La mitad de ellos rió tan alto como usted lo hizo ahora, como no lo hacía hace tiempo. Me acerqué a mi viejo amigo y le felicité: ‘¡Bien hecho, señor W.!’, le dije. ‘Con eso ha recibido su merecido. No se puede tolerar que tales traidores corran de un lado a otro y desbarren con
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cualquier desatino que en ese m omento se les ocurra, especialmente ahora que estamos en guerra’, dije. Todos coincidieron conmigo”.
“¿Dónde está ahora el señor W.?. ¿Podría verle una vez?”, pregunté. “¡Me encontraría gustosamente con él aunque solo fuera una vez!”.
“Le trasladaron en 1945 a un campo de concentración. Desde entonces nadie sabe donde se encuentra”.
Una sombra planeó sobre mi cara. Pensé en este defensor franco y vehemente al servicio de nuestros ideales que debió pasar cuatro años en uno de esos lugares infernales de los que procuré dar una noción en un capítulo anterior. ¡Cuatro años!. ¿Por qué?. Porque fue aquello que realmente era —lo que somos todos— un hombre que tuvo el valor de desechar de una vez para siempre los falsos valores a que habían sido obligadas las razas más nobles de Europa como su “ideal de la moral” por casi mil quinientos años y por hablar y actuar por los ideales de los fuertes; por ser un pagano en un mundo cristiano. Nuevamente sentí cuan poderosas son las fuerzas en contra nuestra. Otra vez me di cuenta cuan amargamente los odiaba.
Sé que la historia del señor W. no es la que nos hará congraciarnos con nuestros enemigos. La mayoría de ellos contemplarán este asunto con el pastor como “horroroso” y me estimarán no menos “horrorosa” ya que me regocijé con ello. ¿Pero qué nos importa lo que piensen?. Tanto en la primera fase de la lucha como también en la segunda, no luchamos para ganar el aplauso sino para traer la sumisión algún día. He contado la historia solo para mostrar que clase de abismo hay abierto entre nosotros y el mundo cristiano; para mostrar la franqueza limpia y brutal de nuestra actitud en comparación a la de esa gente “decente”. Ninguno de ellos habría castigado a un adversario a plena luz del día ante todos los presentes como el señor W. lo hizo. No se habrían dado por satisfechos con haber estado “indignados” y no se habrían quedado tranquilos —aun cuando hubiesen estado en el poder. Primero habrían destruido la vida del adversario y luego le habrían entregado en la primera ocasión a las autoridades enemigas; un trato mucho peor que mediante
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un par de bofetadas y una patada en las piernas. Así es justamente de hecho —de este modo y manera— como se han portado frente al señor W.. Recordé las palabras de Friedrich Nietzsche por otro asunto: “El cristianismo no ha matado el eros —al Dios del amor físico—, sólo lo ha envenenado —amor ensuciado— (en “Más allá del bien y del mal”). También se pudiera decir sobre el poder: El cristianismo no ha suprimido el poder físico; solo lo ha envilecido —indirectamente lo ha hecho cobarde e ignominioso”.
¿Qué poderoso y elemental instinto no ha deshonrado ya, que yo sepa?.
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La señorita E me llevó a una tienda de confecciones que estaba regentada por M., y allí me presentó a sus buenos amigos.
“Regrese a las seis, cuando la tienda esté cerrada y podremos hablar juntos. Durante las horas de trabajo ven demasiados ojos y escuchan demasiados oídos. Por favor, sea puntual aquí, la esperaremos”, me dijeron. Fui allí con la debida antelación y permanecí toda la tarde.
Recuerdo la conversación. Me acuerdo de las caras elegantemente talladas del hombre y la mujer que hablaron conmigo, y de la claridad, la seguridad, el convencimiento y la inteligencia con que me hablaron; dominaban perfectamente el tema sobre el que hablaban; sabían de la eternidad de nuestra idea. “¿Cómo puede esa gente ‘modificarnos’, ‘reeducarnos’, como ellos mantienen?”, dijo el señor M. y se refirió a los demócratas, “¿qué pueden hacer ahora puesto que el Führer nos dio un sentido de la vida que es tanto claro como eterno en igual modo?. Nos dio algo cuya verdad no necesitamos mucho tiempo para creer, sino que pudimos ver en toda su radiante claridad con nuestro s propio s ojos. Cada cambio en los acontecimientos de 1945 nos muestra cada vez más que teníamos razón —que tenemos toda la razón y para siempre— ya sea sobre el problema judío, el principio racial, el derecho del más capado en cualquier
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otro punto. Tal vez más alemanes que antes admiten ahora en el fondo de su corazón que tenemos razón. Pero es reanimador saber que al menos algunos extranjeros mantienen hoy en pie la idea a pesar de nuestra derrota”.
“Todos los arios debieran hacerlo. Tero cuando ni siquiera todos los alemanes lo hicieron desde un principio aunque se les dijo la verdad, aun cuando tuvieron la fortuna de tener al Führer entre ellos, ¿qué se puede esperar entonces de otros arios que son nutridos con las mentiras de la prensa judía?”.
“Esto es sólo la verdad”.
Hablamos horas y horas. Por milésima vez comparé en mi pensamiento esta aristocracia de la sangre pura, que es a la vez también una élite del carácter y de la inteligencia —una élite auténtica— con la comúnmente denominada y pretendida “intelligentsia”, con esas gentes perezosas que negocian con frases hueras, esos sutilizadores y recitadores de la prosa de otra gente; los conozco a todos perfectamente. “¡Qué diferencia!”, pensé.
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El señor M. me presentó a dos personas que me causaron una fuerte y extraordinaria impresión: un hombre de mediana edad, un antiguo Ostsgruppenleiter y ahora mártir de nuestra idea, el señor H., del que ya narré en otro capítulo, y una mujer con unos los cuarenta años, la señorita B., también una de las mejores nacional-socialistas que conozco. Fui su invitada por unos días.
Nunca vi que la cara de yogui indú genuino alguno fuese tan sumamente hermosa como la del señor H., tranquila, irradiando luz y fuerza, queriendo de una manera impersonal; omnisciente; un semblante que mira sobre la necedad y la fealdad del mundo actual, no a un sueño, no “a un” ideal, sino contrariamente a una certeza imperturbable, a la “realidad”; que expresa el conocimiento transparente,
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casi físico de la verdad, sin odio, sin pesar, sin temor.
Sus rasgos fisionómicos armónicos son los de un ario muy puro. Incluso el señor H. difícilmente pudo haber sido más bello de joven. Pero no son solo los rasgos; son las facciones y la irradiación invisible de la cara lo que debe impresionar a cualquiera que sea un poco sensible para el lenguaje silencioso de un hombre que es auténtico y le puede distinguir del hombre que solo parece serlo. Cuando entré en el lugar me sentí en seguida en la presencia de un hombre que me aventajaba ampliamente, con probablemente lo habría sentido ante un típico santo contemplativo. Supe por el señor M. que el señor H. había pasado tres años en uno, o mejor en dos de los peores “campos de concentración anti-nazis” que se pueden encontrar en la Alemania ocupada. Supe que allí se había convertido en una piltrafa humana. Estaba admirada por no leer en su cara ni la más silenciosa amargura, ni odio siquiera. Cuando le dije lo que sentía sobre el martirio en Alemania en general y acerca de la persecución de hombres tales como él sobre todo, y le pedí relatarme algo para mi libro sobre su experiencia en los recintos del infierno me contestó que “otros miles habían sufrido incluso mucho más que él . . .”.
“Es una lástima que el señor S. no esté aquí”, dijo. “Es uno de esos desafortunados SS que en 1945 cayeron en manos de los aliados y fue internado varios meses en Dachau. Cuando recoga información de primera mano él pudiera contarle alguna cosa sobre la atrocidad de los demócratas. Se lo presentaré cuando usted regrese”. Pero yo misma caí en las manos de nuestros enemigos antes de que tuviese tiempo para volver.
El señor H., que era arquitecto de profesión, me mostró algunos de los hermosos bocetos que había hecho en los campos en los que había estado prisionero. Había pintado uno sobre un trozo áspero de papel amarillo con un trocito semiquemado de carboncillo. “Al principio no se nos daba papel ni lapiceros”, me explicó. Sin embargo el boceto que representaba las caballerizas en las que fueron alojados los internados en Schwarzenborn estaba magistralmente pintado. Admiré el espíritu objetivo —el espíritu del verdadero artista— que había guiado su mano en un entorno así y durante la dieta de hambre,
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de la que relaté en las páginas precedentes. Pero lo que más admiraba en el señor H. era su calma, no la calma del indiferente y de los hombres que miran al mundo del otro lado, sino la de un hombre cuya visión clara bajo todos los temores de la Europa más sombría de hoy y del mañana —justamente bajo ese temor que su propio cuerpo quebrantado le había arruinado en persona para siempre— percibe la acción y reacción irresistibles de las fuerzas sobrenaturales e invisibles, que por lo demás, están prescritas al orden nuevo al que, más tarde o más temprano, estamos responsabilizados a erigir de nuevo; la serenidad de un guerrero pagano que al mismo tiempo es un sabio.
Siempre he estado convencida que el Nacional-socialismo está mucho mejor capacitado para realizar la más alta aspiración de la élite occidental que la mal adaptada religión de Palestina, que Europa aceptó de manera estúpida hace siglos. Cuando jamás debió darla concesión alguna; como el señor H. mismo hizo.
En la pared vi el retrato de un hombre excepcionalmente bello. El señor H. me observaba como lo admiraba. Era muy parecido a él. Hubiera podido ser él mismo cuando tenía veinticinco años. “Allí ve a mi único hijo”, me contó.
“¡Qué guapo es!”, debí decirle simplemente.
“Su alma viril era tan bella como su semblante”, respondió el padre. “La típica juventud de nuestra nueva Alemania. Está ahora muerto. Murió por Alemania y por la idea”, agregó apacible y altivo.
La señorita B., una fiel y vieja amiga del señor H., que también estaba presente, alabó por su parte al joven. Le había conocido bien.
Es por esta razón que estaba completamente solo el señor H.. No sólo su salud, sino que también había perdido a su único hijo por la gran idea impersonal de la grandeza de Alemania y del renacido arianismo. Vivía solo bajo las condiciones más difíciles en una habitación estrecha con una amiga, en medio de una ciudad en ruinas. Por orden de los bondadosos precursores de la democracia y la “humanidad” no se le permitió trabajar como arquitecto ni dedicarse a alguna otra ocupación (su amiga le sustentaba entre
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grandes dificultades). A pesar de todo podía permanecer sereno y confiado en el caso de que su Pueblo fuese ahora también vencido o no, porque sabía que teníamos razón y porque había hecho todo lo posible por la causa eterna de la verdad y por aquella parte de la humanidad que era mejor, sin el apoyo de alguna esperanza sobrenatural y consuelo, sin lo que sea que le hubiese podido sostener excepto la fe en las leyes inmutables de la vida, en la misión divina de su país, en Adolf Hitler, el Führer del mundo ario para todos los tiempos venideros. Me acordé de versos del Bhagavad-Gita —de la antiquísima obra maestra del genio ario—: “Nuestro deber es sólo la acción y no se encuentra en el resulta do. ¡No te dejes seducir por la expectativa de recompensa por las acciones!” y “por eso lleva a cabo lo que tengas que hacer sin inquietarte por las consecuencias. Pues el hombre que ejecuta lo que le compete sin apegarse a los frutos, obtiene de estos lo más elevado”, y “así como los ignorantes realizan las obligaciones de la vida por la esperanza de los frutos, así el hombre sabio debe cumplir sus actos sin motivos egoístas cuando quiere dar al mundo su deber y ayudar al género humano”1. Y página por página recordé las palabras de oro que nuestro Führer había escrito con el mismo espíritu, las palabras de oro que debí pronunciar dos meses más tarde ante mis jueces en Düsseldorf: “Nuestras acciones y pensamientos no deben estar en absoluto determinadas solo por el aplauso o el rechazo de nuestro tiempo, sino por el compromiso obligatorio que reconocimos en una verdad”2.
Dije al señor H. y a la señorita B. lo que pensaba.
“Sí”, dijo el señor H., “la antigua y la nueva expresión deben ser iguales; porque la verdad en la que se basa nuestra ‘Weltanschauung’ es sempiterna”. Fue a un rincón de la habitación y empezó a apartar a un lado muchas cosas hasta sacar un ejemplar de “Mi Lucha” que tenía allí escondido para mostrármelo. Mientras lo hacía, la señorita B. me enseñó un maravilloso retrato del Führer que estaba cincelado en una guirnalda transparente, análoga al cristal. Tomé cariñosamente en la mano el pequeño objeto y lo contemplé. Conozco el valor de tales piezas de recuerdo de la época gloriosa en la Alemania
1 Bhagavad-Gita: II, verso 47; III, versos 19 y 25.
2 Adolf Hitler: Mi Lucha II, capítulo 11.
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de hoy. No se las encuentra en parte alguna excepto en posesión de la gente que las aprecia. Por eso con mayor razón estaba emocionada cuando la señorita B. me dijo: “Es suyo, puede quedárselo”. Estaba contentísima al pensar que podía conservarlo. Pero advine que tenía este solo. “Y a pesar de ello me lo dan”, dije, “¡aun cuando hace tan sólo unas horas me conocen!”.
“Usted lo merece, lo sé” respondió.
“¡Me puede dar buena suerte, así para siempre!”, dije cuando apreté el retrato en mis labios como un objeto sagrado.
Di las gracias a la señorita B. desde el fondo de mi corazón por su regalo y la confianza natural que me había mostrado.
“¿Qué la motiva a pensar tan elevadamente de mi?”, no pude más que preguntarla momentos después. “Lo cierto es que también es una pagana nata como el señor H. y yo misma”. Ella exteriorizó exactamente las mismas palabras a como yo lo había hecho tantas veces en el transcurso de estos veinte años; las mismas palabras que repito en este libro, ya que cada vez estoy más convencida de su verdad: “Solo aquel que es pagano a carta cabal puede ser un verdadero nacional-socialista”.
Siempre llevé el colgante y ahora lo porto en prisión.
Pasamos el resto de la tarde interpretando algunos de los más bellos pasajes de “Mi Lucha”, para lo cual el señor H. sacó su ejemplar escondido y procuré mostrar cómo se me reveló asombrosamente verdadero el tema central del libro (el problema racial) a la luz de un breve resumen histórico del Lejano Oriente, del antiguo y del moderno, que casualmente conozco. Pero fue mi interpretación del cristianismo como la “más habilidosa trampa judía que jamás fue colocada entre los arios”, la que me unió más firmemente con la señorita B..
“Sabe”, dijo, “que me resistí ya cuando niña a cantar las canciones de la iglesia que hacían alusión a Jehova o Israel; ¿por el motivo de que era una alemana y no deseaba que se me impusiese ninguna religión extranjera? ¡Cuánto comprendo su nostalgia hacia los Dioses olímpicos como también hacia aquellos antiguos nórdicos de su madre!. ¡Cuánto la comprendo!” “Estoy
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contenta de que lo haga”, contesté. “Sólo otros nacional-socialistas como nosotros han entendido la parte tan considerable que ha jugado este anhelo en toda mi formación. Pero imagínese que entre algunos arios europeos se encuentra exactamente la actitud contraria. ¿Ha oído de una secta religiosa en Inglaterra cuyos miembros se denominan asimismos ‘israelitas británicos’?”.
“No”.
“Pues bien, tal secta existe. Los adeptos, imagínese, no son judíos, aunque desde luego algunos mestizos judíos puede haber entre ellos. Pero sé de algunos ingleses auténticos de sangre mediocre —celtas y anglosajones— que por consiguiente son arios. Intentan solo probar —mediante la más imposible demostración— que ellos y la totalidad de la nación inglesa descienden de algún “linaje perdido” de Israel. Arios de sangre pura intentan descubrir que son judíos; desean ser judíos. ¿Ha oído jamás de un abominable desatino como este?”.
“Ahora bien”, añadió el señor H., “se les ha enseñado durante 1500 años que los judíos son “el Pueblo elegido de Dios”. ¿Puede censurarlos por esto?. ¡Usted misma dice que el crimen original está en la aceptación del cristianismo!”.
“El penúltimo de los 25 puntos del programa del N.S.D.A.P.”, dice, “sostiene, aunque concreta que el Partido como tal ha admitido el cristianismo positivo, la libertad para todas las confesiones religiosas en el Estado en cuanto estas no sean un peligro para él y no contraríen el sentir moral de las razas germánicas. Alfred Rosenberg ha procurado explicar que significa ‘cristianismo positivo’, y me parece que lo ha ajustado precisamente a la moralidad fundamental y natural que todo ario puede aceptar. Pero poca gente parece entender completamente todo lo que está contenido en las dos reservas que se mencionan en el punto 24: ‘Pedimos la libertad de todas las confesiones religiosas en el Estado, en cuanto que su existencia no pongan en peligro o atenten contra la decencia y el sentimiento moral de las razas germánicas’”.
“¿Una religión que permite a sus seguidores un casamiento sin tomar en consideración si la raza es compatible con la existencia de un Estado que vive para los principios nacional-socialistas? ¿Se puede decir que una religión
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no infringe las leyes morales de toda raza sana, no sólo contra la germánica, cuando enseña que el hombre ha nacido en pecado j que son de alabar como virtudes la caridad y el perdón final?. Deseé de corazón haber estado aquí en los gran des días. Habría recalcado este punto delante de los que supieron bien de toda la desgracia que ha ocasionado el cristianismo en el mundo y que al mismo tiempo estuvieron en el entorno del Führer. Lo habría intentado cuando menos”.
“Y sin duda la habrían entendido, estando conformes con usted de todo corazón”, dijo el señor H., “pero aún así nada hubieran podido hacer en aquel entonces; los tiempos no eran aún propicios. Cierto; el Partido sostenía el criterio del ‘cristianismo positivo’ Rosenberg se había esforzado mucho en ello, como usted misma dice, por clarificar este punto de vista. Pero la mejor explicación es la de que en 1920 sencillamente todavía no era posible solucionar de otra manera la cuestión religiosa. Había tanto trabajo de suma importancia esperándonos que también se podía cumplir bien con él sin tener en cuenta lo que la gente pensaba en lo tocante a su religión. Atención pública a la grandeza de nuestra revolución y también al campo filosófico y religioso, hubiera sido funesto en aquel momento de nuestra lucha. Habría ocasionado dudas y causado inquietud. Pero después de la victoria, cuando nuestro régimen hubiese sido construido con firmeza, y ya seguros, habríamos educado paulatinamente a las nuevas generaciones con el fin de meditar y comprender por si mismas que el cristianismo tal como es, choca con nuestros ideales. Más perdimos la guerra y tenemos que esperar así todavía algo más de tiempo a ese despertar. ¡Pero llegará, esté segura de ello!. Llegará; pues nuestro Führer no ha venido inútilmente”.
Después de dos días me despedí de mala gana de estos nuevos amigos. No sabía que no debía volver a verlos por un largo tiempo. Nos saludamos mutuamente con un “¡Heil Hitler!”.
“¿Sabe por otra parte”, dijo la señorita B., “cómo se dice eso en público sin ser descubierta?”.
“Sí, lo sé”, respondí y repetí la formula que usamos y que para todos nosotros significa lo mismo, pero para los no iniciados que escuchan casualmente suena directamente como tonterías insignificantes.
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“Así que lo sabe también”.
“¿Quién no lo sabe?”. La señorita B. me contó que había pensado que me informaba de algo nuevo. Pero alguien me había contado eso ya en el último año. “Anhelo vivir esos días en los que seremos otra vez libres para saludarnos mutuamente como nos gusta, en público o también entre nosotros”.
“Sí, yo también. Esos días vendrán. Nuestras firmes intenciones los devolverán —nuestro modo de obrar desinteresado por medio de unificar en un objetivo voluntades dispuestas. De momento esperemos. ¡Heil Hitler!”.
“¡Heil Hitler!”.
* * *
Podría hablar de otros representantes de esa élite aria, en la que saludo a los precursores de una más elevada —sana, fuerte, mejor y hermosa— humanidad y esperanza del mundo; pues he hallado muchos más en el transcurso de estos pocos meses. Aquí en la prisión he entrado en contacto con uno o dos de entre los prisioneros políticos —a pesar de todos los esfuerzos por parte de las autoridades para mantenerme al margen de ellos— y aunque pueda parecer muy extraño, también entre el personal alemán encontré nacional-socialistas. Se suponía que estos no podían tener nada en común con nuestra ideología. Pero mucha más gente la comparte de lo que las autoridades piensan; precisamente de las que menos lo esperan. Sin embargo los pocos ejemplos que puse, especialmente los dos últimos son suficientes para hacer ver lo que se entiende que es una élite completa.
Casi los únicos arios hoy, dentro de los límites del sistema de castas indio, los brahmanes, son nombrados por los representantes de las otras castas “bhu-deva” o “Dioses en la tierra”. Algunos de estos, sumamente pocos, merecen esta denominación. Pero aquí en la Alemania destruida encontré en los días sombríos éntrelos genuinos
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nacional-socialistas, hombres y mujeres que son ejemplos brillantes de la eterna raza maestra —“Dioses vivientes en la tierra” en el sentido completo de la palabra—.
A menudo he procurado imaginarme que aspecto habría tenido nuestro mundo si el Nacional-socialismo se hubiese levantado de nuevo y se hubiera impuesto no sólo en Europa, sino que hubiese dominado todo el planeta durante siglos. Junto a una segregación racial absoluta habría fijada una jerarquía de razas admitida por todos, naturalmente con los arios más puros en la cumbre; en otras palabras, se habría hecho extensivo un sistema de castas sobre toda la humanidad —“cada hombre en su sitio” según las leyes divinas de la naturaleza, según la voluntad del sol, por citar uno de los himnos más antiguos1; algo así de lo que hemos visto hasta la fecha en la India pero a gran escala, y podrían vivir mucho mejor organizados si Alemania o algún otro país europeo del norte tuviese la dirección del mundo en sus manos. Si no hubiese nada más acerca de religiones internacionales de la igualdad, y sí un regreso universal a las diferentes religiones paganas nacionales, que sobretodo realizan mejor la veneración a la fuerza vital que está representada en el sol, y no sólo así en cualquier ser humano, sino en toda la vida, en todos los seres unidos sobre su llanura. ¡Cuánto daría la bienvenida a un mundo así!. Al recordar esa magnífica minoría alemana nacional-socialista que tanto amo y admiro, ya que no puedo hacer otra cosa, deseo desde el fondo de mi corazón que algún día Alemania pueda dominar el mundo en toda su extensión. Más que nunca, ahora los alemanes merecen ser nombrados por el resto de la humanidad como una minoría de “bhu-deva”— de “Dioses en la tierra”.
1 “El más largo canto al sol” que puede ser atribuido con certeza al rey Ekhanaton de Egipto, aproximadamente 3400 años antes del presente.
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